28.6.10

Virtudes de lo bueno, lo malo y lo feo, 1

Sobre los adjetivos prohibidos

"Bueno" y "malo" se han convertido en dos palabras tabú en la crítica, aun más prohibidas mientras más sofisticado es el aparato crítico-teórico y más compleja la formulación del juicio.

En privado, cualquier crítico literario sabrá perfectamente usarlas: los libros siguen siendo, ante todo, buenos o malos, incluso cuando se sabe que los accidentes del gusto y las variaciones de la lectura pueden condicionar el uso de esas, digamos, categorías.

Es como lo que ocurre con los psicólogos, los psiquiatras y los psico-terapeutas: todos saben con cierto grado de seguridad, acaso intuitiva, cuándo tienen en frente a un loco, pero ninguno usará esa palabra en un contexto profesional.

Los dos casos tienen un parecido de origen: los psicólogos saben que los juicios sobre el desequilibrio mental han variado radicalmente con los siglos, que la definición misma de la enfermedad mental se ha hecho tan zigzagueante e insegura que es bastante cauto postergar ciertos juicios radicales.

Los críticos también saben que la valoración estética de las obras literarias ha navegado en círculos y extravíos y contradicciones con el paso del tiempo, de modo que algún viejo hazmerreir literario se ha convertido en clásico décadas o siglos más tarde y (mucho más frecuentemente) grandes amautas de las letras mundiales se han vuelto errores anecdóticos a la vuelta de los años.

Pero hay casos y casos. Aunque, retrospectivamente, un psicólogo pueda diagnosticar las enfermedades mentales de Santa Rosa (recurramos al ejemplo peruano por excelencia), eso no la convierte en loca en su tiempo; a lo mucho, parece darle el extraño status de la demencia a posteriori.

En cambio, entre finales del siglo diecinueve y las primeras décadas del siglo veinte, se diagnosticó como histéricas a un enorme número de mujeres que sufrían lo que hoy se reconoce como síntomas depresivos, perfectamente esperables y en gran medida normales. De hecho, en Freud, la condición misma de ser mujer era en cierta forma un desequilibrio, la causa de infinitas carencias.

En esos casos se puede diagnosticar la cordura a posteriori. Salvo por un detalle: que el estigma ya tuvo lugar, ya cobró sus víctimas, ya dejó su huella en cada una de las personas que lo debieron sobrellevar. Incluyendo a aquellas que acaso murieron pensando que, en efecto, estaban locas.

Los libros, en cambio, tendrán siempre, o casi siempre, una segunda oportunidad sobre la tierra; si se les llamó malos en su momento, podrán seguir existiendo y ser reivindicados y disfrutar (esto es una metáfora) los goces de la consagración: para ellos, aunque no para sus autores, nada es a posteriori, porque ellos viven para siempre (esto es otra metáfora, creo).

Con eso en mente, creo que nos perdemos de mucho esquivando el juicio de valor ("bueno", "malo") sólo por miedo a que la posteridad nos enmiende la plana. Siempre hay libros malos y libros buenos. Y libros malos que nos parecen buenos. Aun más: siempre hay libros buenos que nos parecen malos y que algún día se convertirán en libros malos que nos parecerán buenos.

Y por eso, al no utilizar esos dos adjetivos, estamos quitándole a la historia literaria la oportunidad de construir una serie de relatos irónicos, y acaso algunos paradójicos, sobre las variantes de la percepción crítica de la literatura a lo largo del tiempo.


¿Acaso el buen Clemente Palma le hizo algún daño real a Vallejo cuando dejó claro para siempre que los poemas de este último habían sido (en efecto) malos antes de ser buenos, sin necesidad de que se les moviera una coma?

Además, no está de más decir que también hay libros malos que antes fueron malos y que en el futuro serán malos, o incluso peores, y que un crítico no debería reservarse nunca para después (o para jamás) el derecho y el deber a señalarlos con el largo y retorcido dedo de la ignominia. (Ok, eso probablemente fue too much, pero se entiende la idea).

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27.6.10

¿Por qué una novela panfletaria es una mala novela?

Una nota sobre la ficción como forma de conocimiento


Por un ensayo que vengo escribiendo, releo una novela corta del mexicano Paco Ignacio Taibo II: Máscara Azteca y el Doctor Niebla (después del golpe), una ficción postapocalíptica con rasgos de cómic fantástico e, inevitablemente, huellas del amor de su autor por la novela de anticipación.

