30.5.09

Sábado fascista

El antisemita preferido del profesor Eduardo Hernando Nieto

Habrán notado los lectores desprevenidos de Puente Aéreo (o sea, todos ellos) que en estos últimos días he dejado la buena literatura por la mala y las letras que quieren explicar a la humanidad por las que quieren destruirla poco a poco.

Intrigado por la admiración que le profesa Eduardo Hernando Nieto, profesor de filosofía del derecho de la Universidad Católica, al tratadista italiano Julius Evola, me he dedicado a la lectura de los escritos de éste último.

Ninguno de ellos ha llamado mi atención tanto como el prólogo que Evola escribió para la edición italiana, de 1937, de
I "Protocolli" dei "Savi Anziani" di Sion (en la foto la edición del 38), o Los protocolos de los sabios de Sión, el más infame y conocido texto de la tradición antisemita.

El prólogo es la más alucinante demostración de deshonestidad intelectual que quepa imaginar. Evola empieza por aclarar largamente que los
Protocolos son un texto falso, fraguado, un ardid, que no recogen ningún hecho real. Pero a renglón seguido, y en veinticuatro largas páginas, se dedica a "demostrar" que son esencialmente acertados, agudos y, en un sentido profundo, verdaderos.

En resumen, Evola dice que la "organización judía mundial", ese fantasmático cónclave de complotadores hebreos que confabulan para adueñarse del planeta, no existe (en verdad dice, intrigantemente, "no quiero creer que exista").

Pero de inmediato sostiene que la "esencia" de la "raza" judía hace innecesaria la organización, pues está en la naturaleza de los judíos destruir progresivamente todos los cimientos de la civilización, todos los pilares de la humanidad, todas las cumbres de la inteligencia y todos los frutos de la razón.

Su conclusión es que esa destrucción ya está en marcha, que entre sus cabezas más visibles se cuentan Freud, Einstein, Levy-Bruhl, Tzará y el "medio judío" Debussy. Y que, por tanto, las advertencias que quiso hacer el enmascarado falsificador de los
Protocolos son enteramente atendibles, inteligentes y necesarias.

Consultando el texto original en italiano, y supliendo mis vacíos en esa lengua con una versión inglesa, me he tomado el trabajo de traducir un párrafo verdaderamente antológico. Lo copio a continuación, no sin antes dejarle al profesor Hernando una invitación a que nos explique, con su sagacidad de hermeneuta, su didactismo de maestro y su claridad de exégeta, por qué es que idioteces como las que escribe el racista antisemita Julius Evola le parecen tan admirables.

Aquí el parrafito:

"También debe prestarse atención al trabajo destructivo que el judaísmo ha efectuado, muy de acuerdo con las estipulaciones de los Protocolos, en el campo propiamente cultural, protegido por los tabúes de la ciencia, el arte y el pensamiento. Es judío Freud, cuya teoría apunta a reducir la vida interna a los meros instintos y fuerzas inconscientes, o a convenciones y represiones; lo es también Einstein, con quien el “relativismo” se ha puesto de moda; lo es Lombroso, quien perversamente ha igualado genio, crimen y locura; lo es Stirner, padre del anarquismo integral, y lo son Debussy (mitad judío), Shönberg y Mahler, principales exponentes de la decadencia musical. Judío es Tzará, creador del dadaísmo, límite extremo de la desintegración del así llamado arte de vanguardia; y del mismo modo son judíos Reinach y muchos exponentes de la llamada escuela sociológica, que se caracteriza por una interpretación degradante de las religiones antiguas. Además es judío Nordau, que quiere reducir la esencia de la civilización a convenciones y mentiras. La “mentalidad primitiva” es en gran medida un descubrimiento del judío Levy-Brühl, y es al judío Bergson a quien debemos una de las más típicas formas del irracionalismo y de la exaltación de la “vida” y el “devenir” con perjuicio de cualquier principio intelectual superior. Es judío Ludwig, cuyas biografías son otras tantas tendenciosas distorsiones. Judíos son Wassermann y Döblin, y, con ellos, toda una corte de novelistas en cuyas obras siempre se repite una corrosiva y mordiente crítica de los principales valores sociales. Y así sigue. ¿Seremos tan ingenuos de considerar todo esto, una vez más, un asunto casual? Apenas se critica a cualquiera de estas personalidades, se escuchan contra uno los gritos de “bárbaro” y “fanático racista”, pero el caso es que de todos ellos emana una misma influencia que se propaga en sus respectivos dominios con efecto destructivo. Quitar sustento, hacer variables todos los puntos estables, problematizar todas las certezas, sensualizar, exaltar tendenciosamente todo lo que es inferior en el hombre, propagar una especie de terror pánico, calculado para favorecer el abandono a fuerzas oscuras, y allanar el camino para infuencias ocultas del tipo de las que se describen en los Protocolos: ese es el verdadero sentido del judaímo cultural. No queremos pensar que en todo esto hay un verdadero plan, o siquiera una intención de parte de cada individuo: es la “raza”, un instinto que los conduce, de la misma manera que arder está en la naturaleza del fuego. De cualquier forma, toda esta desorganizada e inconsciente influencia está perfectamente de acuerdo con la fuerza integral, oculta, unitaria de las fuerzas secretas de la subversión mundial. Para reconocer la existencia del judaísmo internacional, no es necesario aseverar que todos los judíos estén guiados por una verdadera organización ni que todas sus acciones conscientemente sigan un plan. La conexión se establece en gran medida de manera automática, en función de su esencia. Una vez que esto se hace claro, un aspecto más de la veracidad de los Protocolos se confirma inmediatamente".



27.5.09

La universidad peruana y el nuevo fascismo

A propósito de la llegada de Marcos Ghio (y otras cosas)

Según informan IDL y El Comercio, el argentino Marcos Ghio viene al Perú y se presentará en coloquios aparentemente académicos en dos universidades locales, la Antenor Orrego de Trujillo y la César Vallejo de Lima.

Marcos Ghio, según señalan ambos medios, es un conocido neonazi, en su momento defensor de dictaduras de extrema derecha en su país, expulsado de alguna universidad por la radicalidad de su ideología, y director de una publicación extremista, un centro de estudios profascista y un sello editorial dedicado a la difusión del antisemitismo.

Si uno busca el nombre de Ghio en Google lo primero que encuentra es un elogioso artículo biográfico publicado en un sitio web llamado Metapedia. Además de defenderlo de una larga hilera de cargos y acusaciones, Metapedia informa que Ghio es un especialista en la obra del antisemita italiano Julius Evola (en la foto), cuya obra traduce, edita y promueve.


Metapedia se presenta a sí misma como una suerte de Wikipedia "alternativa", tradicionalista --en la ascepción reivindicativa que los neonazis dan al término--, y guiada por un afán "metapolítico"... Y aquí viene lo interesante.

En principio, la metapolítica es un ejercicio crítico y teórico; es el estudio de una ideología en tanto discurso: la evaluación de sus principios, de sus nociones, los elementos que la estructuran, su ontología, sus posibilidades de aplicabilidad.

Por supuesto, hay metapolítica hecha desde la izquierda (Alain Badiou le ha dado ese título a uno de sus libros) y tambien hay metapolítica hecha desde la derecha. Metapedia, dicho sea de paso, en otro artículo, informa que Hitler era "una persona única e inigualable". No es difícil imaginar desde dónde hace su metapoliítica la gente de Metapedia.

Lo que ocurre es que
metapolítica es también el nombre políticamente correcto que han adoptado, paradójicamente, los mayores enemigos de la corrección política, es decir, fascistas, neonazis y extremistas de derecha en todo el mundo, para enmascarar lo que en buena cuenta no es sino un revisionismo de ultraderecha formulado para reivindicar y lavar la cara a las viejas ideas del fascismo europeo, con frecuente preferencia por el nacional-socialismo alemán, el nazismo.

(Para decirlo más claramente: si alguien con botas de cuero hasta la rodilla, brazalete rojinegro y una esvástica tatuada en la nuca les dice que es "metapolítico", ya saben de qué se trata en realidad. ¿Ok?).

Diré que luego de ver todo esto pasé un buen rato pensando dónde había leído yo, recientemente, una defensa acalorada de la "metapolítica", plagada de referencias de derecha extrema. Y me acordé.

