Un viaje por el mundo de las palabras huecas
Curioso destino el de la crítica literaria: lidia con palabras y es su deber racionalizar lo que no siempre está escrito para ser racionalizado. Y en ese trámite, por ser un haz de teorías disímiles, tropieza con el obstáculo de las taxonomías divergentes: buena parte de la teoría literaria y del ejercicio crítico tiene que ver con la elucidación de sus propias palabras, con el esclarecimiento de sus categorías, que, además, con frecuencia son tomadas de la estética general, de las ciencias sociales, de la filosofía del conocimiento, de la psicología, cuando no incluso --y esto en gran parte merced al trabajo del postestructuralismo francés y del anglosajón-- de la economía, la biología o las matemáticas.
A esa complejidad del lenguaje crítico se debe la posibilidad de un gran error muchas veces repetido: el del crítico que no recurre al vocabulario de su especialidad para aclarar, categorizar, transparentar sentidos y permitir la emergencia de significados y discursos no evidentes, sino que, más bien, usa ese vocabulario como un escudo o como un arsenal de parches retóricos, para cubrir los agujeros de su propio discurso, o para evitarse la molestia de reflexionar sustantivamente sobre las ideas que es su deber explicar, retrucar o traer a la luz.
En esa vena, son innumerables los críticos que reducen casi cualquier problema cultural al choque beligerante de lo "hegemónico" frente a lo "alternativo", o "marginal", o "periférico", o "emergente", o "contestatario", asumiendo en esa curiosa simplificación dos cosas que aparentemente no merecen discusión: primero, que lo hegemónico es un ente discreto, homogéneo, siempre igual a sí mismo, invariable, y notoriamente maligno; segundo, que lo alternativo es igual a lo marginal, lo marginal a lo periférico, lo periférico a lo emergente, lo emergente a lo contestario y así hasta el infinito.
El error no está solo en dejar estos últimos términos en la virtual indefinición, como si fueran todos sinónimos o variantes de matiz de una misma noción general --claramente no lo son--. El error está también, y de manera más flagrante en asumir que todos ellos son una entidad definida por su relación con otra entidad a la que se llama lo hegemónico, y que, extrañamente, parece no necesitar definición, ni mayor caracterización, como si fuera una verdad sobreentendida, como si se pudiera definir la oposición sin definir los términos de la oposición, y como si la comprensión de lo hegemónico no ameritara la previa comprensión de qué cosa es la hegemonía.
La hegemonía no es dominación, no es una fuerza unitaria o monocorde. La hegemonía es un campo de múltiples oposiciones, en el que se entrecruzan, por ejemplo, los discursos del Estado con los demás discursos de la sociedad, con la emergencia de discursos nuevos, surgidos de los anteriores, pero siempre necesariamente interactuantes: la hegemonía es un terreno cruzado de pulsiones, un campo de batalla, no una verdad oficial ni el recitatorio de unos cuantos principios, unos cuantos anatemas, unos cuantos postulados acerca del lugar que a cada quien corresponde en la sociedad.
Discursos estatales y oficiales, construcciones ideológicas que los soportan y fortalecen y postulados divergentes se encuentran en ese espacio, pero ese espacio es siempre móvil y por definición heterogéneo: no hay una voz vencedora que pueda ser declarada "hegemónica" en el terreno de los discursos, aún a pesar de que haya clases sociales que se impongan o verdades oficiales que fuercen su actuación sobre las demás: de hecho, una clase social o un cierto estamento social pueden prevalecer sobre los demás aún a pesar de que sus discursos ocupen un espacio secundario y poco protagónico en la lucha de las ideas. Es más: el Perú contemporáneo es un ejemplo bastante bueno de esto último.
