12.3.07

Desde Madrid

A través de su columna en Perú 21, Alonso Cueto ha informado a sus lectores sobre los temas discutidos en el encuentro de escritores peruanos y colombianos Literatura y Violencia en América Latina, que organizó la semana pasada en Madrid la Casa de América, y donde él fue uno de los invitados.

Los demás fueron, del lado de los peruanos, Fernando Ampuero, Jorge Eduardo Benavides y Fernando Iwasaki, y del lado de los colombianos, Jorge Franco Ramos, Santiago Gamboa, Juan Gabriel Vásquez y, además, el cineasta más reconocido de nuestro vecino del noreste, Sergio Cabrera.

Precisamente, el primero de los mencionados, Fernando Ampuero, ha tenido la amabilidad de permitirme publicar como primicia el texto de su ponencia, La muerte tiene sesenta mil caras, que coloco aquí debajo. Antes, quiero copiar fragmentos de un mensaje en que Fernando nos resume el encuentro peruano-colombiano.

"Las conferencias de Madrid resultaron interesantes, en particular, me imagino, para ese público que busca en los escritores de América latina el estereotipo más socorrido; es decir, aquellos que reclaman al literato que urde ficciones, pero que también forma parte de la reserva moral del país al que pertenece. Esto, como todos saben, es herencia francesa. Allí, en Francia, los escritores, aupados con gran entusiasmo en el carro de los intelectuales, son el caldo de todas las crisis socio-políticas nacionales. Y así, en sus respectivas mesas, nos lo recordaron Alonso Cueto, Jorge Franco y Santiago Gamboa. Para Cueto y Franco ese rasgo nos diferenciaba notablemente de los escritores del mundo anglosajón, a quienes nadie les demanda que esclarezcan los problemas de la sociedad civil.

"En París, en cambio, todo es distinto", dijo Santiago Gamboa. "Ocurre un incidente a las nueve de la mañana y a las once ya pulula un equipo de periodistas radiales pidiéndole su opinión a varios escritores. Luego, a las cinco de la tarde, se arma una polémica sobre el tema en cuestión con cuatro autores, y a las nueve, mientras los franceses cenan o toman una copa, se discute quién ha tenido la razón. Y así se continúa hasta el incidente del próximo día".

"Los escritores peruanos y colombianos que acudieron a Casa de América, sin embargo, no aceptaron que los encasillen en ese modo de entender el rol del escritor. Todos, incluso Juan Gabriel Vásquez y Jorge Benavides, autores con una obra de marcado tono político, rechazaron esta percepción. "Un escritor debe tener absoluta libertad para elegir los temas de sus libros", dijo Benavides. Y Vásquez acotó que la literatura ha de ser el "bastión de la libertad y que la mejor manera de escribir una novela política muchas veces depende del tratamiento de soslayo de la cosa política, con lo cual no se perjudica el desarrollo de una buena historia"

"Yo, en particular, hice notar mi fastidio por cierta crítica que habla de una "literatura de denuncia", pues esa terminología está asociada a la actitud de los escritores del setenta que escribían (y escriben) con un recetario ideológico sectario.

"Opiné que muchas películas políticas de los setenta eran hoy unas antiguallas, y que la reciente ganadora del Oscar al mejor film extranjero, la excelente producción alemana "La vida de los otros", tenía más posibilidades de supervivencia, porque era una obra que no cargaba las tintas en la propaganda política, sino en el drama humano, en lo eterno de las historias.

"Benavides consideró que era mejor hablar de una "literatura de diagnóstico" y no de una "literatura de denuncia", y compartió conmigo mi "pesimismo con ilusiones", tanto para asumir la vida y la literatura, agregando que aquellos que se declaran "optimistas por lo general son gente mal informada". Cueto señaló incluso que un escritor puede ser político sin hablar para nada de política. Con lo cual yo agregué que la novela Un mundo para Julius, con sus universos de patrones y empleados domésticos tan tajantemente separados, era el mejor ejemplo de ese tipo de novela política que no habla nunca de política.

"Fernando Iwasaki, por su parte, añadió que también se podía ser político desde el humor, ingrediente que tendría que ser tomado más en serio.

"Por supuesto que todos sin excepción se reservaron el derecho de hablar de política, como ciudadanos, pero dejaron en claro que no permitirían que se les ponga etiquetas. La literatura, realista, intimista, fantástica o como quiera que sea, es lo único que importa".

LA MUERTE TIENE SESENTA MIL CARAS
Por Fernando Ampuero

La violencia, ese impetuoso trance del ánimo por el que las personas ceden a la ira, nos recuerda siempre que pertenecemos al mundo animal. Las bestias irracionales, cuando rugen y muerden, lo hacen por hambre, miedo o necesidad de resguardar su territorio; los humanos, como se sabe, revestimos con argumentos propios de nuestra especie tales sentimientos primarios. Desde el bíblico Caín, que ardía de celos frente a su hermano Abel, la quijada de burro es un péndulo eterno que define nuestro paso por el tiempo.

La violencia en el Perú, como expresión colectiva, es muy similar a la que existe en otras partes del mundo. La sociedad peruana, mestiza, pluricultural y, sobre todo, tercermundista, cuenta con motivos que responden a su contexto histórico: diferencias étnicas, económicas o ideológicas, las cuales se traducen de diversas maneras pero que a la larga apuntan más o menos hacia lo mismo: rechazo al abuso, a las hegemonías de un injusto orden político o social, así como la negación de espacios que permitan diluir los prejuicios de orden cultural y racial, y los atavismos mondos y lirondos.

A diferencia del mundo musulmán, la discusión religiosa –la manera de imaginar a Dios, junto a los deberes que le debemos a esta gloriosa fantasía humana–, no nos enfrenta.

A los peruanos, creo yo, nos enfrentan una serie de discordias, frustraciones y resentimientos de larga data. Tan antiguas que, para muchos, ya son una herida que jamás cierra. Nuestras desavenencias comenzaron antes de la peruanidad propiamente dicha. Quiero decir, precedieron a la conquista española. El imperio incaico, una cultura de espléndidos ingenieros líticos y con gran poderío bélico, dominó a otras culturas del antiguo Perú, los Nazcas y los Chimus, entre otros, reconocidas hoy como exquisitos centros de civilización en la costa, pese a tratarse de culturas que rendían culto a dioses sanguinarios como el presunto Dios marino Aipayec, el degollador de los mochicas, pero que sin embargo revelaban a la vez un avanzado desarrollo artístico y tecnológico. Los incas actuaron como los romanos hicieron con los griegos. No los destruyeron, sino que asimilaron esa cultura, aprovechando su notable creatividad, y, tras sojuzgarlos, los incorporaron al imperio. Las culturas pre-colombinas fueron sorprendidas durante estas guerras internas por la llegada de los españoles. Y estos, según cuentan los cronistas, cosecharon tempestades: contaron con la resentida colaboración de los indígenas costeños, quienes darían información a los españoles sobre los invasores incas. Naturalmente, las culturas precolombinas, a su vez, no eran solo un gentío de finos textileros, orfebres y estetas. También se mataban entre ellos, en trifulcas de señoríos, como lo atestiguan los ceramios y los murales de las huacas.

Indudablemente, eso sí, la conquista española acarreó un desastre mayor. Ya no era un mero lío de invasores locales. Los antiguos nativos debían fajarse ahora con invasores foráneos, que los atacaban con cañones atronadores, toda una ruptura de moldes, y, ni qué decir, España no actuó como Roma con la Grecia clásica, ni como los incas con las culturas costeñas del Perú. Las huestes de Francisco Pizarro vinieron a llevarse el oro de las Indias y a extirpar idolatrías. Derritieron los hermosos ídolos de oro de los dioses indígenas y los convirtieron en lingotes. A cambio de tanta rapiña, nos entregaron su idioma, su religión y sus bellas artes. Fundaron ciudades e instauraron métodos modernos de matar al prójimo.

Es difícil, a estas alturas, juzgar lo que aconteció entonces en el Perú. Pero yo tengo una teoría: pienso que, desde que el primer español se amancebó con una india por estos nuevos reinos, no solo nació el primer mestizo en territorio inca, dando lugar a la progenie que convirtió a ese territorio de América en el país que somos ahora, sino que también apareció en la historia uno de los seres más desconfiados del mundo: el peruano.

No hay individuo más desconfiado que este mestizo sudamericano. Los peruanos desconfían de todo. Los han engañado tantas veces, y de formas tan variadas, que ya no creen en nadie. El andino prodiga miradas torvas y el selvático sonrisas taimadas; pero quizá nada supere la desconfianza del costeño, maestro de la suspicacia. Piensa mal y acertarás, dicen los peruanos de la costa con triste y agónica sabiduría. No obstante, el exponente más fino y desarrollado, el escéptico por antonomasia, reside en Lima, zona costera que constituye el núcleo del poder. Un limeño, bien macerado en rumores y chistes venenosos, no te cree ni lo que comes: es alguien que desconfía hasta de su sombra.

¿A qué viene esta personalísima teoría? A que ella, de alguna manera, explica la actitud de los peruanos, seres en permanente colisión con su mundo. El Perú, que es todas las gamas de su mestizaje, nos une y nos separa. Se nos presenta como un territorio hostil, donde campea el cinismo y escasean las oportunidades, en tanto aplasta los sueños de sus habitantes. El Perú, por lo tanto, nos llena de resentimientos, pero, humanos al fin, también de ilusiones. Somos pesimistas con ilusiones, escépticos con expectativas.

Yo soy un mestizo peruano que habla en castellano. En el Perú se habla un centenar de lenguas y dialectos, pero los principales son el castellano y el quechua. El quechua, hasta dónde se sabe, no ha tenido escritura. Los pocos textos que existen en quechua son una castellanización de su fonética. Yo, hispanoparlante, me dedico a la literatura: escribo cuentos y novelas, y lo hago, en efecto, con el idioma del último invasor victorioso, que es, para un tercio del país, la lengua del opresor, de la clase dirigente dominante. Esta forma de ver las cosas, maniquea, polarizada al cien por cien, responde a una arraigada convicción: nuestros gobernantes, gentes invariablemente formadas en la mentalidad del provecho propio, han repetido hasta el hartazgo la conducta del expoliador español. Y a pesar de que hoy vivimos en un régimen político democrático, nos falta mucho para integrar el país en esa forma de gobierno. La democracia sólo tendrá sentido algún día en el Perú cuando las mayorías constaten que la justicia y la igualdad son bienes fraternalmente compartidos.

Con este preámbulo, en fin, pongo mis dudas en vitrina. Yo no sé si en el Perú se puede hablar de una literatura de la violencia, o si lo correcto es hablar simplemente de literatura. Violencia siempre hubo, y no se distingue mucho de la acontecida en otras latitudes. Hubo violencia en las cabezas trofeos de los Paracas y en las cabezas reducidas de los jíbaros. Hubo violencia asimismo, por citar hitos de nuestra historia, en las grandes sublevaciones indígenas, la guerra de la independencia, la guerra del Pacífico y las decenas de cuartelazos o golpes de estado durante los casi dos siglos que tenemos como república emancipada. La violencia, de hecho, no es que más que el énfasis a un punto de vista. La necesidad de orden y de fijar reglas busca precisamente atajar el jaque constante de ese énfasis. A tal punto nos ha sumido la violencia en el caos, y este en la violencia, que en el siglo XIX una famosa banda de salteadores de caminos, encabezada por el negro León Escobar, ingresó como si tal cosa en los salones de Palacio de Gobierno. El bandolero Escobar, fugaz símbolo de su época, se fumó un cigarro repantigado en el sillón presidencial.

¿Esto generó una literatura? No lo creo. Generó más bien un sentimiento de autodefensa, mezcla de desconfianza y buen humor. Más allá de las crónicas y las reseñas de nuestros historiadores, no afloraron grandes cuentos y novelas en el siglo XIX. Tal vez, eso sí, generó un peculiar estado de ánimo, propicio para afilar nuestra percepción. Y eso podría explicar la existencia preponderante de autores como Ricardo Palma, Alfredo Bryce Echenique, el Mario Vargas Llosa de Pantaleón y La Tía julia, el Julio Ramón Ribeyro de Tristes querellas en la vieja quinta, el Jaime Bayly de sus novelas y entremeses y el gran talante de agudos cronistas y humoristas con el que muchos peruanos curamos las tristezas.

Incluyendo al inca Garcilaso, nuestro primer escritor nacional, la literatura peruana es una crónica de la realidad. De ella se nutre la lira satírica de la Colonia y el costumbrismo del siglo XIX, formas de realismo virulentas y amables al mismo tiempo, y de ella además se desprende nuestra narrativa, pasando por el indigenismo y la novela urbana, las dos grandes vertientes que han definido el Perú literario del siglo XX.

Ahora bien, nuestro acendrado realismo, naturalmente, fue un vehículo para exponer las situaciones indignantes (y por cierto muy violentas) que se vivían en el país, cosa que está muy bien desarrollada en los relatos de Enrique López Albújar, Ciro Alegría, José María Arguedas y Manuel Scorza, el canon de toda la literatura con vocación de denuncia de nuestras generaciones posteriores.

Sin embargo, hay a estas alturas una serie de cuentos y novelas recientes, aparecidas entre los años ochenta y principios de siglo, que se ha dado en llamar la literatura de la violencia política. Se refieren con eso a obras que narran historias acontecidas durante los años de la barbarie terrorista que desataron Sendero Luminoso y el MRTA. ¿Estamos en verdad ante una corriente literaria, como sostiene la crítica, o es que tan solo los autores peruanos recogen los acontecimientos que les ha tocado vivir, tal como lo han hecho antes? Tal vez sea lo último. En lo que a mí respecta, yo escribí entonces, según parece, el primer cuento, o uno de los primeros cuentos, sobre esta terrible guerra interna. El cuento se tituló “El departamento” y narraba las desventuras de un individuo que tuvo la mala fortuna de arrendar un departamento en el que antes se había alojado un sospechoso de terrorismo.