Es la historia de un súper héroe esquizofrénico, cuya personalidad se ha dividido casi infinitamente, y que, en extraña comunión con sus alter egos, forma un movimiento llamado "La Resistencia", que lucha por derrocar a la dictadura populista que gobierna un México distópico.

Taibo II escribe desde el marxismo y el situacionismo francés de los sesentas. Muchos motivos de la novela revelan esa doble presencia: la lucha de clases, la alienación industrial y postindustrial, la idea de la falsa conciencia y la de la conciencia utópica socialista al estilo de Karl Mannheim; también está la noción de la espectacularización de la realidad, que en él es una herencia de Guy Debord.

Pese a ello, uno queda con la impresión de que bajo la superficie de la novela hay más bien una recusación de toda ideología, incluyendo entre ellas al materialismo dialéctico, y también una suerte de desesperanza profunda ante la idea misma de revolución, en favor de una forma individualista de reivindicación de la rebeldía personal.

No parece, sin embargo, que Taibo haya buscado expresar eso en su ficción. Más bien, el escepticismo ante la posibilidad del cambio radical como ejercicio colectivo parece haber usurpado el espacio del convencimiento socialista del autor, contra su propia voluntad.

Al leer La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, y específicamente ante la glorificación del heroísmo del atentado magnicida como respuesta a la tiranía, es casi inevitable preguntarse si no hay un hálito anarquista filtrado entre las formas que toma el discurso del liberalismo en la novela.

Mirando más atrás en la obra del peruano: ¿no existe en El hablador una duda recurrente sobre cuán moral, cuán ética y cuán justa pueda ser la perspectiva de asimilar a los pueblos indígenas dentro de las culturas occidentales, incluso a pesar de que tal es la propuesta mil veces repetida por Vargas Llosa ,como opinador político y social, para el mismo caso peruano que trata la novela?

Borges solía repetir su admiración por la raíz judeo-cristiana y clásica de las culturas occidentales. Pero un número crecido de sus ficciones, o bien establecen una equivalencia moral y cultural de facto entre todas las civilizaciones ("Los dos reyes y los dos laberintos", "Historia del guerrero y de la cautiva"), o bien se preguntan si no será que precisamente las civilizaciones más sofisticadas son las más proclives a generar las formas más abyectas de barbarie ("Deutsches Requiem").

Hay una valor especial es esas ficciones que parecen erigidas en contra de las ideas que, como ensayistas o comentaristas públicos, defienden sus autores; ficciones que parecen contradecir esas ideas, dudar de ellas, dudar de su veracidad o su lógica o su moral, arrojarse sobre ellas para desmontarlas y acaso negarlas.

La explicación más habitual no es extremadamente convincente: es el trabajo del inconsciente, se dice; es la ficción apropiándose del texto, llevándolo por caminos que el autor no ha planeado. Creo hay una manera más racional de plantearlo.

Como vehículo congoscitivo, la ficción contemporánea tiene unos rasgos propios, que la distinguen del ensayo o de la crónica y ciertamente de la historia y de las ciencias sociales: la ficción exige ser escrita desde dentro o como si se viviera desde dentro de la consciencia de los personajes, pero también, por ello mismo, se abstiene de ser expositiva, porque se abstiene de asumir que el mundo narrado pueda ser orgánicamente percibido desde un solo mirador.

Y al descartar la unicidad del punto de vista, deja de ser un buen vehículo para la articulación ideológica, que es siempre panóptica y siempre unívoca y casi siempre monológica. No se trata, pues, de que al escribir el autor se transforme en una fiera inconsciente o deje escapar las voces de su subconsciencia: es que el método de la construcción de ficciones le exige asumir (inventar, imaginar, instaurar) en el texto una multiplicidad de consciencias, casi todas ajenas.

Lo que hacemos cuando declaramos que una novela es mala porque es panfletaria, es reconocer que el texto carece de ese rasgo que esperamos de él. Y cuando una novela panfletaria nos parece buena, es probable que nosotros estemos inclinados a pensar que el mundo es una unidad discreta observable de una sola manera (incluso si la manera específica en que el mundo es visto en dicha novela no nos place del todo).

