27.11.09

Clones y orígenes, 1

La imitación como una de las bellas artes

En un artículo aparecido el primero de abril de 1903 en
La Revue blanche, el poeta Guillaume Apollinaire opinó de manera sui generis sobre cierto suceso artístico-policial muy comentado en París en aquel tiempo.

Una investigación había concluido que la bella tiara de Saitaferne, o Saïtapharnes, adquirida por el Louvre en 1896, no era una joya del siglo III a.C., sino la reciente falsificación de un artista anónimo. La reacción avergonzada de los museólogos y la desazón pública forzaron el retiro inmediato de la tiara.

Apollinaire, que entonces apenas comenzaba los dieciséis años que duraría su carrera como crítico de artes plásticas, afirmaba que, en vista de que la pieza misma era de una belleza innegable, y, según expertos orfebres, un prodigio técnico, su lugar debía seguir siendo el Louvre, no obstante el fiasco.

El hallazgo no desmoronaba las virtudes estéticas de la obra, decía Apollinaire; tan sólo alteraba su genealogía. Era un desmentido sólo arqueológico y por lo tanto no tenía “la menor importancia”, porque carecía de relevancia alguna que una obra fuera imitativa de otras o espectacularmente innovadora.

Una década más tarde, el 5 de mayo de 1914, en un artículo en
Paris-Journal, Apollinaire reclamó que sus colegas lo reconocieran como el primer crítico que había apuntado la singularidad de artistas como Picasso, Matisse, Derain, Braque, Duchamp, Laurencin o Léger. Entonces sí, la arqueología era más que relevante.

La década que media entre un ensayo y el otro --la he recorrido estos días, revisando la edición americana de Apollinaire on Art, una colección completa de sus ensayos sobre plástica-- ofrece decenas de demostraciones de que Apollinaire, con el tiempo, desarrolló un aprecio inocultable por la originalidad en las artes y, por supuesto, en la crítica.

Al cabo de ese lapso, los imitadores le habían dejado de parecer admirables: Israel Rouchomovsky, el orfebre de Odessa que en la última década del siglo XIX había confeccionado la falsa tiara de Saitaferne, y que salió del anonimato apenas cuatro días después del primer artículo de Apollinaire, no es mencionado por su nombre una sola vez en las quinientas páginas del libro, a pesar de que, luego de su recién adquirida fama, y tras ganar una medalla de oro en el Salón de Artes Decorativas de París, permaneció en Francia hasta su muerte en 1934.

Pero, en el ensayo de 1903, Apollinaire recorría un largo catálogo de variantes de la imitación que juzgaba artísticamente productivas: las pinturas anónimas medievales y renacentistas hechas “según el estilo del maestro tal”; los poemas compuestos a la manera de un escritor particular que declaran expresa o implícitamente esa intención; Apollinaire citaba incluso falsificaciones de grabados clásicos y esculturas célebres dudosamente atribuidas a un autor, al taller de un cierto artista o incluso a un periodo.

Hay obras cuya crucial situación en el devenir de una estética o de una tradición artística parece confirmada, justamente, por la forma reiterada en que son objetos de imitación.

En la literatura y el cine, de hecho, esa es parte de la dinámica de la formación de los géneros: el regreso repetido de unas obras sobre los temas, las formas y las postulaciones de otras es el motor de las coincidencias y las contradicciones que van formando las ramas de cada árbol genérico.

Pero no es tan fácil. Es cierto que hay obras de unos artistas que son tomadas por otros como modelo: descubren en ellas algo así como la
gestalt de otras obras venideras; las primeras son puntos de partida genéricos. Pero hay otras que se convierten en polos, en extremos, ciertamente portentosas pero tan insólitas que no son el mejor terreno para iniciar ese tipo de secuencia.

¿Por qué el
Finnegans Wake puede ser una cima en la historia de la narrativa y no ser el origen de una tradición genérica? ¿Por qué Cien años de soledad no ha dado lugar a la especie de las novelas latinoamericanas que describan un universo desde su origen hasta su desaparición, y, en cambio, El señor presidente, El otoño del patriarca, Yo, el Supremo o Conversación en La Catedral han ido enrumbando las aguas de una especie tan caudalosa como la novela de dictador?

Los métodos de Joyce o García Márquez han sido plenamente incorporados al arsenal de recursos de la narrativa contemporánea, pero los libros suyos que he mencionado no han inaugurado géneros. Lo mismo puede decirse de la saga sentimental proustiana, y con ello tenemos tres hitos de la narrativa del siglo XX que no necesariamente pueden ser vistos como momentos fundacionales en lo que ataña a la creación de una especie dentro del género novelístico.

El
Quijote, casi al contrario, abrió el campo de toda la novela moderna, pero la peculiaridad de muchos de los recursos narrativos cervantinos, como la sostenida autorreferencialidad, la casi neurótica obsesión de las cajas chinas y su manera de burlar la divisoria de realidad y ficción, sólo se ha vuelto parte del léxico común del género varios siglos más tarde.

Los cuentos de Kafka no sólo han sido imitados, sino que han provocado indudablemente la aparición de una especie particular dentro de lo fantástico-expresionista. Los cuentos de Borges, en cambio, son profusamente imitados, bien o mal, y con frecuencia poco menos que plagiados, pero no parecen propiciar una línea genérica: los autores “borgeanos” que se mueven dentro de la forma del relato breve, que era la forma de Borges, suelen carecer de mayor autonomía, no renuevan a Borges sino que viven a su sombra (curiosamente, los novelistas borgeanos, como Piglia, Auster o Umberto Eco, encuentran afinidad y también terreno de sobra para la voz propia).

