28.4.11

El disfraz liberal

O la libertad obligatoria del mercado

Entre todos los argumentos que intentan demostrar que la elección de Keiko Fujimori sería más auspiciosa para la economía peruana que la elección de Ollanta Humala, el que más se repite es el de la estabilidad. Que la elección de Humala sería desequilibrante, provocaría la huida de los inversionistas extranjeros y la expatriación de capital de los empresarios locales; que la elección de Keiko Fujimori sería leída afuera como el regreso de un régimen que ya una vez resultó atractivo a los inversionistas foráneos.

Cuando se intenta acompañar esa reflexión con otra acerca del tipo de régimen que cada cual implantaría, el argumento se vuelve menos convincente: Humala sería dañino por el peligro dictatorial, porque la índole del régimen estaría sometida a los caprichos de un autócrata, porque al capital privado le repugnan los autoritarismos, porque los inversionistas quieren llevar su dinero a escenarios en los que la institucionalidad democrática sea lo suficientemente sólida como para espantar el fantasma de los súbitos golpes de timón.

Ese intento de dotar de un cariz democrático al cálculo sobre la inversión extranjera le hace pocos favores al fujimorismo, que fue, en efecto, una dictadura autocrática, que destruyó la institucionalidad de la democracia y pateó el tablero de todas las leyes peruanas, empezando por la fundamental, la Constitución, y terminando por las más universales, las referidas a los derechos del individuo.

Diversos empresarios peruanos (por ejemplo, aquellos que fueron subrepticiamente despojados de su participación en medios de comunicación, o que fueron perseguidos por la dupla Fujimori-Montesinos y un Poder Judicial comprado, con el objetivo de quitarles el control de esos medios) podrán dar testimonio de lo estúpido que resulta imaginar al fujimorismo como garante del derecho de empresa en el Perú.

Lo mismo podrán decir otros muchos empresarios, aquellos cuyos negocios se desmoronaron ante la ilegítima competencia de empresas favorecidas por leyes con nombre propio, por licitaciones oscuras, por preferencias conseguidas bajo la mesa (o sobre la mesa de la oficina de Montesinos), empresas que, obviamente, eran propiedad de algún fujimorista o habían comprado los favores de alguno.

Otros podrán decir, olvidándose del intento de maquillaje democrático de su reclamo, y para desactivar la validez de una crítica como la que acabo de expresar, que el capital no tiene moral: que el dinero sabe encontrar su camino desde cualquier parte hacia cualquier parte y que la dinámica del capitalismo, a lo largo de su historia, difícilmente ha llevado a los grandes inversionistas a descartar los países sometidos a un régimen autoritario como destino para sus inversiones.

No es el autoritarismo posible de Ollanta Humala (ni el del fujimorismo) el factor clave, entonces, dirán, sino el espíritu anti-capitalista de Humala, su nacionalismo, su intención de nacionalizar parcialmente ciertos sectores de la economía peruana, lo que resulta problemático. Eso, obviamente, es cierto, tan cierto como que la torpeza del fujimorismo en los últimos años de la dictadura hizo que la inversión extranjera disminuyera drásticamente (ya no quedaba casi nada que privatizar y las licitaciones eran cada vez más sucias) y que la desastroza política de abusos dentro del país llevó a una protesta popular masiva que, oh curiosidad, se tradujo en inestabilidad política y, por lo tanto, en retiro de las inversiones.

Pero lo fundamental no es esto sino esto otro: no es un hallazgo feliz que tanta gente esté dispuesta a aceptar que un modelo sin principio moral deba ser el que nos rija enteramente, y que, para propiciar el éxito de ese modelo, debamos nosotros mismos, cada uno de nosotros, olvidar a nuestra vez todo interés por defender nuestros propios principios.

Porque una cosa es decir que el capitalismo y el mercado carecen de imperativos morales (lo que no es sino despersonalizar la idea, mucho más triste y concreta, de que los inversionistas no responden a otra moral que la del beneficio financiero), y otra muy distinta es proponer que un país deba olvidarse de sus principios para conformarse a la amoralidad o la inmoralidad del mercado, el capital y el oportunismo de los inversionistas extranjeros.

Es ridícula y paradójica la posición de quienes, llamándose liberales, auspician el regreso de una dictadura que imponga por la fuerza una falsa libertad de mercado a la vez que atropelle cualquier otra libertad. Es ridícula y paradojica la posición de quienes han pasado una década, según dicen, dedicados a la construcción de la "marca Perú" en el mercado mundial, y ahora quieren asumir como logotipo de la marca el rostro de un dictador.

No hay nada más estable que una dictadura, pero tampoco hay nada más opuesto al ideal básico liberal. Por supuesto, me dirán, es preferible defender un sistema económico aparentemente funcional que defender el nombre del liberalismo o sus lemas. Ok, de acuerdo, pero entonces digan claramente que lo quieren es estabilidad macroeconómica a toda costa y que están dispuestos a oponer, a la posibilidad de un autoritarismo de izquierda, la certeza de una dictadura de derecha. Entonces, por lo menos, podremos comenzar a criticar su verdad sin tener que detenernos a hurgar entre sus disfraces.

(Nota: un lector me ha hecho llegar por correo electrónico un mensaje relacionado con todo esto, y que me llevó a escribir este post. Lo reproduzco entre los comentarios).

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27.4.11

Acércate, juglar

Vamos a hablar de la herencia fujimorista

En los últimos días, Mario Vargas Llosa, en un texto de su columna Piedra de toque, señaló el camino que ha decidido seguir en la segunda vuelta: votar a regañadientes por Ollanta Humala, entreviendo (o queriendo ver) la posibilidad de que el giro de éste hacia una izquierda al estilo Lula sea sincero. Vargas Llosa no plantea únicamente una decisión: plantea un pacto colectivo de trabajo en democracia, que aquellos que den su voto a Humala asuman una posición activa para asegurar, a cada paso, que un posible gobierno suyo respete la institucionalidad democrática y las coordenadas básicas de un modelo de crecimiento basado en el fomento a la inversión y, con el tiempo, en el crecimiento industrial.

Interesantemente, demostrando que no es un derechista autómata de los que abundan en el Perú, Vargas Llosa plantea el mantenimiento de esa estructura económica como sustento para los programas de desarrollo social que Humala propone.

Es decir, acepta la necesidad de hacer aquello que ningún candidato de centro o centro-derecha se propuso seriamente, y que el fujimorismo jamás preferirá a la dádiva, el clientelaje o la extorsión: colocar a los más pobres dentro de la esfera de la ciudadanía, invirtiendo (no malversando) dinero del Estado en la mejora de su situación económica.

Aldo Mariátegui y Jaime Bayly, llenos de furia, vacíos de cualquier otra cosa, responden a Vargas Llosa con lo que, piensan, es una especie de refutación lógica, cuando no es sino una montaña de falacias.

Ambos repiten un solo estribillo, en infinitas variaciones: que Keiko Fujimori no es Alberto Fujimori, que Keiko Fujimori no es culpable de los crímenes de su padre, que es absurdo pensar que la hija haya heredado en los genes la inmunda facilidad para el delito que su padre exhibió con tanto ahínco desde su ingreso en la escena pública.

¿Cuál es el problema con esa respuesta? Que Vargas Llosa nunca ha dicho tal estupidez. Nadie cuya opinión valga la pena ha dicho algo tan idiota. Keiko Fujimori no es un peligro para la democracia por su herencia genética, por llevar el apellido que lleva o por haber sido criada políticamente entre maleantes y mafiosos. (Quizás, más bien, esa es su desgracia).

Keiko Fujimori es un peligro porque no ha roto con esos maleantes y esos mafiosos y, por el contrario, ha asumido los activos y los pasivos de la dictadura, no ha vetado a uno solo de los personajes ridículos pero siniestros que formaron la estructura de la cleptocracia fujimorista, ha declarado orgullosamente que el gobierno de los entierros clandestinos, las torturas, los medios comprados, las libertades arrebatadas y los 6 mil millones de dólares robados fue "el mejor gobierno de la historia del Perú".

Eso (lo digo sin asomo de ironía) es en sí mismo toda una doctrina, es una perfecta representación de su idea política. Si un candidato presidencial dice que el gobierno perfecto es X, todos nosotros podemos tener la entera certeza de que la aspiración de ese candidato es gobernar como X, reproducir X, convertirse en X. Ese es un argumento que Keiko Fujimori nos ha presentado directa y frontalmente, sin enmascaramientos, por una vez, hablando de manera hirientemente cristalina.

Ante una verdad tan transparente, sin embargo, surgen los entendimientos voluntariamente opacos: Bayly y Mariátegui, como muchos otros, insisten en que Keiko Fujimori no será Alberto Fujimori porque el espíritu delictivo y la inclinación autocrática no se heredan en la sangre. Bien por ellos: eso es cierto, y decirlo los coloca fuera del espectro del darwinismo social del siglo antepasado, al que rigurosamente se han ceñido Bayly y Mariátegui durante años, en sus escritos racistas, en su desprecio a la población de origen andino, en su caprichosa asunción de la etiqueta del liberalismo para el tráfico de ideas puramente reaccionarias.


