Una cosa que parece aprenderse de las lecciones de Updike e Inzana (ver post anterior) es el deber del autor de ficciones de sentir cierta empatía por sus personajes, incluso por aquellos cuyas acciones sean despreciables.
Más difícil es, en un caso distinto, para un lector, mantener alguna empatía, o algún nivel de apreciación estética, por una obra de ficción informada de ideas aborrecibles (ese es, por ejemplo, el gran dilema de los admiradores de Leni Riefenstahl, la cineasta de la propaganda nazi).
Incluso más arduo es enfrentarse a la obra de un autor parte de cuya biografía incluye acciones abyectas. En el Perú, la ocasión más patética la enfrentan los lectores de cierto libro de cuentos, Los ilegítimos, publicado en 1980 por Hildebrando Pérez Huarancca, quien apenas meses más tarde de aparecido ese volumen sería el líder senderista al mando de una de las matanzas más crueles de la guerra subversiva.
¿Cómo encarar estos cuentos rabiosos pero conmiserados, sentidos, que esconden reclamos válidos hechos a nombre de esos "ilegítimos", es decir, esos olvidados y marginados de la sierra peruana, cuando uno sabe que el autor de los textos, poco después, fue autor, también, de la muerte de sesenta y nueve "ilegítimos" de carne y hueso, en la horrenda masacre de Lucanamarca?
¿Cómo aproximarse a los cuentos y a la historia fuera de ellos, de modo que alguna relación quede establecida entre ambos? ¿O es inválido hacerlo, o inconducente? ¿Qué luz arrojan los cuentos sobre la matanza; qué luz la masacre sobre esos relatos? ¿Cuál es el marco ideológico común en el que pudieron convivir la creación conmiserada y la destrucción?
No debemos olvidar que, se quiera o no, Pérez Huarancca es ya, con ese libro complejo, con algo de Arguedas y algo de Rulfo, pero con una angustia aún más física, menos metafísica, que en aquellos, parte de nuestra historia literaria, y de algún modo debemos aprender el difícil ejercicio de lidiar con su brevísima obra.
Imagen: Pasadas décadas, Lucanamarca despide a sus muertos. CVR.
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7 comentarios:
No veo dónde he dicho que un lector no deba aprender a colocarse en el lugar de un personaje que le parezca aborrecible. De hecho, no he dicho tal cosa. Tampoco entiendo cómo es que adivinas (equivocadamente) mis supuestos prejuicios sobre Leni Riefensthal, ni qué te hace pensar que no he visto nada más de su obra... En fin, misterios de la percepción extrasensorial, supongo.
Por lo demás, coincido contigo. Pero, ojo: identificarte o ser empático con un personaje abyecto en una obra x es RADICALMENTE distinto de leer empáticamente una obra que resulte ideológicamente abyecta. Y ese segundo caso es el que yo mencioné en mi post, no el primero.
A mí también me da curiosidad leer algo de Hildebrando Pérez Huarancca, del cual te he leído un par de comentarios. Tal vez puedas colgar un texto corto de él.
Saludos
Coincido con la apreciación de que los cuentos de Pérez Huaranca son tremendos y conmovedores. Sin embargo, hay un detalle crucial: los campesinos no aparecen como sujetos particulares. No hay, en efecto, ningún aprecio o interés por su cultura. Se los observa como seres sufrientes, como actores dentro de un drama de injusticia más bien cósmica. De tal manera que son figuras perfectamente intercambiables, ya que lo importante no es salvar a las personas sino construir un cuadro diferente y supuestamente justo. Por ello, en realidad, en este caso no veo contradicción sino, más bien, una continuidad entre el escritor y el asesino. Al matar sin piedad a los campesinos opuestos a Sendero, Pérez Huaranca ejecutó un principio que aparece en el cuento que, justamente, se llama "Los ilegítimos": lo importante es eliminar al oprobioso puma que se come el ganado, incluso si para ello hay que matar al ganado.
En cuanto a Riefenstahl, es cuestionable que se pueda decir que cambió radicalmente. Se dedicó a filmar una comunidad que cultiva obsesivamente la belleza y la salud física, al punto que los ancianos se niegan a salir una vez que se consideran impresentables. Era una mujer brillante, pero no la consideraría genial.
