9.12.06

Prochazka, presentador

Hace unos pocos días, Enrique Prochazka presentó en Lima el libro de cuentos Lecciones de origami, de Augusto Effio (publicado por la editorial Matalamanga).

El texto que Enrique leyó en aquella ocasión es tan inteligente y divertido como todo lo que él suele escribir. Me lo envió días atrás y yo lo copio a continuación (incluyendo las notas insertas que demuestran que todavía era un texto en marcha cuando Enrique lo leyó aquella noche).

EL ORIGAMI DE LEER BIEN

Buenas noches.

* Estadísticamente hablando, todos los seres vivos son verdes.

* Estadísticamente hablando, todos los animales son insectos.

* Estadísticamente hablando la mayor parte de los animales vuela.

* Incluso la mayor parte de los vertebrados vuela.

* Sorprendentemente, la mayor parte de los mamíferos vuela.

* Estadísticamente hablando, todos los libros que hay y que ha habido son malos.

* La mayor parte de los libros que se publican son además estúpidos.

* Augusto Effio no es verde, no vuela pese a ser bastante vertebrado, y su libro no es malo ni estúpido.

Sería, pues, conveniente elucidar estas varias excepciones e improbabilidades estadísticas que Effio ha acumulado en torno de sí. Claro que para saber bien por qué no es verde ni tiene seis patas ni vuela ni ha escrito un mal libro se requeriría, además de profesionales estadísticos, el concurso de cromatógrafos, entomólogos, críticos literarios, y según parecía reclamar días atrás Iván Thays, incluso de platillólogos y expertos en Cientología, o por lo menos un filósofo hábil en explicar misterios[1]. Cito de su blog Moleskine:

“Ojalá en la presentación Enrique explique cómo es posible que alguien observe a los humanos durante mucho más tiempo del que su edad le permite. Conociendo a Enrique sé que debe haber una interesante explicación filosófica o mística, pero por aquello de "observar a los humanos" a mí me sonó a ovnis, Sixto Paz y Tom Cruise”.

Sin ánimo de causar desinterés, debo decirle a Iván y a nuestro público de esta noche que no hay necesidad de recurrir a explicaciones filosóficas o místicas para lo que dije. Basta leer bien. La solapa del libro NO dice: “que su edad le permite” (como equivoca la cita Iván, aunque la trascribe textual a sólo sesenta y cinco palabras de distancia) sino que reza, como podrán comprobar todos uds. al comprar el libro a la salida: “que su edad debería haberle concedido”. Mi afirmación en condicional asume (de hecho propone) que un individuo humano, en particular uno joven, sólo puede dedicar a la observación de los demás individuos humanos y de las complejidades de su interacción una porción determinada, y reducida, de sus horas de vigilia. Desde luego que podemos discutir acerca de la magnitud de este porcentaje, pero presumiré que estamos de acuerdo en que por lo general un escritor joven que destaca lo hace por características de su trabajo menos vinculadas a paciencia del observador o a la agudeza con la que establece vínculos entre estas observaciones (es más frecuente, digamos, que los jóvenes que destacan lo hagan por el brillo poético, por lo escarnecido de su malditismo, o por una feliz combinación de ambos).

Así, lo que me ha llamado la atención en la narrativa de Augusto es que escribe desde la estancia de un observador que ha acumulado larga experiencia en el oficio de observar a los humanos, experiencia más prolongada, pues, de la que su edad –basándonos en las presunciones anteriores- “debería haberle concedido”. Insisto en que para explicarlo no hace falta recurrir al misterio, a los ovnis, a mi excolega Sixto Paz -después les explico- ni a la Cientología de L. Ron Hubbard tan exitosamente vendida a crédulos privados de sistema inmuno-intelectual como Tom Cruise.