Si uno identificara los discursos socioculturales o políticos de las clases dominantes peruanas como discursos hegemónicos, estaría ante el problema de señalar, primero, cuáles son exactamente esos discursos, y luego, cuál es la profundidad de la coincidencia entre esos discursos y otros que un equívoco sentido común suele identificar también como hegemónicos: por ejemplo, los discursos del Estado. ¿Han cambiado las ideas cruciales de las clases dominantes según han cambiado las ideas cruciales de los sucesivos gobiernos peruanos? ¿O es que ambos se han mantenido inmutables? ¿Qué fue lo "hegemónico" durante el velascato? ¿Los discursos de las clases que siguieron ocupando la cima de la pirámide económica o los discursos socialistas sirgidos desde el aparato estatal?
¿Qué es lo hegemónico hoy en el Perú? ¿El discurso del nuevo aprismo seudoliberal pero simultáneamente represivo o las construcciones de oposición a él, alentadas desde muchas perspectivas distintas y no siempre convergentes? ¿No son acaso los múltiples hábitos y conductas que algunos quieren reunir bajo el nombre de "cultura chicha" una formación cultural mucho más influyente en el país que cualquier discurso que provenga de las clases dominantes? ¿No son los diarios chicha, la televisión amarilla, la aceptación cuasiuniversal de la piratería, el desprestigio de las ciencias y de la academia, el descreimiento en las instituciones del Estado y las instituciones tradicionales de la sociedad criolla, fuerzas infinitamente más influyentes que cualquier cosa que se asemeje a la idea de lo hegemónico como el poder concentrado de una élite eminentemente occidental, conservadora, blanca, tradicional?
¿Qué es más influyente en el Perú hoy? ¿El Comercio o la prensa amarilla? ¿La ópera de Juan Diego Flórez o el perreo chacalonero? ¿La Universidad Católica o la Virgen de Chapi? ¿Salomón Lerner o Magaly Medina? ¿Mario Vargas Llosa o Alberto Fujimori? ¿La Orquesta Sinfónica o Alianza Lima? ¿Saga Falabella o Polvos Azules? A mí, la mayor parte de las respuestas a esas preguntas me parecen evidentes: las instituciones y las personas que representan los principios y valores de las clases dominantes no necesariamente representan discursos ideológicamente preponderantes en una sociedad: la aparente evidencia de "lo hegemónico" se desvanece y se muestra como una fantasmagoría, un señuelo, un espantapájaros que evita llevar la discusión sobre la importancia de nuestros discursos socioculturales, políticos, económicos, a un nivel donde el debate sea viable y productivo.
Lo hegemónico no está en ninguno de los dos lados de las oposiciones encerradas en las preguntas que formulé antes, aunque lo dominante pueda estar en alguno de esos polos, y no necesariamente en el polo del poder económico real o en el de las clases favorecidas. La hegemonía no es un premio que alguna de esas partes pueda reclamar: es sólo el terreno donde ellas se enfrentan y colisionan.
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11 comentarios:
Gustavo, totalmente de acuerdo. La hegemonía es un campo de batalla, y los discursos lanzados a/desde ese espacio son por necesidad heterogéneos, fluidos, inestables. Esto debería ser obvio en el Perú, pero a veces, para ciertos observadores, no lo es.
Para mí, esto propone una serie de preguntas esenciales para la crítica literaria (no las únicas preguntas esenciales, ojo, pero sí una serie inescapable y profunda). ¿De dónde vienen las formas específicas en las que se da el trabajo literario en una situación social determinada? ¿Cuál es su posicionamiento (“real” y pretendido) en el espacio contencioso de la lucha por la hegemonía? ¿Quién, detrás de un producto literario concreto, está lanzándose a la contienda por el control de las representaciones? ¿Cuál es el lugar de los fenómenos literarios en la dinámica de esas confrontaciones? Y muchas más en ese línea. Yo creo que esa es la indagación más fructífera e interesante a la que puede dedicarse un crítico cultural (y me parece que no estarás en completo desacuerdo).