Como son las cosas. Me entero ahora lo de Huarancca (de quien no he leído nada, mas sí sabía de sus crímenes) y su narrativa, y viene a mi el fresco recuerdo de la lectoría capitalina y más la mediática (obvio, no toda), reclamando en LA HORA AZUL y ABRIL ROJO la llamada "novela total", como efecto de SOLDADOS DE SALAMINA. Me pongo a pensar en el morbo de los lectores y no sé qué tipo de "novela total" están reclamando o dispuestos a leer: una de orden crítico, social y de ajuste de cuentas contra las muertes y el caos que produjo el terrorismo de Sendero y el MRTA; o, por el contrario, una novela (o conjunto de relatos) del mismo corte pero desde la otra orilla, digamos, por algún afiebrado compinche de Huarancca, que, como tu bien dices, quiérase o no, ya pertenece a la Historia de las letras peruanas.
Saludos.
Lo que dicen Peter y Daniel sobre el libro de Pérez Huarancca me parece justo. Creo (pero no tengo a la mano el libro), que Daniel y Peter, además, aluden al mismo cuento, y me parece recordar que se llama "La oración de la tarde", no "Los ilegítimos", como dice Daniel.
Como saben, estoy preparando una antología sobre el tema de la violencia, y es ése el cuento de Pérez que he seleccionado (por eso me sorprende tener ahora dudas sobre el título). Y la selección se debe a lo que señalan ambos: como comentaba justamente ayer con un amigo, Martín Oyata, la escena en que se "incendia la pradera" para eliminar al predador, con menosprecio de què otras cosas se llevará el fuego, parece calzar perfectamente en la lógica senderista; de hecho, parece una ilustración de la idea maoísta.
Una cosa màs, Peter: sí hay una edición nueva, del 2004, del libro de Pérez Huarancca, hecha por los familiares.
En efecto, no recordaba mal: el cuento es "La oración de la tarde". Este es un comentario de James Higgins sobre el tema:
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"La consiguiente despoblación de las comunidades rurales está evocada por
Hildebrando Pérez Huarancca en varios de los relatos de Los ilegítimos (1980). ‘La oración de la tarde’, por ejemplo, cuenta los esfuerzos de un grupo de ancianos por cazar una puma dañina, centrándose en los
percances ocasionados por su avanzada edad. El tema es tratado con cierto humor, pero la tragedia subyacente se insinúa cuando queda
revelado que la razón por la cual los ancianos se ven obligados a cargar
con tareas propias de la juventud es que los únicos habitantes del
pueblo son ellos, ya que los jóvenes se han marchado en busca de
trabajo: ‘somos viejos nomás en el pueblo […] la escasez que reina
[…] hace que los muchachos encaminen sus pies hacia otros lugares".
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Si, en “Leviatán”, Auster hacía que un americano culto fuera capaz de reventar réplicas de la estatua de la libertad por todo el país, en la realidad “el hombre arbusto” está consiguiendo dinamitar la libertad de los americanos con la espoleta retardada del miedo. Un discurso perverso, reaccionario o revolucionario, es perverso por muy lograda que esté la retórica.
Uno quisiera creerse lo que está rezando cuando le pide a las letras que armen un modelo distinto a su creador, que sean cosa aparte, que en el marco encuadernado de un libro quepa toda la historia, y que el demiurgo que la urdió desaparezca detrás. Uno quiere siempre separar obra de autor, y por eso intenta olvidarse del colaboracionismo de Celine o del mutismo de Borges. Pero la intuición es obstinada, y al final hay algo, en alguna parte, que chirría como el listón de madera que delata un cadáver bajo el piso. Demoledoramente literal en el caso que comentas, pero lo que en mi candidez trato de decir es que aún no soy capaz de separar del todo obra y autor. A los que tratan de guiarme por el buen camino les pregunto siempre si acomodarían en la cabecera de su cama “Mein Kampf” de Adolf Hitler, en el hipotético caso de que el genocida hubiera tenido talento para la prosa.
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