Metapolítica es la palabra fetiche de un blog peruano llamado Nomos Contra Anomos, que administra Eduardo Hernando Nieto, profesor ordinario auxiliar de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica del Perú.

El 7 de enero del 2008, el profesor Hernando publicó en ese blog un texto suyo titulado "¿Por qué la izquierda teme tanto al pensamiento antiliberal?". Aunque el post en ningún momento responde a su propia pregunta, contiene al menos una pista acerca de cuáles son los intelectuales y artistas que Hernando considera hitos de
su metapolítica. El profesor Hernando dice lo siguiente:
"La metapolítica puede exhibir nombres de escritores como Mishima, Celine, Tolkien o Drieu la Rochelle, ensayistas como los hermanos Jünger, metafísicos como Evola, Guénon, o Coomaraswamy, sociólogos como Spann o Freyer, antropólogos como Eliade, poetas como Pound, economistas como Sombart, historiadores como Spengler, directores de cine como Tarkovski etc, etc."
Lo primero que llama la atención en esa nómina es una peculiar y repetida coincidencia. A ver cuánto se demoran en notarla. En verdad, apuesto a que varios de ustedes la han notado ya, pero aquí va.

Yukio Mishima --narrador privilegiado-- era un hedonista, un ultranacionalista fascistoide y el fundador de un cuerpo paramilitar al que quiso regir según los códigos arcaicos de los samuráis.

Louis Ferdinand Céline --otro novelista de primera-- era tan fascista y tan antisemita que cuando quiso insultar a Hitler en un escrito lo llamó "judío". Fue, sin embargo, colaborador de los nazis, médico personal de Laval y autor de una serie de folletos que llamaban a la persecusión de los judíos.

Pierre Drieu la Rochelle, fascista francés, fue otro cobarde colaborador de los nazis durante la ocupación, que saltó al poder durante el infame periodo del gobierno de Vichy, al que se regaló con prisa y sin pausa.

Ernest Jünger, notable escritor. Veía en la guerra un ejercicio purificador y un camino a la trascendencia; propuso en los años treinta la militarización de Alemania y señaló que la unidad nacional estaba amenazada por la existencia de los judíos. Fue el novelista más leído de la Alemania nazi.

El italiano Julius Evola, a quien ya mencioné, además de ser el autor de unos ilegibles y payasescos textos de inspiración ocultista, y un convencido fascista, fue también el autor del prólogo para la versión italiana del más infame libro en la historia del antisemitismo:
Los protocolos de los sabios de Sion. Además escribió varios otros volúmenes de propaganda antijudía, incluyendo uno en el que --¡agárrense!-- acusaba a las matemáticas de ser una sospechosa creación del "espíritu semita".

Curiosamente, uno de los pocos puntos oscuros en la carrera intelectual de otro de los mencionados por Hernando, el agudo y proficuo Mircea Eliade, fue su inexplicable admiración por Evola, que ha llevado a más de un crítico a descubrir conexiones entre ciertos escritos de Eliade y algunas vertientes del misticismo fascista.

Othmar Spann, inexplicablemente desterrado por Hitler de su cátedra universitaria, era, sin embargo, un nacionalista radical que desde antes de la llegada del nazismo al poder había sostenido la necesidad de implantar un régimen totalitario en Alemania, construyendo para sustentar su idea toda una teoría del estado corporativo.

Hans Freyer, otro alemán de la misma época (¿qué nostalgia, no?), suponía al Estado como una entidad superior al individuo, hasta el punto de negar la noción de libertad individual para quien no se conformara a la marcha unidireccional del estado. Otro dato: Hitler lo nombró, entre 1938 y 1944, director del Instituto de Estudios Alemanes en Hungría, país aliado de los nazis en la segunda guerra mundial.

Ezra Pound, poeta crucial del siglo pasado, era, por supuesto, como todos saben, un fascista y un furibundo antisemita.

Werner Sombart era un propulsor del nacional-socialismo como etapa cumbre en la evolución de la historia occidental. El "espíritu alemán", según Sombart, debía destruir a lo que él llamaba el "espíritu semita" en todos los escenarios europeos. El resumen de su idea sobre la relación entre sujeto y estado: "el individuo no tiene derechos, solamente obligaciones".

Y finalmente Oswald Spengler. Spengler fue adorado por los nazis como un precursor de sus ideas (Spengler era nacionalista, místico, un post-romántico germanista), por lo menos hasta que se radicalizó en sus críticas contra el torpe bilogismo racista del antisemitismo nazi. Allí rompieron palitos.

No voy a insultar la inteligencia de nadie explicando cuál es la coincidencia real entre los miembros de esta lista de intelectuales admirados por Hernando.

Sólo quiero preguntarme qué diferencia hay entre ser un comprometido "metapolítico" y ser un amante del fascismo, cuando vemos que casi sin excepción los íconos de la "metapolítica" son fascistas, nazis y antisemitas.

La presencia pasajera de Marcos Ghio en dos universidades peruanas no es el único problema si es que nos preocupa el ingreso de la extrema derecha totalitaria en los campus del país.

Hernando ha escrito justificaciones para la institución de prácticas estatales abusivas basado en intelectuales del autoritarismo como Carl Schmitt. Ha intentado justificaciones para la tortura. Ha publicado artículos de evidentes fascistas como José Luis Ontiveros, quien, en el blog del mismo Hernando, se refiere elogiosamente a la labor editorial de Marcos Ghio y a su difusión de la obra de Evola.

Eduardo Hernando Nieto da clases de filosofía del derecho en la Universidad Católica del Perú.

Actualización 1: Universidades niegan haber invitado a Ghio.
Actualización 2: Grupo neonazi peruano niega haber gestionado visita de Ghio.
Actualización 3: Un largo artículo sobre Eduardo Hernando Nieto.



24.5.09

Sobre el realismo

Mi conversación con Peter Elmore en Hueso Húmero
En octubre del año pasado publiqué en Puente Aéreo un post titulado Cosas que deben morir, en el que mencionaba diez verdades comúnmente aceptadas acerca de la literatura peruana contemporánea y señalaba que en torno a esos asuntos debía producirse una mayor discusión.
Días después, Peter Elmore me envió un email en el que me proponía, justamente, que ambos debatiéramos el punto 8 de ese post (sobre mi idea de que sería críticamente productivo dejar de tomar al realismo como la necesaria columna vertebral de la tradición narrativa peruana).

Intercambiamos correos a lo largo de algunas semanas, y todos ellos acaban de ser reunidos y recogidos en el número 53 de la revista Hueso Húmero, que dirigen Mirko Lauer y Abelardo Oquendo.

Apenas aparezca la edición digital de la revista (la impresa está en circulación desde la semana pasada), colocaré aquí el enlace respectivo. Por ahora, les dejo a continuación el texto de todos los correos, empezando por el primero que me envió Peter.

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Sobre el realismo como matriz de la narrativa peruana
Peter Elmore – Gustavo Faverón Patriau
Querido Gustavo:
Hace poco, en uno de los posts de Puente Aéreo, escribiste sobre algunos hábitos, lugares comunes, creencias, prejuicios y prácticas que, según entiendes, aquejan y deforman la visión que se suele tener sobre la literatura peruana. En la lista de tus deseos estaba el siguiente:
“Reconsiderar la idea de que el realismo es la matriz nuclear de nuestra tradición narrativa. Incluso si suponemos que dentro de esa modalidad se han producido muchos de los picos de la literatura peruana, y sin duda una cantidad significativa de obras de importancia relativa, el simple ejercicio metódico de dar un paso al costado y buscar, en vez de la consolidación de esta idea, las posibilidades de subvertirla, puede arrojar un resultado valioso y un rediseño de nuestras ideas centrales sobre la tradición local”.
Pasabas luego a dar una lista de escritores cuyas obras, piensas, prueban que no son marginales quienes han escrito “fuera del territorio realista”. Nombrabas, entre otros, a Ventura García Calderón, Abraham Valdelomar, Clemente Palma, Martín Adán, Diez Canseco, Eielson, José María Arguedas y Scorza. Añadías luego a varios escritores vivos y en actividad —Colchado, Rosas Paravicino, Alarcón y Castañeda, por ejemplo, aunque curiosamente no incluyes a Edgardo Rivera Martínez—, con el propósito de reforzar tu argumento, que aparece como invitación y sugerencia:
“Entonces, ante el hecho mismo de su abundancia, ¿no cabría recartografiar el mapa de nuestra narrativa, considerando que las aparentes desviaciones y las salidas del código realista no son eso, no son excepciones, sino una serie de constantes vertebradas con tanta solidez como la tradición realista?”

