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La noticia del Washington Post se puede resumir así: en 1996 una mujer de Charlottesville, Virginia, empezó a recibir cartas anónimas en las que se acusaba a su esposo de engañarla con otra mujer.Por algún motivo, John Grisham, amigo de la mujer y del esposo (quien era el entrenador de baseball en la escuela de Charlottesville a la que acudía el hijo del escritor) también recibió un anónimo con contenido similar. Grisham y la mujer decidieron investigar por su cuenta.
Por razones aún no explicadas, sospecharon de otra madre de familia de la misma escuela, Katharine Almy. Enviaron las cartas a un grafólogo y (aquí vino la metida de pata) consiguieron ilegalmente documentos privados de la escuela en los que aparecían textos escritos de puño y letra de Almy. El grafólogo sentenció que todos podían provenir de la misma persona. Con esa débil confirmación, Grisham y la mujer acudieron a la policía, que abrió una investigación contra Almy.
Ahora, pasado un tiempo, Almy, a quien jamás se pudo vincular seriamente con las cartas, ha descubierto que la acusación en su contra se generó en esa intromisión de Grisham, y ha presentado contra él (y la mujer) una demanda que un juez de Virginia ha atendido en segunda instancia, exigiendo la comparecencia del escritor.
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Y, encima, no descubrió quién había escrito los anónimos.
¿Un ejemplo en contra? Sir Arthur Conan Doyle, quien saltó de las páginas de su Sherlock Holmes a la realidad para investigar dos casos cerrados en su tiempo: el de George Edalji y el de Oscar Slater.
El primero era, precisamente, un abogado acusado de escribir anónimos amenazantes y enviar animales mutilados para infundir pánico en personas elegidas al azar; Conan Doyle descubrió que las cartas y las mutilaciones habían seguido luego de que Edalji había sido encarcelado. El segundo, Slater, era un judío alemán acusado de asesinato; Conan Doyle probó que la policía lo había acusado injustamente y acaso sembrado las pruebas que lo acusaban.
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