13.1.07

Zapatero a tus zapatos

¿Se imaginan que alguno de nuestros escritores de misterio decidiera un día actuar como detective privado en la vida real? ¿Santiago Roncagliolo investigando un homicidio? ¿Mirko Lauer siguiendo la pista de un criminal? Algo así quiso hacer en Estados Unidos el autor de misterios judiciales por excelencia, John Grisham (foto), y al parecer le podría salir cara la confusión de roles.

La noticia del Washington Post se puede resumir así: en 1996 una mujer de Charlottesville, Virginia, empezó a recibir cartas anónimas en las que se acusaba a su esposo de engañarla con otra mujer.Por algún motivo, John Grisham, amigo de la mujer y del esposo (quien era el entrenador de baseball en la escuela de Charlottesville a la que acudía el hijo del escritor) también recibió un anónimo con contenido similar. Grisham y la mujer decidieron investigar por su cuenta.

Por razones aún no explicadas, sospecharon de otra madre de familia de la misma escuela,
Katharine Almy. Enviaron las cartas a un grafólogo y (aquí vino la metida de pata) consiguieron ilegalmente documentos privados de la escuela en los que aparecían textos escritos de puño y letra de Almy. El grafólogo sentenció que todos podían provenir de la misma persona. Con esa débil confirmación, Grisham y la mujer acudieron a la policía, que abrió una investigación contra Almy.

Ahora, pasado un tiempo, Almy, a quien jamás se pudo vincular seriamente con las cartas, ha descubierto que la acusación en su contra se generó en esa intromisión de Grisham, y ha presentado contra él (y la mujer) una demanda que un juez de Virginia ha atendido en segunda instancia, exigiendo la comparecencia del escritor.

Son muchos los casos de detectives privados, abogados y policías que se transforman en escritores e incursionan en el policial con éxito. (El gran Rubem Fonseca es un ejemplo de enorme relevancia). Da la impresión de que transitar de la experiencia vital a la escritura puede resultar más ventajoso que ir de la imaginación libresca al trámite real: Grisham, autor de The Firm, The Pelican Brief, etc., metió la pata hasta la clavícula en un asunto infinitamente más simple que cualquiera de los argumentos de sus obras.

Y, encima, no descubrió quién había escrito los anónimos.

¿Un ejemplo en contra? Sir Arthur Conan Doyle, quien saltó de las páginas de su Sherlock Holmes a la realidad para investigar dos casos cerrados en su tiempo: el de George Edalji y el de Oscar Slater.

El primero era, precisamente, un abogado acusado de escribir anónimos amenazantes y enviar animales mutilados para infundir pánico en personas elegidas al azar; Conan Doyle descubrió que las cartas y las mutilaciones habían seguido luego de que Edalji había sido encarcelado. El segundo, Slater, era un judío alemán acusado de asesinato; Conan Doyle probó que la policía lo había acusado injustamente y acaso sembrado las pruebas que lo acusaban.

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