27.2.10

El terremoto en Chile

La desgracia de hoy y un cuento de Von Kleist

Espero que mis amigos chilenos, como Matías Ayala, Valeria de los Ríos (y Alicia), Mike Wilson, María José de Santiago, Andrea Jeftanovic, Rodrigo Pinto o Álvaro Bisama estén tan bien como sea posible estar en medio de tanta destrucción.

El terremoto en Chile ha sido en extremo más violento que el reciente sismo en Haití (700 veces más energía liberada, según los especialistas consultados por CNN), y sin embargo el número de víctimas en Haití fue mil veces mayor.

Ésa es la diferencia entre un país que puede organizar su propia defensa y costear los gastos de la previsión, y un país en la miseria
; ése es el tipo de precio mayor que deben pagar los más pobres todavía en nuestro mundo.

Es un alivio que en Chile la desgracia pueda ser recibida con preparación y con las armas debidas; fue una felicidad ver que los chilenos compartieron esa preparación acudiendo a Haití entre los primeros para ayudar en el rescate de vícitmas. Será una alegría inmensa el día en que países como Haití estén en capacidad de defenderse por sí mismos.

Años atrás les daba a leer a mis estudiantes este cuento de Von Kleist, que hoy les dejo a ustedes con mi recomendación. El título es el que encabeza este post:

El terremoto en Chile

En Santiago, la más importante ciudad del Reino de Chile, justamente cuando se producía el gran terremoto del año de 1647, en el que tantos seres perecieron, estaba atado a una pilastra de la prisión el español Jerónimo Rugera, acusado de un hecho criminal, a punto de ser ejecutado.

Don Enrique Asterón, uno de los nobles más acaudalados de la ciudad, le había echado de su casa hacía poco más de un año, donde se desempeñaba como maestro, cuando descubrió sus relaciones con su única hija, doña Josefa.

Como después de haber amonestado a su hija con severidad el noble anciano descubriese una oculta cita que se habían dado, gracias al celo de su orgulloso hijo con este motivo decidió confiar a la joven al monasterio carmelita de Nuestra Señora del Monte. Gracias a una feliz casualidad, Jerónimo había podido reanudar sus relaciones con ella, de manera que en una tranquila noche sirviendo de escena el jardín del cementerio, alcanzaron su total felicidad.

En la fiesta del Corpus, cuando partía la procesión de las monjas, tras de las cuales iban las novicias, acaeció que justo entonces, cuando sonaban las campanas, le sorprendieron a la desdichada Josefa los dolores del parto, derrumbándose sobre los escalones de la Catedral. Este hecho provocó un escándalo extraordinario; llevose a la pobre pecadora, sin prestar atención a su estado, a la prisión, y apenas hubo dado a luz, por orden del arzobispo se le instruyó proceso. En la ciudad se comentó con gran saña este escándalo y las lenguas se dieron a tan agrias murmuraciones sobre el monasterio, donde había sucedido todo, que ni los ruegos de la familia Asterón, ni el deseo de la misma abadesa, que se había encariñado con la joven a causa de su conducta intachable, pudieron atenuar el rigor con que le amenazaba la ley eclesiástica. Todo lo más que podía suceder era que la muerte en la hoguera, a la que había sido condenada para escarmiento de doncellas y damas de Santiago, le fuese conmutada por la pena de ser decapitada. Ya se alquilaban las ventanas en las calles por donde iba a pasar el cortejo de la ejecución, ya se levantaban los tejadillos de las casas y las piadosas hijas de la ciudad invitaban a sus amigas a presenciar el espectáculo que les depararía la ira divina.

Jerónimo, que estaba en prisión, creyó perder el juicio cuando se enteró del giro que tomaba el asunto. Barajó en vano alguna posibilidad de salvación; en alas de su ardiente fantasía sólo lograba estrellarse contra los muros y los cerrojos y un intento que hizo de limar los barrotes de su ventana le costó ser encerrado en un calabozo peor. Entonces se prosternó a los pies de la Madre de Dios y rezó con ardiente piedad, pues Ella era la única que podía llevarle la salvación.

Al fin llegó el día señalado y sintió en su pecho que se desvanecía toda esperanza. Sonaron las campanas que acompañaban a Josefa al lugar de la ejecución y la desesperación se adentró en su alma. La vida le pareció repudiable y resolvió matarse colgándose de una correa que por azar le habían dejado. Estaba, como ya dijimos, sujeto a una pilastra, e intentaba asegurar el lazo que le sacaría de este valle de lágrimas de un gancho que sobresalía de la cornisa cuando, de repente, hundióse la mayor parte de la ciudad, con un crujido como si el cielo se derrumbase y todo lo que alentaba vida quedó sepultado en las ruinas.

Jerónimo Rugera quedó inmóvil de espanto, al tiempo que, como si hubiera perdido el conocimiento, se aferró a la columna donde había pensado que hallaría la muerte, para no caer. El suelo se estremeció bajo sus pies, los muros de la prisión se resquebrajaron, todo el edificio se inclinó para caer hacia la calle, lo que no sucedió gracias al edificio de enfrente, que también había cedido y le sirvió como apoyo.

Temblando, con el cabello erizado y las rodillas que parecían querer rompérsele, se deslizó Jerónimo por el declive del suelo del edificio, con el propósito de salir por el boquete que el choque de ambos edificios había abierto en la pared delantera de la prisión. Apenas estuvo a salvo cuando un segundo temblor hizo que toda la calle se desplomase por completo.

Transcurrió casi un cuarto de hora en que estuvo completamente sin conocimiento, hasta que despertó de nuevo y, con la espalda vuelta hacia la ciudad, medio se incorporó del suelo. Inconsciente, sin saber cómo podría salvarse de esta catástrofe, se apresuró a huir lejos de los cascotes y maderos, que por todos lados amenazaban con matarle, en busca de la puerta más cercana de la ciudad. Todavía aquí se derrumbó una casa, por lo que corrió, para evitar los escombros, hacia una calle cercana; más lejos, llamas refulgentes entre grandes humaredas lamían las cúpulas, haciéndole huir asustado hacia otra calle, pero he aquí que el Mapuche sale de cauce y le arrastra en sus hirvientes ondas hacia otra.

Aquí yace un montón de cadáveres, allá se oye una voz plañidera entre las ruinas, acá se oyen los gritos de la gente encaramada en los tejados ardiendo, allí hombres y animales luchan con las olas; ora un hombre de coraje se lanza a salvar a alguien, ora otro, pálido como la muerte, extiende mudo las manos trémulas al cielo.