Al mismo tiempo, reconocer el carácter múltiple y móvil de la producción de discursos en el campo de la hegemonía no debe obligarnos a oscurecer algunas realidades básicas. Por ejemplo, el que no todos los discursos que se producen y se articulan en ese terreno tienen la misma relación con el poder —no todos, en otras palabras, son igualmente poderosos.
O el hecho de que, independientemente de los discursos y las contiendas simbólicas, la dominación existe como fenómeno histórico, económico y social, y las apuestas ideológicas que fluyen en la sociedad se organizan alrededor de ella, incluídas la literatura y la crítica.
Escribes que “hegemonía no es dominación”, y eso es totalmente cierto. Pero a veces en esa dirección uno corre el riesgo de neutralizar aquello que sí lo es, la dominación como una realidad socioeconómica fundamental. Variada, múltiple, cambiante, sí. Pero no neutra. Y no desconectada de la producción de discursos.
Quizá lo que estoy tratando de decir es que, como yo lo entiendo, el trabajo de la crítica tiene necesariamente un sentido político. El discurso crítico al fin y al cabo no está al márgen de ese terreno de disputas, sino todo lo contrario: está en su centro. Una apuesta crítica es siempre una intervención en el campo de la hegemonía, y eso significa, inevitablemente, que es una toma de partido. (Aunque sea una toma de partido por sí misma, por el productor de discursos literarios como agente social, algo que, en mi opinión, es clave en la historia de la cultura peruana —tema para optra conversa).
Al preguntarte qué es más influyente en el Perú de hoy, si Juan Diego Flórez o el perreo, si Saga Falabella o Polvos Azules, quizá obnubilas una distinción que, en el contexto peruano, siempre es necesaria: hay discursos, formaciones ideológicas, imaginaciones y prácticas muy difundidas en la sociedad, mayoritarias incluso, que cobran vida y subsisten al margen de los aparatos de poder; en su mayoría ni siquiera tienen expresión política (aunque sí tengan contenidos políticos), lo cual hace muy difícil verlas limpiamente como “hegemónicas”. En otras palabras, una cosa es cuánta gente comparte un discurso determinado, una ideología, un conjunto de prácticas, y otra, muy distinta, quién ejerce el poder y quién domina a quién.
(“Dominación sin hegemonía” creo que era el término hace un par de décadas, o tres; me sigue pareciendo útil).
Jorge
Estoy de acuerdo en todo lo fundamental contigo, Jorge. Creo (y ese es el propósito del post) que es necesario que la crítica deje de dar por sentado que hay una cosa unfirme, monológica y homogénea que es "lo hegemónico" y que esa cosa, además, es exactamente idéntica a los discursos políticos o culturales o sociales de las clases dominantes. También coincido contigo en que el trabajo crítico es una intervención en el campo de la hegemonía, aunque creo que justamente la academia es, por desgracia, una de las instituciones menos influyentes en ese campo en el Perú de hoy.
En una sociedad convulsionada todo se ha visto o tratado como si fuera parte de un conflicto, de una guerra declarada por alguien, “algo” o un “ente” a quien no conocemos, pero que está ahí latente, esperando su turno. De esta forma, existe la guerra contra el cáncer, la lucha contra la inflación, la guerra a la piratería, la pelea contra el narcotráfico, la batalla contra de la desnutrición infantil, la guerra contra las pandillas, etc. y obviamente la guerra contra lo oficial, no necesariamente lo hegemónico como bien se apunta en el post. Toda esta cultura de la “guerra” y lo bélico se ha metido hasta en los tuétanos a los culturosos, los literomaniacos y críticos o criticoides, quienes se mueven por inercia, seducidos por los discursos que entran en su interior sin encontrar mayores resistencias que un parpadeo motoro dado el desdén y la anomia de estos tiempos. Lo cierto es que los pocos que se dan cuenta manejan un discurso ignominioso de mentiras e hipocresías, porque cuando realmente se habla de un grupo que le declara la guerra al poder político o algo parecido en el que se ve inmerso la palabra “subversión” todos saltan como si les cayera aceite hirviendo, no obstante todos viven en guerras constanstes, en peleas milenarias, en riñas tautológicas, en broncas (como las de los seudoescritores, seudopoetas o seudocríticos) de nunca acabar, sin embargo la mayoría, esa recua o masa, en la definición de Ortega y Gasset, trata de mostrar su lado amable, mostrar su “mejor perfil”, su “carisma” para no ser “excluido” de alguna antología, algún librillo o de algún proyecto o invitación futura; el llevarse “bien” aunque sea en las formas es la “clave del éxito”de estos tiempos. Vivimos en la decadencia de las formas, en el limbo de las apariencias, el recodo empírico que alguna vez alucinaron ciertos filósofos de la antigüedad.
