27.6.06

Estar en el mapa

Leo una edición ("puesta al día y expandida", según dice la solapa) del célebre Dictionary of Imaginary Places, de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi, cuya primera versión vio la luz hace más de un cuarto de siglo, en 1980.

El libro, en sus más de setecientas páginas, no sólo enumera y explica la existencia ficcional de centenares de lugares imaginarios, nacidos en la literatura, sino que, además, liga unos con otros, muestra sus vínculos, sus contactos y sus influencias: el modo, por ejemplo, en que una cueva de Las mil y una noches es germen de una casona inglesa fantasmal de principios del siglo pasado, y una villa medieval italiana da lugar a un tenebroso condado del sur de los Estados Unidos.

Las entradas de este diccionario registran, en orden alfabético, desde Abaton, la ciudad traslaticia del irlandés Sir Thomas Bulfinch, hasta Zuy, un reino mágico perdido en algún lugar de los Países Bajos e historiado por Sylvia Townsend Warner en Kingdoms of Elfin, en 1972. Entre uno y otro aparecen los sitios más previsibles, como la Utopía de Moro (cuyo mapa reproduzco aquí), la Tierra de Oz, de Frank Baum, y la Lillliput de Jonathan Swift, junto a otros menos esperables, como la curiosa Libertinia, de Jules Verne, y el trágico y mortuorio Spoon River, de Edgar Lee Masters, pueblito de New England (aquí cerca) que es "famoso por su cementerio", según bromean los autores.

Dada la erudición del volumen, sorprende comprobar la ausencia de algunos lugares imaginarios que los lectores latinoamericanos solemos tener presentes, por no decir que los llevamos dentro: la Casa Verde de Vargas Llosa, por ejemplo, o la Santa María de Onetti, o Comala, el pueblito de Pedro Páramo, o, qué olvido tan imperdonable, Tlön, la tierra enciclopédica de Borges. Si no fuera porque aparece Macondo, nuestra pequeña parcela del tercer mundo (nuestro Orbis Tertius) estaría ausente en este libro estupendo pero ferozmente eurocéntrico.

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