31.10.05

¿Dónde estábamos nosotros?

¿Y dónde estaban nuestros libros? (Fotomontaje: gfp).

Hace unos pocos días, en La República, Javier Ágreda, quizá el más riguroso y responsable de los reseñistas de libros en nuestra prensa, comentó Contemplación de los cuerpos, un poemario de Lucho Chueca que lidia con el tema de la muerte (la gran obsesión de su poesía), esta vez en relación con los años de la violencia en el Perú. Ágreda parece sugerir un cierto oportunismo en la escritura y la publicación del libro. Dice:

"Escritos con pulcritud y eficacia, los textos, sin embargo, nos llevan a preguntarnos sobre el interés de Chueca en esas víctimas. No las mencionó, ni indirectamente, en Ritos funerarios, poemario que tenía un planteamiento más propicio para ello. "¿Dónde estábamos nosotros durante el reino de la muerte?", se pregunta él mismo en el poema "Díptico" de Contemplación de los cuerpos. Pero no se trata aquí de cambios en el sujeto sino en el objeto poético. Hace siete años escribir sobre las víctimas de la violencia era algo polémico, arriesgado y comprometedor. Hoy las cosas son diferentes, pues el tema ha pasado a formar parte de lo políticamente correcto".

El comentario es delicado, y tiene varias aristas. En primer lugar, es difícil enrostrarle a alguien no haber hecho algo que no sólo era comprometedor en su momento, sino incluso peligroso. En segundo lugar, la afirmación de Ágreda parece clausurar, casi vetar, la posibilidad de que cualquiera que no haya hablado sobre el tema durante la década y media de la violencia terrorista y antiterrorista tenga derecho a hacerlo ahora.

¿Se puede ser extemporáneo en un asunto así? ¿Es que, al silencio que la mayoría guardó en su momento, podemos darnos el lujo de sumarle más silencio ahora? Es cierto que, como dice Ágreda, hablar sobre el tema hoy resulta políticamente correcto, y es verdad que, lastimosamente, estamos construyendo un lenguaje indoloro y vacuamente estetizado, un lenguaje estéril, para referirnos a las atrocidades de nuestro pasado reciente. Pero eso no nos debe hacer olvidar que es moralmente necesario, imprescindible, seguir hablando de todo ello.

30.10.05

Después de la bronca

Los debates suelen ser productivos. Suelen. Si uno trata de entender cuál fue el paso adelante que se dio tras la mal llamada polémica entre escritores “andinos” y “criollos”, se encuentra con que no se avanzó en ningún sentido. Nadie salió del debate con ideas distintas de las que tenía al ingresar en él.

Quizá el error fue que, al plantear el problema, Miguel Gutiérrez no dio en el clavo: quiso culpar a un puñado de escritores de controlar la mayor parte de la prensa nacional sin tener en cuenta al menos dos cosas. En primer lugar, que la publicación de ese artículo suyo (y los siguientes), en Perú 21, diario pariente de El Comercio, desdecía sus palabras flagrantemente.

Y, en segundo lugar (y mucho más importante), que los mecanismos de la marginación en el Perú no son cosa de sectas, ni artificio de novelistas, ni maquinación de odiadores, ni reales ni imaginarios: son un legado histórico lamentable, que seguimos cultivando en el eje mismo de nuestra sociedad.

En un país donde indígenas, mestizos provincianos, mujeres, pobres, etc., tienen que probar su valor mil veces antes de ser reconocidos, la mecánica social manda que un artista provinciano deba atravesar mil escollos antes de hacerse de un público, mucho más que un capitalino. Y entre los limeños, tampoco se tiene igual acceso a los medios (ni a nada en absoluto): si se ha tenido la mala suerte de nacer muy tirado al margen, el viaje hacia el centro es siempre largo y penoso.

Si uno piensa en el trabajo serio y atendible de autores como Oscar Colchado, por ejemplo, y piensa en las limitaciones editoriales de su carrera en comparación con la rapidez con que se han fabricado figuras como las de Beto Ortiz, Gustavo Rodríguez y Jaime Bayly, uno tiene que reconocer que algo anda muy, muy mal. Pero ¿qué secta actúa detrás de eso?

El error inadmisible de Gutiérrez, especialmente inadmisible en un marxista como él, además, es el haber querido hablar de sectas y mafias y camarillas para explicar un problema que es de clases y de movilidad social, y de prejuicios étnicos y raciales, y de género (¿alguien notó que las escritoras peruanas no se sintieron parte del debate?) Y de otra cosa más terrible en el mundo de hoy: la mercantilización extrema de la cultura.

En muchos países del mundo, la mercantilización radical del universo editorial no atenta contra la literatura: Philip Roth no perderá lectores debido a Dan Brown. En el Perú, sí es un problema. El número de editoriales y su debilidad hace que sólo los autores que aseguren un nivel mínimo (aunque sea realmente mínimo) de ventas alcancen a ser publicados. Eso ocasiona que el público lector de mayor poder adquisitivo acabe decidiendo, con su dinero, quién será publicado y quién no, y en qué condiciones. Y ese público lector suele elegir a quienes más se le parecen, a los que siente más suyos (nuevamente un asunto de clases, y de castas). Eso no es culpa de los autores. Pero es un problema real, que amenaza con la virtual muerte editorial de mucha literatura marginal, provinciana, andina y selvática. Y después amenazará a todo el resto: cuidado.

Oswaldo Reynoso calificó a la polémica como “inútil”. Fernando Ampuero la llamó "absurda". Los dos tuvieron toda la razón. ¿Y ahora?

Imagen: Pobre Garcilaso, criollo y andino (Fotomontaje: gfp).

Dieciséis asesinos al banquillo

En el género del reportaje político en América Latina, pocos libros son tan cruciales como Operación Masacre, del argentino Rodolfo Walsh (acaso el otro que lo empareja en patetismo y crudeza, aunque no en vibración narrativa, sea Tejas Verdes: diario de un campo de concentración en Chile, de Hernán Valdés, escrito por una víctima directa de la barbarie pinochetista apenas dos semanas después de ser liberado y deportado a España).

Walsh, que fue cronista y no víctima del caso contado en Operación Masacre (un asesinato masivo perpetrado por militares y policías argentinos a la sombra de un golpe de estado en 1956), fue, en cambio, asesinado por otra dictadura posterior, el 25 de marzo de 1977, con lo cual su libro se convirtió en profecía pesimista de lo que él mismo habría de sufrir.

Cualquier lector de Operación Masacre recuerda para siempre el pasaje en que un puñado de hombres han sobrevivido a la primera ráfaga del fusilamiento y yacen en el suelo, fingiéndose muertos durante segundos eternos, para evitar que sus enemigos los repasen con un segundo disparo. Todo lector de Walsh recuerda también el relato de las búsquedas de fosas comunes y el rastreo de cadáveres. Irónico: nadie sabe exactamente cómo murió Walsh: su cadáver nunca fue hallado.

Según leo en un artículo de Página 12, un juez argentino ha ordenado esta semana la captura de dieciséis implicados en el crimen. Dieciséis sicarios uniformados que le quitaron al continente uno de sus mejores talentos literarios y a Argentina una de sus más fervorosas conciencias morales.

(Fotomontaje: gfp).

29.10.05

Lo que faltaba: el falso Mr. Hyde

Alguien ha enviado a este blog mensajes no sólo firmados con el nombre de Leonardo Aguirre, sino incluso provistos del link correspondiente a su website. Respondí uno de esos mensajes creyendo que eran, en efecto, de quien parecía suscribirlos. Fue un error, y he retirado tanto el mensaje como mi respuesta y las de otros comentaristas.

Aguirre me ha enviado al respecto un email en el que explica cómo fue hecho el truco y añade: "
Es un anónimo que me quiere indisponer contra ustedes (todavía más). Así que le ruego, atendiendo a la caballerosidad que ha demostrado hasta ahora, rectifique esa respuesta dirigida a mí (desproporcionada, además: tampoco el anónimo ha sido tan vulgar, por otro lado). Para que esto no vuelva a suceder, le aseguro que nunca comentaré en su blog. Y si fuera necesario hacerlo, pues le mandaré primero una copia a este mail (no se me ocurre otra salida)".

