6.5.06

Travesuras de la niña mala

Ya han venido apareciendo las primeras reseñas de Travesuras de la niña mala, la más reciente novela de Mario Vargas Llosa. En vista de que el libro ha salido al mercado peruano unas semanas antes que a los del resto del mundo hispano, las reseñas son todas escritas por compatriotas del autor.

Las que conozco son la del profesor Ricardo González Vigil en la sección cultural de El Comercio y la de Guillermo Niño de Guzmán en El Dominical de ese mismo diario). Apenas sepa de la aparición de otras, las colocaré aquí mismo.

Por ahora, como les había comentado, coloco en este blog la reseña que he escrito sobre la novela de
Vargas Llosa para la revista Somos, también del diario El Comercio, y que ha sido publicada allí hoy sábado.

Madame Bovary es él
Travesuras de la niña mala
: una novela de amor pánico

Por Gustavo Faverón Patriau

Travesuras de la niña mala, la más reciente ficción de Mario Vargas Llosa, es una brillante novelita de amor perverso, sufriente, esclavizado y conmovedor, un relato sencillo en apariencia, a ratos dueño de un romanticismo que de puro triste resulta espeluznante, a ratos tranquilamente sensible, a ratos cínico y nervioso. Una novela de amor, sí: pero ninguna ficción de Vargas Llosa acepta dócilmente una definición tan genérica. Y Vargas Llosa —es bueno recordarlo— sigue siendo un flaubertiano, es decir, un escritor para quien el género amoroso sólo puede ser una forma abierta y aparente, tras la cual se revelan, y se rebelan, contenidos múltiples que la ensanchan y la alimentan.

Así, Travesuras de la niña mala, como cabía imaginar, es muchas cosas además de una historia de amor. Es una reflexión sobre el arraigo, la pertenencia y el exilio; una demostración de la inmaterialidad de lo gregario y lo colectivo; una discusión acerca de la ficción como requisito humano y de la vocación literaria como condena y salvación; todo ello enterrado bajo la superficie de un relato que es la memoria de una relación no sólo ambigua, sino agónica y maltrecha, a lo largo de cuatro décadas de pasiones y traiciones en la vida de dos personajes tan pronto atraídos como repelidos el uno por el otro.

La dinámica general de la historia es fácil de resumir: Ricardo Somocurcio, el narrador, es un miraflorino bastante culto y que se describe a sí mismo, acaso ciegamente, como un sujeto vacuo, cuya sola ambición en la vida es vivir en París. Su vida estará marcada trágicamente, desde el principio de su adolescencia, por el amor suicida que siente por la niña mala, una limeña pobre que abriga un justo resentimiento hacia una sociedad en la que ha sido víctima de discriminaciones y desprecios. Ambos se exilian en Europa, uno propulsado por el sueño romántico del Viejo Mundo, la otra expulsada por la miseria y las ganas de reconstruir su individualidad libre de las amarras de un Perú dañino, estamental y prejuiciado. Durante cuatro décadas en el extranjero, ambos se reunirán y alejarán muchas veces, y en cada encuentro ella se habrá fraguado un nuevo nombre y una nueva historia personal (siempre libresca: abundan las alusiones a Mishima, Vallejo, Flaubert), y habrá asumido una máscara flamante en su búsqueda de una identidad tras la que pueda ser feliz.

Una de esas identidades fingidas da la clave central del texto: en París, la niña mala se hace llamar Madame Arnoux. El nombre es un claro puente intertextual: es el mismo de la mujer de la cual se enamora Frédéric Moreau, el protagonista de La educación sentimental de Gustave Flaubert. En la novela de Flaubert, Madame Arnoux aparece y desaparece de la vida de Frédéric con una fugacidad y una reiteración enfermantes, que hacen del hombre su necesitado espectador, siempre a la espera de una nueva epifanía. Pero, en Flaubert, Madame Arnoux es siempre idéntica a sí misma y, en su intermitencia, paradójicamente, acaba por convertirse en el único punto de referencia constante para Frédéric. En la novela de Vargas Llosa, en cambio, Ricardo es una línea monótona y un cuerpo vacío, que sólo cobra sentido durante los lapsos en que la niña mala se materializa en su horizonte, pero ella aparece cada vez transformada, siempre nueva, rehecha, cuando no deshecha, e inasible, y su perpetua metamorfosis se convierte es el único motor vital de su devoto enamorado: la niña mala es el solo indicio de que la vida avanza, la única chispa vital que enciende todos los cambios y echa a andar todas las sorpresas. Y, si la niña mala es una versión de la Madame Arnoux flaubertiana, Ricardo —quien, como Moreau, tarde habrá de desengañarse del sueño de París— es una nueva Madame Bovary: un cuerpo vacío sólo en tanto espera siempre ser colmado por la fantasía de una vida más significativa.

Vargas Llosa, así, en esta novela notable (una vez salvado el escollo de un primer capítulo estilísticamente descuidado), ha saldado cuentas con sus personajes flaubertianos más queridos, y los ha reinventado: la niña mala es la encarnación de la fantasía, del sueño, del delirio apetecible, del riesgo mortal que siempre vale la pena correr con tal de dar a la propia vida, y a la propia muerte, una densidad que escape a la mediocridad de lo cotidiano. Ella es esa imaginación transgresora que colorea la aparente medianía de todas las Mesdames Bovary, pero hecha carne: es la vitalidad imaginativa y renovadora que Ricardo nunca habría conocido de no conocerla a ella. Esa es la razón por la cual el protagonista acepta caer en sus engaños una y otra vez: en un sentido profundo, la niña mala es una fantasía materializada, una ficción real: Ricardo no puede rehusarse a su cercanía, por más enfermiza que resulte, por un solo motivo: a él le ha sido dado encontrar en el mundo lo que los demás buscan en los libros, la absoluta compleción, y esa plenitud tiene que incluir el amor y la compasión, pero también el mal, la perversión y el sufrimiento.

Siendo, en cierta forma, una ficción encarnada, la niña mala es, también, ella misma, un texto que debe ser descifrado. De allí la precisa elección de Vargas Llosa al hacer de su protagonista masculino un lector, un traductor y un intérprete: cada vez que a Ricardo le sean dados el placer y el terror de recorrer el cuerpo de la niña, irá descubriendo los entresijos de ese espíritu esquivo: las razones de su desamor, su desarraigo, su odio y su lejanía. Y la parábola sólo estará completa cuando, al cabo de tantos años de pánico, esperanza y agonía, Ricardo decida dejar el rol del lector y convertirse en el narrador de su propia historia: sólo aceptando el horror y el dolor, junto a la felicidad pasajera y a las ilusiones traicionadas, el protagonista, vuelto escritor, se hará capaz de poseer por completo, al menos sobre el papel, aquello que persiguió en la realidad durante una vida entera; y así, la novela que él escriba, la novela que nosotros leamos, será una bellísima historia de amor, pero también mucho más.

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