Pero Thays no es el único blogger que se ha interesado en la presentación de esta noche. En su reputado Blog PUENTE AÉREO, Gustavo Faverón posteó días atrás un comentario[2] en el que protesta que en una ocasión mi comentario fue más largo que su cuento, y me califica de “lector inmisericorde”. Augusto sin duda tendrá una opinión al respecto, pero debo decir en mi defensa que cuando hice a Faverón las observaciones que tan minuciosamente recuerda –por ejemplo, el asunto de los huesos de melocotón que objeté en su relato– tenía mucho más tiempo para fastidiar a los demás, de modo que probablemente fui excesivamente puntilloso con su texto, que, como admite finalmente Gustavo, pues, sí me gustó. Espero que Augusto comparta con Faverón la franqueza de hacerme saber, ahora o más adelante, si mis observaciones, subrayados y tachaduras en su manuscrito fueron excesivos o faltos de misericordia. Obra en su favor el hecho de que por entonces mi ritmo de trabajo era, entonces sí, inmisericorde, y Augusto tuvo que enviarme el texto más de una vez, y creo que no le fue fácil obtener de mí los escasos comentarios que finalmente produje.

Pero bueno: al parecer no contamos esta noche en la mesa con Farid Matuk ni alguno de sus colegas estadísticos, que bien podrían explicarnos las sorprendentes verdades que se pueden construir con números, ni tenemos tampoco el concurso de cromatógrafos ni entomólogos, ni tampoco nos acompaña Sixto Paz, a menos que se encuentre ocupando un cuerpo ajeno. Seguramente habrá algún crítico literario pero no soy yo; y ya mencioné que no confío en mi habilidad, filosófica o no, para explicar misterios, de manera que eso nos deja bastante a solas con el autor y su público. Que es, finalmente, de lo que se trata esta presentación. De modo que hagamos a un lado misterios y melocotones, y volvamos al autor y a su texto a la luz de lo que sabemos de él.

Para escribir como escribe Augusto Effio, propongo, bastará contar con dos elementos reunidos en una misma persona; por un lado, con un lector aprovechado. Pues una manera de expandir el tiempo disponible para la experiencia personal es, sin duda, nutrirlo de la experiencia ajena, qué mejor que la expresada por autores en libros que no me propongo imaginar aquí. Esto, debido a que yo no pretendo saber lo suficiente de literatura como para identificar las lecturas de Effio; dejemos esa como una oportunidad para que los críticos ejerzan sus preferencias y prejuicios -y cometan las divertidas imprecisiones y rutilantes excesos que constituyen buena parte de su oficio. Sólo puedo inferir que estas lecturas han sido muchas y tempranas, además de agudas.

Haré un paréntesis aquí para anotar que, en un lúcido correo electrónico que recibí de él hace algún tiempo, Fernando Iwasaki reflexionaba que, después de todo, para escribir bien, bastaba haber leído bien; y que, sin embargo, ése no era el propósito de quien se atreve a escribir un buen libro de ficción. Que contar por contar, con un lenguaje medianamente eficaz, no lo es ni debe serlo todo. Quizá aludía Iwasaki a esta relativamente reciente distinción que se está haciendo entre “narradores” y “escritores”. Si no la he entendido del todo mal: el narrador se concentra en la historia que cuenta, y emplea el lenguaje con esa “mediana eficacia” que vemos en mucha de la narrativa peruana actual, incluso en algunos libros premiados. Lo que importa a estos autores sería, únicamente, contar. Se supone, en cambio, que un escritor es un animal diferente. Para él el lenguaje no es sólo una herramienta, es un fin en sí mismo. Pienso en La Muerte de Virgilio, de Hermann Broch; es, en esencia, un largísimo poema que incidentalmente es también una novela. Cuidar el lenguaje, para un escritor, no es algo que se deja para después, para el trabajo al lado del corrector –a veces, vergonzosamente, sólo del corrector. Cuidar el lenguaje es el primer paso, y la sintaxis de la primera frase que uno escribe afecta también todo lo que se va a contar a continuación. Y especulo sobre otra diferencia: el narrador empieza a escribir por el principio, la historia, como dicen, se le escribe sola, y termina con el final. El escritor, apuesto, sufre con cada ladrillo de su arquitectura, lo quita de aquí y lo recoloca allá innumerables veces. Tal ha sido, al menos, mi experiencia, y presumo que la de Augusto no se aleja demasiado de esta constatación personal.

