30.12.09

10 peruanos

Las obras narrativas de la última década

Imponer el número 10 como límite trae consecuencias indeseables: podría haber cabido en esta lista algún libro de Jorge Eduardo Benavides, Fernando Ampuero, Luis Hernán Castañeda, Fernando Iwasaki u Oswaldo Reynoso (pienso en
El goce de la piel), etc.

Los diez que he elegido están dispuestos en orden estrictamente cronológico.

La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa (2000). En Conversación en La Catedral, Vargas Llosa ensayó algo peculiar: una novela de dictadura sin la presencia del dictador, transformado en el ubicuo fantasma detrás de todas las historias, privadas o públicas. En La fiesta del chivo el corazón de las tinieblas es el tirano, siempre visible, pero también la capacidad del autoritarismo de metamorfosearse bajo apariencias menos evidentes. Gran novela, de las mejores en el subgénero, quizá la más perdurable de las letras peruanas en la década.

La disciplina de la vanidad, de Iván Thays (2000). No sé si alguien ha hecho notar lo semejante que es la estructura de esta novela a la estructura de un blog: recortes, citas, alusiones, textos mínimos entre los que se van estableciendo casi invisiblemente una trama y un tejido que es más emocional e intelectual que argumental; si a eso le sumamos que uno de los elementos conciliatorios de La disciplina de la vanidad, en tanto novela-ensayo, es la recurrencia del tema (y los síntomas) del fetichismo de la literatura y los hacedores de literatura, entonces se explica por qué, pocos años después de publicado el libro, su autor se había establecido ya como el más leído y comentado blogger literario en lengua española. Quizá esta sea la mejor novela peruana de mi generación.

El mundo sin Xóchitl, de Miguel Gutiérrez (2001). Miguel Gutiérrez, que ha concluido la década con una novela acartonada, de pobre estilo y personajes que se desmoronan a la primera mirada (Confesiones de Tamata Fiol), la inauguró en el 2001 con uno de sus libros más interesantes: El mundo sin Xóchitl, las memorias de un anciano que, en sus últimos días, recuerda con nostalgia el amor incestuoso por Xóchitl, la hermana ahora ausente. (A propósito: ¿dónde estuvieron entonces los críticos que luego lapidaron a Claudia Llosa por incluir el incesto en Madeinusa?).

La casa del cerro El Pino, de Óscar Colchado Lucio (2003). El cuento que da título al libro, y con el cual Colchado ganó en el 2002 el prestigioso premio Juan Rulfo de narración breve, debe de ser una de las ficciones más originales escritas en el Perú sobre el asunto de la violencia política. Como en otras obras del ancashino, el rasgo más fascinante es la convivencia de una estructura narrativa experimental y arriesgadamente moderna con un contenido ideológico andino de raís mítica.

Casa
, de Enrique Prochazka (2004). Prochazka elige filosofar bajo la forma de la narración y sin embargo sus textos son no sólo densamente reflexivos sino también hechos de tantos vericuetos argumentales como los que ostenta la fantástica casa que da título a la novela. Uno lee la historia con la curiosa impresión de que la próxima puerta abrirá el dormitorio de Wittgenstein, el estudio de Feyeraben o el delirante gabinete de Friedrich Nietzsche.

War by Candlelight, de Daniel Alarcón (2005). Han pasado sólo cuatro años desde que Daniel Alarcón publicó su primer libro, una colección de cuentos originalmente escrita en inglés y que pronto vio dos distintas ediciones (con dos distintas traducciones) en español: Guerra en la penumbra y, más apropiadamente, Guerra a la luz de las velas. En esta media década, Alarcón se ha vuelto un nombre familiar y una presencia repetida en el Perú, donde ya resulta irrelevante preguntarse si es un escritor propio o extraño. War by Candlelight debe ser el más consistente de sus libros: narraciones sensibles y sagaces sobre coyunturas extremas de la vida urbana contemporánea. (Comenté algo sobre War by Candlelight y la novela Lost City Radio en un artículo para Somos el año 2006 y publiqué una entrevista a Daniel en Caretas en diciembre de ese año).

Travesuras de la niña mala
, de Mario Vargas Llosa (2006). Recibida con dudas y murmuraciones, y pienso que muy injustamente tomada como una fantasía machista, esta novela de Vargas Llosa, entretejida como contrapunto a Madame Bovary y La educación sentimental (dos libros que releí el mes pasado), es la más fascinante saga amorosa de la narrativa peruana, la historia de un amor mil veces negado, mil veces contrariado, traicionado y malherido, entre cuyas páginas se cuentan también, con nostalgia, los hitos centrales en la educación social y política de su narrador, a lo largo de medio siglo. (La reseñé para Somos de El Comercio en mayo del 2006 y republiqué ese texto en este blog).

