31.3.10

Fanáticos

El diablo en campaña

Consideremos la verosimilitud del siguiente personaje. Es un italiano de Modena, un joven virtuoso y creyente y que, siguiendo los pasos de muchos en su pueblo, y acaso también en su familia, ingresa en un seminario y se ordena sacerdote a los veininueve años.

Tiene vocación de teólogo y escribe barrocos tratados sobre la pureza de María. Pero lo atrae también --difícil explicar de qué manera precisa-- la demonología: las noticias de posesos y endiabladas, de mujeres y hombres en apariencia normales que una mañana se despiertan llenos de un espíritu ajeno y maléfico.

Pasan años de trabajo pastoral: misas y comuniones, extremaunciones, sermones cada vez más vibrantes y cada vez un tanto más oscuros, pero atractivos para la fe de su rebaño. Habla del trabajo maligno del diablo en la tierra, de las tentaciones a que somete a cualquier hijo de vecino, de los falsos placeres que ofrece y que no pocas veces otorga.

Se decide a explorar ese mundo paralelo. Su mentor es un anciano sacerdote, el exorcista oficial de la Diócesis de Roma, a quien un viejo santón católico ha distinguido con sus halagos. El santón murió hace muchos años, llevando los milagrosos estigmas de Cristo en manos y pies; un día lo desenterrarán y su cuerpo estará casi intacto (salvo la frente, hendida y putrefacta).

El sacerdote de Modena estudia meses y años con el anciano exorcista. Tiene ya más de sesenta años cuando la jerarquía lo reconoce como oficioso actuante en esa misma lidia perpetua entre la Iglesia y Satanás. Ahora, él también es un exorcista, y un tiempo más tarde ocupa el puesto de su maestro: exorcista oficial en la capital universal del pueblo católico.

Su maestro había acostumbrado a la grey a un ritmo enloquecido de trabajo: recibía a setenta u ochenta personas diariamente, en muchos de ellos hallaba las marcas inconfundibles de la posesión demoniaca: exorcizaba por rutina, sin aspavientos. El sacerdote de Modena había aprendido el oficio y las astucias del oficio y pronto su labor hace olvidar la ausencia de su maestro.

El sacerdote de Modena escribe varios libros. En uno de ellos deja establecido el alcance numérico de su trabajo: en los treinta y cuatro años de su lucha con el diablo, escribe, ha exorcizado a setenta mil personas. Dos mil exorcismos cada año; más de cinco exorcismos cada día: setenta mil hombres o mujeres posesos, setenta mil batallas con la oscuridad, setenta mil duelos con Lucifer y sus legiones.

El sacerdote de Modena se llama Gabriele Amorth, exorcista oficial en la ciudad de los césares y de los papas. Tiene 86 años. Su nombre aparece en las noticias cada cierto tiempo. Él fue el primero en advertir que Harry Potter era el diablo enmascarado. Y ha sido el primero en decir, apenas hace tres días, que en los miles de casos de abuso sexual de menores en el seno de la Iglesia Católica, las culpas no son de los pedófilos, sino del demonio.

No ha sido el primero en decir que el verdadero mal no es el abuso en sí, sino el uso que de él hace la prensa mundial. Sí ha sido el primero, sin embargo, en señalar con su nombre al artífice de la conjura. Es Satanás. Satanás, dice el padre Gabriele Amorth, le dicta las noticias al oído a los periodistas, él empuja a los curas pedófilos a violar niños, él pone a esos niños en el camino del escarnio, él mueve los hilos necesarios para que el caso atraviese las fronteras del silencio eclesiástico y llegue a las primeras planas.

Satanás es el responsable. No las bajas pasiones de un adulto colocado en una posición en que es capaz de manipular la mente y el cuerpo de hijos de familias ajenas con impunidad. No la ordenanza eclesiástica que en 1962 decidió que los delitos sexuales originados en el confesionario se trataran siempre de manera secreta dentro de la Iglesia.

Tampoco es responsable la Congregación por la Doctrina de la Fe, que ya en manos del actual papa extendió esa ordenanza para conciliar y esconder bajo ella todo crimen cometido en el interior de la Iglesia que involucrara pedofilia y todo entredicho que involucrara alguna forma de homosexualidad (la homosexualidad en sí es abominable para la Iglesia). El culpable es Mefistófeles.

El padre Gabriel Amorth (que nadie le haga notar que su nombre es un anagrama de "A Mirage Brothel" y "The Mega Liar Bro") es un involuntario ejemplo de muchas de las cosas que han estado mal desde siempre en la Iglesia Católica: de la mano del afán de inculcar el sentimiento de culpa en todos sus seguidores, viene ese impulso mentiroso, incivil, arrogante y fantástico por evitar a toda costa el reconocimiento de las culpas de la Iglesia misma.

¿Imagino que Satán me ha dictado este post?

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29.3.10

10 preguntas

A ver cuáles respondemos en los próximos días



Puente Aéreo existe desde hace cuatro años y medio. Cuando lo abrí, no tenía mucha idea de qué cosa era un blog y después de todo este tiempo sigo un poco despistado al respecto. Lo creé con tan poco cuidado que no me tomé siquiera el tiempo para verificar que el url estuviera escrito correctamente (no lo estaba y no lo está).

Se me ha convertido en una suerte de caótico diario de viaje y cada cierto tiempo me olvido de él y lo dejo morirse de hambre por puro descuido. Entonces me pregunto si en verdad tiene sentido continuarlo y la respuesta invariablemente es que, en todo caso, no tiene sentido descontinuarlo: hacerlo sólo serviría para convertir mi descuido en norma, y no me gusta la idea.

Varias veces se me ha acusado de querer fallar ex cathedra desde aquí. Quienes lo dicen olvidan que un blog no es precisamente el lugar oficial para arbitrar sobre casi ningún campo en este mundo. Y olvidan también que con más frecuencia Puente Aéreo sirve para soltar preguntas que para contrestarlas.

Esa es la otra cosa: ¿para que cerrarlo cuando todavía flatan tantas preguntas que formular? Se me ocurren algunas que debería dejar aquí en las semanas próximas. Por ejemplo: ¿qué sentido tiene hacer preguntas y nunca responderlas y por qué, al mismo tiempo, querer responderlas siempre suena a exceso de arbitrariedad?

Otras preguntas:

1. Si Roberto Bolaño es el último escritor latinoamericano, ¿qué cosa son todos los demás escritores latinoamericanos?

2. Si a los novelistas de las últimas generaciones ya no les interesa escribir "la gran novela", ¿entonces por qué nos debería interesar a los demás leer las novelas que escriben?

3. ¿Es Bob Dylan a Dylan Thomas como Palito Ortega es a Ortega y Gasset?