Cuando Jerónimo estuvo a las puertas de la ciudad y pudo alcanzar una colina cayó sin sentido sobre la tierra. Luego se palpó la frente y el pecho, incapaz de saber qué debía hacer en tales circunstancias y sintió un inefable placer cuando la brisa del mar le refrescó al volver en sí, y su vista se volvió en todas direcciones para admirar la hermosa región de Santiago. Sólo la entristecida muchedumbre que se veía en derredor acongojaba su corazón; no comprendía por qué tanto él como ellos estaban en aquel lugar, y sólo cuando al volverse vio la ciudad hundida recordó los terribles instantes vividos. Se inclinó profundamente, hasta tocar el suelo con la frente, para dar gracias a Dios por su salvación; y a la vez, como si se despojase de la terrible impresión que oprimía su alma y sofocaba todas las demás, se echó a llorar, rebosante de alegría, pues aún gozaba de la vida espléndida y de todas sus bellas imágenes.

Como viese en su mano un anillo, recordó de pronto a Josefa, a la prisión, a las campanas que había oído y el instante en que todo se había desplomado. Su pecho volvió a llenarse de congoja, y se arrepintió de su alegre oración y le pareció terrible el Ser que reinaba desde el firmamento. Se confundió con el pueblo, que se preocupaba por salvar el resto de sus propiedades, y fue a la puerta, y con gran temor se atrevió a preguntar si habían ejecutado a la hija de Asterón; pero nadie supo responderle. Una mujer que cargaba una gran cantidad de utensilios, hasta el punto de llevar doblada la cerviz casi hasta tocar la tierra, y dos niños pendiendo del pecho, le dijo al pasar como si ella misma le hubiera visto, que la habían decapitado. Jerónimo diose la vuelta, y como ya no podía dudar de que Josefa hubiese muerto, se internó en un bosque donde se dejó caer entregado a su dolor. Hubiera deseado que la furia de la Naturaleza volviera a descargar sobre él. No entendía por qué ahora la muerte se apartaba de su alma ensombrecida, ya que tanto la ansiaba y le parecía su verdadera salvación. Se propuso entonces no vacilar, aunque los robles estuviesen desarraigados y las copas a punto de caer sobre él. Así pues, después de haber llorado mucho, como del ardiente llanto volviesen a renacer las esperanzas, se levantó y miró el campo en todas direcciones. Luego recorrió todas las cimas de las montañas donde la gente se había agrupado; anduvo por todos los caminos donde rebullía la corriente de la marea; allá donde el viento agitaba una túnica femenina, allí le arrastraban sus vacilantes pies; con todo, ninguna cubría a la adorada hija de Asterón.

El sol declinaba hacia el ocaso y con él morían sus esperanzas, cuando llegó a lo alto de un peñasco que daba sobre un vasto valle en el que se veían muy pocas personas. Vacilante, sin saber qué hacer, recorrió con la vista los distintos grupos, y ya estaba a punto de volverse cuando vio a una mujer joven ocupada en bañar en las ondas de un arroyo a un niño. Al ver esto, con el corazón palpitante, echó a correr cuesta abajo lleno de presentimientos, gritando: "¡Virgen Santísima!", y reconoció a Josefa, que, al oír ruidos, se había vuelto, temerosa.

¡Con cuánta dulzura se estrechan los infortunados amantes que un milagro había salvado! Josefa iba camino de la muerte y estaba al borde del cadalso, cuando de repente los edificios se desmoronaron sobre la comitiva. Lo primero que hizo fue dirigirse a la puerta más cercana, pero se detuvo a pensar y se dirigió presurosamente donde estaba su hijito desamparado. En la puerta del monasterio en llamas encontró a la abadesa, que en aquellos sus últimos momentos pedía que salvasen al niño. Josefa, con valor, se abalanzó por medio de la humareda que la ahogaba, y aunque por todas partes se desmoronaban las paredes, como si todos los ángeles del cielo la guardasen, pudo salir indemne con el niño en los brazos.

Quiso prestar auxilio a la abadesa desesperada, cuando he aquí que tanto ella como las demás monjas quedan sepultadas bajo la fachada que se derrumba. Josefa se estremeció a la vista de este horrible hecho, tan rápidamente como pudo cerró los ojos a la abadesa y se alejó aterrorizada con su adorado niño que el cielo le devolvía, para salvarlo de la catástrofe. Apenas había dado unos pasos cuando tropezó con el cuerpo del arzobispo que, al derrumbarse la Catedral, había quedado al descubierto. El Palacio del Virrey se había hundido, la Audiencia donde se le había juzgado era devorada por las llamas y en el lugar donde había estado su casa paterna había un lago del que emergían tejados encendidos. Josefa trató de darse fuerzas y conservó toda su entereza. Tratando de sofocar la pena de su pecho, con gran valor, con su preciado botín en los brazos corrió de calle en calle y ya cerca de la puerta de la ciudad vio los escombros de la cárcel donde debía estar Jerónimo. A la vista de esto vaciló y estuvo a punto de caer desvanecida, a no ser porque justamente en ese momento poco faltó para que la aplastase un edificio que se derrumbaba, de modo tal que el desfallecimiento fue superado merced al terror; besó al niño, se secó las lágrimas y sin prestar atención a la catástrofe que la rodeaba llegó a la puerta. Cuando estuvo a salvo en el campo pensó que no todos los que hubieran estado en un edificio tenían que haber perdido la vida. En el primer recodo que encontró se detuvo y aguardó por si aparecía aquel a quien amaba más que a nadie en el mundo, después de su pequeño Felipe. Después, vertiendo muchas lágrimas, se internó en un valle sombreado de pinos para orar por el alma de quien creía perdido; y he aquí que da en el valle con el amado, como si este valle fuese el del Paraíso.

Muy conmovida, refirió todo esto a Jerónimo y cuando terminó le acercó el niño para que lo besase. Jerónimo lo tomó en sus brazos y le hizo mil caricias y como el niño llorase extrañando su rostro, volvió a acariciarlo hasta hacerlo callar. Mientras tanto, caía la noche hermosísima y plateada, embalsamada por suaves aromas, tan refulgente y callada que pudiera soñarla un poeta. Por todas partes, a lo largo del valle, reposaban los hombres a la luz de la luna y disponían muelles, lechos de hierba y follaje para descansar tras tantos días penosos. Pero como muchos desdichados se lamentasen, unos por haber perdido la casa, otros la mujer y el hijo y otros por haber perdido completamente todo, Jerónimo y Josefa se deslizaron hacia un denso matorral para no molestar a nadie con el secreto júbilo de sus almas. Encontraron un granado soberbio que extendía sus ramas, cargadas de frutos, y en cuya copa el ruiseñor hacía resonar su alegre melodía.