En la imagen: no fue Leonardo, fue sólo una rata (fotomontaje: gfp).


Reynoso vs. las abuelitas cómplices

Oswaldo Reynoso y las "nuevas generaciones" de la literatura gay (Fotomontaje: gfp).

Hace un par de meses, la Universidad Ricardo Palma anunció la publicación de las obras reunidas de
Oswaldo Reynoso, y por esa época apareció la última nouvelle del narrador arequipeño: El goce de la piel. Acabo de leerla (escribo una reseña del libro para Hueso Húmero) y me ha dado la sensación de que es un relato escrupulosamente honesto y ejecutado con tanta emoción como sagacidad.

El tema de la homosexualidad, transformado en pura metáfora del instinto vital, y en hilo conductor de toda una existencia, recobra en libros como éste el grosor estético y moral del que carece en manos de autores como Jaime Bayly y Beto Ortiz. Esto sucede, entre otras cosas, debido a que Reynoso es animado por un espíritu contraventor y rebelde, profundamente comprometido con su tema, mientras que a Bayly y Ortiz los mueve un afán de escándalo en pequeña escala. Ese afán sólo resulta comprensible en libros íntimamente prejuiciosos, que esperan causar en sus lectores no una real conmoción, ni mucho menos una transformación, sino apenas un ligero rubor de abuelita cómplice.

Contra lo que uno pudiera imaginar, el tema de la homosexualidad está presente explícitamente en la narrativa latinoamericana desde hace largas décadas: estaba ya en Duque (1934), de DIez Canseco; antes en Un hombre muerto a puntapiés (1927) del genio ecuatoriano Pablo Palacio (un escritor imprescindible), y aún antes en la Pasión y muerte del cura Deusto (1924), del chileno Augusto D´Halmar, para citar sólo libros muy recomendables. El cuento de Palacio, por cierto, es una radiografía de la homofobia y una transparente explicación de cómo ella sólo puede conducir a la violencia.

28.10.05

El estado idiota y la crítica

Terry Eagleton y la revolución de la razón. ¿Y nosotros? (Fotomontaje: gfp).

Terry Eagleton
, el influyente crítico inglés, inicia su libro La función de la crítica con esta observación:

"La crítica europea moderna nació de una lucha contra el estado absolutista. Dentro de ese régimen represivo, en los siglos diecisiete y dieciocho, la burguesía europea empezó a diseñar para sí misma un espacio discursivo definido, uno de juicio racional y crítica ilustrada que reemplazara los exabruptos de la política autoritaria".

En el Perú no tenemos un estado absolutista, ni en principio un autoritarismo radical, aunque cada cierto tiempo caemos en lo último. En cambio, sí tenemos una creciente sucesión de gobiernos absurdos, enemigos de la cultura, la inteligencia y la racionalidad.

Estar en contra de la inteligencia y la racionalidad, lumpenizar la discusión, transformar el ambiente literario en un lupanar, convertir la crítica en una cadena inacabable de insultos sin sentido, son las maneras más claras de ser reaccionario en el Perú. O al menos oficialista. Nuestra crítica, que no se enfrenta a un estado autoritario, sí se enfrenta a una estupidez de estado. Acabar con esa estolidez debería ser su objetivo.

Eagleton añade más adelante: "una opinión pública informada se inclina en contra de los dictados de la autocracia". ¿No es algo análogo lo que debería buscar nuestra crítica: que la gente se mueva contra el marasmo cultural promovido desde el gobierno durante décadas?

¿Que treinta años no es nada?

Desde UCLA, en California, donde lo ha varado el huracán Katrina (él vivía en New Orleans), Miguel Rivera me envía estas citas del célebre crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal. Me alegra descubrir que ERM pensaba sobre la crítica literaria en América Latina exactamente lo mismo que yo defendí en mi mensaje sobre la crítica peruana hace unos días. Me alarma que él lo hiciera en 1970, porque parece un buen indicio de que ciertas cosas no cambian. Aquí los pasajes de un discurso dado en un congreso literario hace treinta y cinco años:

"Es un lugar común afirmar que no existe la crítica en la literatura entre nosotros, o que, cuando existe, funciona en condiciones muy limitadas... En buena medida la posición de los escépticos o negadores se basa en una confusión muy corriente: tomar como crítica lo que no es tal. Es decir: la gacetilla más o menos anónima que suele publicarse en los periódicos; la reseña, apresurada o malévola, de quienes están más preocupados de su promoción que de ser realmente críticos; el malhumor sistematizado de personas que se sienten realmente 'creadores' y que recurren a la crítica (actividad que les parece subalterna) sólo para ventilar fracasos o rencores".

Más claro, imposible.

En la imagen: J.L. Borges, C.M. Moreno y Emir Rodríguez Monegal (fotomontaje: gfp).

27.10.05

Santiago Dabove, apenas visible

Santiago Dabove, narrador y violinista: un solo libro y la admiración de Borges (fotomontaje: gfp)

Apenas una fotografía, rasgada, recortada y borrosa, parece haber quedado de Santiago Dabove, escritor, burócrata y músico, uno de los pocos argentinos a quienes Borges dijo admirar y que, pese a eso, no se transformaron nunca en objeto de culto. Injusto: Dabove fue un notable narrador.

Su único libro (de relatos, prosas y versos, al estilo de El hacedor) se llama La muerte y su traje. Apareció prologado por Borges en 1961, ya muerto el autor, y contiene, entre muchas historias estupendas, una que merece ser un clásico del cuento latinoamericano: "Ser polvo".

En el relato, un sujeto cae de su caballo, vencido por una enfermedad, y queda inmovilizado. Solo en la llanura, tiene a la mano un estuche de drogas, y las consume frenéticamente, durante días y noches. Su cuerpo empieza una lenta metamorfosis que lo va haciendo vegetal, literalmente, hasta que el hombre es apenas una cabeza alimentada por la tierra. Otro sujeto aparece un día, lo ve, y se apresura a escarbar la tierra para salvarlo, pero en su empeño no hace sino destrozar las raíces, que son el nuevo cuerpo del caído. La cabeza le escupe, lo espanta, quiere protegerse de la intromisión. Es la versión más alucinada que conozco de "El sur".

Otros cuentos de la colección anticipan a Cortázar. “El experimento de Varinski”, que es una variación sobre el “El extraño caso del doctor Valdemar”, de Poe, preludia al mismo tiempo a “La noche boca arriba”, de Cortázar. Si un día se cruzan con un ejemplar del libro de Dabove, no lo dejen pasar.

Heidegger el oscuro

En la imagen: Heidegger vuelto ficción, una vez más. (Fotomontaje: gfp).

Un pasado comprometedor puede enturbiar el perfil de cualquiera, incluso el de un filósofo de enorme influencia en el pensamiento occidental, como Martin Heidegger.

El novelista argentino José Pablo Feinmann, autor de La astucia de la razón y La crítica de las armas, acaba de cerrar la trilogía que aquellas abrieron, con la publicación de La sombra de Heidegger, en la que, claro, uno de los temas cruciales es la proximidad notoria y conocida entre el filósofo y el régimen nazi, sobre todo en los años en que Heidegger fue rector de la Universidad de Friburgo.

Los alemanes, que han producido toneladas de literatura sobre el hecho mismo de la proximidad entre Heidegger y el nazismo, han escrito muchísimo más sobre la importancia de esa cercanía en las ideas del filósofo, y, por tanto, en la tradición del pensamiento occidental de las últimas décadas. (Esa es la forma más productiva de criticar a un intelectual).