El fondo de las aguas
, de Peter Elmore (2006). Iván Thays (como yo) eligió esta novela de Peter Elmore entre sus cinco libros favoritos del 2006, y justificó su selección, en El Mercurio de Chile, con este párrafo: "Uno de los fenómenos más interesantes es aquel que llamo Alphavilles peruanas, que consiste en crear ciudades apocalípticas, muchas inspiradas en la propia Lima. La obra más lograda de este género es esta novela estupenda que, a través de referencias a obras consagradas, y de género (policial y hasta gótico), construye una metáfora sobre la marginalidad y la corrupción pero también la reconciliación a través de la memoria". Por mi parte, recuerdo las veces en que, mientras escribía esta novela, Peter me mencionó la impresión que le había causado la lectura de Vivir afuera, de Fogwill: allí puede hallarse una pista de sus intuiciones. (Escribí algo sobre El fondo de las aguas aquí mismo).

El susurro de la mujer ballena, de Alonso Cueto (2007). La novela que terminó de consolidar la fama internacional de Alonso Cueto fue, si la memoria no me traiciona, la primera en la década en que su autor se alejó de los temas políticos o sociales y se internó de lleno en una historia personal, resucitando de paso el talento para la construcción de personajes femeninos que ya había mostrado desde sus primeros cuentos. El susurro de la mujer ballena es una historia dramática escrita en clave de modesta reflexión y con perfil bajo: una novela sencilla, sentimental, pero a la vez feroz en sus observaciones sobre los puntos en que el calculado ajedrez de las relaciones personales en la clase media burguesa se quiebra y estalla brutalmente.

La iluminación de Katzuo Nakamatsu
, de Augusto Higa (2008). La literatura peruana no está demasiado acostumbrada a la aparición de narraciones como esta nouvelle de Higa, alucinada, personalísima, guiada por el olor del desvarío y la intuición de la locura, y que, en sus poquísimas páginas, es capaz de nuclear un relato anecdótico de inmensa tristeza con los delirios de una visión pesimista sobre la xenofobia, el rechazo al otro, la dificultad de los descendientes de migrantes para ingresar y mantenerse dentro de la sociedad todavía ajena en la que habitan. (La comenté con un poco más de espacio aquí).

10 de la década

Narradores notables de América Latina (2000-2009)

Obviamente, mi nómina es en alguna medida arbitraria y a todas luces incompleta.

Hay narradores consagrados que siguen en actividad pero no han producido de manera especialmente significativa en la última década: Fogwill, Abelardo Castillo, Miguel Gutiérrez, Oswaldo Reynoso, Alberto Fuguet, etc.

Hay otros muchos que siguen destacando y que de seguro entrarían con justicia en la lista de muchos otros comentaristas (o en una lista mía en otro momento), como el gran Joao Gilberto Noll, Mario Bellatín, Rodrigo Fresán, Jorge Volpi, Guillermo Martínez, Pablo de Santis, Alonso Cueto, Fernando Ampuero, Edgardo Rivera Martínez, Laura Restrepo, Mayra Santos Febres, Iván Thays.

Y hay algunos escritores fundamentales cuya mejor producción en la década ha sido ensayística: Juan Villoro, Ricardo Piglia, por ejemplo. Pero decidí quedarme con solamente diez, y esa barrera me limitó a enumerar los siguientes nombres:

1. Roberto Bolaño (Chile).
A los libros que publicó en vida se han sumado los póstumos, y la lista continuará expandiéndose pronto con la aparición de El Tercer Reich. Bolaño ha sido la leyenda dominante en América Latina durante el paso al siglo veintiuno. Todos parecen admirarlo, aunque unos lo demuestren con afecto, otros por efecto y unos más con afectación. En la década venidera comenzará a despejarse la incógnita de su influencia real sobre las nuevas generaciones: hasta ahora parece que lo central de su influjo fueran los rasgos menos cruciales de su obra; falta ver cómo marca 2666 a la producción literaria de lengua española en los años futuros.

2. Rodrigo Rey Rosa (Guatemala). El mejor novelista centroamericano de hoy, hijo adoptivo del gran Paul Bowles, y a quien, como bien dijo hace unos días Iván Thays, los guatemaltecos suelen ningunear por considerarlo "poco guatemalteco", es el más constante productor de novelas y cuentos de gran nivel en la región, un autor consistente, personal, cuyas ficciones considerables fluctúan entre la fábula íntima y la discusión social. Rey Rosas, a inspiración de sus ídolos anglosajones, ha elegido un nicho difícil: la disciplina del lenguaje escueto para decir historias complejas y largamente polisémicas.