De manera que las buenas lecturas de Augusto no son suficientes para explicar las bondades de lo que tenemos aquí; el cuadro sólo se completará con el esfuerzo visible de un escritor joven que sabe de lo que habla, que -insisto en lo que digo en la contratapa- ha venido observando la colmena humana durante porciones de su días y años que deben, pues, superar el promedio de lo que los demás solemos dedicar a dichos asuntos.

He mencionado que la mayor parte de los mamíferos vuela. Esto es verdad debido a que la mayor parte de los mamíferos son murciélagos. Sólo en una cueva en Texas hay treinta y cinco millones, que se tiene por la mayor muchedumbre de mamíferos del planeta. La segunda es sin duda el Distrito Federal de Ciudad de México. Pues bien, de cara a la ruda clasificación que acabo de comentar, Augusto Effio en un narrador, en el mismo sentido en el que un murciélago es un pájaro.

Lo parecen, puesto que el uno vuela y el otro escribe concentrándose de manera visible en el relato de una trama interesante: pero no nos engañemos, si se los observa con la atención suficiente se descubrirá que, en cada caso, la composición interna, la distribución de órganos y facultades, revelan que el murciélago no es un ave, y que Effio también es una cosa distinta, es probablemente un escritor.

Desde hace algún tiempo, escuchando sus conversaciones y opiniones vertidas en blogs y entrevistas, vengo sospechando que los escritores de ficciones literarias, en particular los jóvenes (bueno, los que son más jóvenes que yo) sólo leen… ficciones literarias. Nunca mencionan, entre sus lecturas, nada que no sea ficción. (Supondré que también leen SOMOS los unos, e IDENTIDADES los otros, pero no sé si eso cuenta como no-ficción.) Podemos especular sobre las causas: puede deberse a un sesgo en las entrevistas, o a la atmósfera a veces sabihonda, afín al concurso “Los que más saben” que inspiran sus discusiones en Internet. Pero lo que me llama la atención son los resultados. Sus discursos –sus cuentos, sus novelas- son, casi exclusivamente, metaliterarios. Es decir (como decíamos antes de la avalancha posmoderna) librescos.

Hacer discursos acerca del mundo (vale decir, lecciones: no olvidemos que “lecciones” significa, en primer lugar, lecturas: inteligencia de textos, y es en ese sentido que he querido leer el título del libro de Augusto…) hacer discursos, decía, es una característica tanto de la ciencia como del periodismo, y que se expresa en informes, reportajes, notas, artículos científicos, ensayos de divulgación, noticias, mapas, etcétera. Son discursos directos, ya digo, acerca del mundo. En un paso siguiente pueden ser indirectos, es decir, discursos acerca de discursos acerca del mundo. Metalibrescos, quizá.

Pero nuestros jóvenes escritores, a juzgar por sus lecturas preferidas -si no únicas- están haciendo discursos acerca de discursos ficticios acerca del mundo. No creo que sea del todo malo que esto los aleje de la realidad; después de todo aquella es también una bienvenida función de la literatura. Pero sí juzgo que esta exclusividad o restricción de lecturas empobrece sus discursos, al hacerlos a ellos -estadísticamente hablando, digamos –ignorantes. No leer nada sino literatura puede conducir a escribir sólo literatura sobre nada.

Por lo que he leído de él, por lo que sé de él –habiendo tenido ocasión de trabajar a su lado algunos temas legales en el Ministerio de Educación- Augusto Effio está en posición y capacidad –ignoro si en voluntad- de hacer lo otro. Juzgo que un elemento importante en este proceso es precisamente ese anclaje profesional en la realidad, ese burocrático mirar y procesar expedientes que tan infernal parece a todos los escritores desde Kafka, y que está tan efectivamente transmitida –con cariño, diré- en unas líneas de Lecciones de Origami: (leer una página del cuento que da nombre al libro) Como burócrata, no puedo sino compartir el horror y el cariño por el oficio que, complejamente, transmite Augusto en esta página.

