16.6.06

El Crack y Ollanta

En la narrativa latinoamericana de penúltima generación, dos son los nombre colectivos que más suenan: McOndo y el Crack. Ambos son enormemente distintos en lo que reivindican y lo que abominan: en sus discursos existe, como coincidencia, una defensa del cosmopolitismo, pero el Crack lo entiende pitolesca o borgianamente, como una suerte de inmersión en las grandes tradiciones culturales de Occidente (el crack es de un europeísmo extremo), mientras que McOndo es casi siempre una celebración del universo pop norteamericano --al que parece confundir con la cultura occidental-- y de la globalización asimétrica --a la que confunde con el multiculturalismo.

También se distinguen en que, a pesar de llevar nombres colectivos (el Crack y McOndo, se supone, son grupos, movimientos) no es cierto que ambos sean esfuerzos cooperativos: McOndo es, más bien, como una de esas bandas de rock en las que sólo un miembro es estable y los demás rotan con una velocidad tal que nunca llegan a formar parte del combo (Jethro Tull, The Alan Parsons Project, The Elephant Memory Band). Alberto Fuguet es ese solista asolapado tras la falsa colectividad (y hasta ahora no he encontrado jamás a un sólo escritor "macondino" que defienda con demasiado ardor las arengas que Alberto coloca en los prólogos y las notas alusivas a McOndo).

El Crack mexicano, en cambio, es un grupo, con manifiesto pentacefálico y todo, y ahora, además, desde hace un tiempo, con revista propia: Revuelta, en la que todos los miembros del grupo tienen un rol protagónico: Pedro Ángel Palou, Ignacio Padilla, Eloy Urroz, Ricardo Chávez, Jorge Volpi (en la foto). Precisamente, fue Jorge, un tipo simpático, tímido, silencioso y muy trabajador, quien se encargó, durante sus seis meses en Ithaca, el año pasado, de reclutar a más de un colaborador peruano para la revista, y en este número, por eso, aparece un artículo de dos compatriotas, Martín Oyata y José Falconí, acerca de Ollanta Humala y la lógica de su aparición en nuestro espectro político.

Lamentablemente, me cuenta Martín que hubo un error en la mesa editorial de Revuelta, y el artículo que salió fue la versión preliminar, anterior a la certeza de que Alan García ganaría la elección. Con el permiso de los implicados (permiso que no he pedido, por cierto), colocaré aquí la versión que debió aparecer... Pero no dejen que este tropezón los aleje de la lectura de Revuelta, una revista a la que vale la pena darle una mirada: en estos tres primeros números han aparecido ya textos de otros peruanos (Ximena Briceño, Fernando Iwasaki, Santiago Roncagliolo) y la nómina de colaboradores va desde Jurgen Habermas hasta Martha Nussbaum, pasando por latinoamericanos como Rodrigo Fresán y Edmundo Paz Soldán.

2 comentarios:

Gustavo Faverón Patriau dijo...

ESTE ES EL ARTICULO FINAL DE OYATA Y FALCONI:

