30.1.11

ἀνθολογία

Una cosa más sobre la "antología consultada"

La antología como objeto literario no es una cosa nueva; no es, siquiera, relativamente nueva. De hecho, es antiquísima. La que se atribuye a Meleager de Gadara fue compilada por él en el siglo uno antes de la era común. Y eso sólo para remontarnos a la tradición griega, de la que hemos heredado el nombre.

El continente asiático, con la milenaria costumbre de las colecciones de poesía japonesa, china y malaya, ya conocía la práctica de la antología desde siglos antes y la había acogido y desarrollado como parte del ciclo vital de las formas poéticas: la popularización de un género conducia a la selección de lo más aplaudido.

En Europa, antes de la invención de la imprenta, había ya colecciones de textos de autores diversos que eran reunidos por su valor moral, su supuesta o deseada probidad didáctica, o su relieve intelectual o estético. Los cancioneros, los romanceros, y luego las célebres misceláneas de "varia lección" o las polianteas, no son otra cosa que antologías.

Si uno quisiera dilatar la definición, podría nominar a la Biblia misma como un antecedente, un libro de libros, hecho con un impulso constructivista, o una serie a veces contradictoria de impulsos constructivistas, a la vez siguiendo un haz de normas ideológicas y con la aspiración de fijarlas, reflejarlas y darles solidez: inventarlas o instaurarlas al integrarlas en el cuerpo de un texto mayor, colectivo o al menos fragmentario.

También se podría mencionar, siglos más tarde, a recolecciones de ficción como Las mil y una noches: una antología en varias versiones, elaborada en largos periodos, sancionada por muchas manos y diversos pareceres, y victoriosa en la lectura popular.

Si entendemos a las antologías como vehículos canonizadores, lo hacemos, casi sin percibirlo, porque encontramos en ellas, todavía, rasgos diversos de todo lo anterior. La canonización a la que aludimos, casi sin darnos cuenta, es la versión secular de la canonización religiosa: la oficialización de un discurso como verdadero e inobjetable.

La idea de que lo antologado merece salvarse del olvido y perdurar; la idea de que ha de antologarse lo que representa un cierto espíritu, el de lo viejo preservable o el de lo nuevo sucesor; la idea de que al incluir algo en una antología estoy señalando en él un valor peculiar, aprobándolo, proponiendo esa aprobación a los demás: todas esas ideas, que suelen pasar por la cabeza de quien encuentra una antología y la lee, y por la cabeza también de quien la proyecta y la postula, se derivan de alguna variante de las prácticas de selección textual que mencioné antes.

Muchos olvidan que el elemento original de la antología poética en Occidente (la poética ha sido siempre la más frecuente), el que presidió su institucionalización como costumbre, tal como solía pasar con las antologías de poesía china o de narración persa, no ha sido el impulso de comandar la lectura de ciertos autores y ciertos textos (las antologías solían ser anónimas), sino el de colocar ante un auditorio una reunión de textos disfrutables, muchas veces no siguiendo la autoridad de un crítico, sino el olfato del lector: se solía antologar lo que ya era popular, lo que ya había sido sancionado por la lectura, por décadas de lectura; y de hecho ese sigue siendo el motor detrás de cierto tipo de antología que nace más del comercio editorial que del afán de dictaminar en el campo de la estética.

La antología es una forma mucho más presente de lo que queremos aceptar. Cada número de una revista de poesía es una antología, una selección parcial dentro de un universo mayor; cada volumen colectivo es una antología; cada colección editorial es una antología; cada lista de invitados a un recital es antológica.

El criterio con el que un grupo poético o literario en general se forma y cobra vida, es un criterio antológico: la elección de un conjunto de autores y obras (e ideas estéticas y aspiraciones artísticas o ideológicas, en el mejor de los casos), que implica un cerco y una frontera y dejar de lado a quienes no respondan a un cierto principio. El panteón de sus mentores es antológico; las firmas al pie de sus manifiestos son antológicas.

Mi mesa de noche es, irrebatiblemente, una antología. Una cuyos criterios electivos sería largo explicar. Y criterio, finalmente, como sabemos, es la palabra clave.

A la antología de poesía peruana (1968-2008) proyectada por Luis Fernando Chueca, José Güich, Carlos López Degregori y Alejandro Susti, se le han venido objetando los errores en el criterio de selección. Pero ciertamente no se trata de los errores en la selección de los poetas escogidos, pues esa selección no ha sido de ellos (y, hasta donde yo recuerdo, nadie ha dicho que tal y tal autor deba desaparecer de la lista de los cuarenta y cinco poetas seleccionados, aunque las puyas de Mora parecen todas dirigidas a la presencia de Luis Chueca, quien, finalmente, es un autor en una nómina de casi medio centenar).

En el fondo, la gran objeción, presentada y repetida, principalmente por Jorge Pimentel y Tulio Mora, ha sido acerca de una selección previa: la de las personas que serían consultadas para, a partir de sus opiniones, confeccionar la muestra de poetas. Bueno, ese es un tema que vale la pena discutir. Lamentablemente, no basta decir, como Mora, que quienes no respondieron nada son valientes, quienes respondieron una pregunta pero no la otra son ignorantes y oportunistas, y quienes respondieron ambas son... ignorantes, oportunistas y probablemente enemigos jurados de Hora Zero.