Augusto Effio, que no vuela ni es verde, se ha atrevido a escribir este libro interesante y valioso, y los amigos de Editorial Matalamanga se ha atrevido a publicarlo. Creo que todos estos mamíferos merecen nuestra felicitación por lo que han logrado. Finalmente, ¿por qué publicar un libro cualquiera? Si el arte es –en la mejor definición que conozco- turbulencia contenida en una forma, uno escribe porque le provoca imponer una forma al mundo, bajo turbulencias que le son propias y a veces, privadas. Por mi parte, me he interesado mucho en qué forma es ésta que nos trae Effio, y estoy seguro de mantener ese interés en cómo evoluciona en el futuro.



[1] Enrique Prochazka ha adelantado sobre el libro: "Ocultos en el prolijo lenguaje de Lecciones de origami hay detalles que desenmascaran que, sin duda, Effio viene observando a los humanos durante mucho más tiempo que el que su edad debería haberle concedido. Su marca personal son estas telarañas que vigilan telarañas: sutiles relaciones entre voces que no admiten que el mundo sea tan simple como parece requerirlo buena parte de nuestra actual literatura, empeñada en creer grácil tan sólo lo tenue, o lo ligero".

[2] Una vez, hace unos pocos años, le envié un cuento mío a Enrique Prochazka, para escuchar sus comentarios.

Sus comentarios fueron un tanto más largos que el cuento mismo, minuciosos, atentos a cada detalle, dispuestos a impugnar todo adjetivo y todo adverbio, uno por uno si era necesario, y generaron una serie de subdiscusiones que incluyeron tópicos como:

(a) Qué posibilidades hay de que una persona, en pleno siglo veinte, haga abluciones todas las mañanas (yo puse el antecedente de don Rigoberto en Elogio de la madrastra, pero fue descalificado por no tratarse de una persona de carne y hueso), o

(b) ¿Existen duraznos en conserva que vengan con la pepa incluida, o siempre vienen despepitados?
Tras algunos meses, debido a señales menores e indirectas, pude darme cuenta de que a Enrique el cuento sí le había gustado...

En fin, lo que quiero decir es que si hay un lector inmisericorde en este mundo, ese lector es Prochazka. De modo que los elogios que le hace Enrique a Augusto Effio Ordóñez (escritor que publica en estos días, en editorial Matalamanga, su primer libro de cuentos, Lecciones de origami), son para tenerlas muy, muy en cuenta.

3 comentarios:

Miguel Rivera dijo...

Aunque estoy de acuerdo con lo que dice Prochazka, quisiera señalar algo que no entiendo como una diferencia con respecto a su texto, sino como un matiz. A lo mejor él concuerda conmigo.
El trabajo con el lenguaje que realiza un escritor, no es (creo que no debe ser) un fin en sí mismo, al menos no en la prosa de ficción. Ese trabajo busca simplemente ser fiel a la historia que se quiere narrar, evitar falsearla.
Una vez leí una entrevista a Faulkner en la que decía que El Sonido y la Furia era la novela más difícil que había escrito. Primero había intentado contar la historia a través del hermano con retardo, pero se dio cuenta de que no bastaba. Luego lo intentó desde la perspectiva de otro hermano, y tampoco estaba completa. Por último la narró desde el punto de vista del hermano menor, pero años después se dio cuenta de que tampoco había logrado contar bien la historia, así que, como narrador omnisciente, escribió acerca de cada personaje. Faulkner terminaba diciendo que esa novela era la más difícil que había emprendido. Nunca pude sacármela de encima y --cito de memoria-- nunca pude contar bien la historia.

Anónimo dijo...