3. Mario Vargas Llosa (Perú). Con La fiesta del chivo y Travesuras de la niña mala, Vargas Llosa aseguró que su biografía literaria abarque también la primera década del siguiente milenio. La primera es una revisión libertaria (a ratos casi anarquista) del tema del dictador y el autoritarismo, que él mismo había abordado de manera sui generis en Conversación en La Catedral casi cuatro décadas antes. La segunda es, por lo menos, la mejor saga de amor de la literatura peruana.

4. Rubem Fonseca (Brasil). Aunque sus cuentos más emblemáticos fueron publicados en las décadas de los setenta y ochenta, y sus novelas cruciales en la de los noventa (incluyendo la imprescindible Agosto), los cinco libros de narrativa que ha producido Fonseca en la última década, y las numerosas traducciones al español, lo han convertido en uno de los más leídos autores de América Latina. Fonseca tendría ya bastante con ser la nave insignia del realismo sucio en la región (el padre de los Guillermo Fadanelli y los Pedro Juan Gutiérrez), pero lo cierto es que sus libros suelen ir más allá: son las locaciones de una inteligente reflexión sobre la ética de la calle y la moral de la desesperanza urbana.

5. Diamela Eltit (Chile). La siempre oscura, siempre difícil, siempre intelectual Diamela Eltit, dedicó parte de la década a una renacida afición por el experimento y la imagen, pero también se dio el tiempo para publicar tres libros, y el último de ellos, Jamás el fuego nunca, es una interesante narración sobre la decadencia de las utopías rebeldes, de la izquierda regional, de los sueños revolucionarios y la estructura sobre la que debieron apoyarse en el mundo real.

6. Edmundo Paz Soldán (Bolivia). Si alguien ha tomado para sí la responsabilidad de introducir la narrativa latinoamericana en el mundo de la tecnología y la solución de continuidad postmoderna entre lo real y lo virtual, sin alejarse mucho del realismo de aliento político que define a buena parte de nuestra tradición, ese es el cochambambino Edmundo Paz Soldán. Habiendo pasado la mitad de su vida en los Estados Unidos, Edmundo también es un puente peculiar en las relaciones entre el universo anglosajón y las letras hispanas: su posición académica ha empezado a otorgarle cierta centralidad en su relación con las generaciones más jóvenes de escritores que migran al norte o a España (que ya las hay).

7. Junot Díaz (República Dominicana). Con solamente dos libros, Junot Díaz (junto a escritores como la cubana Achy Obejas) ha desplazado a autores como Óscar Hijuelos o Rosario Ferré de los lugares centrales en esa complicada tierra de nadie que es la literatura latina en los Estados Unidos. Su Drown es una colección de cuentos más o menos ubicables dentro de la tradición de las minorias hispanas en Norteamérica; su The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, en cambio, es un complejo esfuerzo de reinscripción de una tradición caribeña --la del humor barroco de Cabrera Infante o Luis Rafael Sánchez-- en la lengua inglesa.

8. Antonio José Ponte (Cuba). Habiendo publicado lo mejor de su obra a partir del año 2000, el matancero Ponte es probablemente el mayor hallazgo literario de América Latina en el nuevo milenio, y solamente la irregularidad de nuestra crítica inmediata y la dificultad relativa de la obra del cubano pueden explicar el hecho de que ese reconocimiento no sea unánime. Un arte de hacer ruinas o El libro perdido de los origenistas, con toda su sutil belleza, son el mejor anuncio para La fiesta vigilada, sin duda una de las cuatro o cinco mejores novelas aparecidas en los últimos diez años en español.

9. Mario Levrero (Uruguay). Leí a Levrero casi completo en las tres semanas anteriores a su muerte, en el 2004, guiado por una breve alusión de José Miguel Oviedo, cuando pocos fuera de Uruguay reconocían su interés. En los años siguientes, aparecieron Ya que estamos, los dos volúmenes de Irrupciones, Los carros de fuego y su masiva anti-narración La novela luminosa. Más importante que ello: el irónico desentierro postmortem de sus libros les devolvió a los lectores hispanohablantes la maravilla de la trilogía involuntaria (1970-1982): La ciudad, El lugar y París, una novela simplemente insólita y maravillosa. Hoy, Levrero es un nombre familiar y debería mantenerse así.

10. César Aira (Argentina). Es posible que sus mejores novelas (Cómo me hice monja o Ema, la cautiva) sean, varias de ellas, las que escribió antes de la década pasada, pero no cabe duda de que los primeros años del nuevo siglo han hecho de César Aira la más improbable niña de los ojos tanto de la crítica como del lector común en el mundo hispano. Heredero de Lamborghini, de Wilcock, de Copi y los demas raros del Río de la Plata, Aira ha convertido lo insólito en mainstream y lo enajenado en producto de consumo casi popular.