Si Mora quisiera ser serio y cortar de raíz el largo ridículo que viene haciendo, debería referirse a los consultados, decir quiénes no deberían estar allí y por qué, y debería hacerlo de manera que su argumentación parezca en verdad una explicación plausible para suponer que la antología final será, de modo inevitable, fallida. No basta con una sábana general de insultos sin nombres propios; no basta con una serie de formulitas descalificadoras repetidas hasta el cansancio (de quienes lo escuchan).

Por el lado de los antologadores, lo que hará falta, sin duda, es que el aparato crítico de la antología exprese claramente una visión indagatoria y metódica de los resultados de la encuesta. Porque --es verdad-- sólo decir que los consultados son poetas, críticos, lectores entrenados de poesía o investigadores académicos de las letras peruanas contemporáneas, no basta para contestar todas las dudas: ¿la antología se ve a sí misma como canonizadora, consagratoria? ¿Se propone como un objeto de estudio, uno que, por ejemplo, quiere delimitar el campo de lo que la crítica actual percibe como las columnas centrales de la poesía peruana?

Si es así, si la antología se va a presentar explícitamente como una fotografía panorámica de lo que la institución literaria ve hoy como las más notables puntas de iceberg de la poesía contemporánea en el Perú, ¿asumirán los antologadores una posición de mayoría o una de minoría (irán con la corriente o expresarán sus divergencias? ¿No hay nada que deban o piensen criticar a la institución literaria misma? ¿Hay, dentro de la densidad de las cifras y la bruma de los porcentajes, corrientes distintas de opinión, cuyas diferencias puedan verificarse?

En fin. Lo que no dejo de preguntarme en estos días, leyendo las cosas que se escriben sobre el tema, es si queda alguien en el Perú que piense en una antología poética de la manera en que pensaban los lectores barrocos de una miscelánea o los lectores griegos ante un florilegio (que eso significa "antología"): ¿cuántos buenos poemas habrá en este libro, que no conozco o que he olvidado? ¿Cuánto disfrutaré leyéndolos?

Digo esto porque, en el fondo, ¿no les parece brutalmente ridículo que una serie de escritores se opongan a la publicación de un libro de poesía? Yo supongo, quizás inocentemente, que en el peor de los casos deberían esperar a que el libro exista y salga publicado, para luego leerlo y condenarlo, si en ese momento les sigue pareciendo condenable, o echarle muchas flores (poliantea) si es que, por el contrario, descubren que...

Pero ahora sí estoy siendo demasiado inocente.

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28.1.11

El cine y la novela gráfica

¿Una fuente inagotable de originalidad?

De los varios centenares de películas americanas que se estrenan en circuitos comerciales de cierta envergadura cada año, menos de un 5% (bastante menos) están basadas en cómics.

Eso no es un obstáculo para que, de cuando en cuando, algún sesudo analista de las comunicaciones sostenga que a la industria del cine se le está apagando la mecha y que su gran veta de la originalidad narrativa está ahora en explotar la novela gráfica.

Mi impresión es distinta. Los grandes maestros del cómic hoy muy rara vez son adaptados al cine. No se hacen películas basadas en novelas gráficas de Chester Brown, Seth, Art Spiegelman, Chris Ware, David B o Joe Sacco. Se eligen otras y son casi siempre novelas mediocres que se transforman en películas igualmente mediocres. O se insiste en los libros de Alan Moore o los del fascistoide Frank Miller, con ganancias económicas que normalmente van acompañadas por el vapuleo de la crítica.

¿Un asunto de originalidad? No. Lo que ocurre es precisamente lo contrario: Hollywood casi siempre elige novelas gráficas que fueron compuestas desde un inicio dentro de los estándares narrativos y con la chatura intelectual que, según parece creerse, conviene a una industria millonaria, novelas que fascinan a los vacuos y que, convertidas en películas, pasan a deleitar a una mucho más amplia legión de espectadores que nunca pedirán originalidad en ningún sentido relevante (de allí la perfecta sintonía con los chatos analistas de comunicaciones que celebran el fenómeno).

Los cómics que se suelen llevar al cine son aquellos que han sido escritos con el cine en mente, tal como ocurre con una miriada de novelitas de tercer orden desde hace décadas: son la obra de autores que no respetan su propio medio suficientemente y que creen que la verdadera consagración llegará cuando alguien mire su trabajo y diga: "esto se podría convertir fácilmente en una película taqullera".

Medir la orignalidad en un arte es un asunto difícil, en el que chocan o se complementan muchos criterios distintos. Una cosa es segura: no se puede medir en función de cuán adaptable es una obra a otro lenguaje ni, mucho menos, en función de cuántos réditos le dé a quien asuma la tarea de esa adaptación, o cuánto dinero se pague por sus derechos, o con qué frecuencia se ejecute la operación.