Paradójicamente, el ejercicio de “dar un paso al costado” puede llevarlo a uno muy lejos. A ti, por ejemplo, te lleva a sugerir que habría “una serie de constantes vertebradas con tanta solidez como la tradición realista”. Antes de discutir, valdría la pena repasar la nómina que ofreces, porque algunas inclusiones me parecen dudosas o, por lo menos, discutibles. Luego creo que habría que ponerse
de acuerdo sobre lo que se quiere decir cuando se afirma que el realismo es la viga maestra de la narrativa peruana moderna.
Comenzaré por los difuntos convocados a tu lista. Me llama la atención que pongas, uno tras otro, a García Calderón, Arguedas, Adán, Diez Canseco, Valdelomar y Scorza. Francamente, no me basta la mención de sus nombres como prueba de lo que propones. “La venganza del cóndor”, con sus pasajes macabros y su extraña aclimatación del gótico a los paisajes andinos, es un libro que explora —algunos dirían, creo que con exageración, “que explota”— el abismo entre el país criollo y la población andina. Si algo vincula a los cuentos más interesantes de ese libro es la conciencia —la mala conciencia— del blanco que sabe que sus privilegios generan un resentimiento que puede sentirse elemental y bárbaro, pero que es comprensible y hasta legítimo. A Arguedas no le gustaba, como sabemos, la obra de García Calderón; sin embargo, desde otro lado —es decir, con otra visión y otra experiencia del mundo— también Arguedas explora los desgarramientos de la sociedad y los efectos que esos desgarramientos tienen en la subjetividad y la ubicación de los personajes. No todo, claro, se explica en esa colisión y encuentro entre la costa y los Andes. El sitio de la provincia costeña en la imaginación peruana le debe mucho a Valdelomar, así como una cierta imagen de la vida urbana —popular o de clase alta— anima la ficción de José Diez Canseco. Yo creo que nadie ha propuesto con mas brillo una visión de lo moderno y del sitio del artista en el Perú como Martín Adán en La casa de cartón; por supuesto, seria una tontería leer La casa de cartón como si fuera Duque, pero el libro es también un comentario irónico e imaginativo sobre un balneario, Barranco, que a fines de la década del 20 era uno de los escenarios de la euforia especulativa y modernizadora del Oncenio leguiísta; Adán, distanciándose, lo representa como una fantasmagoría pintoresca y aldeana, recompuesta y rearmada caleidoscópicamente.
Por su parte, Scorza frecuentó el realismo mágico y, quizás, lo mas curioso de su obra sea que injertó la exuberancia tropical de Macondo en —de todos los lugares posibles— Cerro de Pasco. Aun así, es evidente que el eje dramático de Redoble por Rancas, por ejemplo, es la lucha campesina contra los abusos de la Cerro de Pasco Copper Corporation: la novela se presenta como obra de invención, pero también como documento y denuncia. De hecho, tengo la impresión de que algo parecido se puede decir de las obras de Colchado y Rosas Paravicino; no sé si tiene mucho sentido hablar de “neoindigenismo”, pero más allá del rótulo me parece que no es Arguedas, sino más bien Scorza, quien dejó mas huella en los escritores andinos del periodo post-velasquista. En cualquier caso, lo sobrenatural y mágico no aparece en esas obras para hacer que zozobre la razón occidental y moderna, sino con la intención de ilustrar —vicariamente o no— la riqueza y el valor de las culturas subalternas.
¿Qué constantes unen a estos escritores? Lo que salta a la vista (y a la lectura) es la variedad que los distingue, a menos que uno le dé la vuelta a la idea de que forman una liga local de disidentes del realismo y, más bien, resalte que, por vías distintas, todos ponen a prueba los lugares comunes sobre la convivencia de clases, géneros, razas y culturas en el Perú republicano. En las ficciones de esos escritores (sin negar, por supuesto, las diferencias enormes de sensibilidad, concepción artística y estilo que los separan) el país no solo provee escenarios, sino que aparece —tácita o abiertamente— como problema y como posibilidad. No quiero decir, por si acaso, que esa dimensión sea la única ni, en todos los casos, la central. Me limito a decir que si uno la sustrae, termina por empobrecer y recortar la lectura.

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Querido Peter:
Tengo la impresión de que, cuando hablamos de “realismo” podemos estar refiriéndonos a cosas distintas. Cotidianamente, asumimos el realismo como la intencionalidad de representar el mundo a través de la obra de arte o de la obra literaria, hurgando en la trama histórica, social, cultural, acaso política, que subyace a las relaciones cotidianas dentro de una cierta comunidad, el mundo representado. En un sentido más estricto, claro, una definición de ese tipo resulta imprecisa por laxa y por excesivamente inclusiva: no queremos asumir que es realista toda novela que intenta lidiar con una estructura social o cultural, sino que lo es la novela que quiere representar ese objeto de una manera determinada. Tampoco queremos suponer que solo desde la clave realista se puede hablar sobre esa trama social, porque la falsedad de esa premisa es cristalina a lo largo de la historia. Asumir como realista toda narración que, como las de García Calderón —y siguiendo tus palabras—, haya sido “una aclimatación del gótico a los paisajes andinos”, o tomar como tal la “fantasmagoría pintoresca” de Martín Adán en La casa de cartón, o colocar en esa misma clase al realismo mágico que —como observas— frecuentó Scorza, resulta, pienso, en un relajamiento de cualquier noción productiva de realismo, un relajamiento que, en efecto, permitiría asumir a la sensibilidad gótica, a la mirada fantasmagórica e incluso al realismo mágico como simples avatares del realismo, y no como estéticas y modos de representación fundamentalmente distintos.
Dices, con razón, que, para continuar nuestra conversación de manera constructiva, primero “habría que ponerse de acuerdo sobre lo que se quiere decir cuando se afirma que el realismo es la viga maestra de la narrativa peruana moderna”. Pienso lo mismo. Creo que, a partir de tus palabras, no será injusto concluir que tú estás adjudicando la naturaleza de realista a toda narración que, como dices de la obra de Arguedas, “explora los desgarramientos de la sociedad y los efectos que esos desgarramientos tienen en la subjetividad y la ubicación de los personajes”. Tampoco sería aventurado (y si lo es ya me lo dirás) concluir que descubres en las obras que llamas realistas una intención de intervención en el debate histórico sobre la construcción de la nación y las iniquidades y perturbaciones a las que ese proceso da lugar. Cuando señalas el objetivo de “documento y denuncia” de la obra de Scorza, por ejemplo, pareces sugerir esto último. Concordaremos en que la intervención en el debate histórico y la necesidad de documentar y denunciar, o, al menos, observar y señalar, acaso diagnosticar, es uno de los valores cuasi omnipresentes de todo realismo. Me parece, sin embargo, que ese tipo de definición vuelve a caer en el riesgo de considerar más la intencionalidad de la obra que su forma, su estética y su modo de concebir la realidad. Yo prefiero constreñir mi idea de realismo a su entendimiento como un modo representacional. No quiero con esto dejar de lado el asunto de la necesidad de exploración histórica y social como uno de los factores para comprender qué cosa es realismo, ni pretendo producir una noción meramente formalista, ni mucho menos sólo estilística, del realismo. Lo que quiero hacer notar es que cuando un autor se aleja de las formas del realismo para introducirse, como García Calderón, en esa extraña fusión de gótico y naturalismo, o, como Scorza, en un realismo mágico de estirpe andina (veraz o no, esa es otra discusión), o, como Martín Adán, en esa forma expansiva de vanguardia que anima a La casa de cartón, no lo hace por una simple elección estilística, ni por el prurito de una búsqueda meramente formal, sino porque descubre que ese otro es el único modo de representación capaz de permitirle construir o reconstruir el mundo que animará (o se animará en) su obra.
Que señales a Scorza como un autor con mayor influencia que Arguedas sobre la narrativa andina de las últimas tres décadas abre, sin duda, una línea muy interesante de conversación, a la que podremos regresar más adelante. Por ahora me parece buena idea hacer notar que una constatación como esa le podría dar una solidez nueva a lo que dije antes: el código realista puede, en efecto, no ser la columna vertebral de nuestra tradición: quizá ha habido más de un cambio de eje, acaso el realismo mágico de Scorza sea una de esas columnas, al menos para un vector de nuestras tradiciones. Dices sobre la obra de Scorza y los escritores andinos que, según propones, de cierto modo caminan sobre su huella:
“Lo sobrenatural y mágico no aparece en esas obras para hacer que zozobre la razón occidental y moderna, sino con la intención de ilustrar —vicariamente o no— la riqueza y el valor de las culturas subalternas”.
Mi punto es que no es necesario, para verificar mi propuesta, que esas obras cuestionen “la razón occidental y moderna”. Es bastante con que hagan lo más visible: cuestionan el modo de representación realista, quizá desechándolo en beneficio de otro que —trampas en que cae el subalterno, o el subalternista— también provienen de esa misma razón, pero que abren una exploración hacia otros rumbos. En otras palabras, incluso si no hay un cuestionamiento de “la razón occidental y moderna”, en esos autores, sí hay una duda fundamental: una sospecha sobre la mentirosa transparencia del signo realista, un afán de distanciar la realidad de la forma en que la realidad es dicha. Allí donde el realista —para decirlo en términos gruesos— tiende a borrar el hiato entre el mundo y su representación, y conduce al lector a la creencia de que la representación y el mundo son idénticos —el realismo elide el estatus del signo como signo, decía Barthes—, autores como Scorza y, creo yo, básicamente, los que mencioné en mi post original, no sólo aceptan convivir con la duda de esa identidad, sino que prefieren señalarla, llamando la atención sobre la artificialidad de sus discursos.
Pero quizá valga la pena dar otro paso al costado (seamos simétricos), y ver si, antes de seguir por este camino, podemos descubrir, como pedías, cuál es el espacio común en nuestras maneras de entender qué cosa es el realismo, al menos en el sentido en que se suele usar el término para describir nuestra tradición narrativa.