Jerónimo y Josefa, en cuyo regazo reposaba el niño, se sentaron cerca del tronco y, cubriéndose con la capa, descansaron. La sombra del árbol, alternando con las luces, se alargaba sobre ellos y la luna se desvaneció al amanecer, antes de que se durmiesen, pues tenían mucho que decirse, del convento, de la prisión y de todo lo que los dos habían padecido; y mucho se emocionaron al considerar cuánta desgracia había tenido que caer sobre el mundo para que ellos pudiesen ser dichosos. Resolvieron que, no bien acabasen los temblores de tierra, irían a la Concepción, donde Josefa tenía una fiel amiga, para luego, con un pequeño préstamo que esperaban obtener, viajar en barco a España, donde vivían los familiares maternos de Jerónimo. Allí podrían llevar una vida feliz. Con esto, entre beso y beso, se durmieron.

Despertaron cuando el sol ya estaba muy alto en el cielo y advirtieron que cerca de ellos había muchas familias ocupadas en preparar algo de comer. Jerónimo estaba pensando que también él debería buscar provisiones para los suyos, cuando un hombre bien vestido, con un niño en los brazos, se acercó a Josefa y le preguntó con humildad si podría darle el pecho, aunque sólo fuese un poco, a aquel pobre niño, cuya madre enferma yacía entre los árboles. Josefa quedó desconcertada ante ese rostro, que le era conocido. Él, que interpretó mal su desconcierto, agregó: "Sólo un poco, doña Josefa, pues este niño, desde la hora en que nos hizo a todos desdichados, no ha probado nada". Ella repuso: "Callo por otras razones, don Fernando; en estos tiempos horribles que nos ha tocado vivir nadie se puede negar a compartir lo que tiene"; tomó al niño en sus brazos, en tanto que daba su propio hijo al padre, y se lo llevó al pecho. Don Fernando quedó muy agradecido por el favor y le preguntó si no quería unirse al grupo, donde preparaban al fuego algo de comer. Josefa respondió que aceptaba con gusto su ofrecimiento. Y como Jerónimo no hiciese ninguna objeción, le siguió hasta donde estaba su familia, por la cual fue recibido cariñosamente. Allí estaban las dos cuñadas de don Fernando, a las que reconoció como nobles damas.

También doña Elvira, esposa de don Fernando, que yacía en tierra con los pies lastimados, con mucha amabilidad atrajo hacia sí a Josefa, que aún llevaba a su pobre niño al pecho. Asimismo don Pedro, su suegro, herido en un hombro, le hizo una cordial inclinación de cabeza. Por la mente de Jerónimo y de Josefa cruzaron muchos y raros pensamientos. Al verse tratados con tanta bondad y confianza no supieron qué pensar del pasado, del cadalso, de la prisión y de las campanas. ¿Todo había sido un sueño acaso? Parecía como si los ánimos se hubiesen reconciliado después de la horrorosa conmoción. No deseaban recordar nada. Únicamente doña Isabel, que había sido invitada por una amiga el día anterior para ver el espectáculo, y que había rechazado la invitación, a veces volvía su mirada soñadora a Josefa. Con todo, la idea de haber escapado a un infortunio cruel le volvía el ánimo que parecía desalojado de su ser. Se contaba que en la ciudad, que estaba llena de mujeres, al primer temblor de tierra todas sucumbieron a la vista de los hombres, cómo los monjes con el crucifijo en la mano corrían dando gritos de que había llegado el fin del mundo y cómo un centinela a quien por orden del virrey le dijeron que evacuase una iglesia, exclamó: que ya no había virrey, y cómo este, en aquellos momentos terribles, quiso levantar patíbulos para reprimir el pillaje y cómo un infeliz que había escapado de una casa ardiendo fue atrapado por su dueño y ahorcado.

Doña Elvira, cuyas heridas Josefa cuidaba, aprovechando un momento en que los relatos tan vivazmente hechos se habían entrecruzado, aprovechó para preguntarle qué le había ocurrido aquel día terrible, a lo que Josefa respondió, con ánimo apesadumbrado, contándole lo principal, y sintió gran satisfacción al notar llanto en los ojos de la dama. Doña Elvira le tomó la mano, la oprimió y con un gesto le indicó que callara. Josefa sintió que la embargaba la felicidad. No podía desechar el sentimiento de que aquel día, por muchas desgracias que hubiera causado, era para ella un gran beneficio, mejor que ningún otro de los que el cielo le hubiese otorgado. Y aunque todos los bienes terrenales se destruían en aquellos odiosos instantes y la naturaleza entera amenazaba desplomarse, en verdad le parecía que el espíritu humano, tal una bella flor, volviera a renacer.

En los campos hasta donde llegaba la mirada veíanse hombres de toda condición, príncipes y mendigos, damas y campesinas, funcionarios y jornaleros, monjes y monjas, ayudándose unos a otros y compadeciéndose, comportándose entre sí, con alegría quien había salido con vida, como si la desgracia general los hubiera agrupado en una gran familia en lugar de las intranscendentes conversaciones que son corrientes en los comensales cuando se reúnen en torno a una mesa. Referíanse casos de acciones heroicas: hombres que apenas eran tomados en cuenta por la sociedad habían realizado hechos de romanos, ejemplos sin par de coraje, de total desdén por el peligro, de abnegación y de entrega maravillosa, de inmediato sacrificio de la vida como si poco o nada valiera, y poco después se volviera a encontrar. Sí, no había nadie en este día que no pudiese dar cuenta de algo emocionante que le hubiese sucedido o algo grandioso que hubiese realizado de modo que el dolor se confundía con el placer en el pecho de los hombres hasta el punto de que Josefa no podía asegurar si la suma de la generosidad no vencería los perjuicios que habían sido ocasionados. Jerónimo tomó a Josefa por el brazo, después que ambos se habían hecho, callados, estas reflexiones y, con mucha alegría, la llevó hacia el sombreado rincón del bosquecillo de granados. Allí le dijo que, después de considerar el estado de los ánimos y de las circunstancias, desistía del viaje a Europa: que iría a echarse a los pies del virrey, en caso de que aún estuviese con vida, y que tenía esperanzas (y aquí le dio un beso) de poder vivir con ella en Chile. Josefa respondió que a ella ya se le habían pasado por la mente las mismas ideas, que no dudaba que su padre, si aún vivía, la perdonaría, pero que en vez de ir a echarse de rodillas era preferible ir a la Concepción y desde allí pedir clemencia por escrito, de manera que pudiesen estar cerca del puerto, y en caso de que todo se resolviese favorablemente poder regresar con facilidad a Santiago. Después de meditar un poco, Jerónimo aprobó la prudencia de estas medidas y después de alejar sus pasos adelantándose a los alegres instantes del futuro, regresó con ella hacia el grupo.