En una entrevista publicada por el diario argentino La Nación, Feinmann explica por qué decidió escribir una novela sobre el asunto: "El tema como ensayo me parecía agotado", dice. Y añade: "Pensé, en cambio, que la cuestión de Heidegger era suficientemente delicada para merecer que lo tratara la narrativa. La narrativa tiene un acercamiento al objeto más lateral, más sutil, que permite distintas miradas. La novela puede ser totalizadora e incluir elementos ensayísticos. Esa es una de las razones por las que escribo más novelas que ensayos". La entrevista completa, aquí.

El dato sobre la entrevista a Feinmann se lo debo a mi amigo Félix Reátegui.

26.10.05

Egoaguirre (último capítulo)

Faltaba una persona en la trinidad, después de todo (fotomontaje: gfp).

En un reciente mensaje en su blog, titulado Rata de laboratorio, Leonardo Aguirre escribe muchas cosas y dice poquísimas verdades. Dice, por ejemplo:"ahora soy nada más y nada menos que un objeto de estudio". Eso es cierto.

Pero añade: "un escritor que ha publicado apenas un libro debería sentirse satisfecho si provoca, tan pronto, discusiones encarnizadas... Más aún, curiosamente, cuando los señores mencionados ni siquiera han leído mi libro".

Le pido a Aguirre que no engañe a sus lectores. Ni yo ni Daniel Salas hemos juzgado su libro sin leerlo. Simplemente, no hemos juzgado su libro, en lo absoluto. Lo hemos dicho. Y él lo sabe. Hemos juzgado el desafortunado lenguaje, cargado de prejuicios, que usa Aguirre en su blog. Que no quiera engrandecerse; nadie ha evaluado su valor literario ni positiva ni negativamente. Hemos juzgado la irresponsabilidad de su lenguaje en otros textos. Él es un comunicador, debe saber de qué estamos hablando. Sus cuentos no han generado discusión. Que no pretenda tener un mérito que no le corresponde.

No seguiré hablando de él, salvo que algo especial lo amerite.

25.10.05

Cuánto importa el pasado: José Antonio Mazzotti

¿Juzgar los libros de Mazzotti por su pasado? (Fotomontaje: gfp).

Desde que escribí acerca de Leonardo Aguirre, ha llegado más de medio centenar de comentarios sobre el tema, muchos de ellos anónimos y varios donde se sugieren otros nombres, como quien construye una nómina de futuros enjuiciados. (Pero este blog no es un tribunal de justicia, aquí no habrá death rows).

Entre esos nombres, uno sobre el cual se insiste es el de José Antonio Mazzotti, poeta, crítico, profesor de Harvard University, y, según muchos (acusación que él ha negado en repetidas oportunidades), antiguo simpatizante de Sendero Luminoso y miembro de la redacción de
El Diario en los años de la violencia.

Cualquier intelectual que haya estado vinculado de una u otra forma con Sendero, ya fuera por creencia ideológica o por devaneo juvenil, debe responder, afrontar su responsabilidad, explicar y transparentar su situación. Mazzotti no ha rehuído esa confrontación, sea que sus explicaciones nos satisfagan o no (yo soy de los últimos).

Y sin embargo, la sombra de Sendero parece indesligable de su figura pública en el Perú (algo parecido ocurre con otros, como Miguel Gutiérrez) y emerge cada vez que Mazzotti entra en una polémica o es objeto de una: ésa es el arma secreta con la que todo rival espera desacreditarlo.

Que quede claro: si el vínculo es cierto, entonces es válido el descrédito personal. Pero es otra cosa juzgar la pertinencia intelectual del trabajo de Mazzotti a partir exclusivamente del dato biográfico o de la supuesta mácula pasada.

Aclaro (en este mundo donde tantos quieren reducirlo todo a odios, favores y amiguismos) que mi único trato personal con Mazzotti se produjo hace dos años, más o menos, y sólo por correo electrónico. No fue un contacto amical, ni simpático; fue más bien un roce, relacionado con un artículo acerca de Mazzotti que Víctor Coral había publicado en Somos. Mazzotti me acusó de formar parte de un grupo de gente que complotaba para perjudicarlo. A la mayor parte de esa gente yo no la conocía (esto incluye a Coral) o no la había visto en varios años; a los que sí conocía, la idea de un complot les parecía un tanto delirante.

Ahora bien: si yo leo un ensayo escrito por Mazzotti, y el ensayo está seriamente argumentado (como suele ser el caso, se discrepe o no con él), si es teórica y críticamente sólido, nada tiene que ver su pasado con el juicio que yo me haga acerca de ese texto. Así de simple.

Es desproporcionado (pero resulta ilustrativo) recordar que uno de los más influyentes filósofos del siglo veinte, Paul De Man, según se reveló hace varios años, había sido en su juventud un activo redactor antisemita en diarios nazis. Aunque nos moleste, ese dato, que puede generar justificadísimas suspicacias, no basta para falsear su obra posterior.

¿Quiere decir que los críticos literarios no deberían ocuparse de la ideología de los escritores? Eso es claramente un disparate. Pero el asunto es encontrar la ideología en el texto: quienes se desgañitan acusando a Mazzotti podrían, por ejemplo, hacerlo a través de un análisis sustentado de su obra, sus antiguos artículos, los recientes, sus poemas, sus ensayos sobre poesía contemporánea y sobre el periodo colonial, etc. Mientras se objete su pasado, refrescando cada cierto tiempo las mismas acusaciones sin jamás hacer nada más serio, se regresará siempre al mismo punto muerto. También para acusar hay que ser inteligente.

A raíz de mis críticas al blog de Aguirre, un anónimo me acusó de inconsecuente por haber hablado de la seriedad intelectual de los ensayos de Mazzotti. ¿Cómo podía yo acusar al uno de homofóbico por unos cuantos chistecillos y sin embargo reconocer méritos a los textos del otro, si a este otro se le acusa de prosenderismo? El caso es que esos textos son intelectualmente serios. Eso no va a cambiar incluso si quedaran plenamente demostradas todas las cosas de las que se acusa al autor. Y a mí no me causa ningún placer particular decir esto.

¿Si mañana descubriéramos que La Divina Comedia la escribió Satanás, tendríamos que decir que es un mal libro? Claro que no. Pero tampoco tendríamos que decir que Satanás es un buen pata.

Y no, no estoy satanizando a nadie.

24.10.05

¿De dónde es Patricia de Souza? Un breve comentario a su texto sobre las “literaturas nacionales”

En un texto titulado Literaturas nacionales, publicado en su blog Palincestos, la escritora Patricia de Souza se pregunta acerca de la escena política global y la superación de las “literaturas nacionales”.

Afirma que “tal vez ya hemos hecho el salto sin darnos cuenta a una forma de naciones más bien híbridas (caso de la China), mestizas y complicadas (Brasil). Ese es nuestro futuro”. Más adelante escribe: “La riqueza de América Latina viene de su mestizaje, que es una manera envidiable de flexibilidad y de combustión creativa”.

En ese momento, uno se pregunta quién es ese “nosotros” a cuyo "futuro" alude Patricia. Si el mestizaje cultural que ella menciona como “nuestro futuro” es algo que existe ya (obviamente y desde hace siglos) en América Latina, entonces da la impresión de que cuando ella dice “nosotros” se refiere a los europeos, probablemente a los franceses (ya que ella escribe desde allá).

Sorprende más que su aparente alegato por la superación de los nacionalismos acabe en una afirmación como la siguiente: “Quiero decir que la unidad, la cohesión de una nación la dará un proyecto que involucre a todos los habitantes de un país de manera que todos se sientan convocados a participar en condiciones de igualdad”. Unidad y cohesión, sin duda, son conceptos opuestos a diferencia y multiplicidad (cuyo respeto debería ser la aspiración de cualquier demócrata y de cualquier enemigo de los nacionalismos).

Más extraño todavía resulta que Patricia ofrezca a Francia como modelo de sociedad pluralista y democrática: Francia ha construido su unidad violentamente, prohibiendo desde el Estado la independencia de las minorías, censurando idiomas minoritarios, promoviendo el más duro y radical dispositivo opresor estatal en la historia de los países no totalitarios. No por las puras el estudio de los llamados “aparatos Ideológicos del Estado” de Althusser se basó en un análisis del caso francés, ni por casualidad las teorías de Foucault sobre las diversas formas de la represión social se centró, también, en Francia.