Mientras tanto, ciertamente, al margen de la veta guionística, el cómic sigue produciendo obras magistrales. Sólo en el último año, por ejemplo, allí están Acme Novelty Library: Lint, de Chris Ware; X'ed Out, de Charle Burns; How to Understand Israel in 60 Days or Less, de Sarah Glidden; Market Day, de James Sturm o Denys Wortman's New York, de Denys Wortman, por citar solo algunos y quedarme únicament en el mercado norteamericano.

Y el cine americano (me circunscribo a él porque es el único que estos comentaristas tienen en mente) sigue haciéndolo también, casi siempre al margen del pequeño mundo de las adaptaciones de cómics: True Grit, Black Swan, Winter's Bone, por ejemplo, son cintas de primer nivel, muy superiores a las pocas adaptaciones de cómics que han aparecido en el año que recién terminó (donde el cómic solamente aportó la base para una cinta realmente interesante y original: Kick Ass).

Entonces: ¿encuentra Hollywood una fuente notable de originalidad en los cómics que lleva a la pantalla? En verdad, no. Encuentra, sí, la fuente de películas extraordinariamente olvidables y formulaicas, como, siempre centrándonos en el año pasado, Jonah Hex, The Losers, Iron Man 2 y The Last Airbender, para muchos, la película más ridículamente mala del 2010.

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27.1.11

Disculpen la de Mora

Las décadas epigonales de la poesía peruana, 1

Mi torpe formación, que es apenas académica, me dice que "debate" y "polémica" son nombres reservados a cierto tipo de discusión, en el que dominan los argumentos, la crítica y las razones.

Por eso no me referiré a las intervenciones de Tulio Mora y Jorge Pimentel acerca de la "antología consultada" de Güich, Susti, López Degregori y Chueca con ninguno de esos dos términos.

En lo que parece una carta dirigida a mí pero enviada a dios sabe quién, y de la que me entero por casualidad, Mora ha denostado mis comentarios sobre el tema con razones no sólo absurdas sino además contradictorias.

Dado que no le interesa discutir ninguno de mis argumentos, recurre a criticar la "extemporaneidad" de mi intervención. Es decir, critica el hecho de que yo haya escrito sobre el asunto, según entiendo, una o dos semanas después que él. Si yo fuera dado a los ejemplos desproporcionados, le mencionaría el caso de nuestro Lunarejo, que intervino en la polémica en torno a Faria y Góngora (que sí fue una polémica) treinta años después de muertos aquellos.

Como no le basta el absurdo, Mora añade la contradicción: también critica mi "sospechoso silencio". Es decir, me ataca por opinar y por no opinar, por intervenir y por no hacerlo. Y me critica, además, por querer quedar bien con todos, cuando yo tengo la impresión de que, como suele ocurrir, mi participación en este intercambio no me ha dejado bien con nadie, entre otras cosas, porque nunca me ha interesado quedar bien ni con unos ni con otros (y me importa increíblemente poco quedar bien con Mora, por cierto, aunque ese riesgo, según entiendo, no lo corro).

Normalmente, eso sí es verdad, quedo muy bien con aquellos que entienden que para debatir no hace falta arrojarse en ninguna trinchera, morder ningún cuchillo ni disparar arbitrariamente en ninguna dirección; basta con exponer los errores y los aciertos de cada quien. Y, como lo veo, en este tema, el error de los futuros antologadores ha sido el de una metodología discutible (y que he discutido), que, como toda formalización errada, arroja resultados dudosos, mientras que el error de Pimentel y Mora, al que nos tienen acostumbrados desde siempre, es creerse dueños perennes del derecho a la primera pataleta ante cualquier postura crítica que contradiga, menoscabe o erosione su visión de la poesía peruana contemporánea.

Hay un tema al que Mora, desde la carta inicial hasta ahora, insiste en regresar: la idea de que la encuesta conducida por Guich, Susti, López Degregori y Chueca, comete un notorio desacierto al pedir a los interrogados entregar una lista de los cinco libros de poesía peruana cruciales en el periodo 1968-2008. La razón inverosímil que Mora esgrime es que hay muchos más libros importantes y que, por ello, la pregunta no puede ser respondida. Eso es simplemente ridículo: si en un universo de mil libros brillantes se me pide mencionar, digamos, tres que me parezcan estupendos, ese es un ejercicio factible. Si se me pide mencionar sólo los que considero cruciales, ese ejercicio será incluso más factible: no todo lo bueno es crucial ni todo lo notable es una piedra angular. Si en un universo de mil libros se me pide mencionar cincuenta cruciales, en cambio, ese sí será, probablemente, un ejercicio ocioso y desnaturalizado: no todo es bueno, no todo lo bueno es brillante, no todo lo brillante es crucial. La mejor prueba es la misma lista que Mora produce para sustentar su punto: si tuviera que declarar qué es lo crucial, lo fundador, lo indispensable de la mayoría de esos libros, estaría en un aprieto del que su retórica primaria no lo podría sacar jamás.