Mientras tanto la tarde había caído y los exaltados ánimos de quienes habían escapado al terremoto se habían tranquilizado un poco, cuando se divulgó la noticia de que en la iglesia de los Dominicos, la única librada del terremoto, iba a celebrarse una misa de acción de gracias que diría el prelado del monasterio para pedir al cielo protección de posibles desgracias.

El pueblo de todas las comarcas se abalanzó en masa hacia la ciudad. En el grupo de don Fernando todos se preguntaron si no convendría participar de la solemnidad y unirse a la comitiva. Doña Isabel recordó con timidez la desgracia que había acaecido la víspera en la iglesia y dijo que estos oficios de acción de gracias volverían a repetirse, y que entonces, cuando todo el peligro hubiese quedado atrás, podrían entregarse con mucha más tranquilidad y alegría a estas manifestaciones. Josefa, manifestando un excepcional entusiasmo, dijo que jamás hasta entonces había sentido tan vivos deseos de prosternarse ante el Creador, que demostraba así sus insondables y poderosos designios. Doña Elvira se puso de parte de Josefa con tanta decisión que se resolvió ir a oír misa y se llamó a don Fernando para que encabezase la comitiva, a la que también se incorporó doña Isabel.

Como ésta asistiese a los preparativos de la marcha toda temblorosa y anhelante, al preguntarle qué le ocurría respondió que no sabía por qué pero tenía el presentimiento de que algo malo les iba a acontecer. Doña Elvira la tranquilizó y le pidió que se quedara con ella y con su padre enfermo. Josefa dijo: "Doña Isabel, tomad ahora al niño, que como habréis advertido se encuentra muy a gusto conmigo". "De muy buena gana" -respondió doña Isabel, disponiéndose a tomarlo, pero éste, al ver lo que ocurría, empezó a gritar lastimosamente y no accedió, según dijo Josefa, a que lo separasen, por lo que Josefa volvió a besarlo dulcemente.

Don Fernando, que estaba muy complacido con su generoso proceder, le ofreció el brazo; Jerónimo, que cargaba en brazos al pequeño Felipe, acompañaba a doña Constanza, y tras de éstos iban todos los demás componentes del grupo. Apenas habían dado cincuenta pasos cuando doña Isabel, que entre tanto había hablado por lo bajo y con cierta viveza a doña Elvira, gritó: "Don Fernando" y fue presurosa hacia la comitiva con pasos vacilantes. Don Fernando se detuvo y se volvió; esperó a que llegase, sin abandonar a Josefa, y como pareciese que ella le aguardaba a cierta distancia, le preguntó qué quería. Doña Isabel se acercó, aunque al parecer de no muy buena gana y le susurró unas palabras al oído, de modo que Josefa no pudiese oírlas. "Entonces -preguntó don Fernando-, ¿qué desgracia puede seguir a esto?". Doña Isabel continuó secreteando a su oído con rostro descompuesto. Don Fernando enrojeció molesto y respondió: "Está bien". Doña Elvira pareció tranquilizarse y continuó dando el brazo a su dama.

Cuando llegaron a la iglesia de los dominicos el órgano resonaba en toda su majestuosa belleza y una gigantesca muchedumbre se agitaba en el interior. La multitud llegaba hasta la puerta principal y salía hasta la explanada de la iglesia; subidos por las paredes, tomándose de los marcos de los cuadros, había niños que, con el gorro en la mano, observaban todo con mirada expectante. Las lámparas brillaban, las pilastras en el atardecer proyectaban sus sombras misteriosas y el gran rosetón de cristal de colores relucía enrojecido sobre el muro del fondo de la iglesia, como el sol poniente que lo encendía. Callado ahora el órgano, la muchedumbre permanecía silenciosa como si se hubieran ahogado las voces en su pecho. Nunca, en ninguna catedral cristiana, se había visto una llama de piedad que subiese hasta el cielo tan alta como aquel día en la catedral de los dominicos de Santiago; y en ningún pecho alentaba una fe más viva que en los de Jerónimo y Josefa.

La solemnidad comenzó con un sermón que dijo desde el púlpito el monje más antiguo de la comunidad, vestido con el atavío de fiesta. Empezó por dar gracias y alabanzas a Dios y elevando sus trémulos brazos hacia el cielo agradeció que todavía hubiese seres humanos, rescatados de las ruinas de este descomunal derrumbamiento, con fuerzas para balbucear el nombre de Dios. Describió lo que parecía una advertencia del Todopoderoso, agregando que el Juicio Final no le iría en zaga, y como dijese que el terremoto de la víspera era una señal -y mientras decía esto indicaba una brecha en la catedral- toda la asistencia sintió un estremecimiento. Después, dejándose llevar por esa fluida elocuencia de los predicadores, destacó la corrupción de la ciudad; dirigió toda clase de horrores sobre ella, como Sodoma y Gomorra no habían conocido, y pintó la inagotable indulgencia divina que no les había reducido a polvo. Pero como si un puñal atravesase el corazón de los dos desdichados, oyeron al predicador mencionar la criminal acción que había tenido como escenario el monasterio de los carmelitas; refutó impía la indulgencia que habían recibido del mundo, y en una de sus rebuscadas imprecaciones encomendó a los príncipes del infierno las almas de los culpables, cuyos nombres pronunció cuidadosamente.

