Alguien me hizo notar alguna vez, hace varios años, cuán difícilmente la crítica y el público, en Estados Unidos o en Europa, le presta atención a un libro extranjero que trata un tema local.
(Me lo dijeron para hacerme notar el poco caso que le hacían los franceses a La orgía perpetua, el libro de Vargas Llosa sobre Flaubert.
Entre nosotros pasa casi siempre lo contrario: una breve crónica de Bruce Chatwin sobre Maria Reiche se vuelve un pequeño clásico, aunque nadie lea nada más de Chatwin; para no mencionar que la propia Maria Reiche, alemana, auroleada por su carácter de extranjera, se convierte en la arqueóloga más legendaria del Perú.
Parece casi inevitable: nuestro emplazamiento marginal en el mundo nos da el paradójico beneficio de mirar hacia el centro --los centros-- y la oportunidad de interesarnos en casi cualquier cultura entre nuestro margen y ese centro --esos centros--. Lo explicó Borges hace mucho, en El escritor argentino y la tradición.
Y eso hace entendible, por qué no, ese placer secundario y casi patético, pero real al fin y al cabo, que sentimos a veces cuando nos vemos reflejados en la pupila de esas otras tradiciones. Desde el centro, en cambio, o desde el lugar que ocupan quienes se piensan el centro, resulta irrelevante lo que otros tengan que decir sobre uno: ¿qué puede importar la idea de un peruano sobre Flaubert?
Borges mismo, por cierto, fue uno de los primeros en vencer esa valla e inocular en las tradiciones europeas su propia y original lectura de ellas: cuando Foucault, en un libro hecho de espejos, dé inicio a sus reflexiones sobre el poder, el lenguaje y el poder del lenguaje en los paradigmas occidentales a partir de una cita de Borges, un círculo se habrá cerrado y otro se habrá abierto).
Disculpen lo anterior, que no es sino una obvia digresión que muy poco tiene que ver con lo que quería contarles hace cinco minutos, cuando me senté a escribir.
Ahora vuelvo al tema: la escritora argentina Paola Kaufmann, muerta tan de repente hace unos días, consiguió algo inusual cuando su novela La hermana (tras ganar el año 2003 el Premio Casa de las Américas), fue traducida al inglés: convertir a una novela latinoamericana de tema eminentemente norteamericano y anglosajón (la vida de Emily Dickinson) en un éxito librero en Estados Unidos e Inglaterra.
Kaufmann vivió muy cerca de aquí, en Northampton, Massachusetts, estudiando en Smith College, donde fue alumna de Kurt Vonnegut, y allí, siguiendo los consejos del novelista, empezó a escribir. Un siglo antes, Emily Dickinson había vivido a minutos de ese lugar, en Amherst, y la vida y la historia de la escritora americana decimonónica --que en Amherst saltan a la vista a cada paso-- se impusieron sobre la imaginación de la joven argentina.
(Por cierto, uno de estos días les contaré sobre las casas de Longfellow y Hawthorne, que están a una cuadra de donde vivo: ambos fueron alumnos y profesores del college donde trabajo).
Bastante antes de escribir esa novela, Kaufmann redactó un breve artículo sobre la Dickinson. Como ese texto suyo tiene el tono de un obituario, no me pareció mala idea colocarlo aquí, como homenaje reflejo e indirecto para su autora.
Imagen: Kaufmann y Dickinson.
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