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Querido Gustavo:
Me parece que una de las peculiaridades de la narrativa peruana moderna (frente a, por ejemplo, la del Río de la Plata) es que ha primado en ella, por el lado de los autores y de los lectores, una expectativa que es casi una exigencia: la de que las ficciones se pronuncien sobre la sociedad peruana y sobre lo que significa vivir en ella. Tú haces notar que considero realistas a las obras que, como digo de los relatos de Arguedas, “exploran los desgarramientos de la sociedad y los efectos que esos desgarramientos tienen en la subjetividad y la ubicación de los personajes”. Luego añades:
“Tampoco sería aventurado ( y si lo es ya me lo dirás) concluir que descubres en las obras que llamas realistas una intención de intervención en el debate histórico sobre la construcción de la nación y las iniquidades y las perturbaciones a las que ese proceso da lugar”.
No, no es aventurado inferir eso, pero vale la pena precisar algo: lo que entendemos por literatura peruana no es una suma de libros de poesía y ficción y, de hecho, tampoco es solamente la resta crítica en la cual quedan los textos canónicos. Es, sobre todo, el ámbito en el que las obras y sus autores discuten (y son, además, objetos de discusión). Así, Agua polemiza, implícitamente, con La venganza del cóndor, pero, por otro lado, Mariátegui en “El proceso a la literatura” no describe al indigenismo literario (que casi no existía a mediados de la década del 20 del siglo pasado), sino que prácticamente lo inventa, al punto que después serán otros —Arguedas y Alegría, entre ellos— quienes conviertan esa tendencia posible en un corpus verdadero. Entre los componentes de una literatura nacional está la historia de cómo y para qué se leen los textos literarios (de paso, conviene señalar que aquí no estamos discutiendo sino la producción letrada en castellano; las prácticas simbólicas populares o étnicas, en castellano y en otros idiomas, pertenecen a otros circuitos y tienen otros sentidos). Por varias razones, entre las cuales las menos importantes no son la precariedad de las instituciones y la fragmentación de la sociedad civil, una capa pequeña pero influyente, la de la intelligentsia, hizo de la literatura un laboratorio polémico y un museo crítico de la realidad nacional. Eso, creo, empieza a cambiar a fines del siglo XX, pero no al punto de que sean ahora otros los términos en los cuales se crean, se piensan, se sienten y se juzgan las obras literarias nacionales, en especial las de ficción.
Por cierto, no quiero decir que los lectores hayan leído con anteojos politizados relatos que, en verdad, no trataban sobre las perplejidades y los laberintos de la vida peruana. Lo que me parece es que, entre los creadores y los lectores más influyentes, ha funcionado un consenso tácito: en el centro de las ficciones palpita el deseo de dar cuenta (sin duda, de formas muy distintas) de lo ardua y compleja que es la relación entre los peruanos y la sociedad en la que se insertan. Esa es la razón, creo, por la cual el subgénero que más transita la novela peruana es el Bildungsroman o, si se prefiere, el relato de aprendizaje: en su ruta están La casa de cartón, Los ríos profundos, Crónica de San Gabriel, La ciudad y los perros, El viejo saurio se retira, Ximena de dos caminos y País de Jauja.
Para Lukács, el realismo clásico se sostiene en el impulso de comprender las relaciones personales al interior de una totalidad que no es metafísica, sino histórica y concreta. Auerbach, por otro lado, pensaba que lo que distingue a la gran tradición realista del siglo XIX son dos rasgos: el primero, la capacidad de tomar en serio —es decir, de no tratar solamente de manera cómica— la existencia de las capas populares; el otro, la convicción de que la trama de lo cotidiano y actual es la materia que informa la creación artística. No deja de ser irónico que en el siglo XIX, el gran siglo del realismo, nuestro narrador más importante haya sido Ricardo Palma, que en las Tradiciones sobreentiende que la vida contemporánea no le sirve para escribir y que, además, parece persuadido de que toda historia y todo personaje tienen que ser vistos a través del lente de un humor liviano y burlón. En Respiración artificial, de Piglia, Renzi dice —argumentando ingeniosamente— que para él Borges es el mejor escritor argentino del siglo XIX. Sin la argumentación ingeniosa, pero con malicia, hubo quienes dijeron que Ribeyro era el mejor escritor peruano del siglo XIX. En un sentido que no tiene que ver con los hábitos sintácticos, sino con las premisas de la representación, uno podría decir —exagerando, claro— que los otros grandes escritores del siglo XX peruano también serían candidatos de fuerza a ese título. Acaso sea sintomático que el epígrafe de Conversación en La Catedral (“la novela es la historia privada de las naciones”) no sólo sea de Balzac, sino que esté tan bien puesto.