EL ORDEN, LAS ÓRDENES DE OLLANTA HUMALA
José Falconi/Martín Oyata

El apóstol Santiago recibió el apelativo de “Matamoros” en España después de su victoriosa intervención ecuestre en la batalla de Clavijo, el año 844. A su nombre hubo de añadir otro apellido casi siete siglos más tarde, cuando surcó el Atlántico junto con los conquistadores y midió sus armas con los nativos de las Indias. Desde México hasta el Perú, lo veneraron entonces como “Santiago Mataindios”, según consta en altares, retablos y lienzos coloniales.
Otro soldado, bautizado con el mismo nombre, es protagonista del film Días de Santiago (2004), escrito y dirigido por el cineasta peruano Josué Méndez. Santiago Román es un joven limeño de origen mestizo que intenta reincorporarse en la vida civil de la capital tras servir varios años contra la guerrilla maoísta de Sendero Luminoso en la región del sur andino, contra los narcotraficantes en los bosques de la cordillera oriental y contra tropas ecuatorianas en la guerra del Cenepa de 1995. Santiago encuentra numerosas barreras para hacerse de un lugar en Lima, entre ellas el trauma de su propia experiencia y conducta bélica. Dispone, sin embargo, de una certeza que corresponde a su formación castrense y repite cual jaculatoria: “Todo tiene su orden, todo tiene su razón de ser”.
Hay que penetrar en esta necesidad de orden para entender la escalada electoral del ex coronel del ejército Ollanta Humala quien, como candidato del recientemente formado Partido Nacionalista Peruano (PNP), obtuvo la mayor votación en el sufragio del 9 de abril, aunque sin el porcentaje necesario para ser electo presidente en primera vuelta. Que al cabo de semanas su presencia motivara la coalición de casi todas las demás fuerzas políticas, de la cual se benefició el ex mandatario aprista Alan García (1985-1990), redobla la invitación a discutir la irrupción de Humala en un panorama electoral cuya imprevisibilidad histórica suele llamar la atención de los analistas. ¿Cómo entender este aparente disturbio en la política peruana? Al igual que el Santiago de la película, Ollanta Humala es mestizo. Como él, sirvió contra Sendero Luminoso en la zona de Tingo María y más adelante en Tiwinza durante la guerra del Cenepa. Y, en todo sentido, su candidatura desató una angustia por el orden.
Se diría, en efecto, que el domingo 9 de abril el Perú habló por la herida. O, mejor dicho, por las muchas llagas que hasta hace poco los peruanos creíamos cerradas:
Las llagas dejadas por la guerra contrasubversiva, cuyo saldo fueron 70.000 muertes que nadie se tomó el trabajo de contabilizar oportunamente (hubo que esperar el Informe final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación en 2003); anónimos y humildes campesinos de remotas poblaciones rurales atrapados entre el fuego cruzado de Sendero Luminoso y el ejército de su propio país.
Las llagas de la derecha, que nunca supo o quiso entender la derrota del novelista Mario Vargas Llosa en la contienda de 1990, pero que sin embargo pudo gozar, tras desechar los intactos manuales de Popper y Von Hayek, de la reinserción económica, la pacificación del país, las privatizaciones y el retorno de la inversión extranjera —y en no pocos casos hasta de la corrupción del régimen de Alberto Fujimori (1990-2000).
Y, por último, las llagas de una modernidad alternativa que emergió como promesa en los años noventa, pero que ya es deuda porque no extendió el horizonte de movilidad social más allá de Lima.
Desde tiempos de la colonia hasta fecha relativamente reciente, la población indígena del Perú vivió de la actividad agropecuaria en las zonas rurales mientras que las ciudades eran reducto de la minoría blanca educada. La diferencia étnica estuvo correlacionada así con una nítida división del espacio. Y la vida en el campo hubo de mantener la estructura colonial del régimen hacendado hasta el año 1968, cuando se produjo el golpe militar del general Juan Velasco Alvarado, cuya agenda nacionalista instauró la reforma agraria.
Las inmigraciones del campo a la ciudad, masivamente iniciadas en la década del sesenta y movilizadas por la insoportable pobreza, trastocaron por completo este panorama. Hacia 1950, Lima albergaba a menos de un millón de habitantes; hoy cuenta con ocho millones, la tercera parte de la población del país. ¿Qué cambió con el desborde? Hallamos una primera pista en el desarrollo urbano de Lima: desde el antiguo centro histórico hasta la actual periferia acomodada, la aristocracia dejó como rastro el vestigio antes magnífico de su arquitectura. La mudanza fue más bien la huida de la clase alta ante el asedio de las inmigraciones internas. El desborde empañó la nitidez de las antiguas divisiones y desencadenó una angustia por restaurarla entre las clases privilegiadas. El “problema del indio”, así enunciado por José Carlos Mariátegui, pasó a ser el problema de los indios que invadían la ciudad.
Al promediar la década del ochenta se vislumbró en el Perú la posibilidad de una modernidad alternativa basada en el paradigma de la hibridez y la economía informal. Por ese entonces ni los políticos ni los intelectuales de izquierda habían reparado aún en todas esas prácticas emergentes de la nueva Lima que, sin ser criollas, no eran tampoco andinas. El mérito le cupo al economista neoliberal Hernando De Soto, cuyo libro El otro Sendero: la revolución informal (1986) permitió entrever esa otra modernidad y cuya homonimia con el conquistador fue de inmediato advertida por sus críticos. Tras examinar las estrategias de inserción laboral de los inmigrantes andinos en Lima, quienes permanecían al margen de cualquier legislación, De Soto concluía que era urgente una reforma del Estado que permitiera incorporar en el Perú oficial a todos los actores de la economía informal. No era que los comerciantes y productores informales estuvieran empeñados en mantenerse fuera de la legalidad, sino que el orden legal existente no correspondía a sus expectativas.
