1.11.10

Harry Mulisch, In Memoriam

La muerte de un talento mayor

Harry Mulisch, el escritor holandés que murió anteayer, no fue simplemente, como dicen los cables, un estupendo escritor y una figura central en la literatura de su país: fue un novelista extraordinario, uno de los más lúcidos, penetrantes e inquisitivos autores de la postguerra europea y su bibliografía incluye varias obras maestras de la narrativa contemporánea.

Que su obra sea menos conocida en el mundo de lo que debería sólo es el testimonio irrefutable de que también se puede ser la figura canónica de una tradición europea occidental y verse, si no pasado por alto, que no fue el caso, al menos notoriamente reducido en su brillo en el mercado editor internacional.

Mulisch publicó más de tres decenas de libros, incluyendo catorce novelas, además de colecciones de cuentos, una decena de conjuntos de ensayo, obras de teatro y poesía, muy dentro de la tradición humanista y abarcadora de las letras de los Países Bajos.

He leído cada cosa suya que ha sido traducida al español o al inglés, y sumando ambas lenguas, sólo están disponibles un libro de ensayos, siete novelas (la mitad de las que escribió) y su extraordinario volumen de crónicas (que en verdad es mucho más que eso) sobre el juicio de Eichmann en Jerusalén.

De lo que se puede leer en español o inglés (y con la consideración de que sus traducciones al inglés son muy superiores a las versiones en español), es fácil enumerar una serie de obras maestras. La más célebre es la complejísima y fascinante El descubrimiento del cielo (1992), que pone en juego los discursos más disímiles (genética, física, historia, diversos relatos míticos, y más de una forma de ese misticismo que, por cierto, pareció ganarlo más en los últimos veinte años) para narrar, con un pie en la alegoría, buena parte de la historia occidental del siglo veinte.

Pero mis favoritos personales son otros: El atentado (1982) y El procedimiento (1999), para comenzar, acaso porque fueron los dos primeros que leí, a los que debo el deslumbramiento. Esto sin olvidar ese patético y maravilloso homenaje a la mediocridad del artista frustrado que es su novela Última llamada (1985), sobre un actor de vaudeville retirado, último descendiente en una genealogía de maestros de las tablas, que al final de su vida y tras décadas de retiro forzoso recibe el encargo de representar el único rol protagónico de su vida.

La novela El atentado está construida con elementos que tocan muy de cerca la biografía del autor: Mulisch, nacido en Haarlem, Holanda, en 1927, no era aún adolescente cuando los alemanes invadieron su país. Su madre era judía y sobre ella y él pendía la amenaza de la deportación a un campo de exterminio.

El padre cristiano de Mulisch, sin embargo, era un colaboracionista que cooperó con los nazis en operaciones financieras, y esa traición fue lo que salvó a su familia de la muerte. El signo del colaboracionismo, la traición, la renuncia moral en la búsqueda de la supervivencia, que desgarró la memoria holandesa tras la ocupación, es uno de los temas clave de El atentado, que es la historia de una persona que sobrevive al aniquilamiento de su familia, a la que los alemanes han confundido con los asesinos de un colaborador holandés.

En esa línea, El atentado se interseca con otro gran clásico contemporáneo, la notable novela El cuarto oscuro de Damocles, de su compatriota Willem Frederik Hermans, en la que la herida histórica holandesa es cifrada en la división esquizoide de un protagonista a quien el mundo entero acusa de colaboracionismo, con tal unanimidad que la conciencia misma del personaje empieza a dudar de su inocencia y a escindirse.

Pero lo que en Hermans está expresado exclusivamente en la anécdota, en Mulisch, característicamente, gravita entre la agitación de una narración plena de aventura, por un lado, y excursos reflexivos, en ocasiones casi ensayísticos, por otro: Mulisch es una de esas cosas que uno intuye casi imposibles: un borgeano original, uno que se asemeja al argentino en tópicos y en motivos, y que, sin embargo, es siempre empecinadamente sorprendente y distinto.

Es algo que más de una vez he querido resumir con la misma frase: Mulisch es casi siempre el escritor que Paul Auster se aproxima a ser en sus mejores páginas.

El procedimiento es el más borgeano de los libros de Mulisch que he podido leer, y también acaso el más perfecto en la aparente arbitrariedad de su estructura: muchos autores describen la organización de sus novelas diciendo que "cuentan historias paralelas". La de Mulisch es la única que conozco en que esas historias son, por definición, líneas paralelas de verdad: líneas que se cruzan en el infitino.

