LA CIUDAD PERDIDA
Daniel Alarcón nació en Lima, creció en Alabama, vivió en New York y ahora en California. Su obra, escrita en inglés, está relacionada con el Perú y su violencia política. Su libro de cuentos War by Candlelight (Guerra a la luz de las velas) ha sido un éxito de crítica en ambos países. Su novela Lost City Radio es incluso más sutil y compleja, un paso adelante en su trabajo. Nuestra conversación, como su vida, zigzaguea entre el inglés y el español. En algún momento menciona la ironía de escribir en inglés su visión del Perú.
¿Cuál es tu relación con el español?
Es el idioma que me permite acercarme al Perú. Como muchos hijos de latinos en EE.UU., en un momento casi lo perdí. Es normal, en un ambiente donde todo se maneja en ingles. Mi educación fue en inglés. La recuperación del castellano comenzó cuando me mudé a Nueva York en 1995. Me encontré con un 25% de población hispano-parlante y eso me influyó muchísimo. De pronto, mi idioma nativo ya no era irrelevante, sino necesario, y vino, como una ola, con preguntas sobre mi identidad en un mundo multicultural como el neoyorquino. Desde entonces, retomé contacto con el Perú.
Varios cuentos de War by Candlelight tratan el tema de la violencia social, que reaparece en Lost City Radio. ¿Cuándo surgió esa preocupación?
Estando lejos del Perú en esos años de la violencia, mantuvimos la ilusión de que las cosas no iban tan mal. Visitábamos a la familia, sentíamos su calor humano. Cuando la guerra encrudeció y la violencia nos tocó personalmente, toda la crueldad de la situación se hizo realidad. Mi obsesión por comprender viene de allí. Vi de cerca la impotencia que mis viejos sentían al estar lejos y no poder hacer nada. Cuando se está lejos, sólo se recuerda lo bueno. Es natural que un inmigrante sienta eso, pero la violencia, en un momento, ya no nos permitió esa ilusión.
Lost City Radio crea un vínculo entre las pesadillas de Orwell y las de Rulfo: un orden absoluto pero fantasmal y mítico. ¿En tu obra se está creando un espacio mixto, un poco peruano pero también un poco anglosajón?
En Lost City Radio no quería estar atado a los detalles de la guerra interna en el Perú, su geografía, su panorama social. Quería crear un país, una ciudad, que un peruano pudiera reconocer, pero alterados, distintos. No tomé tanto de los Estados Unidos como de mis viajes por países en vías de desarrollo: las ciudades que había visto en África o Asia, u otras capitales de América Latina. Promoviendo Candlelight, vi que mucha gente que jamás había estado en el Perú se identificaba con la ciudad del libro, y se me hizo claro que nuestra capital era un avatar de un fenómeno global: la urbe costeña en expansión, que absorbe los recursos y la gente del interior. Cuando comencé a trabajar en Lost City Radio, leí mucho sobre sociedades de postguerra —Chechenia, Beirut, Eritrea—, urbes inundadas de nuevos pobladores, empujadas al límite de su capacidad, y pensé en hacer una amalgama de ellas. En la novela hay un detalle sobre una mujer que recoge guijarros en la playa para venderlos a mezcladoras de cemento. Lo tomé de un libro sobre la vida en Lomé, Togo, pero resultaba orgánico en la ciudad de la novela. Algo que podía existir en Lima. El país de la novela es moderno y primitivo a la vez. La ciudad tiene un tren eléctrico, por ejemplo, pero no televisión. Lo que más llama la atención es la centralidad de la radio, y de eso fui consciente. Mi familia por generaciones ha vivido un romance con la radio —mi viejo, de joven, fue locutor en Arequipa, y tengo hasta ahora familiares que trabajan en eso. Siempre me ha fascinado.
Y en la novela, el programa de radio en el que los abandonados buscan a los desaparecidos es un símbolo poderoso...
El show existe en el Perú. Y hay distintas versiones de él en Nigeria, Rusia, Brasil: una vez más, no estamos solos en este proceso de rápida urbanización, de cambio cultural, de globalización. Sucede en todas partes, y para ninguna sociedad es un proceso fácil.
¿Eres pesimista acerca del futuro social del Perú?
Pesimista, no. Realista. Me temo que las divisiones de clase, raza, idioma y cultura (y las manifestaciones a veces sangrientas de estas divisiones) son la esencia de la condición peruana. Siempre pensé en esta novela como optimista: sí, es una historia de guerra; y sí, hay personajes cuyas vidas han sido fracturadas por ella, pero la historia se está contando, y eso es un logro. Hemos llegado a un punto en el cual podemos hablar sobre estas cosas: la muerte de uno o de miles no es ya un tema inconveniente de conversación. Es natural que una sociedad quiera olvidar, y el país de la novela parece inmerso en esa amnesia colectiva, pero en realidad, en la medida en que podamos nutrir la memoria de la violencia, aprender lecciones y contar las historias para no repetirlas, estaremos mucho mejor.
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