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Querido Peter:
Es interesante que señales esto: “Entre los componentes de una literatura nacional está la historia de cómo y para qué se leen los textos literarios”. Hay que añadir que también está allí la historia de cómo y para qué se escriben esos textos, y la historia de las discrepancias entre la inclinación que los autores le dan a sus obras y la manera en que los lectores, entrenados o no, las perciben. Y eso incluye la violencia que la crítica puede ejercer sobre una obra.
Mencionas el caso argentino y lo comparas con el peruano. Yo sí tengo la sensación de que la forma de lectura predominante en el Perú muchas veces violenta las ficciones para buscar en ellas poco menos que representaciones documentales de nuestra realidad social, incluso cuando ese espíritu no habita en ellas. Una sensación distinta me produce la recepción de mucha literatura argentina en Argentina, y creo que en cierta forma mencionarla viene al caso: aun a pesar de que la literatura argentina suele reclamar el cosmopolitismo y la vinculación europeizante como uno de sus patrones básicos, los lectores y la crítica argentina muy rara vez se quedan en la recepción de su narrativa o bien como el récord de las tribulaciones cuasi-solipsistas del individuo en una sociedad fantasmal o evanescente, o bien como literatura “de los grandes temas universales”. Por el contrario: la crítica argentina busca en su narrativa la raigambre local y su aproximación a lo coyuntural, a lo político, lo social, etc., e incorpora el debate sobre temas como la posición del sujeto en las sociedades contemporáneas o la naturaleza de la individualidad en la modernidad y la postmodernidad, haciendo a estos últimos asuntos parte de la discusión sobre los otros. Es curioso que, cuando hacemos el cruce o miramos por sobre la frontera, los peruanos solemos ver la literatura argentina mediante una variación interesante: Arlt, Wilcock, Lamborghini, Layseca, Piglia, Saer, Pauls, etc., son leídos en el Perú, cuando son leídos, como autores en los que lo realmente crucial y trascendente es la construcción de subjetividades y la atención al desvarío de las sicologías —lo delirante, lo raro, lo idiosincrásico, lo paria, lo segregado— obviándose con frecuencia el hecho de que sus ficciones suelen ser respuestas estéticas y también políticas a fenómenos como la migración, el peronismo, el populismo, el caudillismo, la dictadura, etc. Por otro lado, casi nunca queremos leer en Arguedas —o en Gutiérrez o en Reynoso o incluso en Bryce o Ribeyro— el desgarro individual, el descolocamiento del alienado, ese nivel en el que el personaje singular puede cobrar más relieve que su filiación social o su afiliación política. (De hecho, eso de ir más allá de la coyuntura de lo nacional parecemos habérselo delegado enteramente a un par de libros de Vallejo, quien, a juzgar por las frases hechas, es nuestro único “peruano universal”, quizá como reacción defensiva ante su hermetismo).
Tengo la impresión de que la matriz de lectura predominante en la literatura peruana no ha sido ni siquiera el realismo, como decía al principio, y en lo que concuerdas tú, sino más bien una forma perentoria de realismo social (no digo socialista, claro), casi documental: leemos literatura como quien lee los hallazgos de sociólogos y antropólogos —no tengo que mencionar el polémico caso del descarte de la obra de Arguedas en la recordada mesa redonda— y la aceptamos y la rechazamos, entonces, no en función de una evaluación estética que incluya pero no se circunscriba a la trama social, sino en función de una parcial y, por qué no decirlo, algunas veces miope evaluación sobre su valor de verdad representacional.
Cuando digo que el ejercicio de revisar la posición crucial del realismo en la construcción de nuestro canon puede dar frutos interesantes, me refiero a eso: que el proceso del canon peruano —lo que muy elocuentemente llamas “resta crítica”— se ha hecho siempre, invariablemente, desde una hermenéutica realista, es decir, una que consuetudinariamente ha buscado canonizar los libros que parecen ofrecer algo de interés no a la tradición de la narrativa peruana, sino a la tradición de la lectura documental del realismo social peruano. Nada más engañoso que seleccionar a partir de esa premisa para luego concluir que en el Perú lo realista ha sido siempre lo crucial.
Citas a Auerbach y a Lukács y entonces es oportuno recordar que el interés de Auerbach no era fundamentalmente caracterizar el realismo tal como éste se había formulado y reformulado a lo largo del siglo diecinueve (el realismo que más interesa a Lukács), sino descubrir los avatares del realismo en tres mil años de literatura: el realismo de Auerbach no es, estrictamente hablando, el que busca comprender la posición del sujeto social, individual o colectivo, en el mundo de los estados nacionales (ése sería el realismo que más a la mano tenemos nosotros, el primero en que pensamos cuando hablamos de realismo), sino la evolución de la mímesis desde la consideraciones de Platón sobre ella hasta las formas que toma en el primer tercio del siglo veinte. Sé que Auerbach está quizás más cerca de tu corazón que cualquier otro crítico, por eso imagino que tu uso del término “realismo” está profundamente influido por él: en efecto, si hablamos de la mímesis realista como la entendía Auerbach, fácilmente podremos inscribir en el realismo al realismo mágico, al indigenismo o al neoindigenismo abiertos al relato mítico o a la incursión en lo maravilloso, tal como Auerbach lo hallaba en cantos épicos medievales, narraciones y poemas renacentistas y todavía antes, astillado pero presente, y germinal, en Homero o en Petronio. No caes tú, entonces, lo entiendo, en la trampa de buscar una forma básica de realismo “social” en todo texto narrativo peruano, pero acaso caigas en otra: en los sesenta años pasados luego de Mimesis, es difícil imaginar literatura que no cumpla con los rasgos distintivos del realismo de Auerbach: quizá atribuírselo a una tradición como rasgo axial sea una generalización inconducente.
Si tuviera que resumir mi posición en esta conversación hasta aquí, lo haría de la siguiente manera: para pedir una revisión de la idea de que el realismo es la espina dorsal de nuestra tradición narrativa, no es necesario desconocer la preocupación mayoritaria de los narradores peruanos por hacer de las tramas sociales, culturales y políticas del Perú, y de la forma en que los sujetos se insertan en esas tramas, un objeto central de sus obras. Esto último se debe aceptar sin desmedro de preguntarse por qué con tanta frecuencia autores como Arguedas, Scorza, Rivera Martínez, Colchado Lucio, Rosas Paravicino, Prochazka, Alarcón, Adolph, Reynoso, etc., se sienten inclinados a buscar las claves y los modos de representación fuera de los linderos del realismo. Mi propia impresión es que no se trata de una simple disidencia, o una serie de disidencias, ni tampoco de un fenómeno distinto en cada caso, sino de una tendencia que se va reforzando desde hace décadas y que tiene que ver con el agotamiento del proyecto creativo realista, históricamente asociado entre nosotros con el proceso de construcción de lo nacional. Lo que perdura ahora, lo que insiste en tomar el centro del escenario, es el viejo modelo de lectura realista, y de sus variantes documentales y antropológicas, incluso cuando el corpus de nuestra narrativa empieza a quedar cada vez más lejos de ser interpretable en esos términos.