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20.6.10

Saramago

Pero el otro Saramago, el anterior 

Mi primera lectura de Ensayo sobre la ceguera fue un deslumbrón súbito, casi un enamoramiento, que se fue desdibujando con el tiempo. Casi todo lo que Saramago escribió después me pareció repetitivo y, de alguna manera, por eso, poco honesto.

(Entre sus libros anteriores, en cambio, hay obras maestras de la narrativa contemporánea: Memorial del convento, El año de la muerte de Ricardo Reis, Historia del cerco de Lisboa).

Mi impresión en los últimos años fue que era cada vez más difícil leer un libro suyo que no descubriera su tesis y la intención de su argumento desde la primera línea; en cierta forma, eran historias que sonaban conocidas instantáneamente y parecían cuentos penosamente extendidos hasta convertirse en novelas.

Desde mediados de los noventa, Saramago parecía escribir con la idea de que para todo aquello que estuviera mal en el mundo, él tenía una sabia solución cifrada en sus páginas; el lector debía acudir a sus ficciones como quien descubría la panacea universal.

Hace años reseñé su libro de cuentos Casi un objeto, que me dejó como recuerdo el virtuosismo formal y la virtud ética de uno de sus relatos, "Silla", que describe el instante de la caída de un dictador desde una emblemática silla que se quiebra y pierde el equilibrio.

En los años siguientes me resultó triste comprobar que casi no había dictador en el planeta que no contara con el apoyo, explícito o implícito, del moralista portugués. Recién tras su muerte he descubierto que sus declaraciones sobre el conflicto palestino-israelí habían roto la barrera del anti-sionismo para volverse francamente antisemitas.

Obviamente, el momento de la muerte de una persona no es la mejor oportunidad para decir todo aquello que no nos gusta de ella. Prefiero quedarme con el recuerdo de las tres novelas que mencioné líneas arriba, con la memoria de esa imaginación feraz del Saramago anterior, que con la imagen de los rituales propagandísticos del Saramago viejo.

En anterior era sutil, complejo, y por eso era natural en él ver el mundo con sutil complejidad. El de los últimos años era un maniqueo; tenía la ética de los buenos contra los malos y la tendencia a demonizar y caricaturizar a sus contendores con un reduccionismo primitivo.

¿Un buen homenaje a Saramago? Leer los libros que escribió entre los setentas y 1991.

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8.6.10

Mirar con los dos ojos

Sobre el conflicto palestino-israelí y la parcialidad de las condenas

Cuando uno lee muchos de los artículos y columnas de opinión escritos en referencia a la intervención de las fuerzas armadas israelíes contra un barco turco la semana pasada, la primera pregunta que le viene a la mente es: ¿por qué casi todos los que opinan, opinan exactamente lo que su posición política hace esperable, en vez de evaluar el caso particular dentro del marco social, político e histórico dentro del cual se produce?

La gente de la izquierda culpa a Israel de abusar de su fuerza. Desde allí, da una serie de saltos cualitativos y, según los va emprendiendo, empieza a acumular los adjetivos in crescendo: los israelíes son imperialistas, autoritarios, fascistas, genocidas, etc.; luego, los judíos son imperialistas, autoritarios, fascistas, genocidas, etc. Es fácil darse cuenta de que, en cierto momento de esa cadena, ya no es necesario que el adjetivo tenga conexión alguna con la realidad: no hace falta que exista un discurso o una ejecutoria fascista para usar el término; no hace falta un genocidio para llamarlos genocidas.

La gente de la derecha neoliberal y neoconservadora va por el otro camino: afirman que los israelíes tienen pleno derecho a defenderse de toda agresión y de cualquiera que ayude directa o indirectamente a sus agresores, y por lo tanto, nada de lo que hagan los israelíes puede ser excesivo: para ellos, todo aquel que esté en contra de las políticas del Estado de Israel en el tema palestino es necesariamente un terrorista o un amigo de terroristas.

La derecha más patética, la que se cubre 364 días al año bajo las máscaras del neoliberalismo o el neoconservadurismo o el libertarianismo, usa la oportunidad del día número 365 para correrse el antifaz y acusar al "sionismo" de ser una nueva versión de la conspiración judía mundial: para estos, antisemitas disfrazados y neonazis de opereta, la existencia misma del Estado de Israel es una aberración que debe ser solucionada tarde o temprano.