Doña Constanza, sacudiendo el brazo de Jerónimo, dijo: "Don Fernando..." Éste respondió con energía, pero tan quedo que ambos apenas pudieron oír: "Callad, doña Elvira. No pestañeéis siquiera y simulad que os da un desmayo, con lo que podremos dejar la iglesia". Pero antes de que doña Constanza hubiese podido llevar a cabo estas prudentes medidas para su salvación una voz interrumpió el sermón al grito de: "Apartaos, gente de Santiago, aquí están los impíos". Como otra voz espantada, que promovió en torno suyo un círculo de horror, preguntase: "¿Dónde?" "Aquí" -respondió un tercero que, dominado por una santa ira, agarró a Josefa por los cabellos, de modo tal que hubiera caído al suelo con el hijo de don Fernando de no haber sido porque éste la sostuvo. "Estáis locos -exclamó el joven, y tomó a Josefa por el brazo". "Soy Fernando Ormez, hijo del comandante de la ciudad, a quien todos conocéis". "¿Don Fernando Ormez?" -gritó, plantándose ante él un zapatero remendón, que había trabajado para Josefa y la conocía por lo menos tanto como a sus diminutos pies. "¿Quién es el padre de esta criatura?" -preguntó con desenfado a la hija de Asterón. Don Fernando palideció al oír la pregunta. Tan pronto echó una mirada a Jerónimo, como encaró a la multitud, por si había alguien que le conociera. Obligada por la horrible situación, Josefa exclamó: "Éste no es mi hijo, maestro Pedrillo, como creéis", y mientras miraba con infinita angustia a don Fernando dijo: "Este joven caballero es don Fernando Ormez, hijo del comandante de la ciudad, al que todos conocéis". El zapatero preguntó: "¿Quién de vosotros, señores, conoce a este joven?". Y varios de los presentes vociferaron: "Quien conozca a Jerónimo Rugera que se adelante". Sucedió que en ese mismo momento el pequeño Juan, asustado por el tumulto, se desprendió del pecho de Josefa y alargó los brazos hacia don Fernando. Una voz exclamó: "Es el padre" y otra dijo: "Es Jerónimo Rugera", y una tercera voz agregó: "Aquí están los sacrílegos. ¡Lapidadlos, lapidadlos!", gritaba toda la cristiandad en el templo de Jesús. Entonces Jerónimo exclamó: "¡Alto, monstruos! Si es a Jerónimo Rugera a quien buscáis, aquí está. Libertad a ese caballero, que es inocente". La turba, enardecida y desconcertada por las declaraciones de Jerónimo, se contuvo: varias manos soltaron a don Fernando, y como en el mismo momento se apresurase un marino de alto rango, y saliendo de entre la multitud, inquiriese: "Don Fernando Ormez, ¿qué os sucede?", éste respondió, ya libre, con verdadera sangre fría, propia de un héroe: "Ya lo veis, don Alonso, son estos desaforados. A estas horas estaría perdido de no haber sido por este honrado hombre que, para calmar a la muchedumbre rabiosa, ha simulado ser Jerónimo Rugera. Hacedme la gracia de guardarles en prisión junto a esta joven dama para su mayor seguridad: y también a este mequetrefe -dijo agarrando al maestro Pedrillo-, que es el que ha provocado todo el alboroto".

El zapatero gritó: "Don Alonso Onoreja, en conciencia os pregunto: ¿Acaso no es esta joven Josefa Asterón?". Como don Alonso, que conocía muy bien a Josefa, demorase en responder, y varias voces enardecidas por la ira exclamasen: "Es ella, es ella", y "Matadla", Josefa dio a don Fernando el pequeño Felipe, que Jerónimo tenía en sus brazos, y casi al mismo tiempo al pequeño Juan que ella llevaba, diciéndole: "Don Fernando, guardad a los niños y dejadnos librados a nuestro destino". Don Fernando tomó a ambos niños, y dijo que prefería morir antes que ceder y que les acaeciese algo malo a sus amigos. Después de pedirle la espada al oficial marino, ofreció el brazo a Josefa y dijo a la otra pareja que le siguiesen. De tal manera lograron salir de la iglesia, mientras todos con respeto les hacían sitio suficiente para pasar y creyéronse a salvo. Pero apenas habían salido de entre la muchedumbre que llenaba la plaza, cuando una voz gritó, destacándose de entre el rabioso gentío: "Éste es Jerónimo Rugera, ciudadanos; yo soy su propio padre", mientras descargaba un mazazo sobre doña Constanza, que iba a su lado y que se desplomó sin vida junto a Jerónimo. "Bárbaro -exclamó un desconocido-, ésta era doña Constanza Xares". "¿Por qué nos habéis mentido? - respondió el zapatero-. Buscad a la verdadera y matadla". Don Fernando, al ver el cadáver de doña Constanza, presa de incontenible frenesí, sacó la espada y, blandiéndola, la descargó sobre el fanático asesino que había causado la atrocidad, el cual se libró del golpe merced a un rápido giro de su cuerpo. Como viese que no podía contener a la multitud que se abalanzaba, Josefa gritó: "¡Salvaos, don Fernando, y salvad a los niños!", y exclamando: "¡Matadme, tigres sedientos de sangre!", se arrojó sin vacilar sobre ellos, para dar fin a la contienda. El maestro Pedrillo la golpeó con la maza. Luego, salpicado con su sangre, gritó: "Enviad a ese bastardo al infierno", y lo acometió presa de insaciable ferocidad homicida.

Don Fernando, este divino héroe, apoyada su espalda en la pared del templo, sostenía en su mano izquierda a los niños y en su derecha la espada. De un golpe abatió a uno. Un león no se defiende mejor. Siete perros cayeron muertos ante él, incluso el cabecilla de la turba satánica estaba herido. Pero el maestro Pedrillo no cejó hasta arrancarle uno de los niños del brazo, y después de haberle girado en alto, fue a estamparle contra una pilastra que había en un rincón de la iglesia. Con esto se apaciguó y todos se retiraron. Don Fernando, a la vista de su pequeño Juan con los sesos derramados fuera del cráneo, levantó los ojos al cielo, embargado por un indecible dolor. El oficial marino acudió de nuevo a su lado, intentó consolarle y le aseguró que le dolía haber permanecido inactivo durante los desgraciados sucesos aunque había sido incapaz debido a las circunstancias. Don Fernando le dijo que no había nada que reprocharle y le rogó que le ayudase a sacar los cadáveres. Los llevaron en la oscuridad de la noche a casa de don Alonso, donde don Fernando los siguió, llorando sin consuelo sobre el cuerpo del pequeño Felipe. Pasó la noche con don Alonso y dudó si decirle a su esposa, mediante falsos rodeos, toda la verdad del infortunio, en parte porque estaba enferma y en parte porque no sabía cómo juzgaría su conducta en estos sucesos; poco después, enterada ésta casualmente por una visita que recibió de todo lo acaecido, esta excelente dama lloró en silencio su dolor de madre y una mañana, con lágrimas en los ojos, abrazó a su marido. Don Fernando y doña Elvira adoptaron al pequeño, y cuando don Fernando comparaba a Felipe con Juan, y cómo los había logrado, le parecía que hasta debía alegrarse.

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(Publico este cuento usando un enlace enviado por Rodrigo Pinto via Twitter).


22.2.10

Gregorerías

De cómo nuestro máximo ensayista no da pie con bola

De los muchos problemas que ejercitaron mi temeraria perspicacia en años recientes, ninguno tan atorrante --tan rigurosamente atorrante, diré-- como la periódica reaparición de absurdos garabatos gramaticales pergeñados por la desplumada pluma del plúmbeo plumífero Gregorio Martínez.

Hace unos días, un lector de este blog que suele enviar mensajes con la singular firma de Pirulo (una raya más al tigre de nuestro absurdo diario), nos hizo notar que Gregorio Martínez había publicado en un blog un texto (uno de esos "ensayos" que en el Perú merecen premios al intelecto) titulado El diccionario no tiene pichula.

(Para los lectores extranjeros: "pichula" es uno dentro de la miríada de términos que los diversos dialectos del español han acuñado para referirse al órgano sexual masculino, términos sobre los cuales escribiera con más maravilla que Martínez y más cátedra que Gregorio el gran Guillermo Cabrera Infante varias décadas atrás).