El problema es que esgrimir esa verdad de perogrullo, como si con ella se respondiera a la crítica sobre la forma política del fujimorismo, los coloca, a ambos, a Bayly y a Mariátegui, en la vitrina delantera del museo de las vacuidades intelectuales: Keiko Fujimori ya dijo en frente de todos cuál es el espejo en el que se mira, cuál es su modelo de perfección política, cuál es su arquetipo de conducta gubernamental.

Importa muy poco si el espejo tiene solamente la cara de su padre o la Montesinos o la de Martín Rivas o la de Martha Chávez o la de Nicolas Hermoza, o si en él no hay otra cosa que el agujero intelectual que los fujimoristas han escarbado en ellos mismos durante dos décadas. El asunto no es Alberto Fujimori; el asunto es ese colectivo rostro deforme que es el fujimorismo: la bancarrota de la legalidad democrática, el pasaje más oscuro de nuestro pasado republicano. Es en ese espejo donde Keiko Fujimori buscará cada solución para cada coyuntura; es allí donde encontrará (en su radical ignorancia de cualquier otra forma de hacer política) los modales, los valores y los trucos que aplicará en su propia ejecutoria.

Ante una situación en la que, como analistas políticos que pretenden ser, Bayly y Mariátegui deberían hacer el intento de colocarse en el plano de las ideas, las doctrinas, las ideologías (y la moral de las ideas, las doctrinas y las ideologías), lo que hacen es reducirlo todo a un debate sobre personalidades, caracteres y perfiles individuales, y acerca de quiénes "merecen una oportunidad" de probar que no son como sus padres. Como un par de juglares renacentistas que discutieran qué rasgos del rey imitará la infanta (y dijeran que ninguno cuando esperan que los imite todos).

El asunto, entonces, no es la filiacion de Keiko Fujimori. El asunto es su afiliación. El hecho de que sea hija de Alberto Fujimori es simplemente el accidente que la ha colocado en la natural línea de sucesión de un movimiento caudillista (lo que en su misma naturaleza debería espantar a cualquier liberal de verdad, pero nunca a dos liberales de pacotilla como Bayly y Mariátegui). Repito: el problema no es el apellido Fujimori; el problema es esa práctica represiva, oportunista, violenta, antidemocrática, dictatorial, abusiva, vergonzosa y criminal que llamamos fujimorismo.

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23.4.11

Hay otras formas de miseria

¿Qué enemigo elegirá el fujimorismo para legitimarse esta vez?

Para mi desgracia, durante mi vida el Perú ha estado siempre en crisis, que es como los peruanos llamamos a las distintas etapas de nuestra miseria económica y nuestra miseria política.

La crisis democrática del gobierno de Velasco; la crisis financiera del gobierno de Morales Bermúdez; la crisis subversiva con Belaunde y después; la crisis hiperinflacionaria del primer Alan García; la terrible crisis del shock fujimorista (seguida por la crisis del desborde de la corrupción); la crisis del crecimiento sin justicia y sin solidaridad --en la que otros quieren ver un momento de esplendor y de esperanza-- con los gobiernos de Toledo y García.

A muchos, Sendero Luminoso y la violencia de la respuesta estatal a Sendero Luminoso los acostumbraron a la muerte como realidad cotidiana: el asesinato masivo, la corrosión diaria de los derechos humanos, las bombas imprevisibles, las previsibles, las tumbas masivas, el secuestro de civiles y la violación de mujeres por decenas y centenas en pueblos de provincias, en zonas marginales de la capital, el envilecimiento de la vida humana, el abuso de menores enlistados para pelear o aniquilados en sus casas, el asesinato selectivo de personajes políticos, de líderes populares, de madres agrupadas en clubes y movimientos sociales, de alcaldes modestos en pueblos ignotos, de oficiales de las fuerzas armadas fuera de servicio, de jefes sindicales, etc: la muerte omnipresente nos acostumbró a la fatuidad de la muerte ajena, nos disminuyó a esa condición instintiva en que empieza a preocuparnos únicamente la supervivencia de nosotros mismos y de los más cercanos: quebró el vínculo ya débil de la nación, el sentimiento de solidaridad.

Ese fue el terreno en el que germinó el fujimorismo. No fue una respuesta que afirmara los valores contrarios: fue un brote, una supuración de la misma herida, que abrió más heridas similares. Con Fujimori, incluso más que con el primer gobierno de Alan García, el Estado legitimó la inmoralidad del crimen como forma de vida diaria, supuso que la muerte indiscriminada debía combatirse con muerte indiscriminada, la corrupción moral con más corrupción moral, el desprecio a la vida humana con la duplicación de ese desprecio.

Durante el gobierno de Fujimori, la inteligencia de un grupo de policías que actuaron muy al margen de las políticas del Ejecutivo, inició la caída de Sendero Luminoso. Eso no acabó con la violencia social: Fujimori se apropió de ese triunfo para convertirlo en lo que nunca fue: una victoria del animalesco método de la guerra sucia que el fujimorismo había asumido conscientemente en la lucha antisubversiva, aniquiliando civiles inocentes, desapareciendo estudiantes y maestros universitarios para lanzarlos en fosas comunes, entrando a fuego en casas de civiles para masacrar a ojos cerrados, o con los ojos muy abiertos, torturando a mansalva en los sótanos del Cuartel General del Ejército, organizando grupos paramilitares para el homicidio silencioso y el abuso a media luz.

El resto del gobierno de Fujimori fue la aplicación de ese modelo bestial de autoritarismo, revertido ahora contra el resto de la sociedad y para otro tipo de prácticas. Cuando buena parte de la población aplaudió la brutalidad como si la brutalidad hubiera sido la causa eficiente de la derrota de Sendero, el fujimorismo se sintió consagrado, sintió que su inmoralidad podía convertirse en la nueva moral de la república.

Y los peruanos se lo permitieron: le permitieron destruir el orden democrático, tomar el Poder Judicial, cerrar el Congreso, reescribir la Constitución, reelegirse dolosamente, robar a discreción, perseguir periodistas, encarcelar a opositores, manipular empresas privadas, privatizar a puerta cerrada, manejar a la prensa, comprar medios de comunicación, estafar, apropiarse de donaciones para los más pobres, destruir la honra de personas respetables, difundir mentiras, capturar la opinión pública mediante engaños y falsedades, esterilizar a mujeres pobres sin siquiera consultarles, colocar la seguridad de la nación en manos de delincuentes probados, rendir culto a la mediocridad intelectual, clientelizar a los pobres, inscribir partidos mediante la producción de firmas falsas, alquilar el voto de congresistas, comprar artistas, comediantes, conductores de televisión, columnistas, colmar el Congreso de ignorantes serviles, incautar todo debate intelectual o político para transformarlo en una versión miserable de ejercicio público, arrasar con la diplomacia peruana y con el honor de las Fuerzas Armadas; en suma, convencer a los peruanos de que la dignidad no existe y sólo existe el beneficio propio e inmediato.

Quienes quieren votar hoy por el fujimorismo, cegándose a esa evidencia en unos casos, conociéndola y deseándola en otros (porque el fujimorismo sí ha creado escuela, porque la política peruana y el torcido sentido cívico peruano de hoy son el producto de esa dictadura), parecen olvidar una cosa: el fujimorismo solamente sabe actuar de esa manera. De hecho, no tenemos ningún indicio razonable para suponer que el fujimorismo sea algo más que eso: una excusa trivial para la dictadura y una dictadura trivial que se excusa en el estado de emergencia para actuar como se le da la gana. Hoy no existe el terrorismo masivo de los ochentas y noventas, no existe la hiperinflación; la sombra de emergencia es la posibilidad del triunfo de Ollanta Humala. Pero esa sombra desaparecerá en el momento mismo en que Keiko Fujimori sea elegida presidenta. Y entonces, ¿hacia dónde se dirigirá el brazo criminal del fujimorismo? ¿Qué emergencia lo validará al día siguiente de las elecciones?

Ese día los peruanos despertarán con una realidad atroz: la reinstauración de nuestra peor dictadura, el regreso de la mano dura, del puño de hierro, sin ningún enemigo acuciante al que destruir o derrotar. Y ninguna forma de negociación que no sea el chantaje, el soborno, la cooptación y el amedrentamiento. Un gobierno de emergencia que sin duda empezará a crear sus propias emergencias, a inventar enemigos, o a dar pie a su surgimiento real. Lo que hizo Alan García en Bagua será una caricatura infantil al lado de lo que seguramente hará el fujimorismo: los viejos sicosociales, la criminalización de la oposición, el fomento de formas de violencia que le son necesarias para existir, porque, repito, el fujimorismo no tiene otra forma de legitimización que la de presentarse como una necesidad ante un peligro social.

¿Los peruanos lo creerán? Los peruanos (una gran parte de ellos, ojalá no una mayoría de ellos) están dispuestos a creer cualquier cosa. Antes, en el régimen anterior, necesitaron escuchar audios y ver videos antes de convencerse de que el Estado había sido capturado por una banda de delincuentes. El problema es que ahora ya vieron los videos y escucharon los audios y saben que son delincuentes, pero todavía piensan votar por ellos. Esta vez no hay disculpa posible: están eligiendo lo que quieren. Podrían negarse; no lo están haciendo. Se les dice que la conciencia del país está en juego y la respuesta parece ser: ¿qué conciencia? Se les habla de moral, de dignidad, de vergüenza. Palabras exóticas. En el futuro, de sobrevenir la nueva dictadura, estarán esperando ávidos la flamante mentira, repetirán las injurias, consumirán las mentiras de la prensa, querrán creerlas, las creerán, querrán convencerse de ellas, justificar el hecho de que ellos hayan elegido la inmoralidad a sabiendas.