Entre la gente de izquierda es, curiosamente, muy fácil encontrar a quienes piensan exactamente lo mismo que estos neonazis endeblemente enmascarados. Será que la huella de aquello que condujo a los progroms soviéticos y al genocidio estalinista no se ha extinguido completamente en las venas de cierta gente de izquierda. Será simplemente que hay algo en el imaginario de los extremistas, a un lado y a otro, que les hace fácil desfogar toda su agresividad contenida sobre la figura del Estado israelí: vaya uno a saber.

Cada parte, a su vez, plantea la discusión sobre el conflicto palestino-israelí con un puñado de reglas preferidas. Los que describen a Israel como un Estado genocida, por ejemplo, prefieren no discutir lo que entienden por genocidio; esto es entendible: es difícil justificar la idea de que un Estado es genocida a pesar de que ese Estado no haya emprendido ningún tipo de campaña de eliminación de ningún pueblo en ningún momento de su historia desde su fundación.

No estoy diciendo, obviamente, que Israel nunca haya sido culpable de masacres. Lo ha sido; han sido acciones criminales que no fueron suficientemente castigadas y que algunas veces no fueron castigadas en absoluto. Los israelíes también han sido víctimas de masacres y de atentados terroristas, llevados a cabo por organizaciones que hoy ostentan el poder en Palestina. De alguna manera, sin embargo, cuando los anti-israelíes juzgan los crímenes palestinos, establecen una meticulosa distinción: Hamas quizás sea una organización criminal, pero no la autoridad palestina. El hecho de que la autoridad palestina esté hoy en manos de Hamas no parece afectar ese juicio.

Puestas así las cosas, los anti-israelíes construyen un conflicto curioso: por un lado, dicen, está el Estado de Israel, por otro, el pueblo palestino. Y ya está; suficiente. Con esa fórmula es imposible fallar en la crítica, porque cualquiera que tenga como enemigo a todo un pueblo tiene que ser una entidad maligna. El Estado de Israel no necesita cometer un genocidio para ser tildado de genocida: el Estado de Israel es visto como genocida a priori, porque, en los términos en que se le describe, el sentido mismo de su existencia es la eliminación del pueblo palestino de la faz de la tierra.

Obviamente, esa operación sólo funciona si uno borra dos factores de la ecuación: el pueblo de Israel y el gobierno palestino. Por eso los 6500 cohetes lanzados desde la franja de Gaza sobre la población civil de Israel en los últimos tres años no son mencionados por quienes acusan a Israel de toda la violencia: porque la población civil de Israel ha sido voluntariamente borrada de la mente de quienes prefieren la fórmula fácil anti-israelí.

Y también por eso el hecho de que el gobierno palestino esté en manos de terroristas es también dejado en el silencio por los críticos de Israel: la cosa es reducirlo todo a una lucha dispareja y abusiva en la que el todopoderoso ejército de Israel hace lo posible por asesinar a una población palestina civil enteramente inocente.

¿No sería lógica, moral y racionalmente preferible juzgarlo todo? Es decir, evaluar el asunto considerando que también existe un pueblo israelí víctima de un promedio de siete atentados terroristas cada día en los últimos tres años; y que existe, del mismo modo, una autoridad política palestina, que está en manos de un grupo terrorista?

Sería, sí, lógica, moral y racionalmente preferible. Pero sería sin duda complicado: es complicado acusar de fascismo a un Estado de estructura socialista y extensísimas libertades civiles, como es el Estado de Israel, y sería complicado defender a una autoridad política como la palestina, que no reconoce a las mujeres como seres humanos iguales a los hombres, que encubre femicidios, que condona atentados terroristas y que tiene en la nauseabunda dictadura iraní a su mayor aliado.

Sería complicado argumentar por qué la muerte de los nueve activistas acribillados en el barco turco es un escándalo de proporciones mundiales y las varias decenas de israelíes muertos en sus casas o en las calles de sus ciudades, o viajando en un bus o sentados en un restaurant, en atentados llevados a cargo por Hamas, no les suelen mover una pestaña a prácticamente nadie. ¿No existe un pueblo israelí; sólo existe el pueblo palestino?

También la geografía es escenario de otros recortes: quienes acusan exclusivamente a Israel tienen en la mente un mapa muy pequeño, en el que sólo aparecen Israel y la Franja de Gaza. No aparece en ese mapa Egipto, y su frontera también cerrada para los palestinos (acaba de ser reabierta; eso no durará mucho); no aparecen en ese mapa los nueve países árabes que en 1967 llevaron a cabo una guerra en alianza contra Israel con el no oculto propósito de desaparecerlo.