Cuando, en sus documentos iniciales, el grupo Hora Zero mencionaba a un puñado minúsculo de poetas anteriores como los puntos clave de la tradición peruana, ¿estaban diciendo, acaso, que no había nada más de valor? Acaso sí, pero podemos concederles el favor de la duda y suponer que no. ¿Por qué, entonces, pedirles una lista similar para los últimos cuarenta años sería poco razonable? No quiero pensar que se deba a que ese periodo, a diferencia del otro, los incluye a ellos mismos. No es bueno asignarle ese ciego egocentrismo a nadie.

Lo más inverosímil de todo es que Mora concluye que quienes no respondieron esa pregunta (la de los cinco libros, que yo mismo tampoco contesté) no saben nada de poesía peruana, pues de otra forma hubieran producido unas listas no sólo de cinco, sino de quince, veinte o treinta libros notables. Como si dejar una respuesta en blanco equivaliera a ser un entero ignorante en la materia. Y como si recitar de memoria veinte títulos le diera a uno el grado de culto, de conocedor, de especialista, de erudito, y a los libros mencionados, mágicamente, el estatuto de imperecederos.

Digo esto último para pasar a lo más relevante: Mora parte de una idea escalofriante por miope, que hace explícita en esta carta: piensa que es imposible suponer que en las últimas cuatro décadas en el Perú no se haya producido una cantidad desbordante, abundante, exuberante de extraordinaria poesía. Dice literalmente:
"Yo, personalmente, le envié a (Carlos López Degregori) hasta dos cartas exponiéndole en una de ellas que no me parecía metodológicamente correcto solicitar un listado de 20 poetas y solo de cinco títulos para un periodo ya considerable de 40 años. Le pregunté si en las anteriores décadas (reduzcamos ese periodo desde Eguren hasta Cisneros e Hinostroza) podría proponer lo mismo, ¿en qué problemas metería a los consultados? Solo Vallejo, en mi opinión, tendría cuatro títulos, por ejemplo, ¿quién lo acompañaría solitariamente con otro: Eguren, Adán, Westphalen, etc.? Absurdo, ¿no? ¿O acaso esa reducción supone que en estos 40 años hay títulos menores que en los años previos? Eso implicaría un reconocimiento de inferioridad estética de las obras posteriores al 68".
Bueno, pues. Aquí va otra de esas cosas que yo suelo decir debido a mis ganas infinitas de quedar bien con todo el mundo: las cuatro décadas que van desde mediados de los años veinte hasta mediados de los años sesenta en la poesía peruana son notoriamente superiores a las cuatro décadas subsecuentes y, además, por cierto, las dos décadas últimas son una duna solitaria en la que tres o cuatro autores relativamente jóvenes (Yrigoyen, por ejemplo) y otros cuantos que vienen escribiendo desde antes son un oasis para no morir en el desierto.

Ya quisiera yo ver el debate en el que Mora o cualquier otro explique quién es el Vallejo post-68 que ha deconstruido el lenguaje de diversas tradiciones poéticas y lo ha vuelto a sintetizar en uno que luzca enteramente nuevo, radicalmente nuevo; quién es el Martín Adán posterior a la década del sesenta; quién es el José María Eguren, el César Moro, el Emilio Adolfo Westphalen; quién el nuevo Jorge Eduardo Eielson o la nueva Blanca Varela; y sí, también, quién ha sido nuestro nuevo Antonio Cisneros después de Antonio Cisneros.

No digo, claro, que no haya poetas notables que hayan empezado a producir sus obras en los últimos cuarenta y tantos años: Mario Montalbetti, José Watanabe, el Verástegui de los primeros tiempos, por ejemplo, podrían ingresar en la lista de los anteriores con comodidad. Pero el paralelo de los dos periodos, en términos generales, nos habla de dos corpus poco menos que inconmensurables: frente a un periodo ávidamente transformacional, uno de reelaboraciones marginales; frente a un periodo de notorias originalidades, en el que cada individuo mayor construyó un espacio propio inconfundible, el otro, el reciente, parece hecho de epigonías menores y búsquedas secundarias, que evitan casi cualquier forma de radicalidad.

Y habiendo quedado bien, una vez más, con todo el mundo, me retiro, no sin antes recordar un verso de Montalbetti: “Dijo Lao Tzu: el que habla no sabe, el que sabe no habla. Si Lao Tzu lo dijo: habló”. Me permito añadir: no se necesita ser Lao Tzu, ni para hablar ni para no saber.

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25.1.11

Post de antología

En un pueblo no hay barbero

En un pueblo en el que viven cien poetas, vive un poeta llamado Z, que sólo antologa a los poetas que no se antologan a sí mismos. ¿Z se antologa a sí mismo?

Si Z se antologa a sí mismo, entonces no es uno de los poetas que no se antologan a sí mismos; por tanto, no se antologa a sí mismo. Y he allí la paradoja, que es sospechosamente similar a la paradoja del barbero.

En el mismo pueblo, los poetas Y y W antologan a cuarenta y cinco poetas, lo que deja a muchos de los otros cincuenta y cinco poetas, o bien sumidos en la desesperación, o bien hundidos en la derrota, o bien entregados a la venganza, o bien planeando una antología propia que sí los incluya a ellos mismos. (Otros no reaccionan o no se enteran y siguen escribiendo)

En el mismo pueblo, nadie antologa al poeta X, que escribe con sorprendente fruición, publica con severa devoción, cita con equívoca erudición y lee con anteojos multifocales, para aprehender mejor. Pero ocurre que no hay quien se queje (en el pueblo) de que nadie antologue al poeta X.

