17.7.06

El cómic y el subconsciente

Cuando era chico, tendría unos diez o doce años, leí un artículo en una revista acerca de una película americana recién estrenada, cuyo título, traducido al español, era El señor de los anillos.

La película, ahora lo sé, la había dirigido Ralph Bakshi, un palestino que nació en Haifa antes de que Haifa fuera parte de Israel.
Bakshi había hecho varios años antes, en 1972, una versión animada de Fritz the Cat, sobre la base del célebre cómic underground del magnìfico y estrafalario Robert Crumb.

No pude ver la película, esa versión ahora casi olvidada de El señor de los anillos, en aquella época. Lo hice tiempo más tarde y me impresionó incluso menos que las versiones más recientes. Pero, por algún motivo, sí se me quedó grabada en la memoria la peculiar técnica con que fue hecha: la rotoscopía, un proceso en el cual primero se filma cada escena con actores reales, y luego se aísla cada cuadro para dibujarlo encima, uno por uno, a mano, hasta producir una animación que, al apoyarse en imágenes cinematográficas, consigue una impresión de mayor verosimilitud en la reproducción del movimiento y la gestualidad.

Siempre tuve la impresión de que algo andaba mal con la idea de la rotoscopía. Implicaba, para comenzar, filmar una película completa en técnica convencional para luego ocultarla por entero tras el dibujo. E implicaba, además, una especie de trampa artística: no confiar la perfección de la imagen al talento de los dibujantes, sino al calco sobre una imagen previa.

A Scanner Darkly


Una vez más, el tiempo me da una vieja lección: no hay nada de malo con ninguna técnica; sólo hay que saber utilizarla de modo que tenga sentido y que añada sentido a la obra en la que se incluye. Vengo de ver con mi novia y nuestros amigos Edmundo Paz Soldán y Martín Gaspar, la cinta A Scanner Darkly, del norteamericano Richard Linklater, basada en la novela homónima de uno de los ídolos de Edmundo, Philip K. Dick (el mismo de Blade Runner).

La película, sin estar hecha precisamente con el viejo sistema rotoscópico, sí recoge el espíritu de esa técnica en una versión computarizada, digital: hay actores debajo de las imágenes dibujadas que vemos en la pantalla. Los rostros de Robert Downey Jr., Keanu Reaves, Winona Ryder y Woody Harrelson son perfectamente reconocibles, pero la transformación en animación los torna un tanto espectrales y los enrarece.

El recurso técnico, así, sirve para acentuar estilísticamente el extrañamiento que es parte de la armazón del relato: una historia sobre paranoides, consumidores de una droga que afecta la percepción de la realidad en un mundo en el que, además, por otros motivos, la identidad de cada individuo es puesta en duda. La película es buenísima y original, ampliamente recomendable

Look Both Ways

Por coincidencia, también esta semana Carolyn y yo vimos Look Both Ways, de la directora australiana Sarah Watt, una película tan peculiar que incluso se hace difícil identificarla dentro de un género. Con mucho esfuerzo, uno puede decir que se trata de una comedia romántica, pero, si eso es verdad, debo decir que es la más original que he visto en mi vida, y la única del género con una preocupación real fuera del tema amoroso: los asuntos de la enfermedad, la muerte y la fatalidad son la verdadera espina dorsal de la historia.

El rasgo más original: los personajes tienen una intensa vida interior: el hombre, acuciado por el descubrimiento reciente de que tiene un cáncer avanzado; la mujer, angustiada por la reciente muerte de su padre y la intuición de que algo terrible le va a suceder a ella misma en cualquier momento. En ambos casos, los fantasmas del miedo y la paranoia rondan a los personajes, y su intimidad, su vida subconsciente, sus apetitos y temores son mostrados en la pantalla recurriendo, una vez más, a animaciones (sobre todo en el caso de la chica, que es ella misma dibujante).

Con ello, el lenguaje del cómic y la animación se vuelve el vehículo para el lado oscuro de la cinta, para las ideas violentas, la imaginación cruel, y la tendencia fatalista de ambos protagonistas. Y eso --al ir en abierto contraste con la idea habitual de que los cómics y los dibujos animados son un lenguaje básicamente infantil-- no hace sino acrecentar el extrañamiento y volver incluso más chocante la vida interior de los personajes.

En resumen, Look Both Ways y A Scanner Darkly, cintas tremendamente distintas en sus rasgos genéricos y sus intenciones (la primera es agridulce y romántica, la segunda es un relato paranoide y de ciencia-ficción), son dos buenos ejemplos de cómo la interacción entre los mundos del cómic, la animación y la cinematografía convencional no tiene que reducirse a ejercicios ansilares como el de El señor de los anillos de Bakshi (de cuya filmación coloco una fotografía aquí debajo).

Por el contrario, esa relación puede entenderse de modos complejos. Estas dos películas, por ejemplo, coinciden en el recurso a la animación para acentuar la sensación de quiebre interior que se produce en la mente de una persona sometida a una presión psicológica incontrolable o, simplemente, superior a su resistencia.

¿Por qué recurrir al dibujo como herramienta para resaltar la interioridad, la intimidad o el carácter psíquico de una determinada historia o de un fragmento de una historia? Recuerdo que Scott McCloud afirmaba, en alguno de sus libros sobre cómics, que parte del éxito del dibujo secuencial en la tarea de enganchar a su audiencia provenía del hecho de que el dibujo era siempre, en mayor o menor medida, una suerte de mensaje a medias, lo suficientemente inacabado como para que cada lector tendiera a hacerlo suyo y completarlo a su propio modo. Su información es menos densa que la de la imagen cinematográfica convencional, pero precisamente sus espacios vacíos permiten que la participación del lector sea más determinante. Acaso eso hayan pensado tanto Watt como Linklater cuando eligieron dejar en manos de los dibujantes la creación de los universos interiores de sus personajes.

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