El ensayo de chascarrillo de Martínez se reducía a lo siguiente: denunciar que, presumiblemente por pacatería, la Real Academia Española (que él mal llama Real Academia de la Lengua) no incluía en "el diccionario oficial de la institución" una entrada explicativa para la palabra "pichula".

El comentarista, Pirulo, por supuesto, faltaba más, hacía notar de inmediato que tal entrada sí existe, pero el comentario original con dicha observación, enviado al blog donde apareció el galimatías de Martínez, fue vetado (práctica extensa entre quienes dicen la piedra y esconden la epiglotis).

Ahora, dado que la observación se ha hecho pública por otros medios (entre ellos, claro, el comentario enviado a mi blog), Martínez la responde. Pero --y aquí viene la atorrante alucinación-- ¡la responde como si el autor de la crítica fuera yo!

No me interesa, obviamente, contestar tamaña tontería, tremenda paranoia, tan indominado delirio de persecución, pero sí me interesa hacer notar que cualquiera con dos dedos de frente, antes de escribir el ensayo (de chiste) que escribió Martínez, podría darse el trabajo de ir al sitio de la RAE, y comprobar, con sólo introducir la palabreja en cuestión en el buscador del diccionario (esquina superior derecha), que la misma sí está incluida, con la siguiente definición: "f. vulgar. Chile y Perú. pene".

Parece que la Academia no se hace tantos problemas con las palabras como nuestro primer ensayista.

21.2.10

La izquierda que no tenemos

Y el fascismo como punto de encuentro

Pasada una década, es decir la cuarta parte de mi vida, desde que vine a los Estados Unidos, me he transformado, paulatina y creo yo que naturalmente, en una persona con una proximidad más cotidiana con la política norteamericana que con la peruana, incluso con más conocimiento de aquella que de esta y, dependiendo del día, para ser sincero, con más interés en la primera que en la segunda.

Eso no es un acto deliberado; declararlo no es una proclama de desamor. Aunque de seguro no faltará el chauvinista que aproveche mi confesión para acusarme de anti-peruano, alienado o vende-patria, lo cierto es que no hay nada más natural ni más saludable para un migrante que sentirse poco a poco parte del mundo que lo recibe, tanto como del mundo del que se ha alejado.

Mi interés en la política americana se traduce en convicciones y también en identificaciones. Descubro, por ejemplo, que la vida bifurcada entre lo peruano y lo americano me ha dado la primera oportunidad en mi vida adulta de sentir que hay políticos allá afuera que piensan lo que yo pienso y con los cuales puedo sentirme conectado con comodidad y sin remordimientos.

El ala izquierda del Partido Demócrata es bastante más coherente, civilizada y, finalmente, realista, que buena parte de las izquierdas latinoamericanas. La izquierda del Partido Demócrata no siente necesidad alguna de proclamar su simpatía por esperpentos seudo-revolucionarios del tipo de Evo Morales, Correa, o los hermanos Castro.

Como consecuencia de ello, en el modelo americano uno puede llamarse de izquierda y actuar de acuerdo con ello y no verse obligado a cargar con el lastre histórico de la izquierda opresora de la Revolución Cubana, ni a bajar la cabeza ante cualquier payaso en esteroides como Hugo Chávez, ni en la incómoda e hipócrita posición de tener que hacer la vista gorda ante las destrucciones que la izquierda ha causado muchas veces en América Latina.

La izquierda americana, al menos la que cabe dentro del espectro del Democratic National Committee, finalmente, busca lo que todas las izquierdas del planeta deben buscar, es decir, soluciones efectivamente democratizantes: una restricción al tamaño y al poder de las grandes empresas financieras, un marco de moderación al campo de acción de las empresas comerciales; una revisión de los sistemas de bienestar y salud social, de tal modo que su llegada sea universal, incluso si eso demanda la socialización del sistema de salud, entero o en parte; la defensa del libre mercado sólo siempre que sus intereses no sometan el interés público.

Dentro de los márgenes de lo que aquí llaman
the culture wars, el ala izquierda del Partido Demócrata favorece la eliminación de las discriminaciones de género o de opción sexual en cualquier ámbito: la garantía de salarios idénticos para hombres y mujeres que ejerzan labores semejantes y la libertad del matrimonio homosexual, por ejemplo.

Los líderes visibles de la izquierda latinoamericana, aliados y adulones del dictador iraní, tendrían que ser muy caraduras para no notar que su amigo persa es uno de los mayores promotores del sometimiento de la mujer y la persecución de los homosexuales. Ese sometimiento y esa persecución en Irán y otras partes del mundo son, así, tácitamente apoyados por quienes dan su respaldo a personajes como Chávez.

La izquierda del Partido Demócrata es también el ala norteamericana más abierta a impulsar políticas activas de promoción de la igualdad étnica: es el sector que articuló inicialmente el instrumento ejecutivo de la corrección política, es decir, las normas de la affirmative action. Es asimismo el grupo más flexible a la recepción de la inmigración extranjera, el más opuesto a la incomprensible libertad de portar armas que tantos derechistas defienden en este país como si llevar un revólver en la cintura fuera el símbolo mismo del libre albedrío.

Compárense esas posturas con las de la seudo izquierda latinoamericana: un Humala, por ejemplo, que habla de razas cobrizas como las únicas con derecho a llamarse latinoamericanas y que entrena soldaditos de opereta para que le sirvan de vanguardia rebelde.

Una de las cosas que más me llaman la atención en esta esquizoide división de intereses que implica, para mí, el prestarle tanta atención a la política del país donde vivo como a la del país donde nací, es notar el innegable parecido de la izquierda latinoamericana con la derecha norteamericana.

Ambas coinciden flagrantemente en el chauvinismo, la xenofobia repetida, el patrioterismo barato, la afición a culpar de sus males siempre a un país extranjero, la constante amenaza violentista, el perenne conservadurismo en asuntos culturales, el esencialismo localista, el derroche de discursos populistas, el coqueteo con el racismo, la cada vez mayor desconfianza ante el supuesto elitismo de la esfera intelectual (encarnada en la idea de que existe una forma de sabiduría silenciosa y profunda en el pueblo que es bastante más crucial que los hallazgos de la cultura académica, aun si nunca se ofrece una pista sobre cuál es esa sabiduría).

Lo más obvio ante esa nómina de coincidencias entre la izquierda latinoamericana y la derecha norteamericana es que los puntos de intersección parecen una perfecta descripción de principios fascistas. Dick Cheney y Hugo Chávez, Sarah Palin y Ollanta Humala, los enemigos se dan la mano en esa zona oscura y temible donde los miedos y las paranoias rigen la política y los complejos de inferioridad se resuelven en afirmaciones histéricas de la propia superioridad.