4. En la misma vena: ¿por qué nadie me dijo nunca que Caro y Cuervo eran dos personas y no una misma?

5. Si Miguel Gutiérrez publica en Alfaguara, ¿qué papel juega su obra en la gran conspiración editorial imperialista para someter al tercer mundo?

6. ¿En qué estaba pensando Guamán Poma cuando se mandó a escribir una carta de mil páginas y por qué no la estudiamos como literatura epistolar?

7. ¿En qué momento y por qué se dejó de leer a Ciro Alegría y por qué se ha vuelto a poner de moda Manuel Scorza tantas veces?

8. ¿Es Mario Bellatín más peruano que Ramón el Loco Quiroga o es más mexicano que Tania Libertad?

9. Si ha sido tan natural aceptar a Daniel Alarcón como escritor peruano, ¿qué pasa con Marie Arana, la autora de American Chica?

10. A estas alturas de la vida, ¿estará vivo todavía el hombre que mató al Esclavo?

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27.3.10

¿Y los francotiradores?

La doble identidad de los eternos sublevados

En tiempos remotos, Mario Vargas Llosa describió al escritor como un permanente francotirador, un observador en eterna rebeldía, un inconforme, a la vez un voluntario y trágico marginal condenado a la protesta perpetua.

No muchos años más tarde un grupo de poetas peruanos, los de Hora Zero, juraron sobre el futuro agujero de sus propias tumbas demoler y hacer volar por los aires el espurio edificio de la literatura peruana, maniatada por la tradición moribunda, y momificada en el canon oficial.

Hasta hoy mismo, Oswaldo Reynoso camina sobre una peculiar cuerda floja: por un lado, cada vez que puede describe la realidad peruana con el torpe léxico que Abimael Guzmán le inculcó a sus seguidores (la "guerra popular", que era la guerra del "pueblo" contra el Estado) pero también celebra ser un autor de cabecera en todos los colegios nacionales del Perú.

Los señores de Hora Zero pasaron de aquello a hacer campaña para que el Estado los reconociera como figuras estelares del mismo canon que una vez quisieron hacer estallar y desaparecer. Mario Vargas Llosa empieza a proyectar un museo a la medida de las amnesias con que el gobierno aprista quiera infestar la memoria colectiva peruana. (Ojalá no sea así: aún está a tiempo).

Y Oswaldo Reynoso sonríe complacido porque sobre él brillan los reflectores de la Casa de la Literatura Peruana, ese flaco mini-market cultural, parque temático de la literatura fagocitada por el Estado, hecho de salas vacías, imágenes de cartulina y seudo-bibliotecas sin libros, colocado tras el Palacio de Gobierno del mismo modo en que todas las casas de la Lima cavernaria colocan el "cuarto del servicio".

¿Por qué tantos escritores, en cierto momento de sus carreras, sienten que ya no hay que guardar las formas y se dedican simplemente a trabajar por la propia fama, el propio reconocimiento y la propia falsa y magra eternidad (en el caso de Hora Zero o Reynoso)? ¿Por qué otros tantos sienten que cualquier pequeña coincidencia coyuntural en lo político justifica regalarse, regalar su prestigio y legitimar con él lo ilegitimable (como en el caso de Vargas Llosa y su relación con el gobierno de García)?

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24.3.10

Segundo reto poético

Eduardo González se pone espeso y le respondo

Como hizo más o menos un año atrás, Eduardo González ha vuelto a enviar un reto poético a este blog. Pero esta vez su poema-afrenta no me involucra sólo a mí, sino a casi todo el espectro blogueril peruano. Lo copio aquí debajo, y debajo de su poema, coloco mi respuesta.

Quienes quieran coger el guante y contestar, pueden hacerlo. Sólo recuerden que las mismas normas habituales del blog están vigentes: nada de agravios que impliquen un lenguaje discriminador de ningún tipo. Ah, y se trata de poemas a la antigua, que sigan alguna forma tradicional reconocible (sonetos, romances, décimas, etc.).

El reto
Por Eduardo González

¡Vayan saliendo de a uno!
Salgan en mancha nomás…
Yo los vengo a hacer canejo
Con mi pluma y con mi puño

Faverón, Salas, Rendón
Dintilako y otros lastres,
Tanaka, Gamio, desastres
Del alma humana, Ybarrón,
Ocram, Thays y el jorobado
A todos les lanzo el guante
Porque ya no hay quien aguante
De sus blogs el desgraciado
coro de ladrar perruno,
¡vayan saliendo de a uno!

Uno se dice “ojetivo”
Otro ataca a Jildebrán
Parece mentira, ¿no habrán
Crestianos con buen motivo
Pa’ cerrarle el pico a quien
Teoriza mil lindezas
Tortura nuestras cabezas
Y siempre escribe hasta el cien?
Les meto un tacle en su atrás,
Salgan en mancha nomás…

¿“Comprometido”? ¡Su abuela!
Borgiano Salas? ¡Pa’ juiiira!
Ya los he puesto en la mira
Les duela a quienes les duela
No hay uno peor que el otro
Porque todos son verija…
Perdonen que me corrija:
Favero debe ir al potro
O a La Mula, so… cangrejo
Yo los vengo a hacer canejo

De Lima, Coral, Godoy
Rocío Silva, Frisancho
Mi verso más rudo ensancho
Pues de todos esos soy
El enemigo jurado
A todos los basurizo
Los okupo, los erizo
Les “ojetivo” el costado,
Los pulverizo cual chuño
Con mi pluma y con mi puño.


Respuesta a González en dos sonetos
Por Gustavo Faverón


I

A Dios se le interpuso Lucifer,
a Aníbal Barca la horda de Scipión,
a Saladino el rey que llaman León,
a Lanzarote el señor de Guinevere.

A Roma el Huno, el Cid a Berenguer,
a Áyax, Héctor, Europa a Napoleón,
a César el frontero Rubicón
y a toda Hispania la tropa bereber.

A Ricardo el León, un Saladino;
a Moisés un mar en el desierto
y a San Miguel las huestes abismales.

¿Si a todos ellos otorgó el destino
un rival de temer, no un medio muerto,
por qué a mí me tocó Eduardo González?

II

Será que mi destino es cruel falacia,
será que Dios se burla de mi vida,
será que algún guasón toma la brida
del caballo en que cabalga mi desgracia.

¿O será que no entiendo yo la audacia
del sino que me manda esta embestida?
¿O será que mi suerte merecida
es hacerle a González la eutanasia?

Acepto el reto, González, ya que toca
despeñar mi futuro en esta roca
y colocar mi honra en el armario.

Demuestra tu talento, que no es mucho,
yo haré de tu cuerpo un anticucho
y picarón tu verso estrafalario.