28.12.09

Feliz día, Gustavo

Hablando en serio, ahora sí

Normalmente, en estas fechas siempre hacía una broma por el día de los inocentes. Y muchas veces, esas bromas las hacía en pared con Iván Thays y "Notas Moleskine".

Era divertido. Pero este 28 no hay bromas. El único al que todo el año lo han agarrado de inocente, en realidad, es a mí. Así que Feliz Día, Gustavo.


27.12.09

Test de Wilde, 8

Gabriela Wiener y los dinosaurios

La escritora peruana, autora de Sexografías y Nueve lunas, le confía al non-Wilde sus planes (¿todavía posibles?) de eliminar a Amelie y a Alejandra Vidal Olmos en la misma hoguera.

¿Qué pintor ha pintado el mundo como tú lo imaginas cuando escribes?

Ninguno. Una fotógrafa, quizá, tipo Nan Goldin.

¿Cuándo comenzó el siglo XXI para la literatura en español?

¿Ya empezó?

En una tumba está enterrado el compromiso social del escritor; en otra, el realismo mágico. ¿A cuál de los dos ataúdes le pondrías un clavo extra?

El realismo mágico ya no necesita ni ataúd, se hizo polvo,
is blowing in the wind. El compromiso social seguramente se sale constantemente de su tumba como en la noche de los muertos vivientes.

Estás en París, a principios del siglo XX. Todos los escritores que conoces pertenecen a algún grupo literario y ninguno te acepta. Tienes que inventar tu propia escuela: ¿cuál sería?

El Resentidismo. Y consistiría en destruir a todos los que no me aceptaron. Literariamente hablando, claro.

Si pudieras cambiar parte del argumento de una célebre obra literaria, ¿qué obra sería y cuál sería el cambio?

Reduciría la importancia del dinosaurio en el cuento de Monterroso, siempre he pensado que era un personaje de relleno.

La muerte de Emma Bovary fue la mayor tragedia en la vida de Oscar Wilde. ¿A qué hecho ficticio habrías aludido tú si hubieras sido autor de la célebre frase?

(De fake a fake). La muerte de Emma fue la mayor tragedia de mi vida. No hay nadie que la haya llorado como yo, ni Mario. Su estilo fraudulento de vivir ha sido siempre mi modelo a seguir.

¿A qué personaje literario le caerías a golpes?

A la Alejandra Vidal Olmos de Sobre héroes y tumbas la quemaría viva junto a Amelie.

¿Cuál fue el último libro ajeno que te ocasionó un atisbo de envidia?

Vivo en permanente estado de envidia. Sobre todo si el libro está bien, lo ha escrito una mujer y está buena. Exactamente como envidiarle una cintura o unos zapatos. Últimamente me ha pasado con Nadie es más de aquí que tú, de Miranda July (es tan fashion), La hija de la amante de AM Homes (es tan cruda) y El mundo después del cumpleaños de Lionel Shriver (es tan exuberante).

Te llevan, por un tiempo indefinido, a las mazmorras del castillo, donde sólo hay dos celdas que ya albergan cada una a un prisionero. ¿Prefieres compartir la celda del Quijote o la de Hamlet?

Convivir exclusivamente con cualquiera de los dos debe ser insoportable. Pagaría al guardia para turnarme una noche con Hamlet y la otra con el Quijote. Y sobre todo intentaría pasar el mayor tiempo posible con el guardia.

TS Eliot aceptó las masivas modificaciones que Ezra Pound le hizo a The Waste Land. ¿A quién --sin barreras de tiempo-- le darías una libertad similar con un manuscrito tuyo?

A uno muy viejo y muy verde, como Philip Roth. E intentaría darle libertades escandalosas.

Mishima construyó un ejército personal para reivindicar la idea de honor del Japón medieval. ¿Con qué objetivo armarías un ejército?

Sería un ejército para liquidar a los escritores suicidas.

Siempre ha habido libros de los que medio mundo habla pero que muy pocos leen en verdad. ¿Con qué libro sospechas que ocurre algo parecido en estos tiempos?

2666. Un libro extraordinario.

Te acaban de nombrar ministro de Educación y tu primera orden es eliminar de los libros escolares a cierto autor. ¿De quién se trata?

Eliminaría a todos los buenos. Pondría a leer obligatoriamente a Dan Brown, Paulo Coelho, Kent Follet, etc., y así los chicos terminarían odiándolos.

Si tuvieras el poder de regresar a la vida a un escritor ya muerto, ¿a quién elegirías y por qué (o para qué)?

Al novelista Mario Vargas Llosa. El año que viene, esperemos.