¿O elegirán, dentro de unas semanas, romper el círculo, votar por otra cosa, comportarse como adultos y afrontar el hecho de que una cosa es un gobierno que no nos gusta y otra es un gobierno infame y criminal que se entronice con el apoyo de ellos mismos. Ollanta Humala está lejos de ser un presidente deseable para el Perú, pero también está lejos de ser una potencia incontrolable con la que no se pueda negociar y a la que no se pueda poner en vereda. El fujimorismo, en cambio, desconoce cualquier política que no sea la autocracia; el autoritarismo es su definición y la corrupción dictatorial es su único método.

Nadie tiene que ser su cómplice si en verdad distingue la maldad de la dictadura, su vileza, y el valor intrínseco de resistirse a ella. No es necesario tampoco votar por Humala. Yo no sé si lo haré. Existe el voto viciado, existe la posibilidad de resistirse a votar y existe el derecho de un pueblo a desconocer el poder de una mafia criminal cada vez que esa mafia alcance el poder. ¿Que cualquiera de esas cosas crearían inestabilidad? Seguramente es cierto. Nada más estable que una dictadura ni nada más simple que aliarse a ella. Hay mucha más estabilidad en los cementerios que en las plazas colmadas de gente. Yo prefiero lo segundo.


(Unas veces es excesivo y otras veces insuficiente decir que todos tenemos el derecho o el deber de la memoria. Tenemos, más bien, la condena de la memoria y a veces la libertad de la memoria, como tenemos la condena y la libertad (o la liberación) del olvido. Una carta de un amigo muy querido, hace unos días, llena de recuerdos de cosas que pasamos juntos en los noventas, me llevó a escribir este post).


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La felicidad en el albañal

O por qué tantos creen que los Fujimori son una solución

Curioso, pero no tan curioso: quienes se aprestan a votar por Keiko Fujimori colocan como uno de sus argumentos (el más disparatado) su temor de que con Humala llegue una dictadura represiva, que barra con las libertades de información y de prensa.

Y para documentar su temor hacen circular información tergiversada, rebotan emails de entrevistas que nunca se realizaron, forman cadenas de mensajes cuyo origen debe de ser una oficina fujimorista largamente entrenada en campañas de desprestigio y cortinas de humo, y circulan artículos escritos por exabogados de Vladimiro Montesinos.

Y para ponerse al día sobre las cosas que Humala hará con sus libertades de expresión, leen los diarios y las  estaciones de televisión del grupo El Comercio, medios en los cuales, hace varios días, han empezado los despidos y los extraños nombramientos: despidos de periodistas que se niegan a escribir en favor de Keiko Fujimori y contra Humala, nombramientos de otros periodistas que ya estuvieron conectados con la mano negra fujimorista en la dictadura anterior.

Lo más lamentable es que en verdad creen que votar por Fujimori es mejor. Lo creen por otras razones: o porque son parte del circuito de la corrupción, o porque son parte del circuito del clientelaje, o porque el anterior gobierno de Fujimori los benefició de alguna manera y no les importan demasiado los costos que otros tuvieron que pagar (con su miseria o con sus vidas).

Empeñados en repetir los méritos de la dictadura fujimorista (la derrota de Sendero Luminoso y la salida de la hiperinflación), olvidan dos verdades coyunturales y muchas otras verdades más riesgosas.

Una de las verdades coyunturales es que la derrota de Sendero Luminoso fue producto del trabajo de un grupo policial que no contó con el apoyo de Fujimori y que laboró más a pesar de él que gracias a él: desfinanciado por su gobierno, minado por las desinteligencias de quienes dirigían la política interna, completamente al margen de la estúpida estrategia violentista del fujimorismo.

La otra es que la corrección de la hiperinflación fue la ejecución parcial y malhecha de un plan que había sido elaborado por el equipo de Vargas Llosa, que Fujimori implementó obviando las medidas de apoyo social, de la manera más salvaje e indolente (con lo que generó el súbito crecimiento de la pobreza extrema, de cuya reducción tomó el crédito años más tarde) y en estricta oposición a todas y cada una de las promesas que hizo durante su campaña.

Las verdades mayores, sin embargo, las que más importan de cara al futuro, son otras, aunque se conecten con las previas: el régimen de Fujimori implantó la mentira como forma habitual de discurso político, el acoso a la oposición como reemplazo del debate, las campañas de desprestigio como método permanente, la corrupción como mecanismo institucional, el chantaje como palanca para moverlo todo, la violencia mediática como lenguaje público, el menosprecio a la inteligencia como nueva forma de sentido común, el asesinato como instrumento de Estado, la compra de conciencias como modo de convencimiento.

El gobierno de Fujimori le puso un precio en oro a la hipocresía, a la vulgarización de la escena pública. Formó una generación entera de peruanos (y reformó a las anteriores y a las siguientes) en la idea de que cualquier síntoma menor de mejoría económica o financiera era más importante que la dignidad de la gente, les inculcó la idea de que una fluctuación negativa de la bolsa es más dañina que un homicidio masivo, que las cifras en azul son más cruciales que el respeto a la vida humana.

Más importante todavía y más aborrecible: el fujimorismo educó a los peruanos en la noción de que no importa la verdad sino la aceptación de la verdad oficial; les hizo creer que la tranquilidad de sus conciencias está en abrazarse al primer discurso que les diga, desde el poder, que los fines son infinitamente más importantes que los medios, o en forzarse voluntariamente a creer que las mentiras que les cuenten son equivalentes a una verdad, si esa mentira les resulta más cómoda.

¿Algo más triste? Sí: el fujimorismo le dio a millones de peruanos una excusa para suponer que toda acción inmoral es justificable en función del relativo bienestar económico inmediato, o, peor aun, en función de unas cifras macroeconímicas que difícilmente afectan el bienestar real de esas mismas personas.

¿Ustedes se han sorprendido en estas semanas al conversar con una prima abogada, un primo desempleado, un abuelo retirado, un ama de casa, un taxista, que cree que los muertos del gobierno fujimorista y los latrocinios del gobierno fujimorista son anecdóticos y secundarios?

Yo también (o yo sí): secretarios y administradoras, economistas y vendedoras de perfumes, hombres y mujeres perfectamente respetables que le dicen a uno: "bien hecho que mataron a todos los terrucos y qué pena si murieron inocentes, lo que cuenta es que Fujimori nos dio tranquilidad; en todas las guerras mueren inocentes, yo no me voy a mortificar pensando en los inocentes que murieron en esta guerra".

O dicen: "Bueno, quizás Fujimori robó más que nadie en la historia del Perú, pero él mismo creó esa riqueza". No los peruanos (que suelen pensar, tristemente, que la riqueza del Perú les ha sido regalada por un caudillo, no creada por ellos mismos), sino Fujimori. Fujimori el gran padre, Fujimori el dios inescrutable de cuyos procedimientos no hay que dudar. ¿Que el fujimorismo robó 6 mil millones de dólares: 750 dólares por cada peruano que vive en la pobreza; unos dos mil dólares por cada peruano en la pobreza extrema? Misteriosos son los caminos del Señor.

Esa es la terrible cualidad del fujimorismo: que cada vez que se vuelve a ofrecer como alternativa, confía en que su trabajo en la dictadura estuvo bien hecho: que, en efecto, la dictadura creó un número suficiente de peruanos que creen firmemente que el mal produce bien, que aceptan sin cuestionamientos éticos que el sufrimiento ajeno produce bienestar propio, que piensan que la prosperidad de los números es la única posible.

Criados en el albañal del fujimorismo, piensan que una cierta cantidad de basura no es sólo aceptable sino que es la condición natural de la vida peruana, y están condicionados a aceptar que en medio de esa basura está la felicidad. La única mediocre felicidad que creen que merecemos.

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21.4.11

"Ignorantes"

La realidad, las estadísticas, el Perú de los pobres

Una pregunta clave en la situación política actual es: ¿hasta cuándo pensamos los peruanos utilizar ciertas cifras macroeconómicas como justificación para seguir conviviendo con (o dando la espalda a) la evidente pobreza del país?

El Perú crece sostenidamente desde los tiempos del primer fujimorismo, sobrepasando el 6% anual en promedio durante toda la década pasada, con picos como el 9% del año 2010, y triplicó su Producto Bruto Interno entre el inicio de la década y el final.

Hay diversas maneras en que un país puede hacer eso: una es la diversificación industrial, mejoras en las condiciones laborales que generen un mercado de trabajo estable y una especialización obrera que marche a la par con la aspiración de la versatilidad de las industrias.

Otra es mantener la mano de obra en niveles paupérrimos, dentro de un mercado laboral inestable, sin reglas claras, mayoritariamente informal, sin sombra de estabilidad, para que la producción interna sea barata y así la clase empresarial pueda construir, sobre esa base, su capacidad de exportar a precios módicos, o, como suelen decir, a precios "competitivos".

Esta segunda variante, que es la peruana, es enteramente incapaz de conseguir una industrialización real, porque tiene que reducirse a labores primarias, a la extracción minera o al cultivo agrario (un tercio del trabajo en el Perú), sin añadidos, sin otro fin que la exportación de materias primas y uno que otro producto de fácil factura.