En su mente, X es un poeta imprescindible, un poeta indispensable o, por lo menos, piensa el mismo X, un poeta francamente antologable. X medita y después premedita (lo segundo después de lo primero, debido a su audacia formal) y se encuentra ante un problema de tipo ético-lógico: "¿Habré de antologarme a mí mismo?", se pregunta.

"Si me antologo a mí mismo", elabora, "pasaré a ser uno de los poetas que se antologan a sí mismos. Con eso pierdo toda esperanza de que Z me antologue alguna vez, puesto que Z sólo antologa a los poetas que no se antologan a sí mismos". Olvida, en su atropellamiento, que Z es un ser paradójico y que, por tanto, no hay tal Z.

Más tarde, X razona que él podría antologarse a sí mismo, junto a otros, y renunciar a ser antologado por Z (que no existe) y también a ser antologado por Y y W, que, de cualquier forma, ya lo han pasado por alto. Pero X se considera un poeta único. Y, siendo así, ¿qué antología puede recoger su obra, consagrándola, sin, al mismo tiempo, rebajarla, al ponerla en el mismo nivel de los demás antologados? X se da cuenta de que acaba de llegar a su propia paradoja.

Esta ya no es la paradoja del barbero, sino la paradoja del oportunista: el barbero no tiene nada que hacer con X, pues, como reconoce la sabiduría popular (que X desprecia), "a la oportunidad la pintan calva".

Con reacción entendible (desde el punto de vista de las orugas, que invaden el pueblo), X decide no antologarse, lo cual es moralmente encomiable y metodológicamente plausible, pero tambipen decide una cosa más: emprender una micro-campaña mediática que destruya el trabajo de Y y W y los avergüence ante toda la colectividad de poetas, tanto los antologados como los de libre circulación.

Y por eso hay un lugar en nuestras redes virtuales donde el poeta X, sin opinar, recoge las opiniones de todos aquellos que están en contra de la antología hecha por Y y W. Porque X sólo recoge las opiniones de aquellos que opinan en contra, pero como él nunca opina, entonces no recoge, obviamente, su propia opinión.

Pregunta: ¿quién es X? Respuesta: siendo él también una entidad paradójica, X no existe. Es por eso que, con estupendo discernimiento entre realidad e irrealidad, Y y W no lo antologan.

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22.1.11

Estos once (ontología consultada)

Antología poética vs. una ética de antología

Hoy en día, cuando Miguel Gutiérrez, uno de los más visibles socialistas de la narrativa peruana contemporánea, es figura de Alfaguara-Perú, y su obra la ha publicado también el Congreso de la República (como ha ocurrido también con el trabajo de escritores del grupo Kloaka), distinguir entre marginales y hegemónicos en el mundo literario nacional resulta un ejercicio muchas veces caprichoso.

La ambigüedad no es nueva, claro. Hace tiempo que un escritor como Oswaldo Reynoso, manteniendo por un lado su habitual postura revolucionaria y antihegemónica, repite con orgullo que él es acaso el narrador contemporáneo más leído en los colegios del Perú (esos colegios que otros llamarían "aparatos ideológicos del Estado").

Ya hace unos doce años, aproximadamente, en una entrevista de la revista Caretas, Jorge Pimentel y Tulio Mora, miembros del contestatario y contraventor grupo Hora Zero, se quejaban lastimosamente de que el Estado Peruano no hubiera reconocido ni premiado sus trayectorias artísticas. Como si la canonización por decreto-ley debiera ser la coronación lógica para una vida supuestamente vivida en los márgenes.

Jorge Pimentel y Tulio Mora reaparecen en dupla, en días recientes, interviniendo en una polémica que quiero resumir rápidamente.

En los últimos años, un grupo de estudiosos de la literatura --Alejandro Susti, José Güich, Carlos López Degregori, Luis Fernando Chueca, los dos últimos, además, poetas--, han venido trabajando en una serie de proyectos críticos, ya sea cada cual individualmente o todos colectivamente o dos o tres de ellos en colaboración.

Los productos de esos emprendimientos han sido libros a la vez panorámicos y precisamente enfocados, organizados de modo temático: volúmenes que estudian, por ejemplo, la imagen de Lima en nuestra narrativa breve o su presencia en la poesía peruana, así como las formas en que la alusión y la representación de la capital han evolucionado.

El proyecto más reciente, compartido por los cuatro, es la elaboración de una "antología consultada" de la poesía peruana en el periodo que va desde 1968 hasta el año 2008. Yo recibí meses atrás un email cordial de Carlos López Degregori en el que me invitaba, a nombre suyo y de sus colaboradores, a responder dos preguntas.

En la primera, que era de respuesta necesaria, me pedían nombrar a quienes yo considerara los poetas peruanos centrales de ese periodo (hasta veinte como máximo). En la segunda, que era optativa, se me invitaba a nombrar los cinco libros cruciales de poesía publicados dentro de ese lapso de tiempo.