20.12.09

Invisible e inefable

Invisible: acaso la mejor novela de Paul Auster

Durante el último par de años, me acostumbré a recomendar las novelas del holandés Harry Mulisch con una frase que, me pareció, la mayoría de los lectores hispanohablantes comprendería de inmediato: Mulisch es todo aquello que Paul Auster intenta ser. Esto a pesar de que Auster es uno de mis novelistas americanos preferidos.

Pues bien, luego de leer Invisible (que según entiendo no tardará en aparecer en traducción al español) debo corregir la ruta: Auster es hoy el autor que siempre ha tratado de ser, y su novela más reciente es quizás la mejor de su carrera.

Por lo menos puedo decir, sin duda, que a mí ninguna novela suya, desde The New York Trilogy y, particularmente, desde City of Glass, me ha parecido tan rotundamente inteligente ni tan sorpresiva ni tan sensible como Invisible; ninguna, desde aquellas primeras narraciones suyas, me ha dejado con tantas ganas de seguir leyendo, o de releer lo apenas visto, ni con una sensación de misterio, abismo e intuición de lo inefable tan grande como la que provoca ésta última, incluso comparándola con otros libros suyos notables como The Book of Illusions o Leviathan.

Invisible (de la que espero escribir con más tiempo tan pronto como regrese de Puerto Rico) es, para comenzar, estructuralmente brillante: empieza con un relato en primera persona, recapitulación de una experiencia tangible y, aunque enigmática, muy presente, muy palpable, real. Pero luego, a medida en que la historia se va enrareciendo y extrañando, las voces narrativas se vuelven más y más oblicuas, mediadas, indirectas: el protagonista pasa a recontar su propia anécdota en segunda persona, y luego en tercera, enajenándose de sí mismo, alienando su punto de vista, extraviando la introspección para observarse como un otro; y luego se diluye, abandona su propio escenario, y el relato debe ser recogido por otros narradores que intentan suplir el vacío con referencias lejanas y alusiones de segunda mano.

Ese procedimiento es cervantino y borgeano, como suele ocurrir en los libros de Auster por obra de esa tendencia suya a la identificación con fuentes hispanas (Vila-Matas es aludido en algún momento en Invisible). Pero no puedo recordar otra novela del neoyorquino en la que se haya apropiado del mecanismo de manera tan personal.

En Invisible, Auster ensaya una serie de variantes que no se limitan a comprometer o poner en duda la frontera entre la certeza de lo real y la duda de lo imaginario, la realidad y la ficción, la vigilia y el sueño, la seguridad de la Verdad y el relativismo de las verdades extraviadas; más allá de eso, el enrarecimiento de las voces narrativas y los puntos de vista le sirve para abrir una serie de agujeros en el tejido emotivo de la historia, agujeros que son el centro mismo (agujeros negros) de la novela toda: los diversos relatos se levantan y se hilvanan unos con otros a la vez que se ponen en duda unos a otros, de modo que el lector empieza a descubrir que es en las contradicciones y en las imperfecciones, en los vacíos y las grietas donde habitan las ideas cruciales de la historia.

Esas ideas tienen una sola cosa en común, el rasgo anunciado en el título: su invisibilidad, su acuciante y angustiante intangibilidad, su naturaleza huidiza, inasible, inefable, es decir, la hiriente posibilidad de su inexistencia: la novela de Auster, pese a la vivacidad de su anécdota y las vueltas en u de su trama cuasi policial, es un texto acerca de las infinitas formas de la ausencia: la carencia, la depresión, la soledad; la nostalgia y también la melancolía; la enfermedad de no tener, la tristeza del ser incompleto.

También es el libro en el que más notoria y notablemente Auster se ha aproximado de manera creativa a las ideas del Wittgenstein del Tractatus, al Wittgenstein de la imposible frase final del Tractatus: esta es una novela que respeta escrupulosamente la noción de no hablar intelectualmente sobre aquello de lo que no se puede hablar con certeza; pero al tejer y retejer obsesivamente en todos los bordes de esa frontera, Invisible nos deja intuir con asombro una de las formas que ese límite puede asumir.

11.12.09

Lecturas caribeñas

Tan rápido que no parecerá un paréntesis

Este blogger y su comitiva salen de vacaciones en la mañana. Me espera República Dominicana, una semana, y otra más en Puerto Rico. Pero no se van a librar de que postee una que otra vez desde allá.

Por lo pronto, me llevo (a medio leer) tres cosas: la primera es
Invisible, la más reciente novela de Paul Auster, que se acaba de poner muy bien al final de su primera parte. Creo que no tarda en salir en español.

La segunda es The Book of Genesis de Robert Crumb, que es, según las malas lenguas y también las buenas, la obra cumbre del padrastro del cómic underground.