En el caso peruano, que no parece ser una preocupación central del texto de Patricia (y ésa es su opción), se ha tratado, a lo largo de toda la historia republicana, de imponer esa famosa “unidad”, muy a la francesa, tan centralistamente como en Francia, con resultados catastróficos. ¿Se supone que ahora deberíamos seguir la versión maquillada y “postnacional” del modelo francés sólo porque en algunas universidades de Europa está de moda hablar de ello?


Michel Foucault (fotomontaje: gfp).

Dave Chávarri y el niño enfermo

Quizá Juan Diego Flórez, contra lo que uno podría suponer, deje de ser dentro de poco el más popular de los peruanos vinculados al mundo de la música, a nivel mundial. Ese lugar sorprendente lo podría ocupar otro limeño, fanático de Queen y Linkin Park, amante del ceviche, fundador, baterista y líder de un grupo americano llamado Ill Niño ("Niño Enfermo"), que acaba de lanzar en Estados Unidos su disco consagratorio, One Nation Underground.

El grupo, originalmente llamado El Niño, en referencia al fenómeno climático, produce una música que toma elementos metálicos, prisas rítmicas muy al estilo de Linkin Park, y alusiones instrumentales y melódicas a diversas tradiciones latinoamericanas (todos los miembros del grupo son latinos). Si uno busca "Ill Niño" en Google encontrará dos millones de entradas. Si uno busca Dave Chávarri, hallará otras quince mil. (Aquí puede encontrarse una entrevista a Chávarri).

El baterista peruano Dave Chávarri: extremo derecho en la fotografía de Ill Niño.

El nuevo sueño digital de Edmundo Paz Soldán

Anoche me llegó correo de Edmundo Paz Soldán. Entusiasta, Edmundo me cuenta que la lectura de este Puente Aéreo lo ha animado a iniciar su propio blog, que inaugura con una columna sobre Thomas Bernhard.

A mí, el asunto me alegra por tres motivos aparentemente inconexos.

El primero: años atrás, cuando escribía semanalmente mi columna en Somos, me tocó reseñar la antología McOndo, de Gómez y Fuguet. La selección de cuentos me pareció dispareja, si no deficiente. Y lo dije. Escribí también, sin embargo, que "el cuento del boliviano Paz Soldán", de quien jamás antes había escuchado hablar, era "tan bueno que parecía antologado de casualidad".

Semanas más tarde recibí un e-mail de Edmundo, a partir del cual comenzó una amistad que creció más cuando él me animó a salir del país y estudiar el doctorado de literatura hispana en Cornell, donde Edmundo es profesor. Cinco años más tarde, seguimos siendo amigos y trabajamos juntos en un proyecto común.

El segundo: David Colmenares, uno de los amigos que más he querido, y que murió desgraciadamente en la misma época en que me hice amigo de Edmundo (como si uno hubiera tomado la posta del otro), me dijo una vez que a él, de toda la literatura posterior a la Segunda Guerra Mundial, le sería suficiente con sólo leer a Thomas Bernhard. Ese solo comentario bastó para volverme un lector perpetuo del novelista austriaco, sobre quien ahora Edmundo nos ofrece su primera columna en su blog Río Fugitivo.

El tercero: que Edmundo se integre a la comunidad de bloggers a partir, según me dice, de la lectura de Puente Aéreo, es suficiente para hacerme ver que no estoy equivocado al suponer que sí se puede transformar nuestra red de blogs literarios, darle más contenido, dejar que de nuevo los escritores y los críticos hablen de literatura y de la naturaleza de su oficio con seriedad y con inteligencia, como por supuesto lo han venido haciendo varios, aunque muchos de ellos estuvieran casi eclipsados por la andanada de miserias de los blogs amarillos.

23.10.05

El extraño caso del Dr. Aguirre y el blogger Hyde

¿Quién es el real? ¿El homofóbico blogger o el bastante más ponderado
columnista de La República? (Fotomontaje: gfp).

Leonardo Aguirre ha contestado mi comentario de hace unos días. Su respuesta completa se puede ver entre los comentarios a mi texto La lengua homofóbica del señor Leonardo Aguirre. La parte que me alude dice:

"Primero dices que no soy escritor. Y, luego, que ´un escritor debe ser juzgado por todo lo que escribe´. Perfecto. Pero, pregunto: ¿has leído TODO lo que escribo? Creo que tu análisis ha descuidado lo más importante: mi libro". Luego continúa: "El verdadero objeto de vuestras disquisiciones debería ser mi libro. No yo (desde cierto punto de vista, el autor es un mero accidente y no puede ser más importante que su obra)".

Suena casi justo. El problema es que yo no he aludido en ningún caso y de ninguna manera a nada que tenga que ver con la vida privada de Leonardo Aguirre. He aludido a sus textos. Nada más que a sus escritos. Y únicamente a sus escritos en Internet. Y nadie necesita leer sus cuentos para juzgar las cosas que él ha publicado en su blog.

La parte central de mi respuesta la copio a continuación:

"Si uno dice que un hombre es responsable por todos sus actos, eso quiere decir que es responsable por cada una de las cosas que hace. No quiere decir que sólo sea responsable por la suma total de sus actos.

"Si uno dice que un escritor es responsable por todo lo que escribe, eso quiere decir que es responsable por cada una de las cosas que escribe. No que sólo sea responsable por la suma total de sus escritos.

"Alguien que un día roba una billetera no puede defendesrse diciendo: "pero miren, todos los demás días de mi vida no robé jamás una billetera".


"¿Te defenderás tú diciendo que cuando escribes cuentos no eres homofóbico? ¿Dirás que sólo promueves la bajeza de ese lenguaje por Internet, día tras día, pero nunca sobre el papel, o en tu trabajo a sueldo? Esas defensas, Leonardo Aguirre, son absurdas, no tienen sentido, salvo que estuvieras reclamando impunidad por esquizofrenia.


"Precisamente, cuando se cae en esas duplicidades es cuando se pasa de ser un escritor a ser simplemente alguien que escribe. ¿Poner palabras unas detrás de otras? Eso lo hace cualquiera. Entender la ética de una profesión intelectual es mucho más difícil, y tú todavía no lo has logrado".


22.10.05

¿Por qué escribir sobre textos malos?

V.S. Naipaul: ¿se atreverá a patear el tiro libre? (Montaje fotográfico: gfp.)

A raíz de mi comentario sobre Leonardo Aguirre, cuatro personas, dos de ellas desconocidas para mí, me han enviado correos electrónicos. Tres coinciden en una pregunta: ¿qué sentido tiene escribir sobre un tema que se juzga banal, poco interesante, o, más simplemente, en palabras de uno de los corresponsales: "¿por qué escribir sobre textos malos?".

Dos años atrás, el crítico inglés Terry Eagleton, a quien leo con tanto placer y admiración como a mis novelistas preferidos, publicó un libro, Figures of Dissent, en el que reunió ensayos suyos aparecidos originalmente, casi todos, en la London Review of Books durante los últimos quince años.

Son reseñas impecables y escrupulosas de libros escritos por artistas o intelectuales como Wilde, Yeats, Eliot, Lukács, Wittgenstein, Benjamin, Adorno, Conrad, De Man, Zizek, Steiner y Badiou.

Se entenderá por qué resulta sorprendente, tras esa nómina, descubrir al penúltimo de los escritores reseñados por Eagleton: David Beckham.

El comentario de Eagleton es, como los otros, detallista y a la vez comprensivo: le dispensa a las memorias de Beckham el mismo trato que a los demás textos analizados, aunque las conclusiones, claro, sean oceánicamente distintas. Una frase de Eagleton resume su impresión sobre el mérito formal del libro: "La prosa de Beckham", dice Eagleton, "es tan dolorosamente mala como uno podría imaginar que sería un remate al arco ejecutado por V.S. Naipaul". O, en otras palabras: zapatero a tus zapatos (y eso que Beckham escribió el libro con algo más que la sola asesoría de un ghost writer).