Había que simplificar la administración pública, incrementar la recaudación tributaria, demostrarle al contribuyente modesto que el pago de impuestos no es una sanción y al ciudadano de a pie que la justicia no es un privilegio, racionalizar y redistribuir el gasto fiscal, facilitar el acceso al crédito, incentivar el consumo, otorgar títulos de propiedad a los ocupantes de terrenos baldíos en la periferia pobre de Lima.
Este puñado de ideas, de sencillez aparente, caló hondo en un modelo que comenzó a implantarse durante el primer gobierno de Fujimori. Producida en 1992, la captura de Abimael Guzmán, el cabecilla de Sendero Luminoso, señaló el inicio de la pacificación del país y en breve permitió traer de vuelta la inversión extranjera. El momento culminante de este proceso, que en la práctica describía otro sendero, fue el boom del crédito hipotecario y el récord en los índices de consumo que, con ocasión de las fiestas de fin de año, se registró en Lima en 1997.
En la retórica de la nueva Lima, que hubo de despertar entusiasmos aun entre la izquierda, el indio desposeído se transformaba en “cholo propietario”, el “serrano ignorante” en “técnico capacitado” y el desempleado o subempleado en “pequeño o micro empresario”. Al parecer la dicotomía entre modo de vida tradicional y modernidad capitalista, entre campo y ciudad, entre pasado y porvenir, había hallado por fin una solución de continuidad y un justo medio en la hibridez: lo cholo era la realización cultural que completaba el mestizaje racial; el presente vivo de una modernidad propia.
Los ex presidentes Alberto Fujimori y Alejandro Toledo ofrecieron, cada cual en su momento, encarnaciones más o menos verosímiles de esta promesa. Así, el inesperado éxito de la candidatura de Fujimori en la contienda de 1990 residió en lograr que la mayoría indígena del país se identificara con su condición minoritaria de descendiente de japoneses. El movimiento político agrupado en torno de Vargas Llosa ya había cometido numerosos errores, entre ellos el anticipado anuncio de un shock económico que remediara la hiperinflación generada durante el gobierno de Alan García, así como la también anticipada certidumbre de victoria del novelista y sus partidarios. Esto dio pie a que Fujimori se promocionara como el candidato del “no shock” y opusiera ante Vargas Llosa el aval de su profesión de ingeniero —no la desacreditada autoridad del hombre de letras, por igual asociada en el Perú con el escritor, el jurista o el diplomático. A todo lo anterior hubo de añadirse su deficiente expresión oral en castellano, compartida con la población hablante de lenguas vernáculas. La inmediata reacción de algunos publicistas, que desde el discurso tradicional criollo proclamaban “no es como nosotros”, no hizo sino corroborar la percepción antagonista “sí es como nosotros”. Tanto mejor para su candidatura que los adversarios insistieran en su diferencia, que dudaran de su peruanidad, que revolvieran sus archivos familiares. Todo ello jugaba a su favor. Y fue así como Fujimori ganó la elección, apostando por ser otro cholo más.
Tras poco más de diez años de gobierno, un autogolpe y una reforma constitucional a la medida, la estrepitosa fuga de Fujimori al Japón se llevó consigo la promesa del inmigrante exitoso en medio del mayor escándalo de corrupción de la historia peruana. El lema original de su campaña, “Honradez, tecnología y trabajo”, había cedido finalmente a la corrupción del orden criollo tradicional.
A su modo más grave es el caso de Alejandro Toledo, quien fue electo presidente en 2001. Para su candidatura Toledo se propuso como el cholo que lograba vencer las limitaciones de su extracción étnica y social y que, después de superar su infancia de lustrabotas por mérito propio, completaba estudios de doctorado en los Estados Unidos. La experiencia de Stanford le permitió contraer nupcias con una polémica antropóloga belga así como numerosos anglicismos —de nuevo se registraba el castellano imperfecto, pero esta vez la imperfección comunicaba distancia. Contra todo auspicio, el mandatario saliente estuvo muy lejos de hacer prevalecer el paradigma de la nueva Lima y extenderlo al resto del Perú.
El permanente estado de crisis del gobierno de Toledo se debió esencialmente a su escasa credibilidad pública, al televisado descuido de su vida privada y a una gestión económica que, por más que mostrara orden sobre el papel, no benefició a los peruanos más pobres. Aunque prioritarios para el experto en inversión, para el pobre siempre serán indiferentes los indicadores macroeconómicos. (No es de extrañar, puestos a hablar de economía, que “chorreo” y “goteo” sean las metáforas predilectas de la distribución de la riqueza en el Perú.) Con Toledo erosionaba por segunda vez la imagen del inmigrante de éxito, ahora cholo por ostensión y no por alegoría.
Es indudable que los nuevos limeños han creado prósperos centros empresariales y comerciales donde antes había barriadas y tugurios. Pero la nueva Lima no es el viejo Perú: centros así no existen en la sierra ni en la selva amazónica, que persisten olvidadas. Y el olvido significa materialmente que estas dispersas localidades, antes como ahora asoladas y desplazadas, no cuentan con servicios básicos ni con escuela, comisaría, juzgado o posta médica. El Estado no existe para ellas. Ellas no existen para el Estado.