En un anexo del email constaba la invitación formal; en otro, una lista de diez páginas con nombres de poetas cuyas obras y edades caían dentro del rango temporal de la muestra (poetas nacidos después de 1940, si la memoria no me traiciona).

Se me hacía notar que la nómina era sólo una ayuda referencial y que se podía votar por autores que no estuvieran incluidos en ella. Confieso que no consulté la lista; simplemente, confeccioné mi respuesta con los nombres de autores que entendí necesarios e incluso obvios para contestar una pregunta así. Dejé el segundo ítem sin respuesta.

Buena parte de la (innecesariamente violenta) discusión que se ha desatado luego de hacerse conocida la nómina de los cuarenta y cinco poetas que obtuvieron la mayor cantidad de votos se debe al hecho de que, en esa lista final, estén incluidos tanto Carlos López Degregori como Luis Fernando Chueca, que son, como dije, también, dos de los críticos que condujeron la consulta y que confeccionarán la antología.

Pimentel y Mora han acusado a los antologadores de haber armado todo el experimento de la "antología consultada" sólo para incluirse a sí mismos atribuyendo la inclusión a la opinión de terceros. La encuesta habría sido, según ellos, el caballo de Troya con el que López Degregory y Chueca se habrían querido infiltrar en la ciudad amurallada, en la ciudad letrada (la metáfora les funcionaría mejor a Pimentel y Mora si no dijeran, al mismo tiempo, que López Degregori y Chueca son típicos habitantes de esa misma ciudad letrada).

Pimentel y Mora, que estuvieron entre los consultados y se negaron a responder el cuestionario, aseguran que su negativa se debió a tres razones: los "antecedentes" de los antologadores; las "inconsistencias y premeditaciones" de la propuesta; y, sintomáticamente, el hecho de que dos de los antologadores fueran autores de un "ensayo manifiestamente adverso a Hora Zero".

Pimentel y Mora, entonces, previeron, según dicen, el resultado: intuyeron las "premeditaciones". Ellos no participarían en un proyecto conducido por personas que habían expresado opiniones no favorables a Hora Zero (el movimiento poético al que pertenecieron hace unas cuatro décadas y de cuyo recuerdo siguen alimentándose), porque el resultado no podía ser sino un nuevo desaire a la "multiculturalidad" (encarnada, entre otras cosas, en el mismo Hora Zero), un desaire ejercido desde el centro mismo del "canon".

No es difícil imaginar a Pimentel y Mora esperando el momento en que los resultados de la encuesta se hicieran públicos para saltar de la trinchera y protestar. Lo hubieran hecho, probablemente, si la lista final hubiera sido otra, casi cualquier otra. Porque ellos esperaban, y así lo dicen, que el resultado concordara con lo que consideran los "despropósitos" de la "literatura canónica".

Es casi cómico eso último: obviamente, si se hace una encuesta entre las personas que, mal que bien, con mayor o menor presencia, contribuyen a la formación del canon (con sus reseñas, sus comentarios en diarios o revistas, su producción crítica, académica o no, etc), debe esperarse que el producto muestre los nombres canónicos.

Pero eso debe esperarse incluso más si, precisamente, aquellos que dicen viajar contra la corriente, prefieren abstenerse de responder en lugar de formar parte del debate. Abstenerse, en este caso, no es una muestra de firmeza, sino una muestra de intolerancia: Pimentel y Mora no aceptan que un crítico pueda tener reservas en relación con, por ejemplo, la obra de Hora Zero, y seguir siendo un crítico respetable.

Y la manera en que los Hora Zero reaccionan es en verdad triste y muy baja: descalificaciones, insultos, apodos carcelarios, ataques adolescentes, sin claridad, sin fundamento, sin agudeza alguna. El tipo de reflejo primario que, traducido en insidia y en intriga, alimenta ese ambiente de violencia contenida que a veces parece el rasgo clave en las relaciones entre muchos escritores peruanos.

Veamos el otro lado: en la encuesta que él mismo conduce con sus tres colaboradores, Carlos López Degregori aparece en el puesto cuatro entre los once poetas con mayor votación (sólo el top ten se ha hecho público, y son once autores en vez de diez porque el décimo lugar lo han igualado Rosella di Paolo y Domingo de Ramos). Además, entre los otros treinta y cuatro mencionados (sin especificaciones de votación), aparece también Luis Fernando Chueca.

Está claro, creo yo, que ocupar la situación de encuestador y, luego de respondidos los cuestionarios, aparecer entre los seleccionados, no le hace ningún favor a la imagen del proceso. Mucho menos teniendo en cuenta que, ya en la nómina referencial de poetas que cada encuestado recibió junto con la invitación, Luis Fernando Chueca y Carlos López Degregori, conductores del proyecto, habían incluido sus propios nombres (entre centenares de otros: la lista excedía las nueve páginas).