Y esa es otra cosa: el tiempo, la historia, también se suelen recortar. El día en que Israel comete un acto violento, es el día en que todo empieza nuevamente desde cero, en la práctica, para sus críticos: nada de lo anterior cuenta; es como si Israel hubiera decidido agredir por pura e infinita maldad, sin una historia previa.

No es así: es una historia muy larga, que ahora se aproxima a uno de sus puntos más atroces, porque tanto los palestinos como los israelíes han optado por llevar al poder en sus territorios a las alas radicales de su espectro político. La elección de Netanyahu no le hace ningún bien al conflicto, obviamente; la elección de Hamas le hace un daño atroz. Y la ostentación de poder de cada uno perpetúa o al menos prolonga el poder del otro. Sin embargo, la opinión más frecuente se dirige a criticar la elección de la derecha israelí, pasando por alto la aberración de que, en medio de un conflicto, un gobierno democrático tenga que negociar con un gobierno terrorista.

Yo también tengo un prejuicio ideológico, es obvio. Yo preferiría que todos los Estados del mundo se parecieran un poco más al Estado de Israel, a su intenso y extenso sistema de seguridad social, a su sistema educativo, a su estructura horizontal, a su acceso abierto para los ciudadanos a los beneficios del Estado, a sus modales igualitarios, a su creciente abolición de las diferencias de género, de origen social, etc.

No quisiera imaginar (y ciertamente no quisiera vivir en) un mundo guiado por los principios que la autoridad palestina ha impuesto en su pueblo, ni con los que Hamas usa para regir a los palestinos, incluyendo el criminal trato a las mujeres, la utilización de niños en acciones bélicas y terroristas, o la noción de que cada ciudadano deba ser juzgado no de la misma manera, sino de maneras distintas de acuerdo con su religión.

Obviamente, eso no quiere decir que el gobierno israelí esté justificado en desmedir su fuerza en la lucha contra sus enemigos; tampoco hay nada que justifique hacer estallar una bomba en una pizzería israelí, a mediodía, matar a quince civiles inocentes, incluyendo niños, y herir a otros ciento treinta. Pero sobre todo, no hay nada que justifique denunciar lo primero y silenciar lo segundo. Los derechos humanos no los tienen sólo aquellos cuya muerte me sirve para vigorizar mi discurso político o mi pose humanista. Los derechos humanos no son un señuelo que yo pueda acomodar a la medida del tipo de propaganda que prefiero.

Si uno es capaz de darse cuenta de que lo peor que le puede pasar a Israel es seguir depositando su mandato político en la derecha y en personajes como Netanyahu, uno también debe darse cuenta de que lo peor que le puede pasar a Palestina es dejar su futuro en manos de Hamas. Si esto es así, hay que denunciar ambas cosas y los crímenes de cada cual. No hay lugar a selección, no hay lugar a preferencias. Y poner el acento en uno de los lados es una maniobra que no cabe.

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4.6.10

El futuro del pasado

Y la literatura latinoamericana en la cárcel del presente

Es posible imaginar el campo literario (sus tradiciones) como un plano cartesiano en el que la arista del tiempo interseca a la arista del espacio: infinitos tiempos, múltiples espacios, incontables cruces.

Un escritor busca sus referentes en ambas rectas, remontándose en la historia, hacia el pasado, colocándose a sí mismo en el presente o como una proyección al futuro; y abarca diversas geografías, distintos sitios de cultura. Inventa un universo ficcional que puede ser estático o traslaticio y puede concentrarse en un punto o estallar en muchas direcciones.

Los escritores del boom (y los inmediatamente anteriores y posteriores) solían concentrar sus obras dentro de los límites de un país, o estrecharlas a una sola provincia, una región, o acaso resumirlo todo en una villa imaginaria, un pueblo fantástico, una pequeña ciudad: Macondo, Santa María: América Latina y las historias nacionales de lo latinoamericano eran su obsesión.

Sin embargo, construían sus propias genealogías remontándose siglos, hasta hallar en los más remotos tiempos y espacios los más cercanos antepasados: Vargas Llosa a Martorell, a Tolstoi; García Márquez a Rabelais o a Cervantes; Bryce a Sterne; Sabato a Dostoievski; Borges a Snorri Sturluson, a De Quincey, a Melville; Fuentes a Henry James o a Horace Walpole.