18.3.10

Más Kapuscinski

Y "la verdad de las mentiras"

Las respuestas al post sobre Kapuscinski reprodujeron las de los dos bandos que ya el mismo post mencionaba.

Primero, quienes sostienen que nada de lo dicho es demasiado relevante porque el polaco era ante todo un artista, en cuyos libros buscábamos una emoción y una empatía ante las circunstancias descritas, no enterarnos de los hechos que conformaban esa circunstancia.

Y luego el bando de quienes piensan lo que yo mismo afirmé en el post. Es decir, que en lo revelado sobre Kapuscinski hay algo grave, la violación de un pacto elemental: el tácito pacto por medio del cual un cronista le ofrece a su lector no testimoniar lo que no atestiguó, no inventar lo que no sucedió, no usurpar la posición que no tuvo.

Eduardo González, entre los primeros, anota que lo que hace Kapuscinski es "decir verdades a caballo entre la observación sociológica y la intuición literaria". Alguien más alude a lo que Vargas Llosa llama "la verdad de las mentiras": aquella suerte de "verdad" producto de una intuición que ha de hallarse en un texto ficcional.

Ambos, finalmente, colocan la obra de Kapuscinski más en el terreno de la ficción que en el de la crónica como información veraz. Oponen, de ese modo, al concepto de veracidad del texto periodístico el de verdad intuida en y por lo ficcional.

Son famosos los pasajes en que Genette, primero, y luego, basándose en él, Paul de Man, elaboran la idea de que la sola adecuación literaria de un elemento real a los principios de coherencia estilística y de armonía textual implica ya el tránsito de lo real (por ejemplo lo autobiográfico) a lo ficcional (por ejemplo la novela autobiográfica).

El ejemplo que ambos proponen es la adecuación de la materia biográfica a la novela en Proust, pero nosotros podríamos buscar casos más cercanos. Por ejemplo, la estructura formal de El pez en el agua, de Vargas Llosa. Ese libro propone, como correspondencia para cada momento del presente histórico, un momento paralelo del pasado biográfico, contaminando la memoria de ficción. Pero, a diferencia de las crónicas de Kapuscinski, el libro de Vargas Llosa siembra alertas: El pez en el agua incluye pasajes literales de La tía Julia y el escribidor, cuya presencia permite al lector intuir el tránsito de un registro al otro y con ello le confiesan la peculiar intersección.

Así de variable es la naturaleza del pacto al que me referí: no es el burocrático "pacto autobiográfico" de Philippe Lejeune, aunque algunos de sus elementos se asemejan: Kapuscinski publicó mucho de su trabajo en revistas que a su vez lo ofrecían como el relato presencial de un testigo sobre unas circunstancias comprobadas; y eso ya implica una burla a la confianza del lector cuando lo que se le da no es una realidad atestiguada ni, siempre, un hecho razonablemente investigado.

Más interesante, y también más difícil de determinar, es la idea de que existe una "verdad de las mentiras", más trascendente que el simple dato fidedigno, más aguda que él porque es capaz de atravesar la dimensión de lo probado e incluso de lo especulado para aparecer como un rescate directamente tomado de lo real. Y más mágica, también, porque implica no sólo la existencia de un conocimiento intuitivo en el texto que el autor nos entrega, sino además nuestra propia intuición de ese conocimiento, y la coincidencia, aunque sea fugaz, de ambos.

Tan fuerte es el poder de esa doble intuición que hay quienes están dispuestos a negar que exista la verdad en el mundo pero no están dispuestos a abandonar la idea de que existen verdades intuidas en las ficciones. Verdades que, de algún modo más o menos claro, y casi siempre menos que claro, son capaces de vencer hasta las proclividades ideológicas de su autor. Por eso estamos dispuestos a encontrar verdades de ese tipo incluso en ficciones escritas por personas de las creencias más aberrantes para nosotros, y dispuestos también a justificar nuestro hallazgo; así es como Jünger o Celine nos pueden decir verdades trascendentes y nosotros no sentimos que hemos caído en la red del fascismo, por ejemplo.

Pero reconozcamos una cosa más. Es más frecuente que encontremos esas verdades en textos que ideológicamente no nos propongan el esfuerzo adicional de saltar a la garrocha nuestra ideología. Es más posible y menos costoso intelectualmente hallarlas en textos escritos en nuestro lado de la frontera ideológica, o al menos en sus inmediaciones.

Supongo que eso se debe a que nuestro uso de la categoría "verdad" es, en el caso de las verdades intuitivas de la ficción, aun más arbitrario que en otros: lo que llamamos verdad es en la mayoría de los casos la coincidencia entre nuestra posición ideológica y la posición ideológica del texto (o la consciente posición ideológica del autor, que no siempre coincide con la de su texto). Para mí, por ejemlo, será más fácil hallar esas verdades en Orwell que hallarlas en Jünger.

Pero volvamos a Kapuscinski y recordemos una cosa: que el estatus ficcional con que se quiere ver sus textos no es el estatus con que él los presentó, ni el estatus con que fueron leídos la primera vez. Es un estatuto que se les quiere dar a posteriori, ante la revelación de que incluyen hechos, datos y relatos salidos de la imaginación del autor.

También en Kapuscinski, sin embargo, como apunta Eduardo, los lectores descubrían, descubren, esas verdades intuitivas que uno encuentra en los textos ficcionales. Pero ya sabemos que ese ejercicio será inmensamente más sencillo y directo (más instantáneo, con la rapidez que la crónica ofrece) si primero encuentro que existe una coincidencia entre mi mirada ideológica y política sobre el mundo narrado y la mirada del texto.

Aquí es cuando viene la deslealtad que encuentro en los casos en que la crónica falsea los hechos y añade a los datos verificables datos imaginarios: cuando leo una crónica yo descubro casi en simultáneo lo que creo que son los datos de la realidad y la posición que la crónica asume ante ellos, y luego la comparo con la mía, todo ello, claro, en un ejercicio sordo y silencioso, automático, inevitable pero a la vez azaroso en el modo en que se produce.

Si la verdad verificable ha sido sustituida o ensanchada o travestida o simplemente modificada por agregados imaginarios, mi ya escaso contacto con la primera se diluye hasta desaparecer. Mi mirada sobre el mundo coincidirá con la del texto (y encontraré, entonces, verdades en él) pero eso será producto de un artificio narrativo. Estaré reconociendo empáticamente mi coincidencia ideológica con el texto, pero acerca de un mundo que el texto no me ha revelado, sino que ha inventado para mí. Lo que he llamado "verdad", así, se confina al interior del texto, aunque yo crea que es una verdad acerca del mundo fuera de él.

Y quizá ese suela ser el caso con la mayoría de los textos ficcionales; pero, ¿debería ser el caso con uno que no se ofrece dentro de ese marco?

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14.3.10

La verdad y Kapuscinski

La denuncia de Artur Domoslawski contra su maestro

La gran ventaja que disfrutan los autores de crónicas sobre los autores de ficción es que por lo común los primeros no sienten la necesidad de decir algo que suene verosímil: les basta con apoyarse en la premisa de que es verdadero.

Pero esa excusa no se las proporciona la realidad, como ellos parecen creer las más de las veces: se las proporciona el género dentro del cual escriben.

Es decir, el aire de veracidad de las crónicas, que las exime de esforzarse en la verosimilitud y de sonar veraces, no les viene del hecho de que narren cosas reales, sino del hecho de presentarse como periodismo, y, por tanto, como un relato de la realidad.


Si esto es cierto, y creo que lo es, la mayor traición posible en las obras del género va por allí mismo: refugiarse en las expectativas del lector, en la etiqueta de "crónicas", en el perfil de la publicación que las acoge, para no decir la verdad, o, al menos, lo más parecido a la verdad que le sea posible contar.

Ryszard Kapuscinski, según parece demostrado a estas alturas, fue uno de esos cronistas que no siempre sienten la necesidad de decir lo que ven, sino que prefieren decir lo que imaginan. Artur Domoslawski, su ex-discípulo, ha publicado un libro que no sólo sugiere esto, sino que investiga y señala una buena parte de esas libertadas que Kapuscinski se tomó frente a los hechos.

La biografía de Kapuscinski escrita por Domoslawski, según recuenta
The Guardian, asegura que el célebre periodista polaco, más de una vez, afirmó en sus crónicas haber presenciado circunstancias en las que estuvo ausente, modificó hechos, inventó pasajes y fragmentos que hizo pasar por datos positivos, y, "conquistado por una idea literaria", sucumbió al impulso de fraguar falsedades para beneficio de la estructura, el sentido o la idea crucial de sus escritos.

El debate inevitable ha formado ya bandos predecibles: los que denuncian a Kapuscinski por deslealtad a su oficio y los que justifican la anomalía declarando que Kapuscinski escribía un tipo de ficción seudo-testimonial y que simplemente se tomaba las licencias de cualquier artista.

Hay un problema con la primera postura y varios problemas con la segunda. El de la primera es que, a estas alturas, tras la huella del
new journalism y el periodismo gonzo, y la conversión de la crónica en un género más espectacular que literario y más literario que periodístico, las expectativas sobre cuál es el oficio del cronista suelen dejar muy abajo en su jerarquía la noción del reportaje como relato veraz.

El problema con quienes sienten que Kapuscinski fue un notable escritor con derecho a todas las licencias de todos los notables escritores es que, hasta donde sé, las obras de Kapuscinski nunca se declararon parte del mundo de la crónica como impresión eminentemente subjetiva y a caballo entre lo real y lo ficticio. Y, por ello, parte de la mundial aceptación de sus crónicas provino siempre del hecho de que iluminaban realidades sociales, políticas e históricas con una luz transparente.

Por supuesto, también las novelas de Tolstoi y las de Vargas Llosa iluminan complejamente realidades históricas; por supuesto, también con Kapuscinski, como con Tolstoi y con Vargas Llosa, sabemos siempre que hay que desmadejar el hilo de la ideología, la subjetividad y la inclinación política antes de descubrir qué luz es esa luz.

Pero con Tolstoi y con Vargas Llosa sabemos que la historia misma es información oblicua, que necesita interpretación, mientras que Kapuscinski nos dijo siempre que en ese grado cero, en ese nivel elemental --¿qué pasa, qué pasó, cuáles fueron los hechos?-- él estaba haciendo lo posible por ser fidedigno y acucioso, severamente veraz: que los hechos de sus relatos eran hechos positivos, empíricos; que si alguna perturbación mediaba entre la realidad y el relato, era sólo la inevitable desviación de lo humano, de las subjetividades de lo humano y de su lenguaje.

El trabajo forense, el desentierro de la realidad en las ruinas de la realidad, la arqueología del presente: eso, suponíamos, era hecho por Kapuscinski dentro de las limitaciones que el periodismo impone, de buena fe, sin alterar conscientemente, sin decir lo que no es. Los lectores que encumbran sus obras lo hacen suponiendo que en su centro está el difícil equilibrismo de lo estético sobre una materia crucial en la medida de lo posible inalterada.

Saber que ese equilibrio era burlado cada vez que primara en el autor el deseo esteticista y el afán por la redondez o por la ambigüedad o por la búsqueda de la imagen perfecta, demanda una relectura y una reevaluación: Kapuscinski no puede pasar de ser ensalsado como cronista a ser alabado como novelista, así sin más, tras una revelación en la que se quiera desconocer el error ético, como si fuera irrelevante.

Las excusas excesivas

Por supuesto, no faltará el ingenuo que salte a declarar que no existe tal cosa como un límite entre la realidad y la ficción, y, despistado, lo hará pensando que su reivindicación no es absurda sino postmoderna. Acto seguido, opondrá todos los argumentos que ustedes mismos acaban de repasar rápidamente en sus cabezas y algunos más, a saber:

Que los escritores
siempre falsean la realidad, que nuestra época se ha desprendido de esa limitación genérica, que buena parte de la obra de muchos artistas se construye equilibrada en ese mismo dudoso zigzagueo; que los artículos de Borges, que las novelas de Carpentier, que los ensayos de Piglia, que las vidas de Schwob, que las crónicas de Indias, que las relaciones medievales, que el periodismo gonzo, que Truman Capote; que no hay texto que no sea subjetivo y subjetivice la realidad; que Derrida ya explicó, que Baudrillard ya dijo; que ¿pero acaso no has visto The Matrix?; que en las páginas de De Man queda claro que.

El problema no es sólo que dos más dos son cuatro y que cada vez que lance una piedra al cielo acabará por caer a la tierra nuevamente: que, por lo tanto, podemos estar seguros de que en efecto existen cosas en el mundo que no dependen en absoluto de la ideología de mis discursos, mis construcciones y mis recuentos.

El problema es además que existen otros hechos. Que en Cuba hay presos políticos, que Sendero Luminoso mató a decenas de miles de personas, que los americanos lanzaron una bomba atómica en Hiroshima y otra en Nagasaki, que millones de ruandeses han muerto en pocos años, que los turcos persigueron a los armenios y que la casa real belga vivió de la sangre de los congoleses.

El problema, en otras palabras, es que hay demasiadas verdades en el mundo que no se vuelven falsas sin transgredir ya no las reglas de la lógica o de la física, sino las reglas de cualquier moral humana aceptable: el problema, digo, es que hay verdades morales. Y el problema, por último, es que ante el descrédito de la intelectualidad entre el lector de a pie, los periodistas se han vuelto los depositarios del oficio de decir la verdad, aunque su búsqueda sea ardua, sus resultados dudosos y su mérito disparejo.

Ahora, si resulta que tampoco los periodistas deben someterse al mínimo criterio de veracidad, amparándose en la idea de que el periodismo es un arte, ¿entonces qué queda?

¿Cuánta gente sabe todo lo que sabe sobre Etiopía, sobre Irán y sobre los últimos años de la Unión Soviética a partir de las lecturas de Kapuscinski? ¿Cuánto de lo que esa gente cree saber es producto de la imaginación de un cronista que no creyó que la fuerza de los datos positivos fuera suficiente, que tenía que maquillar, inventar, suponer y --sí-- también falsear? ¿No hay allí un pacto violado, una confianza despreciada y una lealtad vencida?

Kapuscinski escribió sobre los conflictos estudiantiles en México el 68, sobre la represión del régimen priísta y la brutalidad de Tlatelolco. Yo estuve allí, escribió. Pero sucede que no estuvo. Y acaso lo que dijo presenciar fuera cierto, pero él asumió una posición mentirosa, fingió haber visto lo que otros vieron, fingió haber visto lo que vieron los apaleados, los ametrallados: hubo centenares de muertos y millares de testigos, pero él no fue uno de ellos. Su crónica usurpa un lugar ajeno.

¿Eso es periodismo? ¿Eso es ficción? ¿Eso es mentira?

La diferencia entre ficción y mentira se construye enteramente sobre la clave de cada texto: las ficciones no reclaman ser verdad en el mismo sentido en que un atestado policial sí lo hace, como lo hacen las noticias y los disgnósticos sociológicos. El narrador de una ficción es siempre ficcional, el narrador de una crónica no: es una garantía de veracidad, es la señal que nos dice que lo que leemos fue experimentado o es reportado por alguien que quiere transmitirnos una certeza o una incertidumbre legítima. Cuando un texto escrito en la clave del testimonio o de la crónica se descubre como no veraz, no se convierte en ficción, se convierte en falsedad.


12.3.10

La escritora peruana y la tradición

De Clorinda Matto de Turner al porvenir

Clorinda Matto de Turner no fue una extraordinaria escritora. Fue una intelectual y, más precisamente, una activista de la intelectualidad, pero nunca una esteta, jamás una artista que centrara sus esfuerzos en conseguir una sofisticación formal interesante, o que se rompiera la cabeza buscando el giro preciso para una cierta idea o una cierta emoción.

Y sin embargo, es una figura importante. Una escritora en pie de guerra, consciente del poder de la palabra escrita y, en particular, del poder de la ficción realista para iniciar debates, instalar tópicos en la imaginación popular o propiciar las condiciones que pudieran llevar a un observador pasivo a convertirse en un participante activo de la vida pública.

En esa vena, Matto fue una pieza clave en el descubrimiento del poder político de dos de las vertientes narrativas axiales en nuestra tradición: el indigenismo y el realismo. Resulta difícil pensar hoy en escritores que trabajen en diálogo con la obra de la cusqueña, pero sería mezquino no reconocer que sus novelas apuntalaron la centralidad y la conjunción de esas dos corrientes.

Las palabras --los cuentos, las tradiciones, las novelas, las revistas-- que Matto de Turner dio a la imprenta fueron respondidas, desmentidas, contrariadas por sus contemporáneos de maneras muchas veces exaltadas y casi siempre abusivas.

Juan de Arona contestó a
Aves sin nido con epítetos que se dirigieron siempre a la autora más que al libro: "marimacho", "ignorante", "autora de mamarrachos". Cuando Matto de Turner, como directora de El Perú Ilustrado, publicó un cuento del brasileño Henrique Coelho Neto que se refería a la sexualidad de Jesús, la Iglesia excomulgó a Matto y ello a su vez sirvió de excusa para la prohibición de Aves sin nido.

Ya el año anterior la Iglesia se había enfrentado al presidente Andrés Avelino Cáceres en torno a la polémica desatada por esa novela. La Iglesia protestaba contra su publicación, mientras el presidente (padre de Aurora, una novelista de talento aun más moderado, que era parte del círculo de Matto y Juana Manuela Gorritti), defendía la libertad de la cusqueña.

Naomi Lindstrom (de quien tomo también las otras referencias) hace notar que incluso el mismo José Carlos Mariátegui optó por ni siquiera referirse a Matto de Turner en el capítulo de los
Siete ensayos dedicado al indigenismo literario, ensayo que, por otra parte, es radicalmente visionario por la forma en que prevé la llegada de un indigenismo visto y dicho desde dentro, el que habría de cristalizar más tarde en la obra de José María Arguedas.

La batalla de la mujer por ocupar un lugar visible en la literatura peruana, que no es sino otro terreno de la batalla por ocupar el sitio que le corresponde en la sociedad peruana, sigue viva y sigue siendo dura y difícil. Y la crítica tiene una tarea particularmente delicada en su observación del fenómeno y en sus juicios acerca de él.

Es evidente que el canon latinoamericano, y ciertamente el peruano, son masculinos. Lo son en su formación y en sus resultados. Sus nombres centrales lo demuestran: en nuestro caso, Garcilaso, Palma, Vallejo, Eguren, Arguedas, Ribeyro, Vargas Llosa. Acaso la única mujer consensualmente admitida en un club tan varonil es Blanca Varela, con el más que justo motivo de una obra consistente, singular, coherente y original; sin duda la breve obra narrativa de Laura Riesco merece un camino similar.

(En el 2007 la revista
Hueso Húmero desarrolló una extensa encuesta sobre este asunto, de la que emergieron dos listas, con diez nombres cada una, que reflejaban las preferencias de los encuestados ante la pregunta de cuáles eran los nombres cruciales en la tradición poética y la tradición narrativa peruanas. Entre los diez poetas, Varela fue la única mujer; entre los diez narradores no hubo ninguna).

En otros cánones nacionales latinoamericanos el asunto es semejante. Pero no en todos. Alguna vez escuché el argumento de que en las sociedades latinoamericanas menos rigurosamente machistas el canon literario incluye un número amplio de autoras mujeres. Argentina, por ejemplo, luego del paso adelante de Juana Manuela Gorritti, ha tenido a Silvina Ocampo, Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik, Sylvia Iparraguirre, Luisa Valenzuela, Griselda Gambaro, y siguen nombres.

Pero ocurre que hay sociedades latinoamericanas profundamente patriarcales y machistas que pueden ofrecer listas no menos impresionantes de escritoras que ocupan lugares incluso más relevantes en su tradición. En México, la posición central de escritoras como Rosario Castellanos, Elena Poniatowska, Elena Garro o Margo Glantz (o la importancia que se le asigna a otras contemporáneas como Carmen Boullosa o Cristina Rivera Garza) parece desmentir la idea de la directa correspondencia entre el machismo de la sociedad y el exclusivismo masculino del canon.

México, claro está, tiene en su historia literaria un rasgo del que todas las demás naciones latinoamericanas carecen: la piedra fundamental de su canon, el cimiento sobre el cual toda la tradición se ha levantado, lo colocó una mujer, sor Juana Inés de la Cruz, autora a cuya figura y herencia ningún Juan Ruiz de Alarcón hace sombra.

Sor Juana es en México lo que Garcilaso es en el Perú y eso ha hecho que desde siempre uno de los temas columnares de la literatura mexicana sea el de la posición de la mujer en la sociedad (incluso en la obra de escritores hombres), así como Garcilaso nos dejó la herencia fundadora de la discusión sobre el mestizaje, reavivada doblemente con el descubrimiento de la obra de Guamán Poma.

La Malinche, la Guadalupe, sor Juana: la tradición mexicana fue encadenando figuras femeninas en su historia de un modo que no se dio en el Perú. Eso ha dejado la figura de la mujer en una posición liminar o marginal entre nosotros, y es difícil suponer que la desviación pueda ser corregida fácilmente.

¿Cuál es el sentido de rescatar los libros de Matto, resucitar los de Mercedes Cabello, nacionalizar los de Juana Manuela Gorritti, desenterrar a Aurora Cáceres o a Teresa González de Fanning, cuando es evidente que la calidad de sus obras no les debería otorgar una posición canónica, al menos no si suponemos que el primer requisito haya de ser el estético y no el político o el ideológico?

Lo fundamental, creo yo, es empezar por no querer pasar gato por liebre: hay que aceptar que sus obras narrativas son de segundo o tercer nivel (y de cuarto y quinto en ciertos casos). No debería representar mucho esfuerzo, y hacerlo, además, no implica un sesgo sexista: la obra novelística de los hombre peruanos en ese mismo periodo no pasó de mediocre en casi ninguna ocasión (y la misma encuesta de
Hueso Húmero no incluye más que a un escritor de todo el siglo diecinueve: Ricardo Palma).

Lo siguiente, entonces, será reconocer algo que sobre todos los académicos queremos reprimir con frecuencia en el tercer sótano de nuestro subconsciente, pero que salta a la luz con sólo pasar los ojos por los libros adecuados: que el estudio de nuestra literatura de los siglos dieciocho y diecinueve es casi siempre interesante histórica, social, política y culturalmente pero no si uno quiere descubrir en ella las luces creativas del diecinueve europeo o norteamericano: porque simplemente no están allí.

Melgar no es Byron, Palma no es Hawthorne, Segura no es Strindberg, Chocano no es Whitman (Chocano no es ni siquiera Chocano). ¿Por qué habría de ser Matto una Austen o una Brontë para merecer el estudio y la centralidad que su rol en la historia literaria peruana le otorga?

Ok. Entonces, estudiar y reconocer pero sin maquillar y sin hiperbolizar su talento. El asunto no es manipular y disfrazar la calidad de nuestro pasado: el asunto es cómo repensar el canon de modo que se vuelva productivo hacia el futuro.

Es decir, hay que crear un espacio para la mujer en nuestra historia literaria, no porque haya sido deslumbrante en el pasado, sino porque sólo así podremos historizar (colocar en la historia, entender en contexto, situar en la tradición) la obra de las mujeres que escriben hoy y las que escribirán mañana.

¿Y dónde --en ese sentido histórico-- están situadas las mujeres peruanas que escriben hoy, en relación con nuestra tradición literaria? Yo tengo la curiosa impresión de que la posición liminar al que nuestro canon ha relegado a las mujeres, como en otros países de América Latina, ha llevado a muchas a establecer contactos tradicionales que superan lo nacional, lo que es en sí un gesto moderno y casi de vanguardia.

Reconocerse parte de la misma herencia de argentinas como Gorritti o Storni; de uruguayas como Agustini, Di Giorgio, Somers; de venezolanas como Teresa de la Parra; chilenas como Mistral y Bombal; mexicanas como Poniatowska o Garro, etc., ha conducido a muchas escritoras mujeres, peruanas y del resto de América Latina, a identificarse al menos parcialmente dentro de un tipo de tradición que los escritores hombres no construyen con distinción de género.

El fenómeno no es tan difícil de establecer; se puede explicar con simples ejemplos. Yo no conozco a ningún hombre que elija conscientemente a algunos de sus autores favoritos por el hecho de ser hombres como él (aunque inconscientemente la cosa sea distinta). Pero sí conozco una gran cantidad de mujeres interesadas en la literatura --escritoras, críticas o no-- que conscientemente acuden a los libros de Woolf o Stein o Colette o Plath o incluso Austen o Yourcenar o Beauvoir porque encuentran allí algo que les habla directamente, de una forma en que no les hablan otros libros.

Eso debería conducir (y quizá ya condujo) a la formación de una línea, o una serie de líneas creativas femeninas con una aspiración cosmopolita, a la vez que un reclamo comunal, marcado por el género y por la coincidencia histórica de una marginalidad de género. Peculiarmente, las mujeres pueden encontrarse reproduciendo la lógica que Borges atribuía a la posicion central y simultáneamente liminar de lo latinoamericano en el concierto de las literaturas mundiales ("El escritor argentino y la tradición").

El origen de esa tradición, por ejemplo, no lo podríamos entender sin estudiar los lazos directos que se establecieron en el siglo diecinueve con el activismo femenino internacional de escritoras como Matto, Gorritti o la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda. Ese es un rasgo del presente que sólo podremos comprender escarbando en el pasado, abriendo el canon a esos documentos cuyo valor artístico quizá no sea el mejor, pero cuya centralidad tradicional es notoria.

Al fin y al cabo, ¿a quién le importa defender un canon estático y alambrado, amurallado e impermeable? ¿No es mejor uno que nos ayude a seguir descubriendo?

Imágenes: Clorinda Matto de Turner, Aurora Cáceres, Blanca Varela, Teresa de la Parra, Sor Juana Inés de la Cruz, Laura Riesco.

6.3.10

Hildebrandt y Llosa

Sobre una lectura miope de La teta asustada

Que César Hildebrandt no sabe nada de cine es una verdad grande como una pantalla de CinemaScope; alguna vez me ocupé aquí mismo de mostrarlo, ni por corazonada ni por intuición sino con datos concretos.

Pero el hombre no se aguanta. Confunde su butaca dominguera con un púlpito y se manda a fallar ex cathedra, y entonces opina, opina y opina, sin argumento alguno, sobre películas que no comprende, como aquella que vez en que mencionó a
Little Man Tate, ese folletón de matiné dominguera de Jodie Foster, como una de las cumbres contemporáneas de la pantalla grande.