Y se viene en mi maleta, por último, The Scarlet Letter, de Nathaniel Hawthorne (¿les he contado que fue alumno y profesor de Bowdoin College?). La leí hace mil años en español, pero recién ahora lo hago en el original.

Dicho sea de paso, la edición que tengo viene precedida por un largo ensayo del mismo Hawthorne, en el que explica, entre muchas otras cosas, la mecánica de su escritura y la forma en que concibió esta novela. Muy interesante.

6.12.09

Test de Wilde, 7

Jorge Eduardo Benavides: golpe a Corazón

El arequipeño, autor de Los años inútiles, La noche de Morgana y El año que rompí contigo le responde a nuestro fake Wilde desde el fondo mismo de su neonegativismo.

¿Qué pintor ha pintado el mundo como tú lo imaginas cuando escribes?


Para mis novelas políticas, Goya... aunque también podría ser Escher.

¿Cuándo comenzó el siglo XXI para la literatura en español?

No sé cuándo empezó el XXI, pero el XX finalizó, con traca final incluida, con Roberto Bolaño.

En una tumba está enterrado el compromiso social del escritor; en otra, el realismo mágico. ¿A cuál de los dos ataúdes le pondrías un clavo extra?

Al ataúd del compromiso social. Le pondría una estaca, más bien.

Estás en París, a principios del siglo XX. Todos los escritores que conoces pertenecen a algún grupo literario y ninguno te acepta. Tienes que inventar tu propia escuela: ¿cuál sería?

La escuela Neonegativista, sin lugar a dudas.


Si pudieras cambiar parte del argumento de una célebre obra literaria, ¿qué obra sería y cuál sería el cambio?

Cambiaría el final de
La montaña mágica: no disolvería al protagonista en el fragor de la guerra, sino que lo dejaría en Davos para siempre.

¿A qué personaje literario le caerías a golpes?

A Hércules Poirot

¿Cuál fue el último libro ajeno que te ocasionó un atisbo de envidia?

Las golondrinas de Kabul, de Yasmina Khadra

Te llevan, por un tiempo indefinido, a las mazmorras del castillo, donde sólo hay dos celdas que ya albergan cada una a un prisionero. ¿Prefieres compartir la celda del Quijote o la de Hamlet?

Dos locos de atar... hmmm. No creo que pudiera soportar las depresiones del danés. Prefiero al manchego y sus historias.


TS Eliot aceptó las masivas modificaciones que Ezra Pound le hizo a The Waste Land. ¿A quién --sin barreras de tiempo-- le darías una libertad similar con un manuscrito tuyo?


En realidad a algunos cuantos: a William Faulkner, a José Donoso, pero seguramente y sobre todo a John Gardner.

Mishima construyó un ejército personal para reivindicar la idea de honor del Japón medieval. ¿Con qué objetivo armarías un ejército?

Un ejército virtual para patrullar el ciberespacio, donde hay tanto lunático suelto.


Siempre ha habido libros de los que medio mundo habla pero que muy pocos leen en verdad. ¿Con qué libro sospechas que ocurre algo parecido en estos tiempos?


Dejando de lado clásicos de la impostura como
En busca del tiempo perdido, La montaña mágica o Tristram Shandy, supongo que actualmente ese libro sería 2666.

Te acaban de nombrar ministro de Educación y tu primera orden es eliminar de los libros escolares a cierto autor. ¿De quién se trata?


Eliminaría
Corazón, de Edmundo de Amicis, porque resulta insufriblemente empalagoso, lo que contribuye en demasía a la ya de por sí natural tendencia al melodrama de los peruanos.

Si tuvieras el poder de regresar a la vida a un escritor ya muerto, ¿a quién elegirías y por qué (o para qué)?

Eligiría a Borges: para que gane el Nobel y para escuchar sus
boutades e incorrecciones políticas en estos tiempo de memez política.



2.12.09

Clones y orígenes, 2

La imitación como acelerador y como freno

Hablemos de
covers. Me llama la atención la suerte diversa de dos canciones de los Beatles, posiblemente de similar fama, pero de distinta acogida en cuanto a covers se refiere: Yesterday (1965) y Hey Jude (1968), ambas de Paul McCartney.

A
Yesterday se la reconoce habitualmente como la canción más recreada de la historia, con 1600 covers según el Guiness Book of Records, y cerca de 3000 según otras fuentes.

Los artistas que han hecho
covers de Yesterday, además, parecen venir de campos muy diversos: están los héroes del R&B y el soul, como Ray Charles, Smokey Robinson and The Miracles, The Supremes o Marvin Gaye; están los íconos del jazz como Count Basie, Oscar Peterson, Sarah Vaughan o Ellis Marsalis; están los crooners legendarios como Tony Bennet, Frank Sinatra o Tom Jones.