¿Qué hace el modelo económico peruano para pensar en el futuro (quiero decir con esto: pensar en un futuro distinto, en el que la gran mayoría de los peruanos dejen de ser obreros precarios o permanentes cachueleros, perpetuos desempleados o pasajeros subempleados, para que la industria nacional se diversifique y crezca, y la masa laboral salga del estancamiento)?

La respuesta es, básicamente, nada: nuestros sucesivos gobiernos han decidido la inacción absoluta en favor del mantenimiento de las cifras macroeconómicas. En lugar de enfrentar la pobreza activamente, se ha optado por declarar, desde la total inmovilidad, que el crecimiento de la economía, por sí solo, aliviará la pobreza, la reducirá y eventualmente la eliminará. Lo que no se dice es cuándo.

El economista chileno Roberto Pizarro, ex decano de la Facultad de Economía de la Universidad de Chile, ex ministro de Planificación de su país, calcula que, al ritmo de crecimiento que lleva el Perú desde hace una década, la pobreza peruana sólo será reducida de manera significativa (de la única manera significativa en que cabe pensar, es decir, hasta volverla minúscula y marginal, insignificante) en un plazo de 80 años, empezando a contar desde ahora, sin que se baje nunca del 5% anual de crecimiento. Que alguien me dé un ejemplo en todo el mundo de un país que haya mantenido ese ritmo partiendo del subdesarrollo: no existe. Es decir, esos 80 años no son sólo un plazo larguísimo; son un plazo imaginario, un engaño.

Eso no es un cálculo puramente basado en porcentajes y en el PBI: Pizarro considera además, por ejemplo, un hecho mucho más relevante que la tasa de crecimiento: el dato escalofriante de que el Perú invierte anualmente en ciencia y tecnología el 0.2% de su presupuesto anual (que probablemente alcanza apenas para cubrir las planillas y la operación mínima de los implicados). El Estado peruano, no importa detrás de cuál de sus máscaras temporales, ha elegido que el Perú sea para siempre un país sin inteligencia propia, un extractor y un vendedor nunca capaz de crecer en otras direcciones, de desarrollarse, de luchar realmente contra el mantenimiento de su status quo.

El punto central es este: no importa cuántas veces la derecha peruana sostenga que la marcha del crecimiento económico va a solucionar por sí misma la pobreza; en realidad, la riqueza que se genera en el Perú no tiene ninguna vía de distribución hacia manos que no la poseyeran desde un principio, y, mucho peor aun: todo el modelo peruano se construye bajo el supuesto (silenciado, jamás confesado) de que siempre habrá pobres dispuestos a trabajar por nada para que los precios de nuestros productos sean eternamente "competitivos".

Un ejemplo tosco: imaginen un hogar de la clase alta limeña, en la que los dueños de casa ven duplicados o triplicados en unos años sus ingresos, digamos, de doscientos cincuenta mil dólares anuales a medio millón o tres cuartos de millón de dólares, y entonces les dicen a su empleada doméstica, a su jardinero, a su chofer, que hay que celebrar porque las cosas van bien y que como resultado, no les bajarán el salario o, incluso, les aumentarán unos veinte dólares más al mes. Eso sí: nada de seguro social ni cosa parecida, porque entonces pueden irse buscando otra casa donde trabajar.

Aunque a los limeños de clase media y alta esto les resulte una revelación inverosímil o insoportable, hay que decirlo, a riesgo de herir sus frágiles susceptibilidades: no importa cuántos restaurantes nuevos haya en la avenida La Mar, ni cuántos empleados miraflorinos puedan comer en ellos una vez por semana, ni cuántas boutiques vendan carteras importadas, ni cuántos celulares pueda cargar uno en el bolsillo: eso no desaparece las multitudinarias casuchas de esteras a lo largo de casi toda la costa limeña, ni los pueblos sin agua ni luz en la sierra, ni las ciudades tugurizadas de la selva, ni los insalubres poblados provincianos de la costa norte, ni le da atención médica ni educación a los necesitados.

Un ejército multitudinario de trabajadores baratos, sin estabilidad, sin preparación, sin conocimiento añadido, con sueldos innegociables (la alternativa es el desempleo), le da a los industriales peruanos, a los seudo-empresarios peruanos, la tranquilidad de los bajos costos, pero cuando eso es la base fundamental del sistema, aparece la obligación de mantener esas condiciones estancadas: la prosperidad peruana no va a sacar a los pobres de la pobreza porque se edifica sobre esa pobreza, la necesita, no sabe operar sin ella.

Gallup acaba de presentar un mapa mundial de la prosperidad, o mejor, de la impresión de prosperidad, de la población en cada país del mundo. La idea es sencilla: las encuestas son extensas en cada país y las preguntas son simples: ¿cree usted que está prosperando económicamente en este momento?, ¿cree usted que prosperará económicamente en el futuro inmediato?

Perú, Bolivia y Ecuador ocupan los sitios más bajos en toda América, con, respectivamente, un 27%, 26% y 24% de encuestados que declaran estar prosperando o tener esperanzas de prosperar pronto. En el caso peruano un 9% declara estar "sufriendo" (en el lenguaje de la encuesta eso significa que su situación empeora) y el resto, un 64%, dice estar luchando por mantenerse en la misma situación, sin certeza de que eso pueda suceder.

Por supuesto, se pueden hacer estudios mucho más sensibles y detallados, pero no hay que descartar las cifras de Gallup. ¿Por qué hay una discrepancia tan grande entre el discurso oficial (del Estado y del Perú oficial) sobre las maravillas del crecimiento económico, por un lado, y, por otro, la sensación general de ese 73% de los peruanos que no cree que la prosperidad de las estadísticas se esté traduciendo o se pueda traducir en una mejoría para sus situaciones personales? ¿Es que no ven cuántas tiendas nuevas hay en los centros comerciales? ¿Es qué no ven cuántas casas nuevas hay en Asia? ¿Es que no ven qué bien le va a Gastón?

Bueno, quizás eso es. Es que no lo ven, no tienen accecso a ello, no saben de qué prosperidad les están hablando. O, como prefieren decir tantos limeños: seguramente "son ignorantes" y no comprenden.

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19.4.11

Los Fujimori

¿Un país gobernado desde la cárcel?

La mayor dificultad que enfrenta uno al escribir sobre Keiko Fujimori como candidata presidencial radica en la ostentosa vacuidad del personaje, lo hueco de su discurso, lo bochornosamente superficiales que son cada una de sus frases.

En algún momento, uno deja de preguntarse cómo una persona tan anodina puede estar tan cerca de la presidencia de un país y empieza a preguntarse cómo hacen los ciudadanos de ese país para aguantar la risa ante lo ridículo de la situación. Luego, claro, uno entra en cordura y recuerda que nada de esto es digno de risa.

Keiko Fujimori, por un lado, representa al colectivo más dañino que haya alcanzado el control político del Perú en toda su historia, el más corrupto, el que más profundamente banalizó los problemas del país para usarlos como tapadera del largo delito que fueron los once años del gobierno fujimorista.

Por otra parte, el fujimorismo en sí es el síntoma y la vía de escape de zonas de la sociedad que prefieren tres cosas: pefrieren el patronazgo antes que el abandono (desde la perspectiva de los más pobres); prefieren el clientelaje a la imaginación productiva (desde la perspectiva de quienes quieren medrar sin obligaciones); prefieren la paz brutal de las armas a la difícil paz de las leyes (éstos los hay en cada clase social, pero abundan entre quienes creen que sólo los peruanos de la ciudad y, sobre todo, de la clase media hacia arriba, merecen una plena ciudadanía).


Keiko Fujimori no sólo representa al fujimorismo como candidata y princesa heredera. También lo representa porque encarna esa forma de maldad trivial que el Fujimorismo ha querido desde siempre hacer rasgo de la nación: el orgullo de la impunidad, la mentira como único lenguaje, la mediocridad intelectual como requisito universal, la moral lumpen como reemplazo del sentido común.

En sí misma, Keiko Fujimori es un cero a la izquierda que el Perú no merece como presidenta: su elección sería la coronación final del principio básico del fujimorismo: que el país es insignificante, secundario, que la política como pacto y debate no tiene lugar entre los peruanos, que la inteligencia es inútil y estorba, que la limpieza ética y moral es accesoria y dispensable. La elección de Kenji Fujimori, su voluminosa victoria electoral, es un primer anuncio de que ese modo de ver al Perú está imponiéndose.

Alberto Fujimori llegó a la política peruana retratándose como un trabajador honrado, hijo de migrantes humildes, un modernizador ferviente con la fe puesta en la tecnologización, un maestro universitario que traía consigo la laboriosa dedicación del académico y que, sin embargo, era uno más del pueblo.

Veintiún años más tarde, el fujimorismo es, en la imaginación de muchos peruanos, un agente del orden, una mano de hierro, el sentido común encarnado en el fusil y la ametralladora, una maquinaria que garantiza la prosperidad económica y que, por ello, tiene una especie de derecho natural al latrocinio: crea condiciones para la riqueza y por tanto hay que perdornarle que aproveche la coyuntura para el doloso beneficio de sus líderes y sus funcionarios, es decir, para el robo. El fujimorismo es la imposición del lumpen (dentro de toda clase social) y su principio es el pragmatismo autócrata sin rendición de cuentas, sin conciencia, sin necesidad de justificación moral, lo que, en desmedro de la jungla, solemos llamar "ley de la selva".