Creo que la hipocresía, esa amaniatada y atrabiliaria forma de la diplomacia, se ha institucionalizado, es la norma como se desenvuelve esta sociedad decadente y conflictiva donde la literatura cumple su triste rol secundario, el de entretener para olvidarnos que tenemos el grillete puesto, o el de encender el fuego mental (no el de la pradera de ichu reseco y mariateguista). Total, la realidad está dentro de nosotros y nunca saldrá de ahí, de ese lugar gaseoso y flatulento en que reside la super conciencia de la hipocresía.
De otro lado, la forma en que la crítica se acerca a los textos tiene más que ver con (mal)formaciones extraliterarias que razonamientos o explicaciones sacadas propiamente del universo crítico. Entiendo que para analizar, por ejemplo, un libro que enfoca la guerra interna del Perú, sea necesario acercarnos a la sociología o al marxismo (alguien dijo que el marxismo excluía a la sociología y a la antropología y la economía política porque las consideraba ciencias burguesas), son “detalles” que el “buen” crítico tiene que tener en cuenta, lo mismo que si se trata de una novela histórica, el crítico tenga que revisar libros de historia o de pre-historia según sea el caso.
El hecho de que un crítico use su lenguaje retórico, su vocabulario crítico como un “escudo” a sus propias falencias no es, precisamente, un “error”, es una TENDENCIA del crítico ególatra que se explica a sí mismo lo que no puede explicarle al resto, el crítico nomplusultra que está más allá de toda observación, porque él ha anulado todo tipo de investigación o análisis y se reserva ese derecho “romano”. Obviamente con este tipo de crítico lo único que nos queda es darle una patada en el trasero y dejarlo hablando solo con las paredes (en youtube, por cierto, acaban de colgar a uno de estos especimenes, no pongo el nombre aquí, no por congraciarme con este sujeto, sino porque no me gusta hacer las cosas fáciles y siempre hay que dejar algo para la imaginación o para aliviar la flojera)
En cuanto a tu definición de hegemonía –que por cierto no escapa a esas definiciones guerreristas o “campos de batalla”- tengo que decir -como quien le pone el cascabel al gato- que el peligro mayor está cuando lo hegemónico se interseca con el poder político o cuando lo “hegemónico” literario sirve genuflexamente para consolidar –aunque sea sutilmente -como algunos escritorzuelos- al poder político o cierto tipo de sistema aberrante. Acaso una literatura de evasión o la que llaman de “entretenimiento” no sirve para que il popolo no se pregunte porque tiene que conformarse con sueldos de hambre mientras otros se llevan al país en carretillas. La literatura del escritor que se mira el ombligo tiene que ser denunciada y “reprimida” verbalmente. Seguro, muchos de mis detractores –a quienes se ha sumado alguna fémina con problemas fenilcetonúricos u hormonales- van dar el grito en el cielo. Simplemente, me parece frívolo escribir sobre un país inventado y mediterráneo donde no sucede nada cuando aquí según la UNICEF se mueren miles de niños por cuestiones que tienen que ver con pésimas políticas de Estado o por contubernios con países explotadores. Me parece insulso que algún escritor “maldito” nos hable de cómo se toma alcohol en galoneras o de cómo se fuma un troncho o cómo fornica con otro de su misma especie cuando miles de personas están en la indigencia escarbando en la basura, pidiendo que los acepten en los comedores populares y para quienes no les interesa quién es más hegemónico o influyente: “si Juan Diego Flores o el perreo chacalonero”, sino si podrán satisfacer necesidades básicas mañana.