En la lista hay más de un nombre relevante del rock americano, como Elvis Presley, Joan Baez, John Denver o Bob Dylan (que nunca llegó a lanzar el
cover que grabó); algunas estrellas del mundo latino: José Feliciano, Cheo Feliciano; y una larga nómina de artistas de otros géneros, como LeAnn Rimes, Marianne Faithful, Cilla Black, Nana Mouskouri, The Seekers y, en polos opuestos, Boyz II Men y Plácido Domingo (la del español es sin duda la versión más insoportable de todas).

Hey Jude, en cambio, ha sido objeto de pocos covers de artistas reconocidos; si buscan en iTunes, por ejemplo, encontrarán decenas de versiones musak o producidas por bandas-tributo, pero poco de lo otro. Las excepciones son los covers ensayados por Joe Anderson, para la película Across the Universe (formulaico, muerto, enteramente imitativo y sin personalidad); Duane Allman; Grateful Dead, sólo en vivo y muy parcialmente; y, eso sí, cuatro jazzeros importantes: Maynard Ferguson, Sarah Vaughan, Woody Herman y Count Basie. En la mayor parte de los casos, se trata de versiones exclusivamente instrumentales.

En 1984, cuando McCartney regrabó muchos de sus éxitos beatle como
soundtrack para una mala película suya llamada Give My Regards to Broad Street, con Ringo Starr en la batería, hizo él mismo su único cover de Yesterday en estudio, cambiando prácticamente nada. El plan original incluía grabar una nueva versión de Hey Jude, pero Ringo se opuso.

¿El argumento de Ringo? Según él,
Hey Jude no era simplemente una canción sino una suerte de happening que no resultaba justo replicar en otras condiciones. El contra-argumento del autor, McCartney: Hey Jude era una canción como cualquier otra, y no había motivos para no reintentarla. Finalmente, el cover no fue hecho.

Curiosamente, parece que la idea de Ringo fuera la de casi todos los artistas del rock que alguna vez hayan sido tentados por la posibilidad de ensayar sus propias variantes de Hey Jude.

¿Qué tiene Hey Jude que no tiene Yesterday? ¿Por qué Yesterday se presta tan fácilmente a la reproducción, la imitación, el nuevo ensayo, mientras que Hey Jude parece empecinarse --con éxito, además-- en conservar su aura, su marca de producto único, irrepetible?

La primera respuesta que lo tienta a uno es la más fácil: será tal vez que
Yesterday es más fácil de imitar, por convencional. Dylan, de hecho, años antes de grabar su propio cover, declaraba a los cuatro vientos que Yesterday no era nada especial y que cualquier paseo por lo archivos discográficos de la National Library permitiría encontrar decenas de temas del estilo Tin Pan Alley tan buenos o mejores.

¿Quizá
Hey Jude es demasiado diferente para generar imitaciones? ¿Cómo competir con esos cuatro minutos de coda, con las tres decenas de instrumentos que van ingresando poco a poco en el tejido de la canción, con los aullidos de McCartney que caen perfectamente en cada nota, con el ambiente ritual y el espiral mántrico?

Pero no. Si el aire
sui generis de una canción la hiciera (casi literalmente) inimitable, no habría cómo explicar otros casos. Paint It, Black, de los Rolling Stones, ha sido objeto de covers de centenares de artistas absolutamente disímiles, desde U2 o Blondie hasta Azúcar Moreno; desde Echo & the Bunnymen hasta Duran Duran y The Residents.

Sympathy for the Devil, una canción enormemente original en su momento, con su espíritu afro y su ritmo de seudo-samba, ha sido rehecha por Roxy Music, Jane's Addiction, Tiamat, Guns N' Roses, Ozzy Osbourne y Pearl Jam, entre otros muchos músicos.

En otro campo, ¿por qué la
Gioconda, L'Ultima Cena, Guernica, American Gothic o Las meninas son objeto de imitación, de cita o de parodia con mucho más frecuencia que Les Demoiselles d'Avignon, El bautismo de Cristo del Greco o El jardín de las delicias del Bosco, que no son menos célebres ni menos icónicas? ¿Por qué tantos poetas escriben imitaciones de Catulo o de Propercio (quien, en el siglo veinte, luego del monumental esfuerzo de Pound en su Homage to Sextus Propertius, fue también objeto de libres y libérrimas recreaciones de poetas como Jaime Gil de Biedma, Ernesto Cardenal o Rodolfo Hinostroza, para citar sólo autores de nuestra lengua), y cada vez menos toman como mentores, en cambio, a los dos compinches de Propercio, Galo y Virgilio (que tuvo su mejor reingreso en los charts con un par de heterónimos de Pessoa)?

