Tuve un grupo de amigos en la universidad que, excéntricamente, en algún momento, dejó de ser un simple grupo de amigos y se transformó en un club, con reglas, membresías y códigos propios (aunque sin objetivos), y, después de un tiempo, aun más peculiarmente, se convirtió en un círculo de lecturas de narrativa anglosajona. Go figure.
Gracias a esa insólita comunidad, leí muy temprano libros que de otra forma habría tardado en conocer: varios de De Quincey, no pocos de Melville y Scott y también de George Eliot y Emily Brontë; un buen número de ensayistas británicos; el extraordinario Vatek de William Beckford y las novelas góticas de Monk Lewis y Horace Walpole; relatos y novelas de Stevenson, Swift, Kipling, Poe y Chesterton; buena parte de la prosa de Thackeray, etc.
Era un libro cada semana, y luego una conversación de varias horas, y después un partido de fulbito, porque éramos suficientes para armar dos equipos de cinco jugadores cada uno. Los nombres de esos equipos respetaban el ánimo del grupo: Los Apestados de Defoe y Las Hermanas Brontë.
Un libro que, creo, de no ser por la existencia de ese club anglófilo, yo hubiera leído sólo en una de sus versiones abreviadas para preadolescentes (ya lo había hecho), y acaso nunca en su versión completa, es el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, esa historia de supervivencia, basada originalmente en la vida del pirata Alexander Selkirk, abandonado por sus compañeros en la isla Juan Fernández, del archipiélago de Más Afuera, en aguas chilenas (hoy, las otras dos islas del archipiélago levan los nombres de Crusoe y Selkirk).
Y si no lo hubiera leído completo, jamás me habría enterado, sospecho, de que la historia que leen los niños es apenas la primera mitad de la novela: hay otras cuatrocientas páginas que describen la prosperidad negociante de Crusoe, su regreso al sur, su emprendimiento comercial en Brasil, sus éxitos continuos. Es el viaje de la voluntad del empresario desde la pobreza total hasta la riqueza total (y por eso mismo es una de las pocas obras literarias cuya lectura es querida casi por regla para los liberales).
Aunque, claro, todos sabemos que cuando era pobre y estaba abandonado, Crusoe, de todas maneras, tenía una especie de esclavo devoto: Viernes. Esa parte la olvidan rápido los liberales. Lo que olvidan más rápido, muchas veces, incluso quienes sí han leído el libro entero, e incluso quienes no son liberales, es que antes de Viernes, y antes del naufragio, Crusoe tiene otro mozo a su servicio, a quien también esclaviza y al que finalmente vende. Y ese otro es un morisco, un árabe español, llamado Xury.
Este artículo de Leonard P. Harvey, aquí en traducción al español, nos recuerda esa otra historia de Robinson Crusoe.
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