Una es la historia, legendaria en el folklore judío, del rabino medieval que construye un Golem sólo para que el monstruo sacro-diabólico asesine a su heredero. La otra es la historia de un cientifico holandés que ha perdido a su familia mientras trabaja (con éxito) en la creación de vida en un laboratorio.

Yuxtapuestas, echando luces y sombras una sobre la otra, ambas historias se convierten en una reflexión vasta acerca de la finitud de la vida y la infinitud del deseo humano por contrariar a la muerte, a la vez que enjuician la cualidad del salto que la humanidad ha dado entre la premodernidad mítica y la modernidad científica.

Los libros de Mulisch lidian casi siempre con algún problema moral transformado en anécdota y en campo de batalla intelectual, sin dejar de ser ante todo relatos de una pulsión vital acuciante. Siegfried (2001), la última novela que escribió, publicada cuando el autor era casi un octogenario, es una fábula moral sobre la inexistencia del mal absoluto y la existencia, en cambio, de males radicales de naturaleza eminentemente humana.

No es la única novela que conozco en la que se intenta colocar a Hitler en el contexto de su vida íntima y echar luces sobre su personalidad en el microcosmos de su privacía, pero es sin duda la más punzante de las que he leído: un alegato sobre la imposibilidad práctica de discenrnir entre la malignidad que llamamos barbarie y ese falso telos, esa falsa entelequia meramente teórica que imaginamos cuando hablamos de la civilización como objetivo moral.

Mucho de eso existía ya en su clásico Caso 40/61, la crónica-ensayo sobre Eichmann y el juicio al que fue sometido en Jerusalén en 1961, al que Mulisch asistió como corresponsal periodístico. En lugar de centrarse en la cronología del juicio, sus antecedentes y sus pormenores, cada capítulo del libro es un intento diverso por comprender la naturaleza del reo, la duplicidad falaz del monstruo y el humano, y a partir de ello las torcidas líneas ideológicas detrás del Holocausto en el contexto del nazismo como doctrina moral.

Sin querer ser ni un aguafiestas ni un contradictor gratuito, diré que hubiera preferido que Mulisch recibiera el Nobel (al que fue candidato muchas veces) este año, y con ello esa última posibilidad de que sus otros veinte libros fueran retirados del olvido internacional y traducidos a otras lenguas, y que Vargas Llosa hubiera esperado solamente un año más para recibir el premio que tanto merece. Ya no será: les recomiendo que solucionen la carencia leyendo las cosas de Mulisch que son accesibles hoy.

...

8 comentarios:

zeta dijo...

He leído un par de veces algunos comentarios sobre la obra de este autor aquí y me ha impresionado a través de lo que dice... No soy consciente de lo que implica a cabalidad la muerte de este señor, pero me late que lo imaginaré cuando, si se da el caso, lea alguno de sus libros. Suerte.

SACAPUNTAS NEBRIJA (Correctómano) dijo...

Buena reseña!!!!!

Un debut de la madurez y la crítica: "El Anticuario", de Gustavo Faverón (Lima, 1966), estupenda plasmación de una estética heredera de la novela gótica que encierra una historia de amor, con el vasto mundo borgeano y sutiles referencias a Auster y los clásicos, el fragmentarismo novelístico, las conexiones haciendo de la historia de Daniel un drama que puede entenderse como el drama del país y, además, la mixtura mediática, impregnando todo de un maduro criterio que oscila entre el pragmatismo y el ilusionismo de la locura y la muerte, no obstante cierto asomo romántico de idealización amorosa, epifanías poéticas y musicales, más una admiración expresa (leer las últimas diez páginas) ante el dolor del enfermo. Faverón no abusa, sin duda, de las citas tejidas con ironía y, en mayor medida, de las enumeraciones, porque para no caer en eso se adecúa a su poética del caos y la amistad, con el mérito artístico de que imprime un ritmo firmemente sostenido a su prosa. Cabe llamar a "El Anticuario", conforme propone Peter Elmore, un 'un rastro de ceniza', es decir, una novela de crímenes y silencios, protagonizada por el dolor y el olvido (y no por la trama, los personajes o el ámbito retratado), sin dejar dejar de ser una exploración metaliteraria. En esta novela podemos rastrear a Mulisch, Hawthorne, y Bryce. Eso no es todo: "El anticuario" es una novela del lenguaje y, simultáneamente, un poema largo que se está transformando en algo más o menos inolvidable.

Lucio Suárez dijo...