Mi impresión es que esa amplitud cronológica ha quedado más o menos extraviada en las últimas dos generaciones de escritores latinoamericanos; que los de hoy privilegian más bien la ruptura de las barreras espaciales: escapan del país, de la ciudad propia y la región natal, pero no de la otra cárcel, la temporal, la cárcel del presente.

Seguramente mi generalización es un tanto arbitraria si uno se detiene a investigar casos particulares, pero no creo que lo sea la comparación general: hoy no es la norma entre escritores más o menos jóvenes que sus obras estén tan señalada por autores de otras épocas como ocurría con los casos que mencioné dos párrafos arriba.

Digámoslo de otra manera: es ciertamente arduo pensar en un libro latinoamericano reciente cuya lectura incite al lector a buscar un clásico: estos libros, quizás voluntariamente, no forman parte de un diálogo en el tiempo, al menos no de uno que encuentre en la tradición (y no en el simple relevo generacional) sus coordenadas.

Parte del aire de los tiempos es reemplazar la amplitud de rango que implica la admiración por los antiguos con una suerte de zambullimiento total en el presente: el resultado es que los más jóvenes, mis menores e incluso mis contemporáneos, parecen convencidos de que en la siguiente feria del libro, en el próximo catálogo de Houghton Mifflin o en este número de The New Yorker, aparecerán más libros dignos de su atención que en todos los siglos anteriores.

El problema es que es difícil construir un futuro interesante cuando uno empieza a funcionar como si solo existiera el presente: el impulso de lo anterior se extravía, uno se desorienta rebotando sobre el mismo sitio, el futuro deja de existir (sin pasado, no hay siquiera motivo para intuir la importancia del futuro), la idea de la tradición se esfuma.

Y no me refiero a ningún concepto decimonónico de tradición; me refiero a una de las constantes cruciales del trabajo literario: el consciente regreso creativo a la literatura del pasado en busca de los elelementos que harán la literatura del porvenir; el mecanismo que llevó a Faulkner hacia la Biblia, a Joyce hacia Homero, a Kafka hacia Cervantes; el mismo que llevó a Onetti hacia Faulkner, a Cabrera Infante hacia Joyce, a Piglia hacia Kafka, y, por tanto, a Onetti hacia la Biblia, a Cabrera Infante hacia Homero, a Piglia hacia Cervantes.

No hacen mal los escritores contemporáneos en vivir plenamente su propio tiempo ni en estar inteligentemente en contacto con lo que hacen sus colegas en el resto del mundo. Pero harían mejor si no olvidaran que el presente es siempre, de manera necesaria, infinitamente más pequeño que el pasado.

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1.6.10

Paralíticos & Co.

Sobre un artículo de Gonzalo Garcés

Iván Thays me alcanza un enlace al artículo La parálisis de la crítica, publicado en la Revista Ñ de El Clarín de Buenos Aires por el escritor argentino Gonzalo Garcés. Es un durísimo comentario sobre el status quo de la crítica literaria en lengua española, al que vale la pena hacerle una que otra apostilla.

Garcés establece una suerte de ránking personal en las prácticas críticas de la prensa internacional: en el ápice superior la crítica anglosajona y en el inferior la francesa; no muy lejos del fondo de la tabla, la crítica en español. Y ya en ella, la española por debajo de la hispanoamericana.

Esta clasificación vertical no la ejecuta Garcés sin antes darle vueltas: ofrece como ejemplos de frecuente solvencia las reseñas de publicaciones como The New York Times Review of Books (yo no estoy tan uniformemente convencido de su calidad) o The New Yorker; parodia la retórica hueca del reseñismo francés; y, finalmente, distingue entre la caduca servilidad de muchos reseñadores españoles, incapaces de confrontar los circuitos empresariales del mundo editorial, por un lado, y la formulaica seudo-intelectualidad de otros tantos reseñadores argentinos, a quienes, cabe suponer, menciona como seña de lo que pasa en el resto de América Latina.

Aunque casi la totalidad de su artículo se refiere a la crítica ejercida de manera inmediata en la prensa, la encargada de dar la primera recepción a la nueva literatura en revistas y diarios, Garcés le dedica también un par de líneas a la crítica académica francesa, a la que desestima como una práctica más o menos alienante, o quizá enteramente alienante, más sumergida en la jerga del postestructuralismo que entregada a la intención de dilucidar una u otra obra literaria.