Otra frase nos da una pista de cómo juzga el crítico el mérito ideológico del libro, y, de paso, explica por qué Eagleton --autor de complejos y muy influyentes libros de teoría literaria-- decidió darse el trabajo de escribir sobre el libro del futbolista: a Eagleton no le preocupa mucho el autor, pero sí, más bien, "la cultura que Beckham representa".

Parte de esa cultura, la del consumo, hecha de engaños y apariencias, es la de aquellos que aceptan que las "memorias" de una persona las escriba otra, bajo contrato, y que leen esas páginas olvidando la falsedad original del texto.

También es la cultura que lleva a editores y librerías a intercalar en sus catálogos y en sus estantes las obras de Barnes, Roth o Vargas Llosa con las páginas escritas por algún empleado de Beckham, o a borrar engañosamente la distancia notoria entre Eco y Dan Brown, entre Rushdie y Coello, entre Morrison y Allende.

Esa no es una realidad ajena a nosotros: las colecciones de clásicos de la literatura peruana que mentirosamente deslizan a Bayly entre Vallejo y Valdelomar son una realidad desde hace tiempo. Las editoriales que antes exigían calidad ahora sólo calculan la seguridad de las cuentas en azul, sin arriesgar nunca. Nunca.

Como producto de esa mecánica, cualquiera que pueda ser más divertido que Bayly puede reclamar su consagración, porque Bayly es un consagrado (y porque la diversión está reemplazando a cualquier criterio estético o intelectual). Antes, la idea era tratar de superar a Ribeyro o a Vargas Llosa. ¿Ahora a quién? ¿A Roncagliolo, a Gustavo Rodríguez? Quién sabe, pronto será suficiente con Cattone, Gisella o Beto Ortiz.

Lo curioso es que, en otros países, ese fenómeno existe desde hace más tiempo y nunca ha sido suficiente para derrotar a la literatura. Nadie duda de los méritos de un best seller de Stephen King, pero nadie sugeriría darle un sitio junto a Faulkner. Entre nosotros, eso ya ocurre. Por fin, en algo, somos los primeros.

¿Vale la pena escribir sobre textos malos? Creo que sí. Vale la pena hacerle notar a la gente, sobre todo a quienes no han estado expuestos a una educación literaria, que existe una diferencia entre el arte y el pasatiempo, entre la banalidad y la estética, entre el negocio editorial y el mundo literario, y una diferencia, como dije ayer, entre escribir y ser escritor. ¿Vale la pena criticar textos malos? Sí, antes de que no tengamos otra cosa que textos malos.

Auster y el laberinto roto

The Brooklyn Follies es el título de la próxima novela de Paul Auster, que los críticos en este país están pasándose de mano en mano como quien se susurra al oído una señal en clave.

(Existe en Estados Unidos la costumbre de imprimir ejemplares previos a la edición final y distribuirlos entre algunos reseñadores y comentaristas. Hace unos pocos años,
Edmundo Paz Soldán recibió una copia anticipada de otra novela de Auster, Oracle Night, y antes de leerla me la dio por unos días. Mi lectura quedó a la mitad porque dejé el ejemplar en un avión; la lectura de Edmundo quedó peor, quedó nonata. Ahora encuentro que hay algunos ejemplares de The Brooklyn Follies ya en remate en half.com e Ebay. Quizá me anime por uno de ellos).

Es el más borgeano de los escritores norteamericanos (¿más borgeano que Hawthorne?, preguntará un borgeano recalcitrante), y sin embargo es raigalmente neoyorquino: Auster concibe New York como un laberinto --"vi un laberinto roto (era Londres)", escribió Borges--. En ese laberinto, seña de caos y orden simultáneos, transitan decenas de millones de solitarios, esperando el momento azaroso que decida sus vidas, midiendo la longitud de sus movimientos y calculando las probabilidades de que la casualidad los redima y los salve de una tragedia que intuyen cercana, aunque no sepan explicar por qué.

Nunca más roto el laberinto, quizá, que en
The Brooklyn Follies, pues en ella, como pasó ya en Leviathan, la historia contemporánea irrumpe con toda su violencia, de esa manera en que, como diría Slavoj Zizek, sólo puede ocurrir en este país (rompiendo burbujas, aniquilando inocencias y abriéndole los ojos a miles de ciegos),esta vez, bajo la forma de los atentados del World Trade Center.

(Fotomontaje: gfp).

Literatura, cine y ciencia ficción I / Piglia

Quienes piensan que la literatura latinoamericana no produce grandes obras de ciencia ficción, deberían darle una mirada desprejuiciada a La ciudad ausente, de Ricardo Piglia, y reconocer, sin dificultad, que esa notable novela de uno de nuestros autores cruciales es un ejercicio (muy intelectual, muy sutil, muy cargado de sentidos) dentro de ese género.

Los que suponen que el cine de ciencia ficción es virtualmente inexistente en América Latina, o que carece de valor, deberían buscar copias de La sonámbula, una cinta abstrusa y sin embargo cautivante, dirigida en 1998 en Buenos Aires por Fernando Spiner, con guión coescrito por Piglia y Fabián Bielinsky (luego director de Nueve reinas).

La ciudad ausente y La sonámbula comparten la condición de ser relatos fantásticos firmemente anclados en la realidad política argentina: en ambas la ciudad es escenario de amnesias masivas, escondrijo de soplones y territorio de rebeldes y contrainsurgentes. Los temas de la memoria social y el olvido, el conflicto de la historia oficial y las historias subterráneas, y el halo fantasmal de los desaparecidos, habitan en ambas ficciones. Como en los cuentos de J.G Ballard, como en las fantasías de Wells y las mejores cosas de Philip K. Dick, esta ciencia ficción no es nunca una forma de evasión.

Una extensa entrevista a Piglia sobre la escritura del guión de La sonámbula puede encontrarse aquí.

(Arriba a la izquierda: escena de la película. Derecha: Ricardo Piglia).

21.10.05

Recóndita (des)armonía

Sin duda no deja de ser una coincidencia irónica, e incluso incómoda, que casi simultáneamente Leonardo Aguirre y yo hayamos publicado textos el uno acerca del otro. Y más aun si el mío es una dura crítica de sus escritos y el suyo es, más bien, una defensa de mi trabajo.

Por supuesto, no me queda sino agradecer sus palabras. Por una cuestión de coherencia y de honradez, lamentabletemente, no corresponde que yo modifique las mías.

Esta situación curiosa y anecdótica servirá, al menos, para probar a los escépitcos que no todo el periodismo cultural se guía por amiguismos ni todo en él se basa en dudosos principios de reciprocidad.

20.10.05

La lengua homofóbica del señor Leonardo Aguirre

Uno tiende a suponer que el racismo, la homofobia, el odio religioso, la inclinación segregacionista, los fanatismos en general, son siempre hijos de la ignorancia.

Que las anteojeras de la superstición lleven a la caza de brujas, que la fe ciega engendre iras santas, que la desinformación sobre el otro conduzca al desprecio racial, que el tabú desemboque en homofobia, todo eso, aunque lamentable, es también explicable, y por ello parece asimismo corregible. Son, en cierta forma, enfermedades culturales, males de la inteligencia que pueden ser superados: se sabe cómo luchar contra la ignorancia.

Pero, ¿qué pasa cuando el portador del germen, el abanderado de la ignorancia, es, paradójicamente, un letrado, por ejemplo un escritor, un intelectual, alguien que vive de las letras? ¿No esperaríamos de esa persona la capacidad de comprender los peligros de cualquier tipo de segregación, de cualquier voluntad marginadora?

¿Qué pensar de un escritor que critica a otros su "falta de criadillas", que llama "invertidos" a sus interlocutores, y que se espanta de la posibilidad de que su blog se transforme en un "foro sodomita"?