El contraste entre la suerte de Kafka y la de Borges descarta la posibilidad de buscar una explicación en el factor de la idiosincrasia: ambos autores son nítidamente distintos de lo hecho en narrativa hasta su tiempo (aunque sean también rastreables, obviamente, sus deudas de época), y ambos son igualmente “personales”, pero uno parece más adecuado que el otro cuando el asunto es fundar una especie.

Tampoco parece crucial el tema simple y llano del talento: es cierto que haría falta, literalmente, otro Joyce para escribir algo similar a
Finnegans Wake, con su profusión lingüística, su oído dialectal, su casi sobrehumana capacidad para la polisemia. Y haría falta otro García Márquez (o un equipo de escritores de habilidad bíblica) para imaginar como él todo un mundo desde la génesis hasta el apocalipsis, lo que, dicho sea de paso, hace a veces cómica la obstinación con la que tantos escritores latinoamericanos dicen haber renunciado a escribir libros como Cien años de soledad porque no les parece un oficio interesante).

Pero también harían falta otro Raymond Carver y otro Gordon Lish para producir algo como
Will You Please Be Quiet, Please? o What We Talk About When We Talk About Love. Y, sin embargo, en ese caso, sobran los voluntarios que intentan el salto y se estrellan contra el techo de cristal una y otra vez: el camino al parnaso de la literatura americana contemporánea, y también el de la latinoamericana, están empedrados de libros que abrigan esa misma buena intención.

Por otro lado, no hay que olvidar que también libros muy malos fundan especies, que alguien escribió alguna vez el primer manual de autoayuda empresarial o el primer
best-seller de vampiros adolescentes. No está claro entonces, tampoco, que el tipo de imitación que se vuelve fundacional de un género, un estilo o una especie se dirija siempre a obras de gran nivel.

¿Cuál es, entonces, la cualidad que hace de una obra o de un autor el punto de partida de toda una estela de imitaciones, reformulaciones o emulaciones?

(continuará...)

Imágenes: Apollinaire según Maurice Vlaminck; la representación visual del Finnegans Wake según László Moholy-Nagy; el buen Franz y su amigo Max Brod en un día de playa kafkiano e ¿inimitable?

9 comentarios:

Snowball II dijo...

"¿Cuál es, entonces, la cualidad que hace de una obra o de un autor el punto de partida de toda una estela de imitaciones, reformulaciones o emulaciones? "

¿El ser un formato que puede ser variado de modo que adquiera nuevos significados, como una cadena de atomos de carbòn, como un snowclone?

The Devil in the Dark dijo...

Si la vida en otros planetas (debido a diferentes presiones atmosfèricas, diferentes temperaturas o elementos cataliticos) puede formarse alrededor del silicòn y no del carbòn, ¿esas tres novelas no iniciaron una cadena sòlo debido a las circunstacias ambientales? En otras palabras, ¿una novela sobre un dictador podrìa haber iniciado una tradiciòn en Suiza?

Anónimo dijo...

Te salió un Caligrama junto a la representación de Finnegans Wake. Malo, claro, pero de todas mangas un homenaje modesto e involuntario al cabezón Apollinaire.
JOTABE POQUELIN

Anónimo dijo...

Ese dia en todo caso seria "anti-kafkiano"; se le ve feliz y lleno de vida.....

Anónimo dijo...

"la cualidad que hace de una obra o de un autor el punto de partida de toda una estela de imitaciones, reformulaciones o emulaciones" es su originalidad, las novelas de Bukowski o de Garcia Marquez o de Bolaño o de Truman Capote no se habian escrito hasta antes de ellos con esas formas y estilos; ergo el impacto es descomunal, crea un vacio en donde lo unico que es posible -por un tiempo al menos- es la imitacion, como si fueran estas -las imitaciones-, esas ondas inmediatas que origina el impacto de una fuerza extremadamente poderosa y es predecible y siempre concentrica, y, a continuacion, viene un silencio casi sepulcral, como una lluvia de cenizas para finalmente y despues de un tiempo prudencial, donde las leyes ocultas pero irremediables de la naturaleza actuan; se asoman las primeras muestras de vida, entonces un nuevo ciclo empieza y la literatura continua Snowball II, no te hagas bolas, solo hay que ser un genio para empotrarte de esa manera,.....

Luis Alvarado dijo...

Es una buena pregunta, creo que tiene que ver, a mi parecer, con un impacto epifánico. hay cosas que las "lees" por primera vez, igual cosas que "escuchas" por primera vez y cosas que "miras" por primera vez. pienso que cuando te enfrentas a obras novedosas, tienes un remezón sensorial, de pronto ves un camino de posibilidades, una forma de hacer las cosas, te ordena las ideas. sucede a todos, sucede siempre, en mil maneras, todos imitamos a alguien.

Anónimo dijo...

franz kafka parece una mantis religiosa

Entomólogo dijo...

Entonces es cierto que era virgen, ¿ven cómo aún tiene la cabeza?

la zorra de abajo dijo...

Siempre pensé que si yo no exitiera alguien ya me habría inventado. Y a menudo me asalta la perturbadora idea de que yo no soy la que soy, sino lo que los otros imaginan de mí. ¡Ay Gustave! en la de líos que te metes, quieres resolver las últimas preguntas de la literatura. Nuestro poder es un enigma eterno y nuestro juego preferido el asalto al cielo