En el marco de esta crisis de representación de lo cholo y lo híbrido, la emergencia de Ollanta Humala indica el resurgimiento del antagonismo primordial entre campo y ciudad, entre lo indígena y lo criollo. No es imposible que Humala haya inflamado su discurso adrede con la finalidad de capitalizar la impotencia de la población andina por siglos de olvido y colonialismo interno. Más que posible, es evidente. La esencia de este enojo la supo capturar como nadie el escritor y etnólogo peruano José María Arguedas en el relato “El sueño del pongo” (1965): un peón sueña que ha muerto y en el cielo san Francisco ordena que cubran su cuerpo con excremento y con miel el cuerpo del hacendado. Y en seguida ordena: “Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo”. En ese momento, doblemente soñado, la realidad se invierte. Cambia el orden de las posiciones pero el orden de las cosas se mantiene. (Mas aquí conviene recordar que Arguedas nunca escribió para exigir la inversión de ningún orden; lo hizo para denunciar que la injusticia produce injusticia y abre llagas.)
Por ello muchos han temido, con razón, el advenimiento de un régimen autoritario en vista de las desconcertantes propuestas emitidas desde el entorno de Humala: fusilar a los homosexuales por inmorales, según planteó su madre, o retirar la nacionalidad a todos los peruanos que no sean “cobrizos andinos”, en declaraciones de su padre. Humala mismo es actualmente sujeto de investigación judicial por presuntos excesos cometidos contra la población civil mientras fue jefe de una base militar en una localidad de la selva de 1992 a 1993, para no mencionar sus vínculos también presuntos con el ex asesor de inteligencia de Fujimori, Vladimiro Montesinos. Dicho en buen cristiano: Humala podría haber ordenado la muerte de indios como los que constituyeron su base electoral —y pese a todo consiguió la votación más alta en el poblado en cuestión, cuyo elocuente nombre es Madre Mía.
No menos evidente que la polarización es el hecho elemental de que, justamente porque la reavivó, la candidatura de Humala no pudo haberla ocasionado. La polarización ya existía. Y ha existido por siglos. Y aun más que Humala la agravó el cierrafilas del Perú oficial cuyo discurso, expuesto con entereza ejemplar por la derecha, se denomina a sí mismo concertador mientras piensa irracional o boba a la razón ajena, hace llamamientos a la unidad mientras contribuye a la división social, y lamenta el asedio a una democracia representativa que difícilmente representa a todos los peruanos. Bien visto, ¿por qué había de creer el votante andino en la Unión Nacional de Lourdes Flores, si la unión es el consorcio de empresarios y la nación el exclusivo Club Nacional? ¿Que la concertación es mejor? ¿Mejor para quién?
Ante la amenaza, la derecha reaccionó con el discurso de la modernidad más añejo. O con el racismo más primitivo, según prueba esta infamia del columnista Andrés Bedoya Ugarteche publicada hace año y medio en el diario Correo: “¿saben qué, indios de mierda? Ustedes no tienen complejo de inferioridad, ustedes SON inferiores”.
Otros, de seguro los mismos liberales que en 1990 pretendieron descalificar a Fujimori por japonés, cuestionaron la extracción indígena de Humala, ora porque su familia pertenece a la pequeña oligarquía serrana ora porque se educó en el liceo francés de Lima. ¿No habría sido más sencillo que hicieran pública de una vez la secreta ubicación del manantial de la peruanidad? ¿Y por qué invocar cuna y origen para ponderar la legitimidad de un proyecto? Así de coloniales e inconsecuentes son nuestros liberales. También colaborador del diario Correo, el escritor y periodista Jaime Bayly destacaba hace pocos meses la contumaz irracionalidad del votante peruano, quien desde 1985 en adelante siempre favorece al candidato menos calificado y virtuoso. Bayly dejaba entrever en su artículo “La tentación del fracaso” que el Perú recibiría nuevamente su merecido. Ya se sabe cómo va el adagio: “cada país tiene el gobernante que se merece”, cual si el resultado del sufragio popular fuera premio o recompensa. Tan certera como extraviada, esta actitud hacia el electorado concibe la política desde el imaginario colonial del favor y la dádiva y es, en la práctica, un favor pues confirma que los irresponsables peruanos necesitamos de tutela, la proverbial “mano dura” de quien tiene o nació con don de mando. Alguien como Ollanta Humala.
Todo esto muestra el obstinado amor de la derecha por sus viejos errores de campaña, si bien esta vez fue la acción unánime de las “fuerzas democráticas” del país la que en última instancia montó, desde la prensa y la televisión, la coyuntura de polarización que Humala revirtió a su favor. Prueba y error, conjetura y refutación: ¿no será que alguien ordenó libros de Popper que nunca leyó?
Sin embargo, al margen de cualesquiera virtudes estratégicas, interesa notar cuán erróneo es creer que el relevo de la antigua oligarquía por la burguesía industrial y comercial modificó el orden imaginario colonial en el Perú. Hasta hoy subsiste la lógica del favor, el clientelismo y el paternalismo, aunque reinserta en el marco de nuevas formas de producción e intercambio. A pesar de las iniciativas estatales, el contribuyente sigue creyendo que pagar impuestos es una sanción y el ciudadano sabe que la justicia es una merced o un favor. Entre tanto, el peruano biempensante abriga la certeza escolástica de que hay votantes racionales e irracionales de nacimiento. ¿Se deberá a que todo tiene su orden y su razón de ser? De algún modo sí, pues existe un peculiar orden imaginario en cuyo ámbito los peruanos solemos convencernos de que nada grave nos está ocurriendo y que fenómenos como la vigorosa candidatura de Humala aparecen espontáneamente, cual si se tratara de hongos inexplicables.