Claramente, si una persona o un grupo de personas X organiza una consulta de esa naturaleza; se enumera entre los candidatos (no importa cuán larga sea la enumeración); envía los mensajes y pide que las respuestas sean enviadas a su propio correo electrónico, entonces es obvio que su protagonismo y su ubicuidad en el proceso pueden inclinar la balanza, influyendo en el resultado. Metodológicamente, no es el procedimiento más adecuado, y eso se vuelve más patente y difícil de pasar por alto si todo el proyecto viene refrendado con el nombre del Instituto de Investigaciones Científicas de la Universidad de Lima: uno espera, en efecto, un poco más de cuidado estadístico y un poco menos de personalismo en un proyecto así.

Pero no hay nada más que criticar en ese asunto, ni nada que enjuiciar en la legitimidad del proyecto, ni hay que echar sombras sobre la ética de quienes lo han conducido. En efecto, creo que no se siguió el mejor procedimiento; pero no creo que eso se deba a ningún deseo protagónico; es, en el peor de los casos, un proyecto formalmente discutible, y nada más.

Preliminarmente, antes de ver qué es lo que Güich, Chueca, López Degregori y Susti encuentran en los resultados y qué es lo que comentan a partir de ellos en el aparato crítico de la antología (que debe aparecer en los próximos meses), hay algunas cosas interesantes que se pueden descubrir al ver la nómina de los once poetas más mencionados (que copio inmediatamente) y la de los cuarenta y cinco del cuadro mayor:

1. José Watanabe (101)
2. Enrique Verástegui (93)
3. Carmen Ollé (88)
4. Carlos López Degregori (83)
5. Mario Montalbetti (81)
6. Jorge Pimentel (67)
7. Roger Santiváñez (62)
8. Eduardo Chirinos (58)
9. José Carlos Yrigoyen (57)
10. Rosella Di Paolo (56)
10. Domingo De Ramos (56)

A pesar de la paradójica acusación de, digamos, caduca canonicidad, con que Pimentel y Mora han querido estigmatizar a la encuesta, la nómina tiene una composición no tradicional en este tipo de muestra en el Perú: por ejemplo, un veinticinco por ciento de los poetas más mencionados (en la lista de cuarenta y cinco) son mujeres; la inmensa mayoría no están asociados a ningún grupo poético; por el contrario, los outsiders (como Watanabe, Montalbetti, Yrigoyen, Di Paolo) predominan en los puestos superiores; abundan los autores de largo historial pero cuya obra se ha consolidado en la última década y media.

En ese sentido, da la impresión de que la muestra cumple su cometido principal: rastrear el aire de los tiempos en relación con un periodo literario que, por reciente, aún no se ha petrificado en un canon de apariencia inamovible. Pero cuidado con esto: la muestra es uno de los muchos breves pasos de la canonización, que no es una decisión instantánea sino la suma de momentos como el que esta misma encuesta y esta misma antología representan.

Tulio Mora debería saber esto perfectamente: es imposible pensar en una antología poética más canonizante y (tras el paso de los años) más canónica que el Estos trece de José Miguel Oviedo, que, si no oficializó, al menos determinó en gran medida la forma en que la poesía peruana de los setentas sería percibida y entendida en el futuro. Ahora, al cabo de las décadas, da la impresión de que Mora reaccionara sistemáticamente en contra de cualquier antología o encuesta que amenazara con modificar el perfil canónico que Estos trece impuso sobre la recepción y los estudios de la poesía del setenta.


Pero si aquella vez la opinión solitaria y personal de José Miguel Oviedo no le pareció cuestionable, y si en los años posteriores no ha tenido mayores problemas para convivir con el aire de leyenda que ese libro le otorgó al grupo del cual él formó parte, Mora haría bien ahora en no cuestionar tan fácilmente, tan violentamente, tan gratuitamente, la opinión de más de un centenar de críticos y escritores consultados por Güich, Chueca, López Degregori y Susti. No todo el mundo tiene que rendirle culto a Hora Zero o a Estación Reunida, y no todos aquellos que no les rinden culto tienen la oscura intención de demoler su recuerdo.

Pero la ironía mayor es que, si yo me equivocara y los antologadores sí tuvieran la intención de hacer eso, entonces estarían efectivamente yendo en contra de lo establecido y lo canónico, aunque les pese a Pimentel y Mora.


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21.1.11

In memoriam, LJC

 ¿Qué pasó, Luis Jaime?

La muerte de Luis Jaime Cisneros, además de motivar un dolor inmediato y sostenido en quienes lo quisimos durante tantos años, debería ser ocasión para que pensemos en ciertas cosas en las cuales él siempre deseó que pensáramos.

Experto en muchos asuntos disímiles, desde la prosa colonial y la poesía del Siglo de Oro español hasta la psicolingüística y la tradición crítica de la estilística, Luis Jaime, en el fondo, sólo quiso ser un buen profesor, un verdadero profesor, y en ese camino acabó por convertirse en el arquetipo del maestro peruano en la segunda mitad del siglo veinte.

Y porque sólo quiso ser profesor, Luis Jaime escribió artículos y columnas de opinión, luchó con esfuerzo por la fiscalización y la limpieza política durante la dictadura fujimorista y después de ella, y dio su apoyo público y razonado a diversas causas en defensa de los derechos humanos, así como a la labor de la Comisión de la Verdad.