La campaña de Keiko Fujimori hasta este punto ha tenido dos objetivos políticos: maquillar de juventud y relativa inocencia la sucia trastienda de la dictadura de los noventas y convencer a dos tipos de votante: por un lado, los que no recuerdan o no vivieron o no sufrieron los crímenes; por otro lado, los que con un simple empujón están dispuestos a fingir que no recuerdan, o que perdonan, porque, finalmente, el garrote de la dictadura cayó sobre espaldas ajenas.

Pero tiene un objetivo superior, para el cual se ha preparado a Keiko Fujimori desde hace una década: rescatar de la cárcel a los rateros y a los demás criminales, y reponer en el poder a la misma banda de delincuentes que nos gobernaron durante once años, incluyendo al jefe mayor, su padre, quien evidentemente no será espectador inmóvil del triunfo de su pupila: para ese momento la ha formado, para el momento en que le permita (a él) regresar.

Y ninguno de nosotros sabe cuán amplia será esa mano liberadora: ¿saldrá sólo el capo, saldrán los demás? ¿Saldrá Montesinos? ¿Cómo lidiará Fujimori ahora con su alter ego, Montesinos, sabiendo que él conoce todos los secretos que podrían rematar su carrera criminal (que otros llaman carrera política) de una vez y para siempre? ¿Alguien es tan ingenuo como para suponer que en estos años, en las audiencias públicas, Montesinos se ha deshecho de esos secretos, que son todo el capital de manipulación que le resta en la vida?

Al juzgar a Fujimori, encarcelarlo, encontrarlo culpable, el Perú dio un ejemplo mundial: un mandatario sí está obligado a rendirle cuentas a la nación, no importa cuán omnímodo haya sido su poder. Liberar a Fujimori sería decidir, al cabo de unos años, que ese esfuerzo de recomposición moral fue inútil, que fue innecesario o careció de importancia.

Cuando se eligió a Alan García empezó a establecerse en el Perú el reino del absurdo: un país que decide que el peor gobernante de su historia merece una segunda oportunidad, por encima de cualquiera que aspire a la oficina presidencial. Ahora, algunos se aprestan a refrendar la idea, devolviendo el poder al mismo elenco de personajes funestos que conformó el más corrupto de nuestros  gobiernos, bajo la falacia de que Keiko Fujimori no tiene por qué repetir los errores del padre.

Pero Keiko Fujimori no cree que esos errores hayan sido tales, o que hayan sido significativos, y juzga que el gobierno de su padre fue "el mejor de la historia del Perú". Una vez que ella ha declarado eso, no tenemos por qué dudar de su afirmación: ese es el gobierno que ella quiere repetir, para eso ha convocado a las mismas personas. Cuando ella se siente, si es que se sienta, en el sillón presidencial, ya sabremos quién le dictará las órdenes al oído. El Perú está a punto de ser gobernado desde la prisión (aunque ese escenario será pasajero), por un criminal. ¿Eso es lo que queremos?

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17.4.11

Ollanta Humala

Y qué hacer para que no sea Hugo Chávez

Antes de escribir sobre Keiko Fujimori, quiero hablar acerca de Ollanta Humala. Mis posts anteriores, no sé cómo, han hecho a más de uno suponer que la posible elección de Humala me contentaría, que política o moralmente me parecería el mundo ideal.

En verdad, no es que lo piensen: es que muchos han entrado en un estado mental en el que empiezan a convencerse, voluntariamente, de que cualquiera que no planee votar por Fujimori es un enemigo, alguien que espera que se instale una dictadura en el Perú y que cualquier progreso económico se esfume en uno o dos años de populismo. (No importa que Fujimori haya sido un dictador populista ni que su mafia haya robado 6 mil millones de dólares al pueblo peruano).

Como reacción instintiva, es comprensible: saben que están apoyando a un exdictador indeseable en su empeño de reapropiarse del país y, como antídoto para el ligero malestar de su conciencia, quieren ver a todos los demás como los verdaderos culpables de algo; de lo que sea.

Sólo para poder responder con seguridad, acabo de buscar la frase "Ollanta Humala" en el archivo de Puente Aéreo: lo he mencionado treinta y dos veces en estos cinco años y medio: ninguna mención contiene un solo elogio; casi todas ellas son una censura directa, incluyendo la que publiqué hace apenas nueve días.

La primera vez que supe de Humala, mi impresión fue que debía tratarse de un loquito belicoso que se había formado leyendo novelas de Erich Maria Remarque, viendo las teleseries patrioteras que el gobierno militar producía por montones en los setenta, recolectando las láminas de Navarrete sobre la Guerra del Pacífico y se había creído que esa guerra debía seguir para siempre. Esa opinión mía no ha variado.

El antichilenismo de Humala, ciertamente, no es el producto exclusivo del nacionalismo chauvinista de su padre y de su hermano, o de ese galimatías atrofiado que es el etno-cacerismo: es el discurso con el que el Estado Peruano, a través de sus insituciones militares, forma a todos los miembros de sus Fuerzas Armadas, el mismo en el que se quiso educar a todos los peruanos durante los gobiernos de Velasco y Morales Bermúdez y a lo largo de todo el siglo previo.

También, sin embargo, debo admitir que, en esa primera noticia sobre Humala, años atrás, para mí como para muchos otros, no dejó de haber algo que lo hiciera simpático: ¿cuántos otros militares se habían alzado contra la vergonzosa sociedad que formaron el Ejército y la corrupta cúpula del fujimorismo? ¿Cuántos de los que luego señalaron con el dedo a Fujimori y a Montesinos habían hecho algo objetivo, aunque fuera pequeño e insuficiente, por terminar con ese pacto criminal?

Por supuesto, después llegaron los discursos: los ideales trasnochados de Humala, su patético nacionalismo, su admiración por violentistas, autoritarios y dictadores, su inmersión en un mundo de alardes paramilitares y juegos de guerra, su facilidad para el pacto bajo la mesa, la debilidad intelectual de sus ideas populistas sobre diferencias étnicas y marginación, su versión adolescente del izquierdismo.

Todos tenemos derecho a dudar de que el cambio evidente que se ha operado en su imagen pública entre el 2006 y hoy corresponda a un verdadero cambio ideológico. En la politica peruana, sin embargo, no es en absoluto inusitado el hecho de que al variar acomodaticiamente el discurso público de un político varíe también su ejecutoria: nuestros políticos suelen carecer de convicciones, suelen ser pura apariencia.

Fujimori pudo pasar de un discurso populista al shock económico y volver al populismo sin pestañear porque cualquier idea política le era en verdad indiferente. Alan García pasó de ser el campeón continental de las estatizaciones a ser un privatizador contumaz, porque ambas cosas sólo le importaron en tanto se tradujeran en un aura positiva en torno a sufigura.

Por supuesto, si Ollanta Humala se convirtiera en Hugo Chávez, el Perú muy probablemente se iría a la quiebra y los índices de pobreza recrecerían rápidamente. Si Ollanta Humala se convirtiera en un Lula da Silva, en cambio, una gran parte del país empezaría a descubrir que la mejoría de las cifras macroeconómicas no tiene que ser un simple señuelo, como ha sido hasta ahora, un señuelo para mantener la inmovilidad de un modelo económico que sigue permitiendo la aberración de la pobreza extrema sin evidenciar ningún interés por corregirla dentro del plazo de la vida de un ciudadano.

Porque a eso se reduce todo el problema. Quienes defienden el status quo, pese a no haber articulado jamás un plan de desarrollo nacional inclusivo que proteja a los más pobres, exigen que los más pobres "entiendan" que el crecimiento económico es lento, paulatino y que algún día ellos también sentirán la mejoría. Los más pobres, por su parte, ven un simple engaño: sus abuelos vivieron en la miseria, sus padres también, ellos también: sus hijos también. ¿Para quién trabaja el Estado, entonces?

Pese a quien le pese, Humala es el único candidato que ha hecho notar eso, el único candidato que tiene para los pobres un mensaje distinto del que han escuchado por décadas, el único que plantea una idea de país en el que los ciudadanos más pobres son tratados con humanidad. ¿Qué Humala es un extremista o puede convertirse en un extremista si sigue la huella de Chávez? Eso es parcialmente cierto, aunque es el tipo de pronóstico que pasa por alto todas las diferencias coyunturales y contextuales.

Pero la pregunta obvia es: ¿por qué diablos ningún otro candidato propuso un plan de desarrollo económico, comercial, financiero, social, que les diera a los más pobres algún tipo de agencia y un cierto horizonte de expectativas que no fuera una estera en el desierto? ¿Por qué las clases medias y medias altas no tuvieron la conciencia social suficiente para pedirles a sus candidatos algo así? ¿Acaso es necesario ser un extremista para pensar en los pobres? ¿O es que en el Perú el hecho mismo de buscar la inclusión y el cese de la marginación de los más pobres es ya visto como extremista?