Anteriormente nos convencimos de que Sendero Luminoso era una banda de ladrones de ganado, de que no había corrupción durante el mandato de Fujimori, de que era peruanamente normal que Toledo se mantuviera en el gobierno con un 80% de pasiva reprobación ciudadana. Últimamente nos dio por acudir a organismos ad hoc como la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, cuya sola existencia, sin duda valerosa y loable, prueba cómo muchos en el Perú preferimos trasladar nuestras responsabilidades en lugar de afrontarlas oportunamente, sin vicarios ni aspavientos.
Ahora nos ha dado por urdir respuestas como el “voto antisistema” para explicar la escalada de Humala. Este concepto de alcance providencial, que opone al voto afirmativo y al voto por el mal menor un nihilismo de náufrago que beneficia al candidato más radical, ciertamente tiene sentido desde la perspectiva de una clase media desencantada. Es la cicatriz del cerco que la guerra interna tendió sobre Lima. Pero las cicatrices dejadas por Sendero Luminoso en la ciudad son heridas abiertas en el campo.
¿Voto antisistema? De veras cuesta imaginar que los votantes más humildes de Ollanta Humala no depositaran en él sus esperanzas más sentidas, como en Bolivia los de Evo Morales y en Venezuela los de Hugo Chávez.
La posibilidad de este trío dio lugar a numerosas especulaciones sobre el futuro de la región. Pero las afinidades, probablemente más simbólicas que ideológicas, ocultan procesos no siempre parejos. La inestabilidad política de Bolivia está caracterizada por la férrea salud de los sindicatos y gremios locales, cuyo estado de movilización permanente hace que acaben por obstruirse entre sí y al Estado. Por completo distinta es la inestabilidad del Perú, cuya falta de un movimiento social organizado y de instancias legítimas de participación explica que los electores decidan sus alternativas políticas a último momento.
Acerca de Hugo Chávez, cuya mención se volvió casi obligada durante la campaña, se sabe que apoyó verbalmente la candidatura de Humala. Que también lo secundó en calidad de socio capitalista fue rumor persistente en Lima. De común ambos han declarado su admiración por el general Juan Velasco Alvarado (recordemos que nuestra reforma agraria fue producto de un golpe militar, no de una revolución), y nadie ignora que Ollanta ganó notoriedad pública junto con su hermano Antauro al alzarse en un yacimiento minero del sur el 29 de octubre de 2000 siguiendo, o imitando, el precedente sentado por Chávez con su fallida insurrección de 1992. (Con todo, puede que la conexión con Venezuela haya sido de otra índole, pues la sublevación de los Humala coincidió en día y hora con la fuga de Vladimiro Montesinos a ese país, en lo que se sospecha fue una operación planeada por el ahora recluido ex asesor.) Ya se vislumbra la estrategia: en vista de la poca viabilidad contemporánea de un golpe militar en regla, primero hay que concitar la atención pública mediante una acción armada y después hacerse del poder en las urnas. El lance no es novedoso; Perón lo conoció.
Lo importante en este caso, para no incurrir en el bosquejo geopolítico que todo lo mira desde los Estados Unidos, es recordar que en América Latina se desempolva el uniforme y las botas siempre que cunde la sensación de desorden producida por el fracaso de los gobernantes civiles. Y este descrédito ha coincidido, en la reciente experiencia peruana, con el agotamiento de un proyecto de nación —quizá el más decisivo de nuestra historia contemporánea— que se eclipsó porque no extendió la promesa de movilidad social más allá de la capital.
¿Por qué asombrarse entonces de la popularidad de Humala en el interior del país? Ni el populismo socialdemócrata del ex presidente Alan García, quien acaso sin proponérselo logró pasar a la segunda vuelta, ni el conservadurismo remozado de Lourdes Flores, cuyo padre famosamente llamó “auquénido de Harvard” a Toledo desde su piscina durante la campaña de 2001, ofrecían por sí solos una alternativa razonable para el Perú olvidado. Humala aparentaba ser el elegido para recordarlo y nuestras “fuerzas democráticas” tuvieron que improvisar una coalición con miras a prevalecer. No por nada Humala paseó montado sobre una yegua durante su última gira en el interior del país, en un gesto que evocaba la entrada del nazareno en Jerusalén... Pero también el porte ecuestre del hacendado, del caudillo y del apóstol Santiago, quien mataba moros en la península e indios en las Américas. Quizá alguien recordó al otro Santiago, el de la película, quien se esfuerza cuanto puede por domar la desordenada vida civil que lo rodea pero al final se rinde —muere aislado, jugando a la ruleta rusa.
El ex coronel Humala podrá ser un caudillo pero no puede disociarse el caudillismo del orden colonial que lo produjo. A decir verdad, Humala es el hijo díscolo y no reconocido de ese orden. Su doble abyecto. Negarse a reconocer que está a caballo entre ambos órdenes nos deja con la tosca y (para algunos) cómoda evocación de militarotes decimonónicos que asedian la democracia porque sí. Nos deja una falsa sensación de alivio cuando en realidad todo tiene su orden y su razón de ser.

