23.1.07

Cuento de Michael Wilson

Una de las cosas bacanes que me dejaron los años en Cornell fue la amistad de Mike Wilson, compañero de estudios en el doctorado de literatura hispana, medio americano, medio argentino, ahora intuyo que, a impulsos de su esposa, convertido en chileno por adopción.

Mike era de los pocos en el departamento en Cornell que no estudiaba la literatura como una actividad ajena, sino que la ejercía como cosa propia (otro era mi amigo Matías Ayala, cuyo último libro de poemas acaba de caer en mi buzón esta mañana: ya les contaré sobre eso; por ahora: gracias, Matías).

Mike es narrador. Está terminando una novela (de la que Edmundo Paz Soldán fue lector antes que nadie) y de ese esfuerzo mayor se han desprendido cuentos como el que me ha enviado ayer, desde Santiago, y con el que inauguro la publicación de colaboraciones que anuncié para Puente Aéreo. El cuento se llama El archipiélago. Me pregunto si será muy errado describirlo, al menos parcialmente, con una frase que aparece en él mismo: "un autopista entre Kuwait, Las Malvinas e Irak".

EL ARCHIPIÉLAGO

Michael Wilson Reginato


Te despiertas en una sala de cine.
Estás desorientado, no entiendes qué haces ahí. Te duele la cabeza, te frotas las sienes, de a poco logras enfocar la vista. Reconoces el soundtrack. Estás viendo la secuencia final de Donnie Darko… te acuerdas de otra escena… Donnie en un cine, la chica duerme y aparece un conejo siniestro con el ojo baleado. Aquí las cosas no son así… no tanto. La sala está vacía, quedan evidencias de un público —palomitas regadas por la alfombra, vasos tumbados, Coca pegoteando el piso, una que otra moneda extraviada y lo que parece ser vómito en la octava fila.

La película termina. Se exhiben los créditos. La música es insuperable.

Sales del cine. Es de noche. Tarde. Sin pensarlo, te subes al primer bus que pasa, no miras al conductor, tampoco pagas, nadie te dice nada. Adentro te da náuseas… culpas a la luz parpadeante y hepática que ilumina el interior de la máquina. Te sientas atrás, te da la impresión de que hay otros pasajeros, pero tampoco los miras… permanecen en tu visión periférica.

Te vuelve a doler la cabeza… te acuerdas de la guerra, la humillación a manos de los ingleses, semanas negras en las Malvinas… tanta lluvia… frío… Y ahora, los días se repiten, nada nuevo, nada significante… es como si el tiempo hubiera dejado de fluir, como si deambularas en una dimensión estática… no te relacionas con tu entorno, lees demasiado Wittgenstein… las noches son interminables, duermes mucho de día… el bloqueador solar te da ganas de vomitar, sigues solo, a veces pasas días viendo tele…

Miras por la ventana, hay poca gente en las calles. Los individuos que ves no caminan, están parados, inmóviles… le dan la espalda a la avenida. No puedes ver sus rostros. Confuso, te pones de pie, te acercas a los otros pasajeros, quieres verles las caras. No puedes. No logras verlos de frente, una y otra vez se repiten las espaldas. Desconcertado, te bajas por la puerta trasera. La ictericia del bus desaparece en la oscuridad.

El aire está tibio, huele a cereal y pólvora.

No sabes dónde te encuentras. Parece ser la orilla de la ciudad. Un lote baldío… kilómetros y kilómetros de espacio nocturno se abre ante ti. Lejos, hacia el horizonte, divisas una penumbra.

Corres hacia ella.

El paisaje es desértico. No entiendes por qué corres, el resplandor cobra fuerza. Te imaginas que estás en el desierto de Kuwait, corriendo hacia un pozo petrolero en llamas, los yanquis te van a matar… corre boludo corre… te matarán como a Dardo, una bala del tío Sam te destrozará la tráquea, hablarás en atari… memorias del futuro… quizás las Malvinas están en la frontera de Irak, los yanquis a mi espalda y los ingleses hacia delante… y en medio espera el archipiélago luminoso… se alza en la noche bonaerense, las bengalas bajan flotando de los cielos… lindo, precioso, navideño… corres, te duelen los pies… tu camuflaje no es el indicado… verde Malvinas en un desierto iraquí… el casco te queda grande y no andas con tu equipo de visión nocturna… te quieren matar… ya vienen los disparos… mejor te tiras un rato… que pase esto… la arena es suave, quisieras hundirte en ella, arena movediza… antes estaba tan de moda, aparecía en todos los dibujitos, la series de antes, Tarzán, la Isla de la fantasía, los western… dicen que si uno no se desespera, sería capaz de flotar en la arena movediza… es que somos menos densos… somos orgánicos… nosotros sí, pero los habitantes de estos lados dicen que los yanquis y los ingleses están llenos de mercurio y brea… de ser así, se hundirán… entonces, en el futuro, algún geólogo los descubrirá en las profundidades del desierto, el Estado se encargaría de extraerlos con máquinas especiales, los procesarían para optimizarlos… para hacer de ellos una autopista entre Kuwait, las Malvinas e Irak… todos podremos transitar libremente, tú en tu Falcon…