Más allá de las enormes diferencias de política económica, están claras para mí las notorias similitudes entre esa izquierda sudamericana y esa derecha norteamericana. Y en el fondo no es sorprendente que dentro de posturas ideológicas que se sienten rivales y lo son, aparezca tal multitud de semejanzas: el populismo, el nacionalismo, el chauvinismo y la xenofobia, todos se construyen siempre sobre la imaginación de un enemigo radical, aunque sea ficticio, o aunque sea más parecido a uno de lo que uno quisiera aceptar.

Esa zona oscura, la dominada por esos cuatro rasgos, es donde habitan los verdaderos rivales de la izquierda liberal, de la izquierda progresista y de la izquierda culturalmente opuesta a la discriminación y a la marginalización.

Lamentablemente, este tipo de izquierda es virtualmente inexistente en el Perú, y cuando tiene esperanzas de asomar se ahoga en la contradictoria proximidad con personajes como Ollanta Humala, ideológicamente un enemigo natural al que algunos
izquierdistas, sin embargo, quieren usar como tabla de flotación.


El crítico Iván Thays

Moleskine se lleva merecido premio en Barcelona

Como quien me recuerda que la blogósfera peruana también tiene un lado positivo, la catalana Revista de Letras acaba de premiar a Moleskine Literario, la bitácora de Iván Thays, como el Mejor Blog de Crítica Literaria del Extranjero.

Supongo que esto convierte a Iván, oficialmente, en un crítico literario. Vamos a ver cómo lidia con ese peso...

Fuera de bromas, y tras mandarle mis felicitaciones a Iván, se me ocurre una cosa: quizá sería interesante que los organizadores del premio dividieran esta categoría de modo que se pudiera premiar a quienes manejan blogs de actualidad literaria, como Iván, por un lado, y a quienes llevan bitácoras de crítica, por otro (que los hay y de buen nivel: en España, México y Argentina sobre todo).

17.2.10

¿Qué pasa?

(Con la blogósfera peruana (y con el Gran Combo))

Estaremos de acuerdo en que la blogósfera peruana nunca ha sido, propiamente, una densa concentración desbordada de intelectos. Pero --no sé si lo han notado o si es solo impresión mía-- en estos últimos meses se ha vuelto casi un páramo.

No es que haya menos blogs que hace un par de años; sin duda, hoy son más. El asunto es que antes, mal que bien, parecieron inaugurar un espacio para la conversación, o, para decirlo en ese feo dialecto procesal que invade nuestro lenguaje público: parecían abrir un foro para el debate.

Pero no. Son escasos los blogs que buscan el debate y menos aun los preparados para uno. La mayoría de los que tienen una intención intelectual o intervienen en un terreno donde el diálogo sería esperable, se dividen en dos grupos: los que fallan ex-cathedra sin interés en la respuesta y los que fallan ex-cathedra sin fallo y sin cátedra.

Entre los blogs literarios que tienen un afán más allá de lo informativo, son dos o tres las excepciones, no más. El resto --y tampoco es que el resto sea muy amplio-- son conventillos de cháchara chata, farragosa y altisonante, invadidos de autopromoción y manchados de gratuitos aspavientos.

Leer a VC o a RY antes era gracioso. Hoy, según pasan los meses y los años y a ambos bloggers el natural aburrimiento se les hace gráfico y mortal, leerlos resulta deprimente. En todo el tiempo que sus blogs llevan funcionando, jamás una idea ha aflorado en ellos que provoque alguna reflexión productiva; son álbumes de familia de dos familias atrabiliarias y caricaturales.

Un blog no literario, pero con el cual estuve vinculado gaseosamente por largo tiempo, el Gran Combo Club, se ha vuelto una galería de exposiciones para los odios de su nuevo protagonista, Ricardo Alvarado, que en apenas semanas ha repartido los insultos más insólitos a diestra y --notoriamente-- siniestra.

No hay quien pueda contradecirlo sin llevarse la etiqueta de nazi, de SS, de miembro de la Judenrat o de kapo de campo de aniquilamiento. Alvarado incluso responde a comentarios temáticos con observaciones desagradables sobre la apariencia física de los comentaristas. Por otro lado, no hay metáfora de Alvarado, ni seudónimo que asuma, en que él no se describa a sí mismo como otra cosa que un delincuente, un justiciero o un psicópata.

Alvarado, por otra parte, es un continuo y obsesivo atacante del trabajo de la Comisión de la Verdad, y es transparente que ese es todo el mérito que vio en él Silvio Rendón, el administrador del GCC, para invitarlo a participar en el blog: la crítica a la CVR y la inclinación a construir teorías conspirativas son el único terreno común de Silvio y Alvarado.

Lamentablemente, si alguien intenta criticar la gratuita agresividad de Alvarado, su constante afición por el lenguaje discriminatorio, su facilidad para la descalificación hiperbólica y su calculada proclividad a elegir las palabras más ofensivas e inatingentes para humillar a sus críticos, si alguien quiere enmendarle la plana, digo, entonces los otros miembros del GCC responden afirmando que la intención del crítico es desacreditar las observaciones de Alvarado sobre la CVR, o desacreditar al GCC en general.

En la práctica, eso quiere decir que quien no quiera ser etiquetado de esa manera, tiene que escuchar en silencio los disparates de Alvarado, callar en siete lenguas, aceptar toda ofensa con la cabeza gacha y dejarlo hacer. Alvarado y Silvio no tienen, pues, ningún interés en ninguna forma de interacción que no sea la difusión de sus propias ideas y la eliminación de las respuestas, incluso cuando esas respuestas se refieren a asuntos laterales.

De hecho, Alvarado se ha distinguido en estas semanas por censurar los comentarios que le hayan resultado incómodos, incluyendo alguno mío. A la decena de ex colaboradores del GCC que han dejado el blog, Alvarado los llama "tránsfugas" y "renegados". Silvio, robándole el léxico a Stalin y a Mao, los llama "disidentes"... ¿Cómo se puede ser ""renegado" de un blog? Imposible comprenderlo. ¿Cómo se puede ser que expresar una opinión lo convierta a uno en "disidente" de una entidad que se define a sí misma como "pluralista"?

Cuando una comentarista le hace notar a Silvio Rendón que, si el blog se declara "pluralista", entonces no deberían censurar los comentarios que no les gustan, Silvio le responde que el blog es pluralista para los colaboradores, no para los comentarios de terceros. ¿A qué le suena eso? Sin duda, no suena a "foro para el debate", ¿cierto?