La homofobia de un letrado no puede ser una enfermedad cultural, ni un mal de la inteligencia; es, digámoslo a la antigua, una enfermedad del espíritu. Nadie entre nosotros (que no tenemos la disculpa de haber sido criados en una sociedad fanática) puede ser realmente culto, medianamente lúcido o siquiera más o menos ilustrado y al mismo tiempo tapizar su lenguaje de alusiones homofóbicas.

Pero esto, claro, no significa que vaya yo a acusar al autor de esas líneas, Leonardo Aguirre, de ser un periodista irresponsable, o de ser un escritor sin idea del fondo ético de su profesión. Creo que el asunto es más radical: Aguirre, como varios otros, es alguien que vive de las palabras, pero no es un escritor. Un escritor vive de sus ideas, o vive para sus ideas, y él no las tiene, o las tiene lamentablemente confundidas, o tiene ideas que son todo un emblema de las taras culturales de nuestro país.

¿Que alguien que vive de escribir debe ser juzgado por su talento, su oficio y su obra creativa, y cualquier otra cosa está fuera de lugar? No lo creo. Un escritor debe ser juzgado por todo lo que escribe, en cualquier contexto, en cualquier ocasión. Y tiene una responsabilidad sobre sus palabras. Todas sus palabras. Y cuando ellas empiezan a asemejarse a las de cualquier pandilla de "matacabros", cuando parecen una emanación de las ideas más turbias y enfermizas de una sociedad, ese escritor debería darse cuenta de que está en deuda con su oficio, que está traicionando su vocación, si es que la tiene, si es que lo suyo es algo más que juntar palabras y echarlas a rodar sin compromiso ni responsabilidad.

Durante los años de la violencia terrorista, según ha registrado la CVR, hubo decenas de personas asesinadas en el Perú por ser homosexuales. ¿Podemos darnos el lujo de que nuestros escritores, lejos de señalar la desgracia y el absurdo de algo así, acojan, transmitan y normalicen la homofobia en sus textos? ¿Que sean precisamente los escritores los que contaminen el lenguaje con la miseria de la segregación y el menosprecio?


19.10.05

Babilonia & las hormigas


Me pregunto si esto es un antecedente inconexo o es, en verdad, la fuente de uno de los pasajes más célebres de la literatura latinoamericana: el final de Cien años de soledad.

Releí hace poco la famosa novela de Mallea Todo verdor perecerá.
La novela es de 1941, años borgeanos. Su historia es simple: en la primera parte, una mujer se casa con un estanciero que cae en desgracia por una sucesión de malas cosechas. El estanciero muere, quién sabe, de depresión, y la mujer huye a la ciudad (todo trascurre entre Ingeniero White y Bahía Blanca). Allí se enamora de un oscuro negociante que no tarda en abandonarla. Ella enloquece y su caída llena las últimas páginas.

Pero el pasaje que quiero hacer notar está en la primera parte. En la estancia, con la mujer y el marido, vive un orate, un opa, de nombre Estaurófilo, de
quien se dice que es idiota porque es hijo de dos hermanos, o de un padre y su hija. Un día, la mujer ve a Estaurófilo sentado en el suelo frente a la casa y, detrás de él, ve una larga y convulsa fila de hormigas que se aproxima. A ella y al marido les viene de inmediato a la mente la invasión mítica de Babilonia. El marido trata débilmente de impedir que las hormigas entren en la casa, pero luego sólo se pregunta qué pasará cuando lo hagan.

Las fechas favorecen la hipótesis: el libro de Mallea fue extensamente leído en los años previos a la escritura de
Cien años de soledad. Pero, claro, también puede ser que tanto Mallea como García Márquez estén simplemente refiriéndose a una misma historia mítica, que yo desconozco (no es que ignore la de Babilonia, pero no conozco un mito sobre Babilonia que presente la figura del hijo de un incesto como parte de su imaginario). Porque en Mallea y en García Márquez, son muchos los elementos presentes: la idea de la casa familiar; el fruto degenerado, hijo de hermanos; Babilonia; las hormigas; la amenaza del fin, etc.

Es particularmente importante considerar la posibilidad de una filiación de Todo verdor a Cien años porque, no está de más recordarlo, ese pasaje es crucial en la arquitectura y en la construcción ideológica del relato de García Márquez.

18.10.05

Genealogía del laberinto



Uno escucha laberinto y piensa en Borges. Y después de Borges, uno piensa en Eco y su laberinto librero de monjes asesinos; en Auster y el laberinto neoyorquino que recorre día tras día el sabio alucinado de City of Glass; en Piglia y el laberinto de callejas virtuales que componen La ciudad ausente; uno piensa en Levrero y el laberinto-fortaleza de El lugar; en los cuadros de Kuitca; en las metáforas de Paz; en el Bolívar de García Márquez.

Y uno tiene la inevitable miopía de suponer que todo este asunto empezó con Borges, y que en Borges mismo el laberinto era, ante todo, una imagen física que representaba una abstracción, un problema racional, que el laberinto borgeano era la reelaboración intelectual de una herencia clásica, una figura desvinculada del mundo real que rodeaba a Borges en Argentina, en su propio pedazo de tierra latinoamericana.

La estupenda crítica cultural argentina Beatriz Sarlo, en Borges, un escritor en las orillas, ofrece, aunque no lo explicite demasiado, pistas más que suficientes para suponer que la figura borgeana del laberinto era, también, una representación del mundo social bonaerense de las primeras décadas del siglo veinte: en última instancia, digo yo, quizá muchos de los laberintos de Borges sean ese Buenos Aires babilónico de italianos, rusos, polacos, gallegos y turcos, poblado por más migrantes que nativos, con menos hablantes de español que hablantes de otras lenguas, ese Buenos Aires con más judíos que casi cualquier otra ciudad del mundo y con más nazis que cualquier urbe no europea en los años treinta; ese Buenos Aires sofocado de arquitecturas disímiles, alborotado de sinagogas y mezquitas, invadido de carteles multilingües: el Buenos Aires en que Borges escribió Ficciones y El aleph.

(Qué distinto resulta leer "Los dos reyes y los dos laberintos", por ejemplo, con esa idea en mente: el laberinto del primer rey, atravesado de recodos, callejones y variantes, puede ser una representación de la complejidad social, la multiculturalidad, el cambio, el crecimiento. El laberinto del segundo rey, hecho de una planicie inacabable y desierta, signo de la simplicidad, la monotonía, la permanencia, la quietud --nos dice Borges-- no es menos complejo que el otro: ése es nuestro laberinto interior, la unidad aparente, la engañosa individualidad. Somos laberintos dentro de laberintos).

Pero, ¿acaso esos laberintos urbanos de Borges no están ya presentes, con otra apariencia quizá, en el Buenos Aires de Arlt, cuyos personajes pululan en la búsqueda infinita de salidas que jamás pueden encontrar? ¿Y no son laberintos las calles de napolitanos y sicilianos, de mendigos y caballeros, de prostitutas y hojalateros, que transitan los personajes de Cambaceres, en novelas escritas en ese mismo Buenos Aires, pero antes, en el siglo diecinueve?

Éste un ejercicio borgeano en sí mismo, pero no uno muy difícil: podríamos llamarlo "(los laberintos de) Borges y sus precursores". En efecto, los laberintos borgeanos ya existían en la novela argentina desde treinta años antes del nacimiento de Borges. Y estaban también, en las calles de Buenos Aires, esperando al genio que un día transitaría por ellos y los convertiría, una vez más, en literatura.

17.10.05

Censurado III (última entrega) / Ironías de la vida


Algo dejé sin mencionar en el post "Censurado I" (ver más abajo). Meses después de que Lateral me dijera eso de que, a juzgar por mi reseña, la novela de Roncagliolo era tan imperdonablemente mala que no valía la pena dedicarle espacio alguno, esos mismos editores publicaron en la revista un cuento completo del autor de Pudor. Y meses antes, en una brevísima reseña a otro libro suyo, lo compararon, insólitamente, con Vargas Llosa, Ribeyro y Bryce, y lo anunciaron como un nuevo mini boom... ¡Todo lo que estas personas magníficas son capaces de decir y hacer por conservar una buena amistad! Admirable.