Así las cosas, hay dos opciones plausibles en los próximos días, antes de la elección en segunda vuelta. La primera opción es aliarse con la mafia fujimorista, observar desde el balcón cómo sale Alberto Fujimori de la cárcel y qué pasa con Montesinos cuando el hombre cuyos peores secretos él ha guardado celosamente regrese a conducir el país. Porque, estupideces y engañamuchachos aparte, Keiko Fujimori no es nadie en esta ecuación: su única función en la vida es sacar de la cárcel al torturador de su madre y devolverle el poder a su pandilla. ¿O alguien imagina a Keiko Fujimori prohibiéndole al capo de la mafia que haga lo único que sabe hacer?

La segunda opción es usar las semanas que restan para negociar con Humala un gobierno que cuente con el respaldo de los sectores de izquierda y progresistas, del centro y la centro-derecha dentro de ciertos parámetros, bajo ciertas condiciones. ¿Nos podemos equivocar? ¿Puede Humala burlarse después de todos los que negocien con él ahora? Sin duda puede ocurrir. Pero hay momentos en la historia de un país en el que sus ciudadanos tienen que tomar decisiones difíciles, y trazar una línea entre el crimen organizado y la política es la decisión moral que esta generación de peruanos debe tomar.

Este es el momento de darse cuenta de que el ejercicio democrático no puede reducirse a votar por las alternativas que un grupo de caudillos ofrezca, sino que demanda participación, trabajo, debate, pugna y negociación.

Si los peruanos entendiéramos eso (si no fuéramos un pueblo que presencia la disolución del Congreso en la tele y no mueve un dedo para impedirlo, un pueblo que lee denuncias de fosas comunes en los Andes como si fueran una ficción ajena), el sólo hecho de comprender que la democracia es un ejercicio de todos, nos haría inmunes al peligro que parece entrañar la elección de un candidato como Humala.

La solución no es votar por Fujimori. Es hacer lo que hacen todos los países del mundo donde el nombre del presidente sale de una segunda vuelta o de una elección parlamentaria: asegurarse de que el presidente sepa y recuerde siempre que la mayoría no votó por su plan original, que entienda que la cifra de votantes que obtenga en la segunda vuelta está colmada de electores que son suspicaces ante él, que no avalan todas sus ideas, que no le están firmando un cheque en blanco, que lo van a fiscalizar y lo van a castigar si hace cualquier cosa que atente contra las reglas del juego, que su gobierno en sí mismo es por naturaleza el fruto de una conciliación, una negociación y un pacto que no es eterno ni necesario.

Si Humala fuera electo e hiciera alguna de las barbaridades que pueblan las pesadillas de muchos en estos días, y esa misma tarde el 67% de los peruanos que no votaron por él en primera vuelta saliera a las calles a decirle no, la sombra del chavismo quedaría atrás, o se reduciría enormemente. Pero eso implicaría dejar de ser cómodos televidentes de la realidad nacional. Y quizás eso es mucho esfuerzo. Pero que quede claro: esa apatía, esa pusilanimidad, esa cobardía es lo que hace que muchos crean hoy que las únicas dos alternativas para el Perú en el futuro cercano son un dictador de derecha o un dictador de izquierda.

La premisa de los que sienten que ahora deben votar por Fujimori aunque no les guste, es que el elector peruano no hace nada más por la democracia que marcar un aspa en un papel; que cualquier otro esfuerzo está más allá de su ánimo, su voluntad o su intelecto. ¿Quieren que esa sea siempre nuestra premisa? Yo no. Tenemos algunas semanas para que deje de serlo.

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15.4.11

¿Los ricos sólo lloran?

Qué cosa hacer en vez de abrirles la celda a los criminales

Entre las muchas formas de vergüenza que me causan las reacciones de los peruanos ante la marcha de las elecciones, la más rotunda es descubrir la imbatible, inmoderada, permanente pusilanimidad de un enorme sector de las clases medias y altas.

Han dispuesto de décadas, casi dos siglos, innumerables generaciones e innumerables privilegios, para convertir una joven república en un país moderno, y jamás lo han hecho, ni siquiera lo han intentado, nunca han engendrado un solo proyecto político que vaya más allá de la explotación y el arrasamiento de recursos y de personas, nunca han distinguido entre su bienestar inmediato y el futuro, jamás han diferenciado entre el interés de su negocio y el interés del país.

Tras dos siglos de república, siguen empeñados en decir que los siete años de velasquismo son el origen de nuestra ruina, como si antes de Velasco todo hubiera sido un edén, un mundo perfecto. Como si el velasquismo, con sus enormes defectos y su verticalismo aberrante, no hubiera representado, de todas maneras, el unico morigerador de la injusticia social tradicional, que ellos sostuvieron durante ciento cincuenta años tras la independencia, como si la errática y malhecha reforma agraria no hubiera sido, al fin y al cabo, la única medicina preventiva que el Perú se había inoculado antes de los ochentas para moderar el efecto de fenómenos como Sendero Luminoso.

Su torpeza les impide el mínimo decoro intelectual que bastaría para articular una alianza de centro o de centro-derecha; su ignorancia les hace pensar que son liberales cuando se oponen a cualquier regulación económica o financiera que les exija un esfuerzo, pero niegan a los trabajadores las mismas posibilidades de organización y negociación colectiva que el liberalismo real les ofrece en todo el primer mundo. Su maleabilidad ética les permite pensar que son gente de negocios cuando pasan una coima o amarran un negocio.

Sus ídolos políticos son mequetrefes sin ideología como Luis Castañeda, burócratas de manual como Pedro Pablo Kuzcynski, ruinas del pasado como Lourdes Flores: nunca son ideas, nunca son proyectos de largo plazo, siempre son mesías, siempre son salvadores de última hora, enteramente desinteresados de construir alianzas porque el único motor que los mueve es el personalismo, el caudillismo y, en muchos casos, el botín.

Y cuando esos líderes sin norte se descarrilan, como tiene que descarrilarse siempre un proyecto que no propone absolutamente nada sino la permanencia de la mediocridad, entonces sus votantes no saben qué hacer. Ahora se preparan a elegir a Fujimori. Luego de una década de simular que Fujimori les resultaba insoportable por criminal, por inmoral, por delincuente, por cobarde, por ladrón, por asesino, ahora se mentalizan para soportar la fingida carga moral que dirán llevar sobre los hombros cuando festejen el regreso del fujimorismo, que tanta estabilidad les dio con un precio de sufrimiento y persecución que pagaron otros.

Votarán por Keiko Fujimori (es decir por Alberto Fujimori, por el fujimorismo que ya nos destruyó una vez como sociedad, que ya una vez nos conviritó en una parodia de país) porque Humala representa, para ellos, una amenaza. Yo tengo clara una cosa: votar por el fujimorismo para anular la otra opción es como contratar a un criminal para que elimine a quien nos resulta molesto.

Hay una frase inglesa que se me viene a la mente a cada instante cuando pienso en esto: "Fool me once, shame on you; fool me twice, shame on me". Es peor en el caso de quienes se preparan ahora a votar por Fujimori después de haber execrado los crímenes del fujimorismo. Porque no son víctimas engañadas por un victimario: son ellos los agentes del engaño, ellos los que empiezan a maquillar al lobo para decir que votaron por el cordero.

¿Qué van a obtener? Si el fujimorismo fuera una doctrina, una ideología, cristalizada en planes políticos que tuvieran al país y su sociedad como objetivo, y no como botín, todo sería más comprensible: en efecto, se puede seguir siendo republicano después de un desastroso gobierno republicano, o laborista después de un calamitoso régimen laborista, o socialdemócrata después de un ruin gobierno socialdemócrata, porque pasado el accidente la ideología nos deja sus principios, que podemos reformar o afinar, y podemos planear que un nuevo ejecutante los lleve a cabo con un mejor resultado.

Pero el fujimorismo no existe más allá de su ejecutoria, porque no tiene un discurso que no sea enteramente pragmático y completamente populista, y porque el fujimorismo no tiene principio moral positivo, no tiene imperativos éticos: el fujimorismo no tiene preocupación social, sino instrumentos de clientelaje; no tiene objetivos de nación, sino lemas patrioteros; no tiene ideología, sino excusas y justificaciones ad hoc para cada circunstancia; no tiene programa, sino oportunismo; no tiene ideas, sino slogans.

No hay ninguna malla de seguridad con el fujimorismo, sólo una caída libre en el capricho circunstancial de quien conduce el carro, y el único que conduce el carro del fujimorismo es Alberto Fujimori, un delincuente sentenciado, un criminal comprobado, un ratero cobarde con una megalomanía que lo deforma ante sus propios ojos, que se interpone entre su cara y su espejo.

¿A qué regresan los peruanos que no votaron por Fujimori en la primera vuelta, cuando proyectan votar por el fujimorismo en la segunda? Regresan únicamente al pasado, retroceden al día anterior al primer vladivideo, regresan a un momento en la historia reciente en que todavía podían cerrar los ojos y dejar que los crímenes ocurrieran como si con ellos no fuera la cosa. Pero uno no vuelve al pasado siendo el mismo: ahora tienen que hacer el esfuerzo consciente de olvidar lo que ya saben más allá de cualquier duda razonable: que ese pasado está gobernado por una banda criminal, con brazos de asesino y dedos de carterista.

¿Todo eso es preferible a negociar con Humala? ¿Vender la dignidad y el orgullo y rematar la apariencia democrática y apoyar a un exdictador en su afán de salir de la cárcel para seguir gobernando? ¿Eso es preferible a organizarse, articularse, formar un frente, proponer pactos, es decir, simplemente, actuar como adultos, como una clase política, como una clase dirigente, por una vez en la historia?