Escribí ese relato – lo recuerdo bien – porque estas historias eran algo que yo veía más de cerca que otras personas. El fenómeno terrorista era mi rutina, mi material de trabajo, ya que en esos años, en mi habitual tarea periodística, dirigí el programa televisivo Uno más uno y, posteriormente, ocupé la subdirección de la revista Caretas. Trasladar esa cruenta realidad del periodismo hacia la literatura no fue otra cosa que un tránsito bastante natural. Yo no estaba haciendo literatura comprometida, cosa que jamás ha sido mi intención, sino literatura a secas. Es decir, recreaba una circunstancia dolorosa que ocasionó muchas muertes (tal vez para entenderla mejor).

¿Y cómo me explico entonces este inesperado brote de tantos cuentos y novelas sobre la violencia? Por el mismo criterio con el que mañana podríamos juntar un conjunto de obras sobre otra temática específica, la adolescencia de los peruanos o las dificultades para encontrar trabajo, digamos. Crecer y pelear por un quehacer digno –la adolescencia y el desempleo– son también dramas en el Perú, y de esto hemos escrito mucho. Somos un país lleno de jóvenes y que además registra un 70 % de empleo informal. Hace años se hizo una encuesta en la ciudad de Lima, a propósito de la inmensa devoción que despertaba una santa popular, Sarita Colonia, y, cuándo preguntaron a sus fieles qué milagro les había hecho, la mayoría respondía: “me consiguió trabajo o le consiguió trabajo a mi hijo”. Vivir en una sociedad, donde el hecho de conseguir un trabajo se considera un milagro, puede darles una idea del nivel del desequilibrio social que afecta a tantos peruanos.

A todo ello, el Perú literario, a lo largo del siglo XX, entró en una fase de madurez. O para decirlo con la ironía del poeta Martín Adán, la literatura peruana dejó de ser finalmente un invento en varios tomos de Luis Alberto Sánchez. Hay, pues, un país literario, con diversas preocupaciones, y una de ellas, ciertamente inevitable, ha sido y es la violencia política.

Y es que el terrorismo de los años ochenta e inicios de los noventa constituyó para el Perú una experiencia traumática. Matanzas indiscriminadas (tanto del terrorismo como de las fuerzas armadas), apagones, bombas y asesinatos selectivos, secuestros, masivos desplazamiento de poblaciones, pérdidas económicas, escasez de agua y alimentos.

De toda experiencia traumática sale generalmente una literatura interesante y valiosa. (Surgiría en esta ocasión, a fines del siglo XX, aunque no curiosamente tras la ya mencionada guerra con Chile, de fines del siglo XIX, habiendo sido también ese conflicto un enorme trauma nacional, pues el Perú fue saqueado e invadido por varios años. ¿Por qué no se noveló esa guerra? ¿Porque no se escribe de las derrotas nacionales? ¿O acaso porque estas no duelen tanto como las guerras entre hermanos, las guerras civiles?)

No obstante, las experiencias traumáticas traen asimismo una literatura partidista y panfletaria, con un interés ajeno al arte narrativo. Nosotros tenemos de las dos, pero pienso que nuestros autores, incluso aquellos que dejan flamear banderas en su corazón, tienen la calidad suficiente como para que algunas de sus obras literarias se sostengan. Lo que no se sostiene, en cambio, son varios de sus artículos y sus declaraciones a la prensa. Un conocido escritor, por ejemplo, tropieza hasta en la terminología básica, un desliz francamente inmoral. Al referirse al terrorismo habla de la “guerra popular”, utilizando los falsamente justificativos términos del senderismo. Ya el crítico y estudioso Gustavo Faverón le ha hecho ver con toda razón que, para referirse al Holocausto, al exterminio sistemático de los judíos en la Segunda Gran Guerra, nadie en su sano juicio emplea el término nazi “La solución final”.

Como los demenciales nazis, el terrorismo de Sendero, que tomó lo peor del maoísmo y que postulaba una revolución cultural entre los peruanos, planteó la barbarie como un método para afiliar seguidores. Si el pueblo o los campesinos no se plegaban a su credo, los mataban. Asesinaban al mismo pueblo por el que supuestamente pretendían luchar. Pero ahí, desde luego, no quedó la cosa. Lo mismo, lamentablemente, haría muchas veces el Estado, las fuerzas armadas encargadas de combatir al terror, tal como lo revelara el periodismo en su momento y luego la Comisión de la Verdad y Reconciliación tras la caída de la dictadura fujimorista.

Durante esos convulsos años recuerdo haber conversado en privado con un afligido militar, que estaba horrorizado por lo que pasaba en las serranías del país. Desesperado en su lucha contra un enemigo invisible, y frustrados por no conseguir resultados satisfactorios, me contó que los Operativos de Limpieza del Ejército, acatando una estrategia infame, solían barrerlo todo para asegurarse de eliminar terroristas. Los operativos, en los que buscaban medir la lealtad de la población, se hacían en los pueblos y en los caseríos. El comando enviaba una patrulla a un pueblo y esta sacaba a los pobladores de sus casas, los cuadraba en una larga fila y los amenazaba con sus Fal, exigiéndoles vituallas y alojamiento. Los pobladores, asustados, les daban de todo. Pero unas semanas más tarde, en ese mismo pueblo, aparecía otra patrulla, aunque esta vez sin vestir su uniforme de reglamento. Enmascarados con pasamontañas y vistiendo ropas civiles, iban disfrazados de terroristas. Y si los pobladores se comportaban igual, dándoles vituallas y alojamiento, su suerte estaba echada. Todos los que daban comida a los terroristas eran considerados cómplices. Es decir, la patrulla fusilaba a todo el pueblo, incluyendo mujeres y niños. Y ese operativo lo repetían en otros pueblos.

Creo que esta historia del Operativo de Limpieza da cuenta cabalmente de la tragedia que padeció un pueblo que tuvo que vivir entre dos fuegos. La barbarie rondó a diestra y siniestra, las heridas aún no cicatrizan, y los escritores cuentan, recrean y reflexionan sobre lo que nos sucedió y hasta sobre lo que nos podría suceder.

Los escritores que me acompañan en esta mesa han tocado el tema con gran perspicacia en algunos de sus relatos, Jorge Eduardo Benavides en La noche de Morgana, y Alonso Cueto, en Pálido cielo y en La hora azul, esta última ganadora del prestigioso Premio Herralde de novela. También lo han hecho, con anterioridad, autores destacados como Mario Vargas Llosa en Lituma en los Andes, Miguel Gutiérrez en La violencia del tiempo, y a ellos se suma una importante legión de narradores de todo linaje que ofrecen diferentes modos de asomarse a dicha tragedia. Julio Ortega con su Adiós Ayacucho, Luis Nieto Degregori con Vísperas, Oscar Colchado con La casa del cerro El Pino, Guillermo Niño de Guzmán con Una mujer no hace un verano, Pilar Dughi con El cazador, o bien narradores más jóvenes como Daniel Alarcón en Guerra a la luz de las velas y Santiago Roncagiolo en Abril Rojo. Hay incluso dos muy importantes antologías que reúnen textos literarios sobre este asunto: El cuento peruano en los años de la violencia de Mark R. Cox y Toda la sangre. Antología de cuentos peruanos sobre la violencia política de Gustavo Faverón. Todos estos libros, y sin duda muchos otros con méritos diversos, revelan atisbos o bien miradas detenidas sobre la violencia, sobre sus causas y consecuencias, sobre la enorme miseria y desolación que ha sembrado a su paso.

En tal concierto de voces, yo, como escritor, me siento realmente un tanto al margen. La violencia política, así como la corrupción, me hace trabajar para el periodismo incontables páginas, pero en mi obra de ficción, salvo uno que otro cuento, éstas figuran más bien como una latencia, una ingerencia tangencial o un insoslayable telón de fondo, ya sea en las historias de mis personajes de origen burgués, que pululan en una burbuja, o en aquellas de mis personajes marginales, más expuestos a la descarnada realidad. Y ello, a lo mejor, se ajusta a las luces y sombras de mi visión del país. Yo no lo puedo decir, claro está. No tengo la distancia para semejante ejercicio. Pero en todo caso, pensando en quienes sí puedan decirlo, les puedo asegurar que, en mi lado literario, opto por utilizar la única brújula legítima en medio de la niebla: una desconfianza que se quiere honesta, junto a una actitud de solidaridad, libre de prejuicios, lo más próxima posible a mi modesta percepción de la coherencia y de lo que podría ser la verdad.

Cosa difícil, considerando la avalancha de autores que escriben sobre la violencia. ¿Quién posee la verdad? Todos y ninguno, como siempre. La muerte tiene miles de caras –sesenta mil caras ha contabilizado la Comisión de la Verdad–, y cada escritor, me parece, solo ve algunas de ellas. En cada rostro de nuestros muertos, por una u otra razón, se leen motivos de sobra para discrepar o para aliarnos. La prensa, la sesuda investigación académica, el ensayo literario, aunque parezcan los géneros más adecuados para hurgar y desentrañar ese misterio, nos llevan por lo común a nuevos desacuerdos. El cuento y la novela, por el contrario, son más abiertos, quizá porque las más de las veces se trata de textos que en vez de decir prefieren sugerir, y por esa vía iluminan con mejores luces los pasajes más oscuros. En esto, me parece, estamos casi todos. Muchas gracias.