Tengo la impresión de que lo que sucede con el GCC (blog en el que sobreviven los posts serios y articulados de otros colaboradores, como Carlos Mejía) es
in a nutshell lo que ha sucedido con la blogósfera peruana en general: una creciente afición a la sordomudez y al atropello, y en consecuencia, un desapego al debate real cada vez mayor.

12.2.10

Góngora y la crítica

Cómo se responde a un comentario negativo

En los años en que me dediqué a reseñar libros (era una página semanal en Somos, del diario El Comercio, más o menos entre 1997 y el 2000), mis críticas negativas merecieron toda suerte de respuesta de los que se pensaron afectados.

La más sutil, acaso, fue la de Jaime Bayly, quien simplemente me envió sus siguientes libros con cariñosas dedicatorias.

La más hábil e inteligente fue la de Alberto Fuguet, quien, tras leer mi comentario renegón y pesimista sobre
Mala onda, me invitó a presentar en Lima, con él, una reedición de Por favor rebobinar.

Otros fueron menos originales: llamaron a insultarme (en todos los casos, dejaron los insultos con una secretaria, en lugar de pedir mi anexo) y alguno fue a mi oficina con la intención de darme un puñete, animado por la mala pasada de un amigo común que le dijo que yo era una especie de monigote de metro treinta. La realidad contradijo su esperanza y el autocontratado sicario decidió dar media vuelta.

Hay mejores maneras de responder a una crítica negativa, y una lección de cómo se puede cumplir con la tarea sin caer en la caricatura propia ni renunciar, tampoco, a la expresión de la violencia contenida, está en este soneto que Góngora escribió para refregarlo en la cara (o en otra parte) de quienes habían menospreciado y desechado su hoy clásico
Polifemo:

Pisó las calles de Madrid el fiero
monóculo galán de Galatea,
y cual suele tejer bárbara aldea
soga de gozques contra forastero,

rígido un bachiller, otro severo
(crítica turba al fin, si no pigmea)
su diente afila y su veneno emplea
en el disforme cíclope cabrero.

A pesar del lucero de su frente,
le hacen oscuro, y él en dos razones,
que en dos truenos libró de su Occidente:

"Si quieren", respondió, "los pedantones
luz nueva en hemisferio diferente,
den su memorïal a mis calzones".

6.2.10

El llamado de Cohen

El origen de Who by Fire

Este post lo escribo como una curiosidad para los fans de Leonard Cohen, a quienes quizá les llame la atención conocer el origen de una de sus canciones más bellas y populares,
Who by Fire.

Primero, claro, habrá que recordar la letra (al final del post pondré un video):

And who by fire, who by water,
who in the sunshine, who in the night time,
who by high ordeal, who by common trial,
who in your merry merry month of may,
who by very slow decay,
and who shall I say is calling?

And who in her lonely slip, who by barbiturate,
who in these realms of love, who by something blunt,
and who by avalanche, who by powder,
who for his greed, who for his hunger,
and who shall I say is calling?

And who by brave assent, who by accident,
who in solitude, who in this mirror,
who by his lady's command, who by his own hand,
who in mortal chains, who in power,
and who shall I say is calling?

La hermosa letra de Cohen ejecuta, en principio, una serie de variaciones sobre una oración judía tradicional, una de las más importantes del ceremonial hebreo, "Unetaneh Tokef".

Se trata de una oración repetida en Rosh Hashanah y en Yom Kippur, es decir, tanto en el rezo inaugural como en el último del periodo de diez días del Aseret Yemei Teshuvah, los días del arrepentimiento (también los llaman Yamim Noraim: son los "Days of Awe" que dan título a la excelente novela de la cubano-americana Achy Obejas).

La traducción más habitual de la oración hebrea al inglés, a cuya segunda parte sin duda alude Cohen en su canción, es la siguiente (presten atención sobre todo a los versos resaltados):

On Rosh Hashanah will be inscribed
and on Yom Kippur will be sealed
how many will pass from the earth
and how many will be created.

Who will live and who will die;
who will die at his predestined time
and who before his time;
who by water and who by fire,
who by sword, who by beast,
who by famine, who by thirst,
who by storm, who by plague,
who by strangulation, and who by stoning
.

Who will rest and who will wander,
who will live in harmony and who will be harried,
who will enjoy tranquility and who will suffer,
who will be impoverished and who will be enriched,
who will be degraded and who will be exalted.

La oración es declarativa: el que reza sostiene que en el periodo de diez días entre las dos celebraciones Dios ha de decidir el destino de las personas de acuerdo a cómo obraron en el año que acaba de terminar (Rosh Hashanah es el año nuevo), y ese destino se cumplirá en el año que empieza.

El origen de la oración es desconocido: hay un par de teorías históricas poco probables, y una más célebre pero cuyo carácter es legendario. Al parecer, la inclusión de "Unetaneh Tokef" en las liturgias y su extensión y generalización fueron en parte una respuesta a la noción cristiana del perdón de los pecados al final de la vida: los rabíes quisieron acentuar que el perdón y la culpa, el arrepentimiento y las buenas acciones, eran juzgados permanentemente y que Dios decidía la gracia o el castigo a cada instante, y no una sola vez cuando llegaba el fin último.

Cohen, judío practicante, en verdad está actualizando la oración, recolocándola en un contexto contemporáneo, pero no para desvirtuarla, sino para extender su sentido: Dios decidirá quien se envenena, quien se suicida, quien muere por odio y quién por amor.

El verso final de cada estrofa, en la canción de Cohen, es particularmente significativo: "and who shall I say is calling?" es acaso el único verso añadido a la lógica general del pasaje parafraseado, el único que pasa de la enumeración a la pregunta, y la pregunta es difícil.

Tanto en Rosh Hashanah como en Yom Kippur los ritos se inician con el llamado del shofar (
the call of the shofar, en inglés), un instrumento de viento hecho con el cuerno de un carnero, que sólo puede tocar en el ritual una persona que sea consensualmente aceptada por la comunidad, sin nadie que la objete: el justo proverbial.

"Who shall I say is calling?", entonces, implica lanzar la oración en el rostro de los que la repiten: quién tocará el shofar, quién es el justo, quién vive sin mancha y no habrá de morir por agua, por fuego, por espada, por hambre o solitario, este mismo año, ahora mismo.

Pero eso mismo actúa en otra dirección: ¿quién es justo para Dios, quién está limpio para Dios? ¿Quién no muere una muerte de las enumeradas, fatalmente, trágicamente? En la tradición de la oración judía, la alabanza y la sumisión a Dios se alternan con esa suerte de rebeldía, a veces con rabia y desesperación.


En el video verán una versión en que Cohen vuelve a juntar los dos cabos, su versión y el origen de la versión, colocando en el arreglo sonidos y ritmos de la tradición musical sefardí, y aludiendo a la muerte con las imágenes del cementerio judío: