31.7.11

El lector ciberespacial

Sobre una columna de Mario Vargas Llosa

Evocando a McLuhan, Mario Vargas Llosa, en su más reciente Piedra de toque, observa que la fabulosa capacidad de almacenamiento de información que ofrece intenet afecta la forma en que usamos nuestra memoria y las maneras en que recurrimos a ella o la ejercitamos. Como en otras ocasiones, la observación de Vargas Llosa tiene un tinte pesimista y no poco nostálgico.

Internet no afecta nuestros modales memorísticos o nuestro ejercicio intelectual porque sea un fenómeno intrínsecamente distinto de lo que fueron el libro, la imprenta o las bibliotecas. Lo hace, más bien, porque es un fenómeno semejante en su naturaleza: ofrece una forma de reunir saberes y transmitirlos, extiende su acceso, lo generaliza (hasta donde es posible hoy), activa y promueve nuestra interacción con información y conocimientos que de otra manera nos serían perpetuamente ajenos o más difícilmente accesibles.

Donde internet difiere del libro es en el campo del hipertexto y de lo intertextual, digamos: en la idea de la lectura cruzada: uno lee internet brincando de espacio en espacio, y luego volviendo, buscando referencias, explorando citas, confirmando lo que no se recuerda o se recuerda parcialmente. Pero eso se parece enormemente a lo que haría un lector tradicional si leyera un libro dentro de una biblioteca: detendría la lectura para buscar otro libro que le explicara o aclarara o complicara el anterior. Como una biblioteca, internet tiene la capacidad de generar una forma de lectura compleja e intertextual.

A diferencia de las bibliotecas, la capacidad de internet de satisfacer curiosidades laterales es casi inmediata, y las probabilidades de hallar una distracción en el camino son inagotables. Entiendo que eso puede parecerse a la falta de concentración o a la incapacidad de una lectura prolongada, pero no entiendo que eso sea en sí mismo un defecto o que sea el síntoma de un desbarrancadero intelectual. Y no es, como seguramente piensa Vargas Llosa, una enfermedad de la postmodernidad; a riesgo de sonar excesivamente triunfalista ante la noción misma de modernidad, diría que es casi la coronación de un ideal de la ilustración y la modernidad: el ideal enciclopédico.

No es necesario hacer la analogía con fantásticas bibliotecas borgeanas: la mesa de noche de una persona habituada a la lectura, sobre la cual se acumula una pequeña montaña de libros, puede ser vista, de hecho, a la vez como una oportunidad para la lectura intertextual o como una trampa para la distracción y el desvarío. Abrir un navegador de internet es como acostarse junto a una mesa de noche en la que hubiera no uno ni dos ni decenas sino millares e incluso millones de libros abiertos.

El lector tradicional, que hace quince siglos pasó de leer en voz alta a leer para su conciencia y su intimidad, y que pasó de atesorar una decena de volúmenes a coleccionar centenares, y que pasó de leer dentro de un pequeño círculo a leer lo mismo que una multitud de extraños, ahora aprende a leer a través de muchas ventanas simultáneas. No creo que sea, en sí mismo, un rasgo al que haya que temer o que haya que censurar o prevenir. El problema de la formación intelectual sigue siendo el mismo: la educación y la formación del criterio del lector; no el volumen o la longitud de la lectura, sino su densidad.

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18.7.11

Contra la papa rellena

O cuándo vamos a apreciar el resto de nuestra cultura

En 1909 Filippo Tommaso Marinetti lanzó su primer manifiesto. Fundación y manifiesto del futurismo, se llamaba, y apareció ocupando más de un tercio de la primera plana del diario francés más influyente en el mundo del arte europeo, Le Figaro, que, curiosamente, era un diario en gran medida conservador.

Marinetti hablaba a nombre de un grupo inexistente: no había más futuristas que él mismo detrás del manifiesto, en el que se combinaba la estridencia del surrealismo con el tono marcial de los manifiestos de la izquierda radical, que inundaban Italia, Francia y España en esos mismos años.

Como sabemos, el manifiesto fue una conmoción y lanzó el movimiento futurista, acaso la más sonora de las vanguardias hasta la fundación, pocos años después, de los grupos surrealistas franceses y del dadaísmo internacional, en Zurich, en el célebre Café Voltaire.

En pocas semanas, el manifiesto tenía más suscriptores reales: se le sumaron Boccioni, Balla, Carrá y el desquiciado pero originalísimo músico italiano Luigi Russolo, inventor de algunas de las más estrambóticas máquinas rítmico-melódicas del siglo.

Pero la conmoción la consiguió Marinetti casi esclusivamente en los círculos artísticos y, a lo sumo, entre ciertos sectores políticos, sobre todo los conectados con el nacionalismo radical (que daría lugar luego al fascismo), el socialismo sindical y el comunismo.

La masa mayor del pueblo italiano, en todas sus clases sociales, permaneció bastante ajena al alboroto de ese manifiesto que declaraba que la guerra era un acto de limpieza, que la violencia era hermosa, que las academias, los museos, las galerías y los grandes monumentos históricos debían ser arrasados y destruidos.

En 1930, en cambio, un nuevo manifiesto de Marinetti, referido, curiosamente, a la alimentación futurista, causó la masiva perturbación que el manifiesto ideológico no logró entre el pueblo y la sociedad en general. El nuevo texto declaraba que la pasta, base de la alimentación italiana, estupidizaba a la gente, la malnutría, la volvía ociosa y dormilona y sin energías y que por tanto debía ser abolida de la dieta nacional.

Entonces sí, los italianos, que no se habían conmovido ante el llamado de Marinetti a incediar los cuadros de Leonardo y descabezar las estatuas de Miguel Ángel, reaccionaron como si la nueva propuesta culinaria los hiriera de mala manera en el órgano crucial de la italianidad.

Las protestas fueron violentas; el debate fue ubicuo, omnipresente; se le puso precio a la cabeza de Marinetti; una foto suya disfrutando de un plato de linguini fue publicada en los diarios como prueba de su hipocresía y revelación de su íntima maldad. La discusión se transformó en una lucha ideológica por la esencia de lo italiano.

El futurismo, con el tiempo, muchas veces sin darse cuenta, fue fomentando una idea viril, agresiva, masiva y maquinal de belleza que fue la base de la estética fascista de Mussolini y que tenía enormes coincidencias con la que adoptarían los nazis en Alemania.

Cuando, años más tarde, hacia el final de la segunda guerra mundial, las tropas alemanas atravesaron Italia incendiando museos y destruyendo plazas y edificios, arrasando monumentos y arruinando doblemente las ruinas romanas, los italianos tuvieron la oportunidad de darse cuenta de que la defensa de la lasagna y el canelón, quizá, había sido menos crucial que la defensa del gigantesco patrimonio histórico que Marinetti había llamado a destruir sin que a nadie se le moviera una pestaña.

Y ahora la inevitable moraleja:

No sé a ustedes, pero a mí me da un poco de tristeza ver que el único terreno en el cual los peruanos parecemos dispuestos a reaccionar con algo de orgullo por nuestra herencia cultural es cuando alguien quiere usurparnos el puesto de padres del ceviche, prohombres de la causa y científicos del pisco, mientras que nuestros gobiernos, década tras década, tratan todo el resto del patrimonio cultural peruano, literalmente, como si no existiera, sin que eso ocasione el menor debate.

Sigamos así, y un día nos daremos cuenta de que todo ese patrimonio ha sido arrasado, destruido, no por ningún terrible poder extranjero, sino a causa de nuestro puro desinterés y nuestra sola tontería, cuando nuestros hijos no tengan ya ni la más remota idea de quiénes fueron Garcilaso, Guamán Poma o Vallejo, y crean, eso sí, que todo lo que los peruanos hemos hecho en estos siglos es preparar una excelente papa rellena.

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14.7.11

Q.E.P.D. el cuento hispanoamericano, I

Sobre la paulatina desaparición de un género

En la narrativa latinoamericana, y también en la española, el último par de décadas ha sido un tiempo de obras relativamente menores. Incluso la mayoría de aquellos escritores relevantes que han producido la mayor parte de su trabajo creativo durante esos años, lo han hecho, me parece, casi siempre, en clave menor.

Con excepciones notorias, las más obvias de las cuales son la narrativa de autores como Roberto Bolaño, Ricardo Piglia, Antonio José Ponte, Diamela Eltit, Javier Marías o Mario Levrero (pero dos de esos escritores están ya muertos), las novelas del mundo hispano se han vuelto cada vez más y más simples, menos aventuradas, más lineales, menos experimentales, más estandarizadas, menos ambiciosas y más previsibles.

Mucho tienen que ver en eso los estándares del mercado editorial, que, además de empujar a los novelistas (con su muy frecuente complacencia) hacia un terreno siempre conocido y casi nunca problemático, han hecho otra cosa, quizás incluso más grave: casi han aniquilado los libros de cuentos, que en décadas pasadas conformaron uno de los notorios centros del canon latinoamericano.

Autores como Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, Clarice Lispector, Juan José Arreola o Julio Ramón Ribeyro concentraron la mayor parte de su talento en ese género, empujándolo en direcciones impensadas, abriendo regiones enteras de la experiencia latinoamericana en esas pequeñas vetas de originalidad y de inteligencia y atrevimiento estético que fueron sus libros cruciales.

No creo equivocarme al decir que en los últimos veinte años no hay una sola colección de cuentos nueva que haya resonado en el canon de esa manera, y eso, creo, se debe a que la exigencia de relativa simplicidad del mercado editorial no se refiere simplemente a evitar las grandes novelas monumentales y abarcadoras que marcaron la tradición latinoamericana durante casi todo el siglo veinte, sino, además, a evitar también la producción frecuente de pequeños libros complejos, hechos de pequeños relatos complejos, que no resultan nunca tan vendedores como una novela de consumo relativamente sencillo.

Incluso los escritores consagrados saben perfectamente que ninguna editorial invertirá tanto en promocionar un libro de cuentos como en promocionar una novela potencialmente exitosa, y la consecuencia de eso es, o bien la escasa producción y la circulación casi fantasmal de libros de cuentos que son inmediatamente vistos como marginales dentro de la obra de sus autores, o bien la simple resignación de los autores a no experimentar en el género en lo absoluto.

La gran excepción, claro, es Brasil, donde un autor como Rubem Fonseca puede con entera libertad construir una carrera creativa crucialmente centrada en la narración breve. Pero Brasil es un mundo aparte. En Brasil, maravillosa y sorprendentemente para el mundo latinoamericano, editoriales como Alfaguara publican, en las mismas colecciones donde aparecen las novelas más exitosas, no sólo colecciones de cuento sino incluso colecciones de poesía, que encuentran respuestas positivas del público lector.

No tengo los elementos de juicio para explicar por qué los brasileños no tienen que sufrir viendo que ramas enteras de su tradición desaparecen como producto de políticas editoriales miopemente mercantilistas. El hecho es que no ocurre: los poetas y cuentistas brasileños no tienen que renunciar al relativo éxito comercial como producto de los lineamientos de las casas editoras transnacionales; pero el resto del mundo hispano, en su mayor parte, sí.

¿Será que esas políticas editoriales acabarán por exterminar la tradición del cuento hispanoamericano, arrimándolo primero (como ya ocurre) a la marginalidad, y luego abismándolo a la extinción? ¿Será que la mayoría de los narradores de lengua hispana no pueden concebir una carrera literaria que no goce de cierto éxito comercial y, por tanto, están dispuestos a aceptar que esas políticas gobiernen tan determinantemente sus elecciones creativas?

Jorge Luis Borges cuenta que, tras la publicación de sus primeras obras, cuyo número de ejemplares vendidos, en la primera edición, no solía pasar de las dos cifras, él mismo iba a los cafés, entraba subrepticiamente en los clósets y colocaba en los abrigos de ciertas personas copias de sus libros, pues lo que le interesaba no era la cantidad, sino la calidad de los lectores y de la respuesta de los lectores.

Esa ética de la creación, que busca más la alimentación y la retroalimentación del debate que el éxito comercial, parece extraviada para siempre entre nosotros (hoy los autores suelen buscar críticas inmediatas y positivas que puedan luego colocar en un dossier y que promuevan las ventas lo antes posible). Y en esa ruta, géneros clave, como el cuento, parecen empezar a esfumarse.

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11.7.11

El fin de la vagancia

O, en todo caso, el principio de la vagancia
 
Les prometo que Puente Aéreo regresa pronto, muy pronto. Es más, posiblemente regrese hoy mismo, dentro de unas horas, directamente desde la terraza de algún café en Montreal.

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