20 comentarios:

Félix Reátegui dijo...

Gustavo, lo que no entiendo muy bien últimamente es de dónde salió que la cifra de víctimas que dio la Comisión fue 60 mil. Los que rechazan la investigación de la CVR se aferran a una cifra mucho menor (la razón por la que lo hacen es enrevesada e incoherente incluso como argumento político, pero así es). Los que aceptan la validez de la investigación mencionan la cifra de 69280 que dio la CVR o la redondean a 70 mil. Si se quiere jugar con el margen por lo bajo, se dicen 65 mil; si es hacia arriba, 75 mil. Pero últimamente he encontrado en textos como esde Ampuero, y otros de escritores o artistas que simpatizan con la Comisión o, al menos, con una historia seria de la violencia, esta cifra de 60 mil (no recuerdo si en entrevistas con Szyszlo o en artículos de Vargas Llosa). ¿Alguna idea de cómo se llegó a ella?

PD. Próximamente el Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la PUCP va a difundir un documento donde se responderá algunas de las necedades de los negacionistas sobre las cifras y algunas críticas infundadas de comentaristas serios y respetables.

Gustavo Faverón Patriau dijo...

Hola, Félix.

Yo creo que la cifra es producto de que, por un tiempo, los miembros mismos de la CVR estuvieron mencionando números distintos, antes pero también incluso después del informe.

Mira por ejemplo esta entrevista a Carlos Iván Degregori hecha por Pati del Río en El Comercio el 2006, y republicada en muchos medios online:

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Patricia: Pero muchos no creen en las cifras de la CVR…

Carlos Iván: Si no creen no importa, porque si no fueron 60 mil muertos, ya hay 30 mil nominalizados, que es un montón de gente.

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Meses después, la misma Pati entrevista a Chomsky en El COmercio y ahora ella da la cifra que Degregori le había mencionado:

"Después de más de 10 años, y de 60 mil muertos, se comprobó que se cometieron abusos contra la población civil..."

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Más interesante aún: en agosto del 2003, cuando Lerner le da el informe final a Toledo, la prensa habla de "más de 69 mil muertos".

http://www.agenciaperu.com/reportes/2003/ago/cvr_informe.htm

Pero sólo el mes anterior, desde Nueva YOrk, habían llegado los cables de noticias con declaraciones del mismo Lerner diciendo que la cifra de muertos estaba entre 40 mil y 60 mil.

http://www.agenciaperu.com/actualidad/2003/jun/lerner_muertos.htm

Yo creo que en algún momento la cifra inicial que Lerner dio se quedó grabada en la imaginación de la gente. Recuerda que esa cifra "60 mil personas", fue la realmente impresionante, porque hasta entonces siempre habíamos escuchados los cálculos de quienes hablaban de "unas 30 mil". La verdad, no me sorprende tanto que el paso de 60 a 69 no haya resultado tan impresionante como el salto inicial de 30 a 60.

La verdad, muchos de quienes dicen 60 mil no tienen intención alguna de rechazar el trabajo de la CVR, ¿no?

Anónimo dijo...

¿Hasta cuándo tendremos que ver "Garcilazo" escrito con "z" y no con "s"? Pensé que era un desliz de no entendidos, pero hasta los escritores de fuste lo escriben así.

Félix Reátegui dijo...

Sí, Gustavo, ese era en parte mi punto: Vargas Llosa, Szyszlo, ahora Ampuero, son partidarios del restablecimiento de la verdad en la línea de lo dicho por la CVR; por eso me sorprendía esa cifra que se va repitiendo aunque, desde luego, sin ninguna intención contraria a lo dicho por la CVR sino, precisamente, a favor de la investigación realizada.

Ahora bien, esta era una observación al margen. El texto de Ampuero --interesante-- da materia para otros comentarios de fondo, que ojalá vengan.

Anónimo dijo...

Que poco vale la vida, cuando el asunto "cifras" genera discusiones. 30 mil, 60 mil, 10 mil, ¡mil! ¡cien! ¿Hay alguna diferencia? Recordar al espeluznante personaje de "Dr. Strngelove…", cuando se felicitaba de que su estrategia no ocasionaría mas de 10 millones de muertos, o "20 millions… ¡top!"
En fin, igual los muertos no hablan.

Gustavo Faverón Patriau dijo...

Esa última es una queja absurda. Por supuesto que es importante tener claro que fueron 69 mil muertos y no 60 ni 40 ni 20 mil. No hacerlo, precisamente, sería aceptar que esos otros miles de muertes no son siquiera dignos de memoria. Deberíamos saber exactamente cuántos fueron e, idealmente, incluso quiénes fueron, con nombre y apellido, y quiénes de ellos fueron víctimas del Estado y quiénes víctimas de SL y el MRTA, y qué reparación debe dar el Estado, y a quiénes. Decir que esa discusión es inconducente equivale a decir que el conocimiento de la verdad histórica es inconducente.