Su víctima más reciente ha sido una cinta peruana,
La teta asustada, a la que lanza dardos como nuestro señor Dadá lanzaba adjetivos: desde la maquinita del absurdo y con la forma del garabato.

Dice que la historia es tan "hiperbólica que hubiera requerido un registro realista que compensara tanto exceso". Y sin embargo luego apunta que "la señorita Llosa es una militante del realismo mágico" pero "tiene un problema: no es García Márquez".

A ver. Hildebrandt identifica el argumento como mágico-realista y exige que sea contado con un estilo y un entramado realistas, para compensar los excesos. Es decir, le pide al realismo mágico que no sea mágico, que sea realismo nomás.

Y a renglón seguido le pone como ejemplo a García Márquez. ¿Alguien conoce un caso más notorio de argumento, trama y registro más abiertamente hiperbólicos que los de las novelas mágico-realistas de García Márquez? ¿Le exigirá Hildebrandt moderación a
Cien años de soledad?

Esto lo digo rápidamente, para no desviarnos en una discusión que Hildebrandt no comprendería: Llosa no hace realismo mágico; sus historias de espacios clausurados y atmósferas fantasmales, con algo de cuento de hadas y más que una pizca de es horror bergmaniano, de imprecisa amenaza, son ante todo relatos góticos, es decir románticos y por lo tanto simbólicos. De hecho, sería un trabajo gigantesco descubrir
un solo rasgo mágico-realista en La teta asustada.

Es el afán de leerlo todo como realismo (llamémoslo afán para no llamarlo falta de imaginación), incluso cuando la obra se aparta adrede del realismo, lo que hace a Hildebrandt incapaz de comprender todo lo que hay en la cinta de simbólico: porque, claro, exigir un registro realista implica de inmediato colapsar el símbolo, convertirlo, a lo sumo, en señal metafórica. Y esa no es la forma de entender
La teta asustada.

Por ello a Hildebrandt le resultan incomprensibles esos "primeros planos voluntaristamente dramáticos y sin sentido" y esos "encuadres gaudianos, retorcidos" de los que habla en su artículo: ¿qué significado podría hallarles a las imágenes del absurdo, la deformación y el retorcimiento quien no entiende, para comenzar, que esas imágenes pretenden ser eso precisamente?

¿Cómo pedirle que interprete un símbolo a quien rechaza el valor de lo simbólico de antemano? ¿Cómo hacerle ver que todo simbolismo implica el descubrimiento de un vínculo entre un mundo sensible y un mundo espiritual, a quien piensa que el universo todo es explicable en un manifiesto real-socialista?

Claro, si se le exige realismo a lo que no quiere ser realista, es obvio que uno termine recriminando a la película por retratar "un país trágico que Claudia Llosa se ha empeñado en hacer cómico". Si se está naturalmente vedado de la capacidad de leer fuera del código realista, se acaba por pedir a toda obra lo que no intenta ofrecer en el plano literal (y se amputa sus planos subyacentes).

Por eso Hildebrandt critica que la cinta de Llosa eluda "rozar siquiera el origen de todo", es decir, en sus propias y redundantes palabras, "la raíz social" de "la escisión social". Él está esperando o bien un panfleto o bien una arenga, o acaso un diagnóstico sociológico.

El pasaje más sintomático del artículo de Hildebrandt es aquel en que se enfurece ante el absurdo de que, en la película, "una ricachona tenga su palacete junto a un mercado del Perú profundo --realidades encarnizadamente enemigas".

El mismo lenguaje de Hildebrandt en ese párrafo delata su inhabilidad para interpretar y nos deja ver lo obsoletas que son sus ideas sobre el Perú. Para Hildebrandt el gran problema es la irreconciliable "escisión social" entre un Perú pituco y lo que él llama "el Perú profundo". Entre los dos, para él, no hay otra cosa que lejanías y atroces beligerancias.

En la película de Llosa la distancia se anula, no sin violencia: el muro y el portón eléctrico de la casona no son una marca de frontera elitista, sino algo más patético y más patente: son la última defensa desesperada de la antigua Lima agónica ante la Lima del comercio popular y la emergencia y las nuevas reglas; no hay dunas y carreteras que medien entre ambos mundos: lo que Matos Mar llamaba "desborde popular" está allí, allí mismo, en las puertas de la casa, a punto de capturarla.

Probablemente Llosa no haya leído
La ciudad letrada, de Ángel Rama y probablemente Hildebrandt sí. Pero Llosa ha escrito el siguiente capítulo del libro y Hildebrandt sigue sin comprender la introducción: ese centro letrado que es el huerto cerrado de la pianista, refugio y galería del pasado aristocrático, militarista y terrateniente (todo eso está en los retratos de la casona) se va cayendo ante el impulso de esos anillos externos de antes, que ahora están a sus puertas, golpeándolas, a punto de acabar con ellas.

Hay en la literatura latinoamericana otra obra que juega con una parecida y apretada estructura:
Aura, la hermosa y terrible y también gótica nouvelle de Carlos Fuentes, en la que la casona fantasmal yace oscurecida por la sombra de los edificios del nuevo Distrito Federal.

¿Es la idea de Claudia Llosa falsamente progresista? Pues, obviamente, no: es una de las imágenes más sabiamente progresistas del arte peruano en muchos, muchos años. Lo que es terriblemente reaccionario es no sólo negarse a entenderlo, sino además ver ese retrato simbólico y microcósmico de la sociedad peruana y pensar que todo en él es "folclórico y apretado", que no hay personaje en la cinta que no exhiba "una estupidez cacasena -¿de origen viral, hereditario, antropológico?"

Eso lo ve Hildebrandt en la película, muy probablemente, porque eso mismo sin duda lo cree ver en todas las calles de Lima donde posa los ojos; de allí sus continuas pataletas ante la poca civilidad de esa nueva Lima que tanto lo enferma, que tanto lo ha enfermado.

Porque Hildebrandt no es otro que esa vieja pianista empeñada en subrayar su propia superioridad social y reclamar el regreso al viejo orden. ¿No tratan de eso la mitad de sus encendidos artículos en que exige que la policía ponga orden a punta de botines en el caos de la ciudad?

La única y atrabiliaria diferencia entre Hildebrandt y la pianista es que ella, al menos, tiene consciencia de su rol moribundo en la pirámide social, mientras que Hildebrandt, ciego, cree que engaña a alguien cuando dice luchar en defensa de una legítima opción contestataria.

