10.11.05

Confesiones de un Torquemada inútil

Desde que empecé a publicar este blog, no ha habido una sola crítica mía que no haya sido respondida en algún momento con un ataque personal, habitualmente anónimo. ¿El más común? Que escribo bien de mis amigos y mal de mis enemigos. ¿Algún otro? Sí. Se me pregunta qué hice en los años del terrorismo y se dice que en la época de Fujimori me dediqué a “la comodidad de una vida burguesa en Somos.

No respondería ataques anónimos, y menos aun le dedicaría tanto espacio a mi respuesta, si no fuera porque me interesa despejar la maleza para que puedan seguir las discusiones que he venido planteando en los días anteriores. Así que aquí va, y disculpen la confianza.

Sobre lo primero: he sido bastante más esquizoide de lo que piensa la gente. He publicado reseñas negativas sobre libros de gente a la que aprecio y respeto, con quien mi trato ha sido siempre amical y afectuoso, y a la que incluso debo algún favor. Alfredo Bryce, por ejemplo. Y también reseñas tibias de libros escritos por amigos como Abelardo Sánchez León o Guillermo Niño de Guzmán. Y también artículos furiosamente críticos acerca de libros de personas con quienes mi muy escaso trato ha sido cordial (Jaime Bayly, por ejemplo).

He recomendado a mis lectores que no compren libros de amigos o conocidos míos, como Alberto Fuguet, e incluso he comentado negativamente un libro suyo, en público y con él sentado a mi lado, siendo yo el presentador del libro. También me he peleado por escrito (y con tiraje de decenas de miles de ejemplares) con gente a la que aprecio muy de veras, como Rocío Silva Santisteban.

Más curioso aun: tengo muchos amigos escritores cuyos libros jamás he reseñado. Iván Thays, Xavier Echarri, incluso alguno de los más queridos, como Alonso Rabí. Digo que es curioso porque yo sé que acerca de sus libros tendría sobre todo cosas positivas que decir, de modo que tales comentarios ni siquiera minarían nuestra amistad.

Por supuesto, también he escrito reseñas positivas de libros de amigos, como Alonso Cueto y Fernando Ampuero. (Tengo derecho a que me gusten los libros de mis amigos). No tengo duda de que los cuentos de ambos están entre los mejores de los ochentas y los noventas. Tendría que ser idiota para evitar decirlo sólo porque algún anónimo me va a acusar de adulador. (Hace cinco años que no tengo relación laboral alguna con Fernando, y jamás he trabajado directamente con Alonso, pero conservo la amistad de ambos).

Y no es que juzgue sus obras enteramente parejas. Creo que un libro como Cinco para las nueve no añadió mucho a la obra de Alonso; creo que Fernando, como le escribí alguna vez, no debería invertir su tiempo en libros coyunturales y discutibles como El enano (donde, dicho sea de paso, mi querida prima Mariella Patriau recibió uno que otro golpe), sino en seguir produciendo sus cuentos y novelas.

¿Mi vida burguesa en Somos? Suena a broma. Yo trabajé en El Comercio unos cinco años. Entré como redactor a prueba y un año y medio después era editor de una revista. Un año más y me pasaron a Somos, también como editor. Estuve en el cargo dos años, más o menos, los últimos de la dictadura de Fujimori. (Colocar la palabra “dictadura” en un titular de la revista me trajo una vez ciertos problemas: en esa época nadie usaba ese término para referirse a Fujimori en la prensa peruana).

Me tocó editar la revista en la época en que comenzamos a publicar las investigaciones sobre la fábrica de firmas de Fujimori, cuando El Comercio estuvo, a diferencia de cualquier otro medio de prensa, amenazado con un cierre debido a movidas planeadas desde el Pentagonito, y nosotros y Canal N éramos los dos espacios públicos más notorios donde la gente podía enterarse de las bajezas del régimen.

Mi contribución fue sin duda menor que la de los periodistas de investigación que destaparon tanta podredumbre, pero, siendo un crítico literario vuelto periodista por accidente, debo decir que me siento orgulloso de haber estado allí en ese momento.

Me gustaría saber dónde estuvieron los anónimos que me acusan de no haber hecho nada. Pero, claro, me será imposible descubrirlo: los anónimos nunca están en ninguna parte. (Por cierto, en la época del terrorismo estuve, primero, terminando el colegio, y luego trabajando para pagarme la universidad, porque mi familia no quería costearme una carrera inútil como la literatura).

Para terminar: también se me acusa de ser un inquisidor, una suerte de Torquemada literario, que sólo ataca y censura y pide silencio. Sólo soy un crítico, lo único que pido son razones y fundamentos. Sobre el cuadro de Velaochaga, por ejemplo, digo lo que pienso. Pero quienes quieran ver ese cuadro en Internet sólo lo pueden hacer en este blog: eso debe convertirme en el censurador más inútil del mundo.

Síntesis: los mismos que me llaman inquisidor me acusan de cosas como, por ejemplo, hablar bien de los libros de Fernando. O sea que hablar bien de sus libros debería estar prohibido. Porque ellos no los encuentran buenos, nadie debería encontrarlos buenos. Y me dicen censurador a mí. Al menos eso me ayuda a entender por qué no firman sus mensajes: si yo fuera tan absurdamente inconsecuente, tampoco querría que nadie se enterara. (Este será el único post que publique sobre mí mismo).

Imagen: inquisidor en llamas (Fotomontaje: gfp).