Félix Reátegui dijo...

Sí, pues, esa es una de las más exitosas y perjudiciales falacias en este campo. No sé cuál será su nombre, pero sí su grado cero: el valor de la vida humana es incomensurable; una vida humana vale infinito; por tanto, no tiene sentido calcular si murió uno o si murieron 70 mil; es más, buscar un número es inmoral.

El que lanza la falacia queda como muy principista para las galerías y, como dices, da el mejor pretexto para que los miles de anónimos y sus familias queden sin ver cumplidos sus derechos. Defender una cifra correcta no es minimizar el valor de la vida humana sino al contrario; es exigir que se reconozca la magnitud de la obligación de la sociedad y del Estado. La CVR, apoyándose en otros esfuerzos previos, dio nombre y apellido, identidad incontrovertible, a unas 24 mil personas. Su cifra total significa que hay la obligación de rescatar por lo menos unos 45 mil nombres más. Creo que no es muy difícil de entender el punto, ¿no?

Anónimo dijo...

Ese Operativo de Limpieza se parece mucho a La solución final.

Gustavo Faverón Patriau dijo...

Entiendo a qué te refieres, Anónimo.

Pero hay una diferencia grande: en la solución final el objetivo único era la eliminación, no había noción de castigo: bastaba con ser judío para ser eliminado. No era necesario probar nada más, ni siquiera sospechar nada más.

Digamos que la diferencia entre el holocausto y la guerra sucia en el Perú es la diferencia que va del odio al desprecio: el odio de los nazis a los judíos; el desprecio del Perú oficial por los peruanos andinos.

No es necesario añadir que ambas fueron atrocidades.

Anónimo dijo...

El arqueólogo forense José Pablo Baraybar, persona cuyo respeto por los DDHH no puede ponerse en duda, comentó en alguna ocasión que la CVR utilizó una metodología inadecuada para calcular el número de víctimas. Lamentablemente no recuerdo ahora dónde escribió eso, pero será motivo para buscar el dato.

Tanque de Casma dijo...

El texto de Ampuero es interesante como testimonio de parte. Pero hay algunas cosas que no me quedan claras.

El dice que la violencia del XIX no ha generado literatura como lo ha hecho la de los 80 y 90. Puede ser secundario, pero el ejemplo que da de los escritores decimonónicos olvidándose de la violencia de su época - el del bandolero Escobar tomando Palacio de Gobierno - si fue recogido por la literatura nacional. Lo narró Ricardo Palma en una de sus tradiciones.

Pensando en ese ejemplo, supongo que Ampuero iba más por el lado de que ahora se cargan las tintas de otra manera. Asumo que a lo que va es que la ironía y el estilo de Palma y de los costumbristas de su siglo no serviría para describir los tiempos recientes. No sé, habría que ver.

Más allá de eso, su explicación sobre por qué han surgido más escritores en los últimos años con interés en la violencia me parece atendible. La tradición peruana de usar la realidad cercana como inspiración le darían la razón.

Me gustaría comentar algunas cosas más del texto, pero debo seguir con el negreo.

Antes que se me pase, una consulta sobre lo de las cifras de la CVR a a algún especialista que ronde por acá. En un diario afirmaron que el conteo había estado mal porque el método usado servía para contar peces. ¿Tiene asidero este cuestionamiento?

Saludos

Anónimo dijo...

–Creo que la tuya más bien –o mejor dicho, SÍ– es una queja absurda; mi comentario no podría serlo, puesto que ni siquiera se trata una "queja", era sólo una reflexión a que me lleva el tema de "la cifra".
A lo que voy es: ¿Acaso resulta menos lamentable que hayan sido 60.000 en vez de 69,000? ¿Constituye eso una falacia?
Por eso citaba el hilarante –y no por ello menos espeluznante– pasaje de aquella pelicula.
Creo que no es muy difícil de entender el punto, ¿no?

–Que se identifique y repare a los familiares, ni qué decir, de acuerdo con eso.

Anónimo dijo...

Efectivamente por ser una información tan importante, la diferencia en la estimación del número de victimas tiene que generar contorversia. Pienso que se necesita mayor discernimiento aunque la CVR ya no existe.