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Querido Gustavo:
Cuando leo la transcripción del conversatorio sobre Todas las sangres que el IEP organizó en junio de 1965, lo que más me llama la atención no es la poca perspicacia de algunos (no todos, ciertamente) de los participantes, sino la reacción emotiva y visceral del propio Arguedas. El título que los editores le han puesto a la transcripción (¿He vivido en vano?) resume bien esa reacción. Arguedas siente que se le niega una condición de testigo e intérprete de la realidad andina. Eso, literalmente, le duele en el alma. Mucha agua ha corrido bajo los puentes desde entonces, sin duda, pero ese conversatorio me parece que interesa aún como escena de un desencuentro entre la persona del escritor y la presencia de los lectores. No se trata, a decir verdad, de un auto de fe en el cual los verdugos queman en la hoguera al autor por no haber sabido reflejar al Perú en su obra. En ese debate, Alberto Escobar (que era un lector muy agudo y uno de los críticos que mejor ha pensado la tradición moderna en la narrativa y la poesía peruanas) sitúa bien las cosas; en contraste, Henri Favre, un sociólogo francés al que Arguedas casi le doblaba la edad y le multiplicaba la experiencia, le informa a Arguedas que éste representa de manera anacrónica y errada la realidad andina. Entre esos dos márgenes, hay un espectro de posiciones. No creo que hoy en día ningún escritor o escritora del Perú sienta, como en su momento sintió Arguedas, que la supuesta falta de fidelidad a la “realidad social” descalifica su obra y vacía de sentido su existencia.
Tampoco creo que, salvo en casos más bien marginales, quienes escriben y piensan sobre la literatura peruana lo hagan buscando “canonizar los libros que parecen ofrecer algo de interés no a la tradición de la narrativa peruana, sino a la tradición de la lectura documental del realismo social peruano”, como dices tú. Para mí, el libro más lúcido (aparte de mejor escrito) sobre nuestra literatura es El sol de Lima, de Luis Loayza. En las notas y ensayos que forman ese libro, Loayza hace (un poco al sesgo y, al parecer, sin proponérselo del todo) un examen a partir de varias calas, algunas en obras peruanas y otras en textos extranjeros, de los modos en que la narrativa ha servido para darle forma a la imagen del país. Esa imagen del país y de la experiencia de quienes en el Perú han hecho su educación sentimental está, pienso, en el centro mismo de nuestra tradición literaria. Loayza no lee como Mariátegui (que, por cierto, tampoco iba en busca de simulacros verbales de la realidad peruana). Los dos, sin embargo, perciben que la puesta en escena de las relaciones entre el sujeto peruano y la sociedad de su filiación es, en definitiva, el centro de gravedad de mucho de lo más significativo que ha producido la literatura peruana.
Paso a Auerbach (a quien admiro tanto como a Curtius, Bakhtin y Walter Benjamin: en todos ellos, la crítica es un modo de alta creación). Lo que glosé en mi mensaje anterior son las ideas de Auerbach sobre la estética del realismo “tal como éste se había formulado y reformulado a lo largo del siglo XIX”, para usar tus propias palabras. Mímesis no es un libro que pretende “descubrir los avatares del realismo en tres mil años de literatura” ni es cierto que
“el realismo de Auerbach no sea, estrictamente hablando, el que busca comprender la posición del sujeto social, individual o colectivo, en el mundo de los estados nacionales (ése sería el realismo que más a la mano tenemos nosotros, el primero en que pensamos cuando hablamos de realismo), sino la evolución de la mímesis desde las consideraciones de Platón sobre ella hasta las formas que toma en el primer tercio del siglo XX”.
Auerbach se propone exponer los modos particulares de “la representación de la realidad” que hallamos desde los poemas homéricos y los relatos bíblicos hasta el altomodernismo de Virginia Woolf. En esa historia, que es rica y larga, el realismo es un capítulo, históricamente delimitado. Los dos rasgos que glosé —el tratamiento serio o trágico de una materia que no es socialmente “elevada”; el énfasis en lo cotidiano y contemporáneo— son justamente los que, según Auerbach, distinguen al realismo moderno de otros modelos de mímesis. Es en el capítulo sobre Stendhal —el decimoctavo de los veinte que componen Mímesis— donde Auerbach expone estas ideas. Es ahí también donde apunta que “el fundador del realismo moderno es Stendhal, en la medida que el realismo moderno representa al ser humano dentro de la trama de una totalidad que es política, social y económica --es decir, dentro de una realidad que es concreta y está en constante cambio—”. Aunque en Rojo y negro aparece fugazmente un peruano, como sabemos, no es por eso que invoco esta cita sobre Stendhal, sino porque pienso que la reflexión de Auerbach sobre el realismo moderno es iluminadora también para el caso peruano. El realismo, así, no es una estética que quiere hacerse pasar por una réplica transparente de la ‘realidad’; es más bien, el arte que concibe que la índole de lo real es, raigalmente, histórica (es decir, que es política y secular).
Agua y Yawar Fiesta son libros escritos desde (y en tensión con) la estética del realismo. Lo mismo puede decirse de Conversación en La Catedral y La casa verde, así como de La violencia del tiempo y País de Jauja. Incluso novelas que, como El cuerpo de Giulia-no, no se someten al régimen de verosimilitud del realismo, sí participan de algo que está en el centro de la poética realista: la convicción de que la experiencia personal se entiende dentro de un haz de relaciones de clase, género, generación y etnicidad que se hallan históricamente determinadas y que, en el caso nuestro, se expresan como una relación agónica y paradójica con la sociedad peruana. Es por eso, pienso, que la novela de aprendizaje es el género más poblado y más significativo en la literatura peruana moderna. En otra línea, acaso sea también sintomático que dos de los lectores más alertas de la ficción narrativa y el imaginario peruanos —Jorge Basadre y Alberto Flores Galindo— fueran historiadores.

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Querido Peter:
Tus citas de Auerbach me hicieron dudar por un rato si mi memoria podía haber traicionado su lectura tan radicalmente. Afortunadamente, no es así. En efecto, como decía, Auerbach sí señala que, antes de su versión decimonónica,
“tanto durante la Edad Media como a lo largo del Renacimiento, un serio realismo había existido. Había sido posible en literatura así como en las artes visuales representar los fenómenos más cotidianos de la realidad en un contexto serio y significativo. La doctrina de los niveles de estilo no tenía validez absoluta. No importa cuán distintos el realismo medieval y el moderno puedan ser, eran uno en esta actitud básica”.
De hecho, en el epílogo de Mimesis, Auerbach explica los motivos por los cuales su libro no intenta ser una historia “sistemática y completa del realismo”, sino una que elige ciertos hitos en la evolución del realismo y salta de época en época a la búsqueda de “obras realistas de carácter y estilo serio”. Por otro lado, no veo en qué se diferencia mi caracterización del libro, que, según digo, estudia “la evolución de la mímesis desde las consideraciones de Platón sobre ella hasta las formas que toma en el primer tercio del siglo XX”, de la tuya: “Auerbach se propone exponer los modos particulares de ‘la representación de la realidad’ que hallamos desde los poemas homéricos y los relatos bíblicos hasta el altomodernismo de Virginia Woolf”.
Una cosa quiero decir acerca de lo que llamas “el centro de la poética realista” —en tus palabras: “la convicción de que la experiencia personal se entiende dentro de un haz de relaciones de clase, género, generación y etnicidad que se hallan históricamente determinadas”—. Eso no es un rasgo exclusivo del realismo, sino uno de los saberes comunes de la modernidad, que no sólo ha servido de punto de inflexión para el surgimiento del realismo decimonónico y posterior: lo fantástico, lo real-maravilloso, el realismo mágico, el absurdo, no existirían en sus variantes contemporáneas si no partieran de la misma aceptación: todos ellos respiran en tensión con la razón moderna. Lo que los distingue del realismo no es que aquellos, a diferencia de este, desconozcan que la experiencia individual está históricamente determinada y crucialmente entretejida con redes sociales mayores y omnipresentes: es la creencia de que el régimen representacional del realismo no es suficiente para expresar la relación del sujeto con el mundo. Y el régimen representacional de un género o de un modo narrativo no puede ser reducido fácilmente y de un solo plumazo a su “régimen de verosimilitud”. Porque, mientras este último implica solo un movimiento de correspondencia estructural dentro de la obra (en efecto, en Cien años de soledad, dado su universo, es verosímil que un hombre muera dormido porque no alcanzó a abrir la última puerta en el corredor de sus sueños), el régimen representacional es la base ontológica del texto, es decir, él implica la decisión de qué cosa existe y qué cosa no existe en el mundo y —sólo consecuentemente— en la representación del mundo en la ficción: lo fantástico, lo real maravilloso, el realismo mágico, etc., en sus avatares contemporáneos, no niegan la imposibilidad de entender al sujeto sin considerar su posición en la red social (es decir, simplemente, son tan modernos como el realismo; les es inevitable), pero sí añaden otros elementos, proponen o sugieren la existencia de otras cosas, y es al hacerlo que entran en choque con la razón realista. Decir de un texto concebido dentro de estas poéticas que, sin importar todo aquello, en el fondo tiene una intención realista, implica verlo de manera parcial, borrar precisamente los datos que lo distinguen, reducir o descartar la diferencia como “cuestión de verosimilitud”, como si todo aquello que se añadiera al principio realista, y que entrara en tensión con él, fuera superfluo o secundario. Reducir la obra de Scorza, ciertos cuentos de Arguedas o de García Calderón, la novela de Martín Adán, la narrativa de Colchado, incluso las novelas breves de Reynoso, a la categoría de ficciones “de intención realista” implica una reducción de ese tipo, precisamente.
Si seguimos tu caracterización, El tambor de hojalata, “El milagro secreto” o, para poner un ejemplo rico para los peruanos, y que te implica directamente, el teatro de Yuyachkani, serían ni más ni menos que realistas (en tanto en ellos no es posible entender al individuo fuera de sus relaciones —étnicas, nacionales, culturales, etc.— con la historia y la sociedad), salvo por un pequeño y poco importante viraje en el “régimen de verosimilitud”. Pero eso sería como afirmar que el rasgo fantástico de El tambor de hojalata no es más que un capricho formal, y no un dispositivo puesto ahí para recusar, precisamente, la noción realista y moderna de la historia, o que el milagro de “El milagro secreto” es una simple variación de la verosimilitud y no un intento de ensanchar nuestra comprensión de la realidad más allá de la realidad positiva, o que Yuyachkani no quiere, precisamente, explorar la historia y la sociedad y el lugar del sujeto en ellas rompiendo crucialmente con el régimen representacional —ontológico— del realismo, y no simplemente con una noción textual de verosimilitud realista.
Yo también quisiera que lecturas de nuestra tradición como la de Luis Loayza tuvieran un emplazamiento preponderante en nuestra crítica. Quisiera decir que sus ensayos están “en el centro de nuestra tradición literaria” y que el tipo de recepción crítica al que he aludido no representa sino un conjunto breve de “casos más bien marginales”. Creo que es wishful thinking. Sospecho que la crítica académica peruana, o peruanista, no se asoma casi nunca a los ensayos de El sol de Lima para comprender la evolución de nuestra tradición. Creo que más común es que nuestra narrativa sea recibida como ocurrió, por ejemplo, con Historia de Mayta o Lituma en los Andes, es decir, con reclamos a su inexactitud o protestas ante su desviación con respecto de la ‘verdad histórica’ —cualquier cosa que ello signifique—, y me temo que esas reacciones tienen que ver precisamente con el hecho de que Vargas Llosa haya, si bien no abandonado, al menos matizado su realismo en ambas novelas: para cuestionar el poder representacional del realismo, con el recurso reflexivamente cuestionador de la mise en abyme, en Historia de Mayta, o para ensanchar las dimensiones interpretativas de su ficción, con la apropiación del ‘método mítico’ descrito por Eliot, en Lituma en los Andes.
(De hecho, tengo la impresión no sólo de que las novelas peruanas tienen, como dije, sistemáticamente, menos probabilidades de canonización mientras más se alejen de la poética realista, sino que algunas veces les basta incluso con alejarse de los escenarios peruanos para ser consideradas secundarias en general o secundarias con respecto al resto de la obra de sus autores: Babel, el paraíso de Gutiérrez y Los eunucos inmortales de Reynoso son dos buenos ejemplos, pero también resulta sintomático que La vida exagerada de Martín Romaña esté tan detrás de Un mundo para Julius en la imaginación de quienes piensan nuestro canon, o que La casa verde y Conversación en La Catedral sean repetidas piedras de toque de esta discusión en la que no se ha hablado de La guerra del fin del mundo —en cuya memorable última línea, por otra parte, pareciera deslizarse la primera duda del realismo en toda la obra de Vargas Llosa. Creo que todo eso también tiene que ver con esa tácita exigencia crítica según la cual, si espera reclamar el centro del escenario, una novela peruana debe decir algo muy explícitamente acerca del Perú).
Creo que hace falta un cambio radical en la percepción de la crítica, uno que, por ejemplo, permita que las obras narrativas de Carlos Calderón Fajardo, José B. Adolph, Mirko Lauer, Iván Thays, Enrique Prochazka o Augusto Higa (para no hablar de los más jóvenes, como Luis Hernán Castañeda o Daniel Alarcón: tiempo al tiempo), y un largo etcétera, puedan ser percibidas con cierta sistematicidad, y no como una inundación de idiosincrasias, una suma de excepciones que, curiosamente, sobre todo en las últimas dos décadas, empieza a parecer más numerosa que el conjunto de obras que la lectura realista logra barajar.