Quizá este último tipo de pregunta sea peculiarmente iluminador: no se imitan, copian, parodian, citan o rehacen las formas de unas determinadas obras de arte porque el imitador, el epígono o el reformulador las reconozcan como centrales o especialmente bellas, sino porque las reconoce cercanas, apropiables, inclinadas en la misma dirección en la que él quiere caminar: cuando se hace bien, el rescate recoloca el arte de un momento pasado en el presente y como un puente al futuro.

Eso, sin embargo, no quiere decir que los objetos que dan origen a la reelaboración sean obras adelantadas a su tiempo (ese objeto mágico que tanto le gusta mencionar a tanta gente): precisamente, en el mejor de los casos, lo que llamamos arte adelantado a su tiempo no es sino arte legitimado a posteriori, desde un futuro que perfectamente podría no haber llegado nunca y que, irónicamente, existe en gran medida como rehechura de artes pasadas.

Ahora bien, yo tengo la impresión de que una tradición musical que prefiere hacer 3000 covers de
Yesterday antes que intentar algo interesante con Hey Jude, no está precisamente abismándose con dirección al futuro a la velocidad de la luz, pero supongo que esa es una de las dinámicas de cualquier tradición artística, la pausa, el reconocimiento y la asimilación antes del siguiente paso.

Imágenes: el video de Hey Jude; Marianne Faithful; Paul McCartney y Ringo Starr; los Rolling Stones por Godard; Ezra Pound por Avedon.



1.12.09

La novela de las 100 palabras

Concurso de Puente Aéreo: primera edición

Hay novelas-
tweet dando vueltas por Internet. Por ejemplo, novelas de misterio hechas de microcapítulos con menos de ciento cuarenta caracteres cada uno, algunas veces construidos no por un solo escritor, sino por varios en diálogo.

Puente Aéreo plantea un concurso en un campo relacionado pero distinto. No se trataría de un premio a la mejor novela escrita siguiendo el procedimiento anterior. La idea es otra.

Se trata de
un concurso que premiará al mejor resumen de una novela clásica, resumen que no deberá tener más de cien palabras.

¿Los antecedentes? Umberto Eco escribió una célebre síntesis del
Ulises de Joyce en dieciséis líneas, y antologó en un ensayo otros resúmes clásicos: uno de Crimen y castigo hecho por Alberto Moravia, otro de Robinson Crusoe ensayado por Italo Calvino, etc.

El Huffington Post, desde hace semanas, tiene abierta la convocatoria para un concurso de resúmenes de novelas que no excedan los ciento cuarenta caracteres, es decir, las dimensiones de un
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Dieciséis líneas no parece demasiado reto para los hábiles lectores de Puente Aéreo. Pero ciento cuarenta caracteres es un abuso de minimalismo. Por eso me decido por una medida intermedia: cien palabras.

Las novelas elegibles para concursar deberán ser clásicos en el sentido coloquial de la palabra: novelas famosas del pasado, reconocidas en el género, sin importar en qué tradición, en qué lengua, en qué periodo, exceptuando sólo los últimos veinte años.

Si en algún caso asoma la duda, el jurado (ok, yo y un par de amigos) tendrá la potestad de decidir la validez o invalidez del texto elegido por un concursante como objeto de su resumen.

Las bases (en resumen):

1. Puede participar cualquier persona excepto el administrador de Puente Aéreo o los miembros del jurado (que será anunciado en los próximos días).

2. Los textos participantes deberán estar escritos en español y no exceder las cien (100) palabras.

3. Los textos deberán ser resúmenes de novelas célebres de cualquier tradición, publicadas antes del año 1989.

4. Los textos pueden remitirse de dos maneras:
a) Directamente al blog Puente Aéreo, como comentario a este post o a cualquier otro post dedicado al concurso que aparezca en lo sucesivo. No se admitirá oficialmente en el concurso ningún texto anónimo (por razones obvias: se necesita un ganador con identidad propia).

b) Al correo gfaveron@gmail.com. En este caso, el texto será colocado por el administrador de Puente Aéreo en alguno de los posts dedicados al concurso. Si el remitente prefiere no ser identificado, se respetará su elección. Pero, en caso de ganar, su identidad sí será dada a conocer. Por lo tanto, el remitente deberá identificarse pertinentemente al enviar su correo electrónico.
5. El plazo para remitir los textos vence el 15 de enero. El nombre del ganador se dará a conocer el 30 de enero.

6. El premio será, por supuesto, la gloria pasajera, pero vendrá acompañado también por una colección de libros que compilen la narrativa breve
completa de los escritores Abelardo Castillo, Antonio di Benedetto, Jose Maria Eca de Queiroz, William Faulkner y J.G. Ballard.