Anónimo dijo...

estimado gustavo, muy interesante el esfuerzo que haces en mantener y transmitir cierto nivel de cultura en un formato tan etereo como es la blogosfera.
no entiendo que tanta discusion en relacion al numero de muertos de los anos de la querra en el peru; si fueron 70 mil o 25 mil igual ambas son cifras terribles e impresionantes, y solo quisiera decir que nuestro pais deberia declararse en comision de la verdad de manera permanente e indefinida, para mantener la memoria y desterrar el olvido, hasta que la comision tenga pruebas serias de que nuestros gobernantes, finalmente, optaron por lo que llamaria vocacion de servicio desinteresado en favor de las grandes mayorias. en otras palabras, cuando dejen de robar y saquear, como lo han hecho casi todos los gobierno que hemos tenido desde nuestra independencia a inicios del siglo 19. presumo que no podemos tener una cifra exacta debido a que la gran mayoria de muertos y desaparecidos se dieron en zonas apartadas del pais, donde no se habla el castellano, y el estado con sus simbolos y formalidades necesarias aun no ha llegado (no existe registro civil); somos pues un pais adolescente, con diversidad de culturas, idiomas y regiones y tu blog de alguna manera refleja ese estado "mental".
finalmente, recibe mis saludos y felicitaciones por el espacio, que dicho sea de paso aprovecho para calificar mas como de periodistico que como de literario, en todo caso bien por ello y adelante,

benigno niebla

Daniel Salas dijo...

Es verdad que, como dice Benigno, si fueron 69 mil o 25 mil igual son cifras impresionantes. El problema es que quienes insisten en manejar la cifra de 25 mil lo hacen con el propósito de atenuar la barbarie. No podemos negar que en la reducción de la cifra hay un interés por dejar sentado que no fue tan grave como dicen los "caviares". Se trata de una estratagema curiosa, ya que la cifra de la CVR no solamente aumenta el número de muertos sino que aumenta la responsabilidad de Sendero en esta masacre. Por ello, es un absurdo impresionante el que se haya acusado a la CVR de "pro-senderista". Ninguna otra investigación ha ahondado tanto y con tanto detalle en la responsabilidad de Sendero y del MRTA en esta etapa de violencia.

Roberto dijo...

lo correcto es decir: la cvr dio como cifra más probable 69280 muertos y desaparecidos. el rango está entre 61000 y 77000, aproximadamente.

son valores estimados, por lo tanto no hubo un conteo.

llama la atención sin embargo lo laxo que se puede ser al momento de decir "fueron como 60000 muertos".

para decir una barbaridad, ¿alguien diría, en uchuraccay murieron no sé, 6 periodistas? ¿en tarata como 30 personas? ¿en la cantuta, no sé, 2 profesores?

siendo suspicaces, las formas que se tienen en el perú para recordar a sus muertos habla también mucho sobre las propias formas de relacionarse entre peruanos, evidentemente, por el tipo y perfil de muertos que se tuvo, además.

(y todo esto es pasto para el psicoanálisis)

Gustavo Faverón Patriau dijo...

Es sintomático que en el Perú se suela hablar de los ocho periodistas muertos en Uchuraccay y no se recuerde tanto la muerte de las otras dos víctimas, un guía y un comunero.

Anónimo dijo...

Igual de patetico, cuando la prensa oficial en norteamerica (fox, cnn) habla con morbo y presicion de "sus" muertos (2,928 , 3,064 , 3,122 , etc) en las guerras de Afganistan e Iraq y no mencionan o despriorizan los cientos de miles de civiles que han muerto desde que estos conflictos se iniciaron...

La prensa independiente tiene siempre una gran responsabilidad en el relato de lo que es la noticia paralela, o la otra noticia, o la noticia latente, o la noticia que se esconde detras de la noticia...
Slds.
B N

Anónimo dijo...

Si vamos a recordar la violencia, hay que hurgar a fondo en la historia colectiva peruana. Creo que por enfocar un solo árbol (la ola terrorista entre los 80 al 2000) los comentarios se están privando de observar todo el panorama del bosque. Sobre esto hablaban Carlos Iván (Degregori), Fuenza (Fernando Fuenzalida), Rodrigo (Montoya) o Golte (Jurgen), en la escuelita de antropología de San Marcos antes que se vayan. 60 0 70 mil, o lo que especule la CVR es una cifra anecdótica si partimos desde Caral o lo que arrojen los Sarcófagos de Chinchorro. Pues cuando apareció el colonialismo hispano la cifra es de millones... Y los soldados
! Ay!
Seguimos viviendo.

El Faro

Roberto dijo...

"Es sintomático que en el Perú se suela hablar de los ocho periodistas muertos en Uchuraccay y no se recuerde tanto la muerte de las otras dos víctimas, un guía y un comunero"

peor que no se mencione los 135 muertos posterior a la (primera) masacre de uchuraccay. en el informe y en el capítulo elaborado por el equipo de estudios en profundidad de la cvr está detallado todo. inclusive se puede leer un trabajo sobre las distintas memorias sobre uchuraccay realizado por kimberly thiedon y enver quinteros sobre el tema.