Todos esos peruvian youngsters


Hasta que pasó lo que tenía que pasar. Con el descomunal peregrinaje de peruanos hacia los Estados Unidos, continuo ya durante varias décadas, han comenzado a surgir talentos nacionales que producen en inglés. Es conocido el caso de Daniel Alarcón, limeño, criado en Alabama, educado en Columbia, New York, ex becario en Iowa, residente ahora en California, quien ha publicado cuentos en The New Yorker y Harper´s, revistas donde, hasta hace poco, las únicas palabras admisibles con sabor nacional eran Vargas Llosa y Machu Picchu. El primer libro de Alarcón, también en inglés, reúne sus cuentos bajo el título de War by Candlelight.

Pero es mucho menos conocido, porque apenas si está surgiendo, un caso análogo en el cine, el de Alonso Mayo (en la foto), cineasta limeño, autor de un puñado de cortos que, ya ganadores de algunos premios de bastante importancia en los Estados Unidos, amenazan con llevarlo al mundo de los largometrajes y los grandes estudios.

He visto uno de esos cortometrajes, el llamado Wednesday Afternoon, en una copia de 24 minutos que me regaló Edmundo Paz Soldán, quien resulta ser el autor del cuento ("Lazos de familia") sobre el cual se basa la película. (También Keeper of the Past, el más reciente filme de Mayo, se construye a partir de algo escrito por Edmundo, la novela Sueños digitales).

En Wednesday Afternoon queda claro que Mayo tiene mucho talento narrativo, una sensibilidad inusitada para convertir ligeros matices de fotografía e iluminación en instrumentos significativos, y un pulso milimétrico para dar ritmo a la historia contada. No es un corto "bueno para ser de un principiante". Es muy bueno, y ya.

El tema, por cierto, no es peruano, no sólo porque provenga originalmente de un narrador boliviano, sino porque Mayo, lejos de enclaustrarse en la geografía original del relato, y ajeno también a cualquier intención de peruanizarlo, lo reforma para enmarcarlo en una California poblada de chicanos, latina girls y policías hispanos, una ciudad ficcional donde la tensión entre el aislamiento del exilio y la necesidad de integración a la tierra nueva parece balancearse sobre los personajes como un péndulo amenazante y apenas entrevisto.

Y eso no es gratuito: gente como Alarcón y Mayo (como Edmundo, como yo mismo) tienen que luchar para descubrir en cada momento de qué se trata esto de ser un latinoamericano a la vez tan lejos y tan cerca de América Latina.

El gran Joe Sacco y su show unipersonal



Suele ocurrir, o al menos así suponemos que sucede en la historia de los géneros literarios, que una obra de especial originalidad funda el camino para imitaciones y reformulaciones, y da lugar, con ello, al nacimiento de toda una tradición.

En el mundo del cómic, quizás el área más joven y menos explorada de la literatura, se da un caso especial con la obra de Joe Sacco, nacido en Malta y criado en los Estados Unidos, inventor de un género en el que, a pesar de numerosos intentos, nadie ha tenido el talento suficiente para siquiera imitarlo con corrección; un género en el cual la fundación, las reformulaciones y las cumbres, todas, han salido de una misma pluma, la suya.

Sacco escribe y dibuja cómic-reportajes. Como cualquier corresponsal de guerra que se respete, Sacco pasa semanas y meses en zonas de conflicto, vive en ciudades destruidas, en campos arrasados, atraviesa territorios comanches y conduce exigentes y documentadas investigaciones antes de elaborar sus libros, verdaderos ensayos de interpretación que cuentan con el rasgo insólito de sostenese no sólo sobre palabras, sino, fundamentalmente, sobre dibujos, caricaturescos casi siempre, pero de un inconfundible aliento expresionista también, muchas veces descarnados, siempre puntuales y con frecuencia desgarradores.

Los libros clave de Sacco, en esa tierra de nadie entre el cómic, el reportaje, la novela, la memoria y el testimonio, son Palestine (prologado ni más ni menos que por Edward Said) , Safe Area Gorazde, Notes from a Defeatist, War´s End y The Fixer. Y sí, Palestine fue traducido a nuestro idioma y publicado en España, y lo mismo debe de haber ocurrido con algún otro de estos libros apasionantes.

16.10.05

Mario Levrero, perfecto desconocido



Mario Levrero, narrador uruguayo, idiosincrásico, distinto, murió el año pasado sin lograr nunca una fama, o al menos una popularidad, que trascendiera su tierra natal. Nunca, hasta ahora, me había tocado convertirme en lector fervoroso de un autor que casi nadie más lee, o, al menos, casi nadie fuera de su país. Levrero es el caso más radical que conozco de un maestro relegado por académicos y editoriales, por críticos y circuitos comerciales.

Su "trilogía involuntaria", formada por las novelas La ciudad, El lugar y París, es sin duda una de las construcciones narrativas más originales de la novela hispana, una en la que se entrelazan esa suerte de nihilismo humanista, que Levrero encontró en Kafka, con la reflexión filosófica vuelta narración, a la manera de Borges. Curiosamente, Levrero ejecuta esa mixtura en novelas y cuentos cuya forma se aproxima a la de los géneros más marginales: las pulp fictions americanas, el cómic, la novela rosa, la narración pornográfica, el esperpento (todo lo cual lo vuelve un antecedente de César Aira, un antecedente muy superior al discípulo, por cierto).

Levrero, cuyos últimos textos aparecieron en Internet antes que impresos, murió el año pasado. Algunas notas necrológicas en diarios uruguayos y argentinos lo recordaron y homenajearon, pero no fueron suficiente para generar interés más allá del Río de la Plata. Quien pueda hacer un esfuerzo por encontrar libros suyos, hágalo. Vale la pena.

Censurado II / Perú 21 y los limeños contra los provincianos



Para terminar de limpiar mi escritorio, aquí va un segundo artículo que debió ser publicado meses atrás y nunca lo fue. Poco antes de que se desatara la polémica entre "andinos" y "criollos" en las páginas de Perú 21, yo había conversado con amigos de ese diario sobre la posibilidad de abrir una columna. La respuesta no fue clara al principio, pero, de pronto, al comenzar el intercambio de dardos, se me pidió una nota de opinión sobre el tema. La entregué y salió publicada. Poco después, Germán Coronado, editor de Peisa, con quien siempre tuve relaciones cordiales, y a quien conozco porque compartimos la amistad de varias personas, se refirió a mí, en ese mismo diario, en términos inusitadamente despectivos. Envié mi columna de respuesta y... jamás fue publicada. Ignoro el motivo. Recuerdo que Iván Thays escribió, en referencia a mi primera columna, que resultaba moderada dado el tono general de la discusión. Quizá a alguien en Perú 21 esa moderación le resultó poco atractiva. En todo caso, aquí va, a continuación (digámoslo cacofónicamente), la nota nonata.


La palabra del sordo


Por Gustavo Faverón Patriau

Días atrás, Germán Coronado mostró su preocupación ante el hecho de que ciertos “francotiradores” (críticos, aunque él prefirió llamarnos “cualquiera”) se crean con derecho a intervenir en el debate literario.

Coronado es un empresario crucial para la supervivencia de la industria del libro en el Perú; parece inexplicable que, además de luchar con la piratería, la baja demanda, los impuestos y las aduanas, decida abrir un nuevo frente y pelearse también con los críticos.

El arrebato es absurdo, pero resulta interesante como síntoma: muchos en el Perú parecen de acuerdo en considerar que nuestra crítica literaria está en declive, virtualmente extinta. Como este editor, numerosos poetas y narradores peruanos muestran poco o ningún respeto por las cosas que los críticos tengan que decir. Mandar a callar a un par de críticos no es, en verdad, pelearse con nadie: los críticos no son nadie.

