En El Balcón, quizá la más sofisticada y compleja pieza teatral del francés Jean Genet, un burdel sirve para la representación de las fantasías de los clientes más habituales. Uno finge ser un obispo, otro un general, otro un juez. Nada es genuino en ellos (su sociedad es carnavalesca), y esa falta de realidad contagia también al único hecho "real" de la historia: la revolución que se gesta en las calles, que primero tumba a los gobernantes verdaderos y luego, en una segunda emergencia, habrá de tumbar también a los del simulacro.
La idea de una clase dirigente enclaustrada, presa de sí misma, payasesca y virtualmente incapaz de percibir el mundo exterior, como no sea para escuchar sus protestas e interpretarlas como amenazas; la idea de una élite burdelesca y ociosa, prendida a su posición de manera parasitaria, tiene que resultarnos muy familiar a los latinoamericanos, y de modo especial a los peruanos.
Uno se pregunta cuántos en la llamada "clase A" andan ahora rogando que Humala no gane las elecciones para que el mundo no se les venga abajo, no porque piensen que Humala pueda hacer un mal gobierno (no hay que ser un genio para saber que así sería), sino porque sienten que algo los amenaza. Porque, en el fondo de su corazón, saben que todos nuestros gobiernos han sido malos gobiernos, pero ninguno, desde Velasco, los asustó tanto como la posibilidad de que Humala llegue al poder. Porque el único temor que tienen es un temor egoísta.
Alguien tendría que recordarle a esa gente que ellos mismos han conducido el país durante los últimos ciento ochenta y cinco años, y que en ese tiempo se han dado maña para hacer de sí mismos individuos ricos y, del país, un país miserable.
Quien creyó que nuestras clases dirigentes iban a ser capaces de escuchar y ver al Perú con otros ojos luego de los quince años de la violencia terrorista, se equivocó. Quien pensó que tendríamos gobiernos preocupados por sanar las urgencias de los más pobres, y después hacer algo con las raíces de esa pobreza, para que la historia no se repitiera, se equivocó. Quien imaginó que los partidos políticos darían prioridad, en sus discursos, a la solución de las condiciones materiales inmediatas que generaron la violencia senderista, se equivocó.
Nuestras clases dirigentes no han sido capaces de escuchar nada, ni capaces de entender nada. Siguen siendo arlequines encerrados tras las ventanas de un burdel, despertando sólo para escuchar los balazos en la vereda. Como los artistócratas mexicanos de Buñuel en El ángel exterminador, son incapaces de salir de los salones de sus casas para mirar más allá. Como el marqués de Ribeyro en El marqués y los gavilanes, podrían morir peleando contra sus propias sombras antes de reconocer que el mundo en el que viven necesita cambiar y que ellos necesitan cambiar con el mundo.
Lástima que, en nuestra versión de El balcón, el personaje que amenaza con subvertir el orden del burdel sea, también él, un payaso.
Fotomontaje: gfp (a partir de un afiche polaco de El balcón).
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