No es preferible, claro. Pero para evitarlo habría que abandonar la absoluta pusilanimidad, habría que mancharse las manos haciendo política, presentar una resistencia, oponer argumentos, arriesgarse. Más fácil es contratar a un matón, darle las llaves del carro a un delincuente. Además, claro, es más consecuente: si uno está dispuesto a votar por una mafia criminal, uno comparte algo con esa mafia, uno pasa a formar parte de ella.

Y sin embargo, todavía no es tarde: hay gente que está buscando una posición de negociación, que está promoviendo algún tipo de diálogo. Vargas Llosa, por ejemplo, a quien absolutamente nadie puede acusar de proclividades chavistas o simpatías castristas, está dejando esa puerta abierta. ¿Costaría mucho actúar así, articularse, en vez de salir corriendo y esconder la cabeza en la tierra y gemir de dolor anticipado y preparar las maletas a Miami?

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14.4.11

7 tonterías

Las mentiras con que quieren engañarse a sí mismos

Todos estamos viendo el desfile: una montaña de razones con las cuales millares de peruanos intentan demostrar (y demostrarse a sí mismos, demostrar a sus propias conciencias) por qué es preferible votar por Keiko Fujimori antes que votar por Ollanta Humala. Quiero comentar algunas:

1. Dicen que con Ollanta Humala vendría el riesgo de que se atornillara en el poder, que modificara la constitución para quedarse indefinidamente en Palacio de Gobierno. Por eso, dicen, es mejor elegir a los Fujimori. Una observación: el único político en el Perú contemporáneo que modificó la constitución para elegirse nuevamente, no una sino dos veces, y encima con fraude, fue Alberto Fujimori.

2. Dicen que con Ollanta Humala se vendría un periodo de irrespeto por el orden democrático, en el que los poderes del Estado estarían sometidos al capricho del gobernante. Una observación: Fujimori anuló una constitución, escribió otra, disolvió el Poder Legislativo y colapsó el Poder Judicial, creando la única dictadura autocrática que ha existido en el Perú en el último tercio de siglo.

3. Dicen que con Ollanta Humala se vendría un periodo de prepotencia y altanería, de oficialistas violentos que nunca escucharían una crítica y que desoirían los reclamos de cualquiera que se les opusiera. Una observación: ¿no se acuerdan de Fujimori mandando al calabozo o al arresto domiciliairo a senadores y diputados democráticamente electos cuando estos se opusieron al cierre del Congreso? ¿De Martha Chávez sosteniendo que las víctimas de tortura se habían torturado ellas solas? ¿De Martha Hildebrandt haciéndole ascos a las congresistas de provincias a quienes no considera dignas de sentarse cerca de ella?

4. Dicen que con Ollanta Humala llegaría una forma de gobierno autoritario, que eliminaría las libertades individuales, comenzando por la libertad de expresión y la libertad de información. Una observación: ¿ya olvidaron que el régimen fujimorista cerró medios de comunicación, manipuló el accionariado de otros, adquirió otros más, y construyó una red de empresarios de la comunicación corruptos que publicaban, bajo sueldo, en un sistema de coimas institucionalizadas, únicamente la información que el gobierno les mandaba publicar?

5. Dicen que con Ollanta Humala sobrevendría un sistema represivo paraestatal, con persecuciones individuales, uso indiscriminado de la violencia, atentados contra la vida y la integridad física de quienes osaran oponerse a su gobierno. Una observación: ¿recuerdan qué cosa fue el Grupo Colina?

6. Dicen que con Ollanta Humala llegaría al poder un grupo de políticos lumpen y funcionarios de segundo nivel que no buscarían otra cosa que el enriquecimiento bajo la mesa, orquestando estafas, desfalcos, robos, malversaciones, hasta el punto de que el gobierno mismo se asemejaría a una mafia. Una observación: ¿saben cuántos miembros del gobierno fujimorista han sido juzgados por tribunales imparciales, siguiendo el debido proceso, y han sido encontrados culpables de delitos comunes y delitos contra los derechos humanos, con penas que van desde los 3 hasta los 35 años de prisión? La revista Caretas los enumera hoy mismo: son 78. Más que en cualquier otro momento de la historia del Perú. Eso, sin contar a los parlamentarios que se libraron con argucias legales y a los infinitos corruptos que no ocuparon un cargo público pero que fueron piezas claves del aparato fujimoirsta, como los dueños de diarios y televisoras.

7. Dicen que con Ollanta Humala se nos viene un "cachaco" que manejaría el país brutalmente, coludido con una generación de generales del Ejército que están dispuestos a apoyarlo en todo. Una observación: ¿ya olvidaron qué pasó con el Ejército durante el gobierno de Fujimori? ¿Olvidaron que los parlamentarios fujimoirstas se reunían en el Cuartel General del Ejército para pactar sus políticas en componenda con los mandos militares superiores? ¿Olvidaron que el Pentagonito se volvió un centro de torturas contra civiles, incluso contra los mismos miembros del Servicio de Inteligencia, si éstos decidían que no querían seguir siendo parte del crimen? ¿Han visto cuántos de los fujimoristas que están en la cárcel hasta hoy son oficiales de las Fuerzas Armadas? ¿Olvidaron qué cosa era Vladimiro Montesinos?

En resumen: quienes quieran decir con cierto margen de sinceridad por qué prefieren a Fujimori antes que a Humala, deberían dejarse de dar argumentos tan ridículamente disparatados, argumentos que les muerden la lengua mientras los dicen y en los cuales ellos mismos no creen en lo más mínimo.

Deberían decir que están conformes con el modelo económico actual, aunque ese modelo sea pasivo y no implique ninguna forma de solidaridad con los más pobres. Deberían decir que un poco de aparente y mediocre tranquilidad social les parece más deseable que cualquier intento de hacer que más de un tercio de la población nazca, viva y muera en la miseria escuchando durante veinte años que el Perú está cada vez mejor porque hay más empresas (que no los emplean o los subemplean y no les permiten sindicalizarse ni buscar justicia en las relaciones laborales), más centros comerciales (donde nada podrán comprar jamás), más zonas residenciales (donde ir a pedir limosna) y más restaurantes (donde no los dejarán entrar).

Y deberían decir que mantener ese estatus quo les parece más importante que la ruina moral de la nación.

O podrían hacer otras cosas: no votar, o viciar el voto, o votar por Humala y exigirle que respete aquello del país que funciona, que no sacrifique súbitamente el larguísimo sacrificio ajeno a cambio de un par de años de populismo sin sustento real.

Podrían, por una vez, por una sola vez, organizarse en movimientos con fundamento ideológico y con sentido solidario: podrían, por una vez, pensar en los que no tienen lo que ellos sí y mirarse en el espejo y pensar si es lícito que, para que ellos disfruten un mediocre aburguesamiento de comedia bufa, millones de peruanos vivan para siempre esperando la realización de promesas que jamás se cristalizan.

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12.4.11

Un hueco en la tierra

O por qué no votar por los Fujimori

El resultado de la segunda vuelta, claro está, es analizable desde muchos ángulos distintos. Una proporción numerosa de la ciudadanía (precisamente el sector que nunca es reconocido como ciudadano, salvo en el caso excepcional del derecho a voto), sabe que sólo el fujimorismo, en el pasado reciente, se acordó de ella de manera tangible, inmediata, aunque fuera sólo por oportunismo, para fomentar el clientelaje.

Un sector incluso mayor, agotado de escuchar durante casi dos décadas que la economía peruana está cada vez mejor, mientras que poco o nada de esa mejoría se refleja en sus vidas cotidianas, decide lo evidente: votar por el único candidato que ofrece cambiar, aunque sea parcialmente, las reglas del juego.

Las dos decisiones son la demostración de una inteligencia práctica; en las dos hay una protesta y hay un cálculo. Reconocerlo no implica aceptar esas opciones como realmente beneficiosas: ambas son sombras de futuros diferentes, pero ambas son engañosas, las dos son populistas, las dos son riesgosas y, sumadas, implican que al menos un 55% de los electores peruanos descree abierta o embozadamente del sistema democrático y ve diversos grados de autoritarismo como salidas pragmáticas positivas.

La segunda vuelta, para aquellos que no votaron originalmente por Humala, por considerarlo violentista o peligrosamente autárquico, y que no votaron por Keiko Fujimori, por ver en ella un vicario, una extensión y un señuelo del pasado criminal de fujimorismo, se plantea, creo yo, como un examen de conciencia. Algunos lo verán como un examen moral; la mayoría lo verá como un test de pragmatismo.

Para los electores que hoy tienen que decidir nuevamente el voto, entre opciones que no consideraron la mejor, desde una perspectiva puramente moral, puramente ética, votar por Keiko Fujimori es reivindicar el crimen, el atropello mafioso, la vendetta desde el poder. Es legitimar la corrupción institucional, declarar abiertamente un menosprecio íntimo por los derechos humanos, aunque se haga a regañadientes. Es colocarse como cómplice de los delitos pasados y de los delitos por venir.