Miguel Rodríguez Mondoñedo dijo...

Me sorprende (pero no debería, porque es bastante común) esa afirmación de que Fujimori tenía (o tiene) una deficiente expresión oral en castellano. Ese ya es un planteamiento prejuicioso, pero se empeora con la idea de que el hablar de Fujimori era compartido por la población de lenguas vernáculas, cuyo uso lingüístico resulta caracterizado entonces también como defectuoso. ¿Tienen los autores en mente a hablantes no nativos de español, que mezclan en su hablar al español con su lengua materna (lo que algunos llaman quechuañol o aymarañol)? Si fuera así, no veo qué sería lo que el habla de Fujimori, un hablante nativo de español, pudiera tener en común con el español de esas comunidades. Quizá se refirieran al llamado castellano andino (que puede incluir, pero no exclusivamente, a hablantes monolingües de un español fuertemente influenciado por las lenguas andinas), pero Fujimori era un hablante de español costeño, limeño para más señas. Incluso si extendiéramos la noción de castellano andino para incorporar el habla popular limeña (un paso que quizá muchos especialistas objetarían), eso haría que los autores estén diciendo que ese castellano, el de la mayoría de los limeños, es deficiente. Y eso es inaceptable.

Es obvio que los autores tratan de decir que Fujimori hablaba un castellano popular y que eso jugó un rol significativo en su elección. Pero ¿por qué decir que es deficiente? ¿por qué difundir la idea de que si ellos no pueden hablar como nosotros, es porque son deficientes, pero que si nosotros no podemos hablar como ellos, es porque somos cultos? Espero que sea claro para el lector que esa concepción del mundo es completamente absurda.