Allí tengo que objetar algo, aunque no fuera sino para defender mi propia práctica como crítico dentro de la academia americana (y además uno graduado en Cornell, a la vez cabecera de playa y último reducto del afrancesamiento crítico en los Estados Unidos): me parece injusto sancionar así, de un rápido plumazo, en una sola línea, el trabajo de una tradición crítica que, desde Barthes hasta Foucault, desde Derrida hasta Kristeva, y desde De Man hasta sus actuales practicantes, ha hecho mucho no sólo por establecer nuevas formas de comprensión para la literatura contemporánea, sino que en muchos casos ha influido creativa y activamente sobre ésta (lo que es, finalmente, la quintaescencia del diálogo entre críticos y creadores).

Dicho esto, las observaciones de Garcés, en su aspecto más general, siguen en pie: la crítica no académica, la de primera línea, la que lee los libros antes que cualquier otra, tiene un compromiso que, en el mundo hispano, al menos, ha dejado de cumplirse mayoritariamente: el deber del primer diálogo y de la problematización inicial; el deber de trazar las coordenadas para la lectura inaugural de la literatura nueva.

Cumplir con ese deber no es de ninguna manera simple: el crítico de prensa escribe para el lector de a pie pero lo hace en diálogo con el autor, con el texto y con otros críticos. Ese no es un equilibrio fácil de alcanzar: es como construir un puente que no conduza de un punto a otro sino desde varios puntos hacia varios otros y que sirva para tránsitos de diversas modalidades y distintas magnitudes.

Por supuesto, la dificultad no es excusa para el desacierto. Pero el desacierto no es la simple consecuencia de una epidemia de superficialidad y estultez que haya tomado por asalto las redacciones de prensa de todo el mundo hispano.

Garcés está particularmente inspirado cuando compara al mal reseñador con el encargado del servicio de protección al consumidor. Esa es probablemente una de las claves reales: el hecho de que la obra literaria haya pasado de ser producto artístico y mercancía a ser preeminentemente mercancía, ha convertido al crítico literario en parte del engranaje comercial, con la única posición más o menos análoga a la que alguna vez tuvo, cuando gozaba de sus prerrotativas originales: hoy sólo debe decir si el lector está recibiendo lo que espera por sus veinte dólares, en el sentido más estricto y limitado.

Pero todo esto no es una conjura editorial hecha a las espaldas de los escritores: una infinidad de autores son aliados, voluntarios o no, de esa mediocridad. Lo son cada vez que se quejan de un crítico no por la superficialidad de sus comentarios sino tan solo por juzgar negativamente lo que piensan que debió juzgarse de modo positivo.

Lo son, otra vez, cada vez que etiquetan a los críticos en general como "escritores fruntrados" o "autores sin talento", como si novelista y crítico no fueran dos oficios distintos sino un escalón superior y uno inferior en una escala de aspiraciones personales: la absoluta y global desautorización de los críticos, como conjunto, es el fin de la conversación, es la declaración de la total unilateralidad. Un crítico, después de todo, no es sino un lector con entrenamiento adicional: ¿qué escritor quiere degradar al lector a priori, declararse en eterno monólogo de aquí en adelante?

Y también lo son (aunque no quieran reconocerlo y casi nunca hablen de ello en público) cuando aceptan que los críticos decisivos de su obra sean el agente, el gran grupo editorial, la empresa distribuidora, los premios comerciales y el éxito de ventas.

(Esa suerte de capitalismo liberal mecánico y absurdo, que es en sí mismo la negación del riesgo artístico, es el primer mal del que deberían sacudirse los escritores que se tomen en serio: el mercado regula el éxito de las empresas y diseña formas de satisfacer al comprador, o hacerle crear que lo ha satisfecho, pero no determina el éxito del mejor arte, sólo el del arte más popular).

Hace muy bien Garcés (y esa es el real mérito de su artículo) en pedir de los críticos no más sintonía superficial con la obra de los escritores contemporáneos, sino más rigor, más disciplina, más inteligencia, mejor brújula y más penetración. Y sobre todo hace bien cuando exige que la crítica sea debate, que se juegue por algo, que suba la apuesta, que no mida los libros con la plantilla trivial de lo esperable sino con el metro más etéreo y más difícil de lo deseable e incluso de lo ideal.

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