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Querido Gustavo:
Esta conversación surgió de una convicción (¿o es una intuición?) tuya: la de que el realismo no es en rigor “la matriz nuclear de nuestra tradición narrativa”. En el último párrafo de tu mensaje anterior mencionas a varios escritores en actividad —uno podría añadir, con justicia, a Iwasaki y Rivera Martínez— y dices que sus obras no son “una suma de excepciones”, lo cual supone que las ves dentro de una corriente que fluye en el mismo sentido. ¿Cuál es ese sentido? Tú te abstienes de precisar en qué podría radicar la “sistematicidad” de la lectura de ese conjunto de libros. Uno podría deducir que tienen en común su alejamiento del realismo, pero me imagino que algún otro criterio usarás tú. ¿Cómo podría ser esa la clave, si piensas que el realismo no marca a nuestra tradición literaria?
Noto un deslizamiento en tus intervenciones, que resulta revelador: me parece que lo que quieres discutir no es tanto la tradición narrativa peruana, sino las líneas de fuerza en la prosa de ficción contemporánea. Para eso, no hay ninguna necesidad de negar que el realismo —sobre todo como poética y, también, como modo de representación— es crucial en nuestra narrativa: ¿sería la misma nuestra visión de la novela peruana moderna si no existieran El mundo es ancho y ajeno o La guerra del fin del mundo? Ambas ficciones son muy distintas entre sí, por supuesto, pero no sólo las acerca una palabra compartida en sus títulos: las dos se sostienen en la premisa de que el lenguaje artístico puede dar cuenta de la experiencia social e histórica de un modo que es, al mismo tiempo, crítico y creativo. En el caso peruano, el realismo es parte del código genético tanto de obras de molde decimonónico como de textos altomodernistas y dispuestos a la experimentación formal. Eso no quiere decir, en absoluto, que el estilo no importe (de paso, doy la definición de René Daumal, que es la que más me gusta: “El estilo es la huella de aquello que se es sobre aquello que se hace”). Estoy convencido de que, en el arte, la forma es el contenido que cuenta. Y aclaro, ya que estamos en esto, un reparo tuyo acerca del “régimen de verosimilitud”. Un cuento fantástico como “El milagro secreto”, de Borges, difiere en un punto radical de un relato mágico realista como Pedro Páramo. En el cuento de Borges, la irrupción de lo imposible en el ámbito del mundo representado hace zozobrar la noción de realidad moderna y racionalista al poner en suspenso la idea de un tiempo lineal y sucesivo. En Pedro Páramo, lo “imposible” proviene del repertorio de valores y creencias de una comunidad popular subalterna, históricamente determinada, que interviene en la sustancia misma del mundo representado y sirve para constituirlo: de ahí que entre el neorrealismo de los cuentos de El llano en llamas y el realismo mágico de Pedro Páramo haya, junto a diferencias radicales en la representación, una continuidad crucial.
Paso a otro punto. Si hablamos de la literatura peruana actual, ¿valdría la pena negar la vena realista en, por ejemplo, Miguel Gutiérrez, Oswaldo Reynoso, Alonso Cueto, Fernando Ampuero, Abelardo Sánchez León o Jorge Eduardo Benavides? Sería, creo, un error y un desperdicio. Dicho esto, paso a apuntar que para mí lo más interesante en el campo de la narrativa peruana de las dos últimas décadas es que ya la vertiente realista (y, con ella, la demanda ética de dar cuenta siempre de la realidad peruana) no domina hasta el punto de ejercer una especie de presión disuasiva sobre los escritores peruanos: ahora es una de las posiciones en un espectro de obras (y éste es el otro fenómeno que me parece importante) escritas por autores de varias generaciones. Entre otros, Mario Bellatin tuvo un papel importante en ese proceso (y, de hecho, es significativo que importe poco que sea mexicano y peruano, como tampoco pesa gran cosa que Alarcón escriba en inglés). Por cierto, no creo que prevalezca la “tácita exigencia crítica según la cual, si espera reclamar el centro del escenario, una novela peruana debe decir algo muy explícitamente acerca del Perú”. Pienso en un libro reciente, Alegoría y nación, de Juan Carlos Galdo, en tu prólogo para la antología Toda la sangre y en aquellos ensayos sobre libros peruanos que Miguel Gutiérrez incluye en El pacto con el diablo. Son textos críticos que reflexionan sobre obras en las que el mundo representado y el sentido de la escritura “dicen algo muy explícitamente acerca del Perú”, pero ni Galdo ni tú ni Gutiérrez juzgan los logros o las carencias de los relatos como si la obligación del crítico fuera oficiar de comisario nacionalista. Antonio Cornejo Polar, que influyó tanto a quienes hacían (o hacen) una crítica de orientación social o sociológica, claramente estaba muy lejos de ser un censor y un mero propagandista; estoy seguro de que no te referías a él, como tampoco podrías tener en mente a Julio Ortega, José Miguel Oviedo o a Mirko Lauer. ¿Quiénes son, entonces, los autores de esos artículos y libros que sí tienen “un emplazamiento preponderante en nuestra crítica”? No me parece que me cegara el optimismo cuando escribí que El sol de Lima es un libro clave en nuestra tradición, y tampoco creo que sea triunfalista no compartir la sensación de que “la forma de lectura predominante en el Perú muchas veces violenta las ficciones para buscar en ellas poco menos que representaciones documentales de nuestra realidad social, incluso cuando ese espíritu no habita en ellas”. El panorama es más plural y más complejo. Es, también, más polémico.