Creo, más allá de la anécdota olvidable, y al contrario del lugar común, que la crítica es quizá nuestro género más vigoroso y creativo, y me pregunto —sinceramente me pregunto— por qué tanta gente parece convencida de lo contrario.

En los últimos años han aparecido sólidas obras críticas de autores peruanos: los libros de Peter Elmore sobre novela histórica latinoamericana y sobre Julio Ramón Ribeyro; los cuatro volúmenes de historia de la literatura hispanoamericana de José Miguel Oviedo; el libro de Cynthia Vich sobre la vanguardia surandina; los de Efraín Kristal sobre Vargas Llosa y Borges; los de José Antonio Mazzotti y Max Hernández sobre literatura colonial, los ensayos de Jorge Marcone sobre narrativa de la selva, los de Sara Castro-Klarén, Susana Reisz, Raúl Bueno, Jeannine Montauban, Julio Ortega, etc. En conjunto, esos intelectuales (y los muchos que publican en nuestra súbita profusión de revistas culturales) perfilan una extensión y una ambición inusitada en la crítica nacional, una producción que excede en volumen y variedad temática lo hecho en cualquier periodo anterior.

¿A qué se debe, entonces, la idea tan extendida, sobre todo entre nuestros autores, según la cual la crítica peruana está, si no muerta, al menos cataléptica? Una posibilidad es que quienes sostienen eso no tengan la costumbre de leer ni libros ni revistas especializados. Ésa es una opción aceptable, obviamente, pero ella merma su capacidad de juzgar el género apropiadamente. Otra posibilidad es que lo que en el fondo les preocupa sea otro tipo de crítica, la que lanza bendiciones o dardos en los medios de prensa masivos, la que alimenta egos, la que promueve o hunde, la que ocasionalmente maltrata a algún rival y encumbra a algún amigo: una crítica que (con excepciones, como bien ha observado Alonso Cueto) a veces tiene que ver con la publicidad y la egolatría más que con la literatura.

Atender sólo a esa crítica, olvidando a la otra, es colocarle al debate intelectual unos límites tan estrechos que tarde o temprano acabarán por asfixiarlo, para felicidad de quienes aborrecen el diálogo y únicamente tienen oídos para el eco de sus propias voces. Si se enciende un debate en el Perú, el objetivo es profundizarlo y extenderlo, conducirlo hacia los temas cruciales, no pedir que acabe, no apagar la luz e irse a dormir para despertar al día siguiente en la medianía habitual del perfecto silencio peruano.

Censurado I / Roncagliolo y Lateral


Hace unos meses, la revista catalana Lateral me pidió escribir una reseña de la novela Pudor, de Santiago Roncagliolo. Lo hice, y la envié a la redacción dentro del plazo solicitado. Días después, los editores de Lateral (que habían esperado, supongo, un comentario positivo, o al menos complaciente, de la novela de su amigo) me pidieron varias cosas: primero, que moderara mis críticas; luego, que redujera la extensión de la reseña (señalándome las partes que debía "reducir"), y, por último, que omitiera párrafos enteros. Finalmente, decidieron rechazar el breve artículo que ellos mismos habían solicitado. ¿El supuesto argumento? Que si la novela de Roncagliolo era tan mala como se desprendía de mi comentario, no valía la pena que Lateral se ocupara de ella. Lo que sigue es el texto aludido:

I See Dead People: los fantasmas de la clase media peruana


Por Gustavo Faverón Patriau


Lo primero que llama la atención en
Pudor, la novela más reciente del peruano Santiago Roncagliolo, es su inequívoca vocación por el lugar común. El argumento es múltiple y de líneas correctamente trenzadas: seis historias, dichas desde otros tantos puntos de vista, correspondientes a los miembros de una familia limeña de clase media. Inicialmente, impresiona la solidez del mecanismo: el autor sabe administrar esa media docena de relatos, tender puentes entre ellos. Pero luego se hace notoria la vacuidad de los materiales así conectados. Y sobreviene el fantasma del déjà vu masmediático. Uno tiene la molesta sensación de haber visto estas seis historias seis sábados a las cuatro en algún canal de cable. Un ama de casa de vida soporífera alucina relaciones extramaritales. Su esposo, diagnosticado con seis meses de vida, lucha por contar su desgracia a los demás, sólo para caer, él también, en un adulterio irrelevante. La hija mayor envidia el cuerpo, al parecer memorable, de una compañera de clase, con la cual se obsesiona. El hijo menor, solitario, hace migas con cierto número de almas en pena que deambulan por el barrio, a quienes nadie más ve. El abuelo, enamorado de una viejecita interna en una casa de reposo, decide un plan desquiciado para hacerla suya. La mascota de la familia, atormentada por la inopia de su vida amorosa, huye de casa en busca de pareja. Trece, El sexto sentido, El hijo de la novia, La dama y el vagabundo: Roncagliolo da la impresión de vivir muy cerca del Blockbuster, metafórica y literalmente. Sus materiales vienen de allí; su obra parece destinada a regresar allí. Esto a pesar de que su lenguaje no tiene la fluidez cinemática de sus fuentes, sino la indecorosa rapidez de los trailers y los previews. Roncagliolo no elabora a partir de esas historias conocidas; las resume, las vuelve esqueletos; hace más consumibles unas fábulas que ya son de consumo masivo.

Ésa, sin embargo, no es la mayor objeción que se le debe oponer a Pudor. Hay un punto en que la novela amaga una saludable cualidad crítica ante la sociedad peruana. Sus protagonistas, miembros de la enflaquecida clase media limeña, son ironizados por una voz narrativa que parece distanciarse de sus temores pequeñoburgueses. Los personajes habitan un vetusto complejo de edificios por cuyos jardines transitan con la fantasía de hallarse en alguna gran urbe del primer mundo; sueñan con una grandeza que no les es cercana. Pero la novela sólo es capaz de ironizar ese elenco de ilusiones anacrónicas cuando de tal ironía puede extraer un golpe súbito de humor. Apenas la narración olvida el humor, la ironía enflaquece, y el relato mismo parece producido por cualquiera de esos individuos que hasta hace un minuto habían sido sus víctimas. Sólo hay dos momentos en que Pudor permite que alguien ajeno a la clase media tradicional de sus personajes centrales se enrede con ellos. En el primer caso, se trata de un hombre (“Lucy se preguntó si era chofer o guardaespaldas de alguien”) que abusa sexualmente de la protagonista. En el segundo, es una secretaria con la que el jefe se acuesta pese a juzgarla fea —“deforme”—, y con la cual el acto sexual se vuelve un infierno. No hay ironía en estos pasajes: cada vez que los protagonistas se atreven a abandonar la burbuja represiva de su inmaculada, aunque ruinosa, clase media, la osadía les cuesta caro: el hombre resulta un cuasi violador; la mujer, una vengativa delatora. La mayor metáfora de la novela, la más completa y la más efectiva, es ésa, y es involuntaria: así como el niño ve fantasmas que circulan por las calles de “la residencial”, los adultos sufren la indeseable invasión de estos otros espectros —intrusos, nocivos, surgidos de la otra clase media emergente de Lima, la de origen popular—, figuras que, fuera del barrio microcósmico, pueden compartir con los protagonistas unos mismos espacios de la ciudad. Son, casi literalmente, los fantasmas del “desborde popular”, que inquietan las pesadillas de la clase media limeña. Como ocurre con las ficciones de otros escritores peruanos más o menos recientes (pienso en Jaime Bayly, por ejemplo), el defecto clave de Pudor es la facilidad con que vuelve consumibles y divertidos los prejuicios de la clase media tradicional del Perú. Entre todos ellos, que desandan lo avanzado décadas atrás por Ribeyro, Bryce, o el primer Vargas Llosa, Roncagliolo quizás sea el más conservador: la salvación de sus personajes sólo es posible en el encierro hermético. El contacto con los demás implica un riesgo demasiado alto.