3.3.10

"Heroínas de la vida cotidiana"

Elmore, Torres, Otero y el cuerpo femenino en los barrios de Lima

No dejaré que se distraigan con lo poco que yo les pueda decir sobre estas cuatro performances nacidas originalmente de un proyecto de la bailarina y coreógrafa Karin Elmore. Mejor será que lo expliquen ella y Susana Torres, una de sus aliadas en estos montajes que pronto serán mostrados en Lima.


Tu cuerpo / el mío
(Escribe Karin Elmore)

Escribí Tu cuerpo / el mío hace algunos años en Barcelona, me imagino que lo que me empujó a hacerlo fue esa sensación de estar fuera y lejos de todo, de estar observando el mundo desde afuera, de ser invisible y muda.

Decidí entonces escribir un proyecto que partiera de la observación de la realidad, que integrara a artistas con una problemática que nos toca a todos, el de la inmigración.

Así nació el proyecto AAAB o A no es igual a B, un proyecto de género, que trabaja por un lado con las mujeres y por otro con los hombres, cada cual en su lugar, respetando y amando las diferencias. La primera parte es el proyecto Tu cuerpo / el mío, que trata sobre el cuerpo de las mujeres que se ocupan del cuerpo del otro; y la segunda, que aún tiene un nombre transitorio, se llama AA, y trata de la construcción del sueño ajeno. En ambos casos, se propone un trabajo en conjunto, entre artistas y personas inmigrantes o trabajadoras del hogar y obreros de construcción civil en el caso de los hombres.

Luego de dar varios años de esfuerzo por realizarlo Tu cuerpo / el mío se hace realidad hoy gracias al apoyo de la Fundación Prince Claus para la Cultura y el Desarrollo, a Cormin Callao y al del Centro Cultural de España. Y en Madrid, con mujeres inmigrantes recientes de 12 países, gracias a la colaboración del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía y del Festival Ellas Crean de Madrid.

Agradezco de todo corazón a las artistas que me acompañan en Lima y en Madrid, y a todas las mujeres y hombres participantes, por su entusiasmo y ganas de descubrir estos otros mundos mágicos.

El proyecto en Lima
(Escribe Susana Torres)

Tu cuerpo / el mío propone la creación de cuatro performances inspiradas en las vidas de un grupo de mujeres de cuatro barrios de Lima: Los Olivos, San Martín de Porres, Puerto Nuevo y Villa El Salvador.

En esta primera versión de Tu cuerpo / el mío, participan la artista plástica Susana Torres en la dirección de arte y la coreógrafa Marisol Otero en la creación de la pieza de Villa El Salvador.

Estas piezas, han sido creadas en colaboración con las mujeres participantes a lo largo de varios meses de trabajo. El punto de partida de Tu cuerpo / el mío han sido una serie de talleres que realizamos en los cuatro barrios en el mes de octubre de 2009, a los cuales asistieron más de 120 mujeres. Desde entonces, nos hemos estado reuniendo periódicamente vía skype, y las mujeres participantes han ido escribiendo sus sueños, en algunos casos, sus vidas. Estos encuentros nos han permitido empezar a construir una pequeña poética de la intimidad, de la vida cotidiana, en donde aparecen algunos sujetos tales como las diferencias sociales, la lucha por la sobrevivencia por un lado, por otro, temas que nos son comunes a todos: nuestro barrio, nuestra familia, nuestros hijos.

Con Tu cuerpo / el mío, esperamos simplemente ir levantando capas, esas capas que nos separan, a todas y a todos, y entrar en estos mundos “invisibles” o “escondidos” de esta sociedad que tiende a la estandarización y a la lapidación de la diversidad.

El cuerpo es el centro: mi país, mi ciudad, mi barrio, mi calle, mi familia, mi cuerpo. El cuerpo como universo y último refugio. Tu cuerpo / el mío es un proyecto que busca llegar a un público que no frecuenta ni los teatros ni los museos, pues ya no se siente reflejada en las obras que las instituciones culturales proponen.

Un proyecto de mujeres para mujeres con un solo requisito: una historia que contar. Muchas mujeres con ganas y necesidad de ser escuchadas.

Primero a partir de sus cuerpos, luego a través de sus relatos de vida. Mujeres, muchas migrantes o hijas de estos, compartieron sus agridulces relatos y nos demostraron una vez
más como la mayor gesta patriótica se haya en el día a día.

Heroínas de la vida cotidiana, nos enseñaron su intimidad doméstica y nos invitaron a trabajar a partir de esto. Desde conceptos y estéticas de lo cotidiano mismo. Del hogar como patria. Como punto de partida y retorno.

“Dios se mueve entre los cacharos” decía Santa Teresa de Jesús. Nosotras quisimos partir de esa premisa. Como lo sublime y creativo puede darse no sólo en espacios consagrados por el arte, sino también desde lugares sencillos, espacios vividos y creados con cariño por simples amas de casas, que sin embargo describen un complejo mundo donde ellas son las heroínas.

Mobiliarios donde ellas son las artistas y nos replantean y confrontan con las lógicas de la instalación y el arte. Todas somos heroínas de nuestras vidas cotidianas y necesitamos hablar desde lo especial y simple que significa esto.

Set(d) de polvo: instalación escénica
Villa El Salvador
Viernes 5 y sábado 6 de marzo, 7 pm y 8 pm
Dirección: Marisol Otero
Con: Ana Huallpayunca, Carmen Rosa Ayma, Ana Rosa Amaro, Zenaida Medrano y Kelly Cóndor
Teatro Arenas y Esteras: Sector 3 Grupo 24 Mz. E Lote 20 (entre las Avenidas Álamos y 200 Millas).

Eva, musa de la selva y La triple agente
Los Olivos y San Martín de Porres
Dirección: Karin Elmore
Con: Evita Gaviria, Mónica Córdova, Wilma Sánchez y Evelyn Azabache
Cantantes: Jacqueline Mariche y Jazmin Ávila
Theremin, guitarra y flauta traversa: Veronik
Viernes 12 de marzo, 7 pm
Sábado 13 y domingo 14 de marzo, 6 pm y 8 pm
Casa de Wilma: Jr. Alvarado 154 Km. 11 Comas

Mi vida no es un jardín de rosas
Puerto Nuevo, Callao
Dirección: Karin Elmore
Videos: Elisa Arca, Karin Elmore y las mujeres participantes
Con: Yareli Cisneros, Guissela Arroyo, Astrid Villarreyes y Josselyn Retuerto
Sábado 20 y domingo 21 de marzo, 12 pm, 1 pm, 4 pm y 5 pm
Colegio Augusto Cazorla: Av. República de Panamá 753 Callao

Adaptación de las tres instalaciones:
Centro Cultural de España
Función estudiantes: viernes 26 de marzo, 5:30 pm
Funciones abiertas al público: sábado 27 y domingo 28 de marzo, 5:30 pm y 7:30 pm