Lo único que he leido de Mulisch es Sigfrido. Y ha sido este año.
Totalmente de acuerdo con lo dicho por el blogger. Un creador de marca mayor el escritor holandés. Cierto, a los de la academia sueca, a menudo se les escapan los peces de las manos.
Ojalá se traduzcan más libros al castellano, y ojalá podamos encontrar los que ya están traducidos, por aquí en Lima.

Gustavo Faverón Patriau dijo...

Ja. ¿And what is that, Sacapuntas?

Ricardo Bada dijo...

Hola, Gustavo, hubiera querido enviarte un mail personal, pero no descubro ninguna dirección tuya ad hoc para hacerlo. Por lo mismo te copio acá dos entradas en mi diario, a propósito de Mulisch (de quien mi cuñado Willy Hansen ha sido el último "editor" --en el sentido anglosajón del término--). Y por si quisieras contestarme, mi dirección es bada-hansen@t-online.de
Siguen ahora las entradas en mi diario:

Weiß/Colonia, 31.10. (1)
Horario de invierno a partir de hoy. Durante la noche hemos recuperado la hora de vida y de sueño que perdimos a fines de marzo. Y la primera noticia que veo en mi recorrido dominical de los diarios, empezando por los neerlandeses, es la muerte de Harry Mulisch. Me digo que a lo peor lo ha matado el Nobel a Vargas Llosa. Nadie como Mulisch lo merecía más en el ámbito de la lengua neerlandesa, la única europea occidental que jamás alcanzó el premio. Y él ha estado esperándolo desde hace años. Maldición eterna a los gnomos de Estocolmo. Y descanse en paz el gran Mulisch. Como paradójico programa de contraste, la música que suena en fondo son las bellísimas nanas a la guitarra de Fernando Espí, las del CD que me regaló anteayer en Bremen. La muerte y la vida, siempre tan próximas. [Y que los dioses todos me perdonen este derrumbe en el lugar común. Y que perdonen de paso a los hacedores de Wikipedia, cuya entrada sobre Mulisch, en español, está plagada de errores].

Weiß/Colonia, 1°.11. (2)
En el diario de hoy se hacen eco de la muerte de Mulisch con un ⅓ de página. Willy es quien
se ocupa de la edición de sus obras en De Bezige Bij (La Abeja Laboriosa), y ayer, al teléfono, nos contó que hace una semana estuvo con él y ya se lo veía muy mal. De Mulisch hay algo que me gustaba mucho, su ironía acerada, implacable, como cuando escribió que de sus compatriotas neerlandeses, los que más le gustaban eran «los que se fueron a la Resistencia después de 1945».
Este hijo de una judía de Amberes y un austríaco que durante la ocupación de los Países Bajos colaboró con los nazis para evitar que Harry fuese deportado a un campo de concentración,
en algún momento se definió diciendo «Yo soy la segunda guerra mundial». Y su libro sobre el proceso a Eichmann puede ponerse sin demérito al lado del clásico de Hannah Arendt. Aparte de otras muchas obras inolvidables, sobre todo De aanslag (a la película sobre su novela se le concedió el Oscar a la mejor extranjera del año*). En fin, se murieron los últimos tres grandes de la literatura neerlandesa –Hermans, Reve y Mulisch¬– y ella sigue sin Nobel. ¿Será posible que al final termine ganándolo Nooteboom? Pienso en Couperus y Vestdijk, y en los flamencos Boon y Hugo Claus, y no puedo sino encogerme de hombros y suspirar pensando en la ceguera sueca.

*Descubro que De aanslag (El atentado) se tergiversadujo como El asalto. Sólo me lo explico por una perruna devoción lameculos a Estados Unidos, donde la titularon The Assault.

Ricardo Bada dijo...

Un comentario mío parece haberse perdido en un agujero negro virtual. Como fuere, en él intentaba entablar contacto contigo y te pasaba mi dirección:
bada-hansen@t-online.de
Vale.

Nota al pie dijo...

Decir que hay novelas del lenguaje es como decir que hay puns del lenguaje.

Anónimo dijo...

Gustavo, no te dejes engañar, el comment de Sacapuntas es una variación de aquella impresionante y, a todas luces, desproporcionada exégesis y lamzamiento de bengalas y bombardas que el crítico Ricardo Gonzales Vigil le prodigara a Bombardero, el libro de quien ya sabemos.

http://elcomercio.pe/edicionimpresa/Html/2008-10-05/una-gran-explosion-literaria.html

Ahora todo se explica, ya está claro por qué a tu novela este crítico la trató con semejante desdén.