Luis Jaime escribió mucho acerca de la centralidad de los aparatos educativos nacionales, sobre la importancia de una educación superior vasta y humanista, y acerca de los cambios que podrían introducirse en la nuestra.

Hasta donde mi memoria alcanza, casi nunca tocó esos temas sin deslizarse rápidamente al terreno de la política: para Luis Jaime, la universidad era un santuario pero también un laboratorio, donde debían multiplicarse las defensas de nuestra sociedad contra los gérmenes de la violencia, el autoritarismo, el populismo vandálico, la corrupción endémica, esa trampa de arenas movedizas que es el mundo cuando lo captura la mediocridad intelectual y el abuso de la fuerza.

Porque Luis Jaime consideraba que la perpetua crisis peruana no era sino el reflejo y la consecuencia de un sostenido declive de nuestra educación, un declive que proyecta su sombra sobre nuestra empobrecida inteligencia social y nuestra capacidad de convivencia racional, y convierte a nuestra sociedad en mucho menos que una comunidad y mucho más que un laberinto de incertidumbres.

Luis Jaime, elegante y sutil, irónico y oblicuo cuando quería, un artista del doble sentido y el más mortífero productor de oneliners que yo he conocido, no fue nunca de los que rehúyen la necesidad de debatir y polemizar, de confrontarse y enfrentarse, de criticar y discutir, de señalar con el dedo y apuntar directamente a la cara de los corruptos, los mediocres o los manipuladores: siempre propuso sus ideas, siempre escuchó las ajenas, siempre abogó por que todas fueran expuestas y triunfaran las que creía más racionales.

Es irrelevante hoy considerar cuántas veces estuvo en lo cierto y en qué ocasiones no: en el gran sistema de la sociedad como convenio de convivencia, la actitud general de Luis Jaime fue la correcta. Y eso es siempre lo mejor que se puede decir de toda persona justa y noble.

¿Qué es lo que Luis Jaime quiso transmitir a sus estudiantes con el ejemplo de su propia vida? Luis Jaime no escribía columnas de opinión para proyectar su ego sobre el papel; no fundó Transparencia para halagar su vanidad en la esfera pública; no intervino en debates cruciales para imponer su idiosincrasia sobre las ajenas.

Siempre que hizo cualquiera de esas cosas, creo yo, trató de demostrar a sus discípulos que la figura de un verdadero maestro no se desvanece en el umbral al salir de un aula, cruzando la puerta de un salón de clase: que un maestro sigue andando, más allá, proponiendo una nueva discusión cada día, aceptando todos los debates, librando todas las batallas.

Y que un buen estudiante debe hacer exactamente lo mismo, dentro y fuera de la universidad, del salón: que no se debe aprender la moral y la ética de la razón, la ciencia, la investigación y el conocimiento para luego dejarlos olvidados en el jarrón de los paraguas y marcharse al mundo real sin ellos.

Luis Jaime fue quien me aseguró, cuando yo era poco más (o poco menos) que un adolescente, que uno podía estudiar literatura y sobrevivir. Lo recuerdo sentado conmigo una tarde entera, en su oficina de Letras, acompañándome en silencio al día siguiente de la muerte de mi madre. Me preguntó una sola cosa, dándome un abrazo: "¿Qué pasó?". No supe qué contestar pero él entendió mi desconcierto, lo compartió como si fuera suyo.

Luis Jaime fue la persona que me convirtió en profesor de literatura, hace veinticuatro años. Me pidió que leyera un ensayo del Extraterritorial de George Steiner y que dos días después les diera una clase sobre eso a mis compañeros de salón en la Católica. Lo hice, no salió mal, él me dijo que enseñar era lo mío, yo le creí y aquí estoy.

Apenas ponga punto final a este texto, debo preparar la primera clase del semestre que empieza aquí este lunes: lo haré pensando en Luis Jaime, sabiendo que estoy en esto porque él me lo dejó como encargo, igual que a tantos otros. Y espero dar la talla, modestamente, aunque yo nunca llegue a ser para nadie lo que él fue para muchísimos, lo que él fue para mí.

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14.1.11

Al taller

El martes en la Casa de la Literatura


Este martes 18 de enero, a las 3 de la tarde, estaré en la Casa de la Literatura Peruana (Jr. Ancash 207), en lo que solía ser la Estación de Desamparados, inaugurando el Ciclo de Talleres Testimoniales de Creación que organizan el Centro de Estudiantes de Literatura de San Marcos y la Red Literaria Peruana.

A lo largo del ciclo, una serie de escritores compartirán con la audiencia sus experiencias en el trabajo de escribir libros de ficción. En mi caso, se trata de la historia de la escritura de la novela El anticuario, su origen, método de composición, la manera en que se fue transformando a lo largo de su elaboración, la forma en que ciertas ideas teóricas se convirtieron en elementos ficcionales, etc.

La inscripción para el martes es gratuita; la gente del Celit y la Relit agradecerán que quienes tengan la intención de asistir se inscriban previamente enviando un email a una de las siguientes direcciones: celitsanmarcos@gmail.com  o  achinchay@literatura.pe

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