Estimado Miguel:

Concuerdo con la salvedad que haces respecto de la prosa de ficción. Mucho se ha escrito sobre esto, de manera que tanto generalizar como hacer precisiones por este medio inevitablemente repetiría algo dicho antes con mejor manejo del tema, de modo que no lo intentaré. Pueso decir estas dos cosas que entiendo: en poesía, el lenguaje se encuentra en un estado de total significación, y por eso todo cuanto le puede concernir a la palabra impresa (color, forma, tamaño, disposición en la página incluidos) es parte de la sustancia de un texto poético. Por esto siento desde hace un tiempo que las lecturas públicas de poesía deberían incluir el texto pasando (en video, en power point?) detrás de quien lee... lo intentará si me atrevo a leer poemas en público otra vez.

En cuanto a la prosa, dices que debería ser un propósito (del trabajo con el lenguaje) el ser fiel a la historia que se quiere contar, evitar hacer con ella algo distinto (o menor) a lo que ella quiere y puede ser. Estoy de acuerdo, con la salvedad de que en dos o tres ocasiones he sentido que ese es un proceso de mutuo acrecimiento entre la sustancia relatada y la herramienta con la que se le pretende darle forma. La primera de ellas fue al escribir mi cuento ACERO, que está en Un Único Desierto; la condición de escribirlo en sólo dos tiempos verbales, y desde una voz tan primitiva que en el fondo perticipa de limitaciones muy parecidas a las que atañen a Faulkner, según señalas, hicieron que al final el lenguaje determinara la anécdota tanto como ésta a aquél. Lo mismo me sucedió con secciones de CASA y otras prosas digamos, experimentales, en las que el juego Wittgensteiniano de significar con precisión insemina, por así decirlo, la materia que se desea narrar, y que no termina teniendo la forma que se previó al inicio. Esas veleidades probablemente son parte del placer de escribir tal como yo lo entiendo, más un trabajo de relojería que un chorro o una avalancha.

A Gustavo, gracias por darle un poco de espacio a lo que dije del libro de Augusto Effio -es bueno- y en general de las recientes prosas peruanas.

Anónimo dijo...

Estimado Miguel:

Concuerdo con la salvedad que haces respecto de la prosa de ficción. Mucho se ha escrito sobre esto, de manera que tanto generalizar como hacer precisiones por este medio inevitablemente repetiría algo dicho antes con mejor manejo del tema, de modo que no lo intentaré. Pueso decir estas dos cosas que entiendo: en poesía, el lenguaje se encuentra en un estado de total significación, y por eso todo cuanto le puede concernir a la palabra impresa (color, forma, tamaño, disposición en la página incluidos) es parte de la sustancia de un texto poético. Por esto siento desde hace un tiempo que las lecturas públicas de poesía deberían incluir el texto pasando (en video, en power point?) detrás de quien lee... lo intentará si me atrevo a leer poemas en público otra vez.

En cuanto a la prosa, dices que debería ser un propósito (del trabajo con el lenguaje) el ser fiel a la historia que se quiere contar, evitar hacer con ella algo distinto (o menor) a lo que ella quiere y puede ser. Estoy de acuerdo, con la salvedad de que en dos o tres ocasiones he sentido que ese es un proceso de mutuo acrecimiento entre la sustancia relatada y la herramienta con la que se le pretende darle forma. La primera de ellas fue al escribir mi cuento ACERO, que está en Un Único Desierto; la condición de escribirlo en sólo dos tiempos verbales, y desde una voz tan primitiva que en el fondo perticipa de limitaciones muy parecidas a las que atañen a Faulkner, según señalas, hicieron que al final el lenguaje determinara la anécdota tanto como ésta a aquél. Lo mismo me sucedió con secciones de CASA y otras prosas digamos, experimentales, en las que el juego Wittgensteiniano de significar con precisión insemina, por así decirlo, la materia que se desea narrar, y que no termina teniendo la forma que se previó al inicio. Esas veleidades probablemente son parte del placer de escribir tal como yo lo entiendo, más un trabajo de relojería que un chorro o una avalancha.

A Gustavo, gracias por darle un poco de espacio a lo que dije del libro de Augusto Effio -es bueno- y en general de las recientes prosas peruanas.

Enrique