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Querido Peter,
Como diría el Borges de “El aleph”, de bruces en la escalera al sótano en casa de Carlos Argentino Daneri, “arribo, ahora, al inefable centro de mi relato”. No creo que todos los que se abstienen del realismo se sitúen en un mismo campo o lo hagan por una sola razón. Tampoco me parece subestimable, aunque sí insuficiente, la recusación del realismo como rasgo para localizar el fenómeno. Pero sí me parece que hay un tanto de malabarismo en la forma en que enuncias tu primera pregunta:
“Uno podría deducir que [autores como Calderón Fajardo, Adolph, Lauer, Thays, Prochazka, Higa, Castañeda, Alarcón] tienen en común su alejamiento del realismo, pero me imagino que algún otro criterio usarás tú. ¿Cómo podría ser esa la clave, si piensas que el realismo no marca a nuestra tradición literaria?"
Por supuesto, yo no he dicho que el realismo no marque la tradición narrativa peruana, sino que sería críticamente productivo dejar de percibir al realismo como la espina dorsal de esa tradición. De hecho, he señalado que la ideología que subyace al realismo (el historicismo, ciertas formas de materialismo, la mirada antropológica, la concepción del individuo como ser eminentemente social) marca en mayor o menor grado toda tradición narrativa de la modernidad, en especial desde el siglo diecinueve. Ahora bien, afirmar que la abundancia de autores peruanos que elaboran su obra al margen del realismo demuestra que el realismo es en virtud de esa negación la espina dorsal de nuestra narrativa me parece un argumento difícil de defender. Incluso si tu idea es afirmar que quienes no son realistas son meros disidentes inevitablemente marcados por aquello que rechazan, esa seguiría siendo una manera tendenciosa de enfrentar el tema: acusar al contrarreformista de reformista, al romántico de barroco. En la práctica, en nuestro tema, implicaría suponer que Prochazka es un mero objetor de Vargas Llosa, Colchado un discípulo discrepante de Arguedas o Castañeda un contrincante de Ribeyro. No lo creo. Pienso, más bien, que escritores como Colchado, por una parte, y Prochazka o Castañeda por otra, para mencionar a autores de tres generaciones distintas, son resultados naturales de nuestra tradición, con sus propias líneas y genealogías, que han crecido al margen del realismo estricto. Y los dos últimos son también productos de un nuevo fenómeno de búsqueda cosmopolita (el más notorio desde los sesentas), que les permite no encontrar un padre para el parricidio en Vargas Llosa, pero que tampoco lo ven como modelo u objeto de emulación (cosa que le fue más ardua a la generación de Cueto, o a la tuya, que también es la de otros escritores importante que mencionas, como Jorge Eduardo Benavides o Fernando Iwasaki).
Veo la narrativa peruana reciente como nucleada en torno a dos centros diferentes, dos centros principales. Primero, están quienes toman como objetivo central de su obra la comprensión de las realidades sociales y culturales andinas no atendiendo a la poética realista ni inscribiéndose en el realismo como discurso representacional, sino, más bien, inclinándose por la incorporación de discursos míticos, un tanto sobre la huella de Manuel Scorza —más que sobre la novelística de Arguedas, como bien señalaste tú al principio de esta discusión—. Esa tendencia, sin embargo, también estaba ya en la narrativa breve del propio Arguedas. La inclinación a la incorporación de lo mítico y lo mágico no es un descubrimiento del siglo pasado: tiene un antecedente suficientemente estudiado en las letras coloniales, reaparece como recurso romántico en ciertas tradiciones de Palma o Matto de Turner, subsiste como mirada exotizante en García Calderón, con valor de interpelación en López Albújar, atraviesa la obra de Scorza, se reelabora inteligentemente en la de Colchado Lucio, Rosas Paravicino, Félix Huamán, Julián Pérez, se filtra en los cuentos de Rivera Martínez, persiste, aunque me temo que con menos brillo, en las generaciones más recientes de los llamados autores “andinos”. Es una línea que ha asomado incluso, como dije, en la duda del realismo al final de La guerra del fin del mundo, duda que el mismo Vargas Llosa ha puesto en escena en esa compleja novela que es El hablador.
Luego, está la numerosa y cada vez más predominante secuela de la narrativa urbana que no ingresa en el círculo del realismo como poética, ni como paradigma representacional, ni como herramienta de conocimiento, y que se encamina, más bien, a la construcción de universos paralelos, enrarecidos, edificados a través de discursos a veces paranoides, a veces esquizoides, que no intentan comprender la ciudad como el producto necesario de un devenir histórico, sino reconstruirla sincrónicamente como un laberinto delirante y en gran medida incógnito, o incluso incognoscible: tus propias novelas se encaminan a ello crecientemente, pero también la obra de Enrique Prochazka, Luis Hernán Castañeda, Daniel Alarcón. Tú mencionas a Julio Ortega. Recordarás su polémico artículo sobre las novelas cruciales de Hispanoamérica en el siglo XX, en el que no incluía libro alguno de Vargas Llosa pero sí La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce. La omisión de Vargas Llosa me resulta, por supuesto, una decisión extrema e injusta; pero no así la inclusión de Bryce: en su novela se reúnen, en efecto, varios elementos considerables de cierta tradición narrativa peruana del siglo veinte: la noción del yo como piedra angular y casi excluyente de una narración en la que las trazas de la diacronía y de la historia parecen borrarse y desaparecer en la pura subjetividad. No es un asomo insólito: está insinuado en el inmediatismo de la percepción en Duque de Diez Canseco, en El cuerpo de Giulia-no de Eielson, en La casa de cartón de Martín Adán, y, de manera diferente, en Salón de belleza, de Mario Bellatin, novelas todas ellas a las que en el futuro sólo les puede esperar el rescate y la revaloración: los libros que hoy se escriben a su sombra, como quería Borges en “Kafka y sus precursores”, se encargarán de rehacerlas y redescubrirlas con un nuevo valor.
La vida exagerada de Martín Romaña también se inscribe en otra genealogía: la de las novelas construidas sobre la idea de tránsito, de viaje y de alienación con respecto al país y la nación: la trayectoria va desde Bryce hasta El viaje interior de Thays muy directamente, y ha ingresado en la obra de Vargas Llosa con Travesuras de la niña mala, que incluso parece tomar de Bryce una mirada más romántica que materialista de la historia, no la de los grandes movimientos sociales, sino la de sus casi imperceptibles repercusiones en la emotividad de uno o dos sujetos. No la “historia privada de las naciones” sino la memoria íntima del sujeto al que la historia apenas le sirve de marco o de gatillo para la alienación.
Diez Canseco, Eielson, Martín Adán, Calderón Fajardo, Bellatin, Lauer, el Reynoso de las últimas novelas breves (que, en efecto, están escritas al margen de la intención realista), Prochazka, Thays, Alarcón, Castañeda: sobre pocos de ellos se podrá decir que han olvidado la preocupación de entender las redes que unen al sujeto con su coyuntura social y el devenir, pero lo que los vincula unos a otros no es ni la escritura realista (que no comparten) ni el designio racionalista moderno (que la mayor parte de ellos deja de lado): los enlazan, más bien, la intuición del mundo (a veces el urbano, a veces el íntimo, el interior) como patología, delirio, máscara impenetrable o desvarío; los unen la tendencia a la irrealidad y la licencia de construir universos narrativos a través de discursos no representacionales. No veo la necesidad de entender sus obras como destilaciones laterales o subproductos del realismo; de hecho, pienso que un vicio no suficientemente discutido del oficio crítico en nuestro tiempo es el de suponer, aunque no siempre explícitamente, sí implícitamente, que el realismo es by default una suerte de grado cero de la narrativa, a partir del cual toda otra poética contemporánea se debe explicar como una recusación o una construcción levantada en tensión con esa otra, que sería siempre la viga mayor.
Pero, como dices, esto es una intuición y, como tal, es debatible y acaso desmontable.