Cuando miramos en contrapicado nos damos cuenta que la crítica y la literatura en general –y podemos extenderlo a la cultura- no sirve sino para el acicalamiento de unos cuantos gatos, para lamernos entre nosotros o para agarrarnos a mordiscos o arañazos -.como algunos-. Y quizás hacer crítica literaria, cuentos o novelas en una situación tan terrible sea reaccionario, eh ahí el dilema, la espina atravesada en la garganta que no nos deja decir las cosas claras. Deduzco entonces que el crítico y el literato actual y contemporáneo viven en una realidad superpuesta, en un conjunto que no se interseca con la realidad concreta, en una isla (no la de Tomás Moro, sino la de la fantasía con su enano tatoo gritando “el avión, el avión”), un recoveco donde toda mención de lo real concreto se convierte en “infamia” y lo excede. Lo correcto sería hablar de que lo hegemónico, en este mundo virtual, es Vargas Llosa, Fernando Ampuero, Cueto y no Miguel Gutiérrez, Cromwell Jara u Óscar Colchado Lucio, por decir algunos. Y en el mundo real lo hegemónico es la economía de mercado, el fascismo estadounidense y europeo, la campaña armamentista, la usurpación de recursos naturales y la “toma” de los cultivos a favor de los biocombustibles, etc. Y por contraposición a todo ello: el hambre, la miseria, la bestialización del hombre por el hombre, la enajenación de los intelectuales, la cuartamundinización de los países en vías de desarrollo, etc.
Como me decía hace un rato Daniel Salas, Rodolfo tiene un buen punto, cuando dice que la crítica literaria y la esfera literaria en general han caído en el ánimo bélico y que se han convertido en un haz de pequeñas guerras peleadas contra rivales que a veces ni si quiera saben que son objeto de animadversión.
No es un buen punto, en cambio, creo, Rodolfo, la idea de que el ejercicio literario sea reaccionario. No importa las circunstancias sociales, el ejercicio literario bien entendido es por definición dialógico, es una forma de debate. A veces la forma más importante de ese debate (la escritura misma, la propuesta de ideas y representaciones del mundo) parece invisible tras la nube de riñas y belicosidades, pero sigue siendo el punto crucial, y lo que es genuinamente dialógico jamás puede ser descartado por reaccionario. Reaccionario, más bien, sería descartarlo.
Lo “dialógico” que vive de espalda a su realidad haciendo una apología a la fantasía es reaccionario. El hecho que dos personas –o más- que habitan un muladar físico y una podredumbre intelectual discutan sobre categorías o valores metafísicos o valores que están “lejos” de sus posibilidades o de sus aspiraciones, en vez de ocuparse de su entorno inmediato ES reaccionario.
“Pensar” contra la propia “superación personal” y contra la “evolución intelectual”, y más aún, el entrampamiento, es REACCIONARIO.
No estoy tratando de abolir ningún debate, ni mucho menos patear el tablero, eso sería fácil y ocioso; simplemente, es “saludable” darse cuenta de que “las circunstancias sociales” atizan y marcan líneas de acción intelectual, incluida la crítica literaria y la literatura misma. En otras palabras, es el enfoque de esa crítica lo que la va situar como reaccionaria, revisionista o revolucionaria. No se vaya a confundir mis criterios con el de la proletkult y con los de Kirillov, quien quería quemar a los rafaeles y a todas las obras luminarias del siglo XIX, porque las consideraba reaccionarias. A veces tenemos temor a aceptar nuestra realidad, mucho más a aceptar nuestra condición de antihistóricos, conservadores o contrarrevolucionarios. No será que nuestros espéculos empíricos (vista, tacto, oído, etc.) nos fallan y nos dejamos influir y “monitorear” por una realidad que no nos corresponde, entonces podríamos hablar de un tipo de reaccionario no thermidoriano, sino biológico por incapacidades físicas o mentales como ocurre en el panorama literario peruano.
¿Discutir en el Perú sobre "categorías o valores metafísicos" es "reaccionario"? ¿O sea que en el Perú el razonamiento abstracto y la filosofía son actividades reaccionarias? No pues, aclárate eso.
¿Y cómo está eso de que pensar contra el entrampamiento es reaccionario? Será una errata, imagino.
Tú no dialogas, Gustavo. Tú haces la defensa cerrada de un tipo de escritor que se define por su clase social y su raza. Y silencias astutamente a quienes no conisderas de los tuyos. Rechazas, ninguneas, silencias a veces gratuitamente. Creo, incluso sin haberlos leído, o conocido peronalmente. A veces utilizas artes, artimañas, como resaltar un debate provocador, pero siempre saliendo en defensa de los de tu extraccionn social. Eres asi desde tu época en Somos. Tu instinto de clase te dice quién es tu enemigo y se convierte en tu enemigo. ¿Okey? Dear.
Siempre me han disgustado las reseñas y los críticos que abusan del armamento retórico que ofrece la teoría para explicar un texto. Y siempre he tenido la impresión de que esos críticos y esas reseñas, como bien dices, esconden tras la impenetrabilidad de ciertos términos sus pobrezas y limitaciones. Ahora bien, hay espacios y espacios. Una reseña publicada en un espacio no especializado (un blog de temática general, una revista virtual de literatura, un periódico o una revista, por ejemplo) que se refiera a un texto y trate de explicarlo en función de actantes, diégesis, narrador homodiegético, dialogismo, cadena significante, objeto a, yo ideal, ideal del yo, suplemento, sujeto descentrado y demás “jerga” académica de la paleta policromática de la teoría contemporánea, pone en evidencia la superficialidad de su lectura y su escasa penetración para comprender el texto y generar un discurso propio a partir de él.
Coincido contigo en que las palabras huecas, en la crítica, revisten las pobrezas y limitaciones. Lo que resulta interesante es darle la vuelta a esto y preguntarnos: si saben de antemano que un lector no especializado naufragará entre tantos conceptos, entonces… ¿para quién(es) escribe ese crítico? ¿Cuál sería su “lector modelo”? Y la respuesta no es ningún secreto: ese crítico escribe para la tribuna de la crítica, para ganarse (o granjearse) la respetabilidad de la afición o los colegas. Es, pues, el crítico vedette, solo que en vez de desnudarse para la teleaudiencia se viste con sofisticación entre palabras. El vedetismo y el esnobismo no andaban tan lejos como pensábamos.
Por otra parte, en lo que respecta al concepto de hegemonía, considero que los ejemplos que propones cartografían con claridad el mapa cultural peruano actual. La construcción de dicotomías del tipo culto/popular, formal/informal, hegemónico/marginal, etc., simplifica en gran medida la discusión en materia cultural y creo que responde en buena parte a un conformismo intelectual alarmante. Y, al revés de lo que muchos opinan, considero que ello, la falta de profundidad de la crítica, no es el origen sino apenas uno de los puntos de llegada de un problema mayor: el estancamiento en la discusión política. Me explico: personalmente creo en materia política aún perduran los tres grandes paradigmas que fundaron el pensamiento político peruano: Haya de la Torre y el aprismo, Victor Andrés Belaunde y la democracia cristiana, y Mariátegui y el socialismo. Sabemos que el Apra ha mutado pendularmente de la derecha a la izquierda a lo largo de sus ochenta años, pero su discurso constituyente y vertebral es el de su fundador (más allá de si lo siguen o no). La derecha peruana nunca logró articular discurso y praxis debido a una serie de atavismos oligárquicos que nada tenían que ver con el liberalismo en que basaban su doctrina. Y el socialismo mariateguista se ha mantenido tal cual desde su fundador. Es decir, en ninguno de los tres grandes discursos ha habido una profunda reflexión crítica que los replantee y actualice. Lo que ha habido a lo largo del tiempo son ajustes y acomodos ad hoc frente a las circunstancias políticas y económicas que vivía el país, pero no ha habido una renovación del discurso. Ahora bien, ¿en qué medida afecta esto?
El estancamiento en la discusión política (ojo: no me refiero a la polémica politiquera ni partidista) repercute en el ámbito público (no académico). O, dicho de otra manera, la discusión en la esfera pública en materia política sirve de motor dinamizador para el intercambio en otros ámbitos de la sociedad. El diagnóstico, el alcance, la aplicabilidad y los objetivos de cualquier política pública (incluida la cultural) necesariamente están atravesados por la discusión política de tipo ideológico: la ejecución, el qué actores intervendrán, a quiénes afectará, qué impacto tendrá, no puede ser sino el resultado de una priorización en función de este aspecto. Si el debate político se halla inerte, entonces necesariamente se verá afectado el debate cultural. Si se siguen constituyendo dicotomías reduccionistas es porque el campo de visión y la problematización de la realidad se siguen viendo desde los mismos prismas reduccionistas, simplistas y simplificadores de hace décadas, como si la realidad sociopolítica, cultural y económica no hubieran cambiado. Bajo estas condiciones, si el debate se resuelve o no se resuelve da lo mismo, porque el resultado será inaplicable en la realidad y, por tanto, se permanecerá en el mismo pantano. Un ejemplo concreto: la discusión sobre la ley del libro durante el gobierno de Toledo. Si se llegaba a un acuerdo, esa ley habría fracasado de cualquier modo. Los puntos de diagnóstico eran errados, las premisas distaban años luz del problema real y los actores que intervinieron debatían en función de anteojeras nuevamente reduccionistas y simplificadoras: Lima/Provincias, Mercado/Incentivos o Subsidios, etc.
Por otro lado, cabe resaltar que el desplazamiento del discurso hegemónico hacia lo popular es lo que constituye y otorga especial interés a las realidades de los países post-coloniales, pues rompen con el equilibrio y casi identidad entre lo dominante y lo hegemónico. Esto último funciona para el caso de las sociedades euroccidentales, donde la sociedad civil se encuentra articulada, en mayor o menor medida según el país, y cumple un rol activo en la esfera pública, ejerciendo como grupo de poder unas veces o participando en el debate público con discursos hegemónicos o contrahegemónicos. No obstante, para el caso peruano en particular, es interesante preguntarse por la persistencia (y los mecanismos de su persistencia) de los discursos dominantes, que se resisten a ser desplazados por el hegemónico. Efectivamente, todas los ejemplos de cultura popular que refieres hoy por hoy se constituyen como hegemónicos si nos apegamos con rigor casi literal a la definición original, pero no por ello dejan de ser manifestaciones laterales o periféricas a un discurso dominante que se resiste a ser desplazado y que sigue pujando por defender la Cultura (con mayúsculas) del invasión bárbara que representa lo popular, construyendo íconos de tipo Mario Vargas Llosa, Juan Diego Flores, El Comercio etc.