Desde una perspectiva pragmática, es evitar que el poder llegue a las manos de alguien a quien se percibe autoritario, vertical, desinteresado en la institucionalidad democrática. Y, muchas veces, sobre todo desde la pespectiva de las clases altas y medias altas, votar por Fujimori es obstruir el acceso al poder de alguien que es visto como desestabilizador: eso, en verdad, quiere decir que Humala es percibido como un agresor en potencia, un Chávez, un Castro, un Evo Morales. Alguien que va a poner las manos en lo que es mío: el fantasma de Velasco. Probablemente todo eso sea un exceso histérico, pero es difícil curar la histeria en tres meses.

Moralmente, la pregunta debería ser si el supuesto proyecto humalista, que no es al fin y al cabo sino un programa político, es mejor o peor que aceptar que el Perú sea entregado a una banda de delincuentes probados, indudables. Desde mi punto de vista, la respuestra no es difícil: prefiero la desazón política antes que la pura criminalidad. Comprendo que mi propia posición personal me permite en gran medida opinar así, sin mayores riesgos: no vivo en el Perú: el más desastroso de los programas económicos me afectará sólo tangencialmente.

¿Qué decidiría yo si el efecto fuera a caer directamente sobre mí? Regresando a lo pragmático: la elección de Keiko Fujimori no sería un simple bache temporal, cinco años de apretar los dientes y esperar algo mejor. Pienso que sería, más bien, el paso decisivo en el camino al abismo: elegir a Alan García ya pareció un puntillazo, pero el toque final sería éste: la destrucción de todo lo que se ha tratado de hacer en términos de conciencia ciudadana, de limpieza moral, de revaluación de los derechos humanos, de desinfección luego de los once años de fujimorismo; y sería, además, colocar al Perú en el peor de los vaivenes posibles, un panorama en el cual, por varios años en el futuro, el poder quedaría en manos de evidentes criminales, que se lo pasarían unos a otros: García, Fujimori, García, Fujimori.

Lo sé: tal como están las cosas, la criminalidad demostrada ya no es obstáculo verdadero para el éxito político en el Perú. Pero elegir a Fujimori luego de haber elegido a Alan García, y esperar que el poder rebote entre uno y otro indefinidamente, sería convertir la criminalidad, el pisoteo de los derechos humanos, el autoritarismo abusivo y altanero, en un requisito para acceder al poder. Eso, para no hablar de la tristeza de colocar a un país de regreso en el sistema del caudillismo, justo cuando algunos empezaban a creer en la promesa de la modernización.

En días recientes, he escuchado muchos rumores acerca de cómo se van negociando las cosas bajo el tablero de cara a la segunda vuelta. El más verosímil dice que desde el entorno de Mario Vargas Llosa se ha planteado un posible apoyo a la candidatura de Humala, si a cambio se ceden ministerios, cierto poder de decisión, el premierato (para Beatriz Merino). Nada de eso me hace feliz.

Es verdad que alguna minúscula luz habría si fuera posible construir una alianza política que moderara las antiguas locuras de Ollanta Humala, para que el Perú no se convirtiera de pronto en una inversión riesgosa, para que el flujo de capital no se detuviera o decayera súbitamente. Para que quienes votaron por Toledo o por Kuzcynski votaran hoy, insólitamente, por Humala. Curiosamente, siento que sería demasiado premio para nuestro centro-derecha idiota, incapaz de articularse antes del proceso, siempre corriendo a inflar el flotador cuando el agua les llega al cuello.

Pero pragmáticamente puede ser lo mejor: que el centro-derecha modere el afán nacionalizador, las ínfulas nacionalistas, los proyectos autocráticos, siempre que Humala mismo sea capaz de lograr que la falaz prosperidad de las cifras macroecoómicas se empiece a traducir, poco a poco, en un cierto bienestar para los más pobres, en ciertas vías de movilidad social, en una importante difusión de la agencia ciudadana, en una presencia vital del movimiento sindical, un reconocimiento social a los marginados, a las provincias, a los que llevan la carga del trabajo en las minas, en los campos, en las fábricas, a los que invierten todo lo que tienen en empresas minúsculas que van haciendo, lentamente, sacrificadamente, contra la corriente que el Estado marca, su propia prosperidad.

Por supuesto, sería estupendo que uno de estos días hubiera una elección en el Perú en la que yo pudiera votar por un candidato porque es esperanzador, sobrio, inteligente, sólido, porque dice lo que piensa y lo dice con claridad, porque tiene un partido detrás, un discurso más allá de slogans y diatribas, y una vocación política que no sea simple personalismo, porque tiene alguna idea constructiva, plausible, factible, con un transfondo moral, solidario, horizontal. Pero en el Perú el voto no es un arma sino un escudo. O un paraguas. O un hueco en la tierra. Eso ya lo sabemos. Ojalá esta vez no nos quedemos enterrados en él.

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7.4.11

De Villarán a Humala

La izquierda: de la modernidad a las cavernas en seis meses

Algo tiene de novela de Agatha Christie, algo de misterio de Chesterton: en una cena hay un cierto número de invitados, cada cual asociado con un cierto pecado y entre todos ellos hay que decidir quién es --como dirían Hercules Poirot o el padre Brown-- "our man".

Un filósofo afirmó (y Borges lo parafrasea y yo parafraseo a Borges) que cualquier persona que pensara siempre constantemente en un solo rasgo de un solo objeto no podría nunca entender el objeto todo y acabaría por perder la razón. Déjenme ser esa persona.

Cuando el objeto es Pedro Pablo Kuczynski, pienso en una afirmación violentamente racista que no sólo dijo y leyó en público sino que además colgó en la página oficial de la Presidencia del Consejo de Ministros, para retirarla sólo cuando las críticas empezaron a llegar.

Cuando pienso en Keiko Sofía Fujimori, pienso en una banda millonaria de ladrones y asesinos orquestada al amparo de su padre y en cómo nada en la hija reniega del pasado del padre, y en cómo ni siquiera la victimización de su propia madre la disuadió de construir una vida con dinero robado a los pobres del Perú.

Cuando pienso en Ollanta Humala pienso en las oscuridades de su discurso autoritario, violentista y fascistoide de hace apenas diez años, en cómo lo ha camuflado hasta el servilismo y la pantomima para satisfacer a la izquierda tradicional y no espantar demasiado a los burgueses, y en cómo muchos de ellos hoy mismo empiezan a fingir que creen en la piel del cordero con tal de participar aunque sea mínimamente de su éxito.

Cuando pienso en Luis Castañeda, recuerdo un solo dato: un informe televisivo del programa de Chichi Valenzuela acerca de las decenas de individuos con antecedentes penales que Castañeda trajo consigo como funcionarios a la Municipalidad de Lima: la ciudad ha sido el botín y también el escenario para fingir productividad, aunque el hombre ahora pierda apoyo popular, no por sus pecados sino por su nulo atractivo personal.

Yo no he tenido dudas en ningún momento: creo estar bastante más a la izquierda que Alejandro Toledo, pero creo que es el único político peruano activo que ha demostrado un cierto grado de capacidad para conducir el ejecutivo, acaso sin luces extraordinarias, pero con cierto sentido común, sin mucha paciencia para los corruptos organizados, sin introducir mayores distrofias en un curso de consolidación macroenomica: el más potable presidente del Perú desde que yo tengo consciencia, el único de los que gobernaron un periodo regular completo que no le causa a uno vergüenza, salvo que uno valore más los buenos modales de mesa y las buenas costumbres de bar que la construcción de una economía y su  impulso constructivo.

Los pecados de Toledo: desaprovechar las necesarias oportunidades de transformación social, de rederivación de la riqueza y de acción y promoción cultural. ¿Es muy tarde para que lo haga? Obviamente no. Que unos voten por Kuczynski porque se les parece más es vergonzoso (tan vergonzoso, por cierto, como votar contra Humala por puro miedo al otro lado de lo peruano). Elegir a Kuczynski sobre Toledo basados únicamente en trivialidades, exteriores y apariencias es también estúpido y riesgoso.

Sin embargo, de todos los rumbos y motivos que mueven a los votantes en estas elecciones, el más penoso me parece el de la gente a la que siento un poco más cercana a mí: la izquierda, que se cobija bajo el ala de un autoritario apenas disfrazado, como Humala. La misma izquierda que hace sólo unos meses celebraba su mágica modernización con la victoria municipal de Susana Villarán, y que ahora está dispuesta a retornar a las cavernas, renunciando a su rol en el debate ideológico, y que, en el colmo de lo pusilánime, quiere culpar a la derecha de su propio voto por Humala: la derecha que no ha sabido interpretar el sentimiento popular, la desolación popular. La izquierda le critica a la derecha por no comportarse como izquierda, por no haber hecho el trabajo que la izquierda debería hacer.

Pregunto: ¿cómo ha interpretado la izquierda ese sentimiento y esa desolación? ¿Qué alternativa le ha dado la izquierda verdadera al pueblo peruano? Ninguna, eso está más claro que el agua. Y ahora, luego de generar ese vacío miserable, la izquierda se apresta a celebrar a su nuevo mesías, su nuevo caudillo, a levantarlo en hombros y fingir que vota por Humala porque comparte el sentir de los más pobres y los más marginados. No comparten nada de eso. ¿Compartirán el gobierno de Humala en el caso, todavía improbable, de que Humala llegue a Palacio?

Eso quisieran, pero es dudoso: lo más probable es que se pasen una década más de fujimorismo infame rasgándose las vestiduras, diciendo que ellos no tuvieron la culpa de nada. Bien por ellos: ese es el papel que mejor conocen.

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