Crees oír música. Viene de arriba, del cielo nocturno… te acuerdas de Apocalypse Now, Kilgore, hélices y parlantes, pero no son las Valquirias de Wagner... primero, la melodía es casi imperceptible, crece, la reconoces, Transmission de Joy Division. El tema te trae recuerdos… memorias que permutan el entorno, el desierto brota verdor, lejos, escuchas los balidos de un rebaño.

Estás en la isla… está amaneciendo… mañana muerta… odias los amaneceres… son inaguantables… Comienza el primer día de la tercera semana. Se te acerca el teniente del pelotón, Dardo se llama, dice no tener apellido, nunca te olvidarás de eso, ni de su rostro, tiene los ojos locos, desenfocados, se ha quitado la camisa, hace un frío para cagarse, pero él… nada, ni siquiera tiembla, tiene el torso sangriento, sus carnes rajadas, le dedica horas a cortarse con un tarro oxidado que recogió en la isla, está totalmente perdido el pobre, pasa días sin decir nada, pero esa mañana se te acerca y te susurra al oído… te dice…

Vos. Escucháme…

Uno. Había una vez un hombre que reparaba compactadores de basuras porque le gustaba hacer eso más que cualquier otra cosa en este mundo.

Dos. Había una vez un hombre que reparaba compactadores de basuras en una sociedad donde escaseaban materiales para la construcción. La basura debidamente compactada se utilizaba para formar cimientos arquitectónicos.

Tres. Había una vez un hombre que odiaba los compactadores de basuras, sin embargo, los reparaba para poder comprarle sedantes a su esposa.

Cuatro. Había una vez un hombre que, al rearticular los compactadores de basuras que tanto odiaba, creó una máquina que…

Dardo no termina la frase, una bala inglesa le perfora la tráquea, su muerte es veloz, pero por unos instantes la herida tiene un efecto peculiar. Su voz se convierte en un zumbido grave, craquelado… algo curioso… está entrelazado con interferencia estática. Después de la guerra reconoces la voz de Dardo en un juego de Atari… Space Invaders, te acuerdas… ese ruido que se escucha cuando uno pierde, aquel efecto sonoro producido cada vez que el cañón-láser del jugador es destruido por los invasores… un zumbido grave… sí… En todo caso, te obsesionas por averiguar qué clase de máquina creó el cuarto hombre, no sabes nada del asunto hasta muchos años después… en la red descubres que el texto que te había recitado Dardo pertenece a la introducción de una novela de Philip Dick… buscas el libro y efectivamente está ahí, pero al leer el pasaje del cuarto hombre y su máquina, hallas que el texto original también está incompleto… o sea, exactamente como te lo había susurrado Dardo aquella mañana.

Estás de vuelta en el cine. No dejas de llorar. Te quitas los zapatos, están llenos de arena, y tu camisa, salpicada de sangre. Tiemblas. En la mano empuñas un revólver, está tibio. Pesa. Te da risa. Me miras, estoy sentado en la butaca a tu izquierda. Sabes que te entiendo... somos hermanos... estuvimos juntos en el frente. Nosotros dos... veteranos de una pesadilla olvidada. Me tomas de la mano, está helada. He dejado de sangrar, sabes que los cadáveres no sangran... me sacudes y ves como un flujo de arena se vierte de mi tráquea. Te cuento lo que ha sucedido... que por fin me has rearticulado... que tú eres el cuarto hombre, pero no hay caso. Para ti, mis palabras no son más que un zumbido grave, craquelado... atari.

Distraídamente, tus dedos juegan con mi herida. Comes unas palomitas que has descubierto en tu bolsillo. Vuelves a acordarte de esa escena… el cine y un conejo siniestro con el ojo baleado.

Aquí las cosas no son así… no tanto.



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