En la medida en que la discusión política se abra, regenere y dinamice, los actuales representantes de estas clases populares se convertirán en reales interlocutores políticos y no miembros de una comparsa que cada cinco años es subida a la combi partidista con tal de llegar al Congreso, donde, una vez dentro, se vuelven muñecos ventrílocuos, sin voz propia ni capacidad de agencia. Creo que es un proceso que está ocurriendo, pero a un ritmo muy lento. Mientras tanto, la cultura chicha será la hegemónica, pero en las escuelas se seguirá enseñando que no lo es, que la música realmente de valor es la que interpreta Juan Diego Flores, que Vargas Llosa representa a las Letras de nuestro país y que Polvos Azules es lo pacharaco y lo cool es Saga Falabella. En la medida en que esto cambie, también desaparecerá el concepto de la “choledad” que criticabas hace un tiempo. No es más que un síntoma de toda esta perpetuación de la cultura de las clases dominantes, que son los que imponen su distinción, su estética y su gusto.
Estimado Gustavo, mis criterios “reaccionarios” no son personales, no tengo nada contra los intelectuales, aunque sí me caen mal las felaciones verbales y los “furgones de cola” que en vez de cuestionamientos o apuntes te mandan piropos y palmaditas en la espalda, eso no ayuda a “evolucionar” lo dialógico, sino a instaurar las bases emocionales para una dictadura –en este caso- del propietario del blog donde la voz principal es poco menos que la ley o decreto ley.
Valoro tu esfuerzo por intentar mantener un “orden” aparente, un status quo de las ideas y del principio de crítica, no se trata de desplomar a patadas tu caballete argumentativo donde nos muestras cuadros como los matizados en este post en el que en mi modesta condición hay errores de percepción(¡?).
El crítico más avisado, estimado Gustavo, tiene que entender que su posición es unitaria, subjetiva, unidimensional, factible y con propensión al error, es una versión de los hechos, no es una entidad omnisciente, un mecanismo de relojería suiza: infalible.
Cuando la crítica deja de ser comparativa y de caer en la consulta se alza un leviatán, un golem expresionista encerrado en una armadura de hierro que no sólo lo defiende de las causas naturales y corrosiones del exterior, sino que lo aprisiona, lo encorseta en ideas que ya no tienen cabida en el mundo, sólo en su imaginario, sus locus operandis, su volución, su ego, y es entonces que puede verse encerrado en paredes acolchados pensando que el gran público de lectores y de colegas están detrás de la pared enrejada o detrás del panel del computador.
Por lo demás, como lo dije en otro comentario, podríamos hablar de “la paradoja de Protágoras” (la doble defensa de punto de vistas encontrados) o de “la navaja de Occam”, en la tendencia a aceptar a lo más simple, no porque este contenga la verdad (ya quisiéramos todos estar lejos del equívoco), sino porque es más práctico y no permite el estancamiento. Entia non sunt multiplicanda sine necesitate (“no expliques por lo más lo que puedes explicar por lo menos”).
En cuanto a la primera pregunta que me formulas, prefiero invertir los términos planteados para darle claridad al asunto y dejarte la respuesta: ¿Discutir en el Perú sobre “categoría o valores metafísicos” es “revolucionario”, “progresista”, “innovador”, “vanguardista”, “postmoderno”, etc?.
En cuanto a la segunda pregunta, hay una descontextualización, un aislamiento que invierte el significado. Lo que quise decir, es que “Pensar contra el entrampamiento intelectual es reaccionario” en el sentido de que en un entorno en el que no se han satisfecho necesidades básicas, problemáticas primarias, situaciones que tienen que ver con la preservación de la especie, no es posible detenernos en los “entrampamientos intelectuales”, al menos en el nivel en que lo requiere la crítica literaria o la construcción teórica en temáticas que no coadyuven a solucionar lo primario. Si esto es una “errata”, pues entonces me declaro errático, pero en la línea (cor)recta de los engagements.
Gustavo: rodolfo ybarra se quiere hacer pasar por reflexivo y amante del diálogo en tu blog, pero en el suyo no duda en insultar a Thays con ataques bajos contra su dentadura, o sobre cuánto gana o si se arregla en cuello de la camisa, que no vienen al caso. Ese es el verdadero Ybarra: el que se burla de las personas que no piensan como él.
Guarda con la escopeta de doble cañón.
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