Quienes hayan leído la célebre afirmación de Fredric Jameson acerca de la alegoría y la ficción tercermundista (básicamente, Jameson dice que, en nuestro tiempo, toda ficción producida en el Tercer Mundo es siempre alegórica y que lo es en un sentido muy particular: es alegoría de la nación) recordarán también su idea complementaria: que la ficción del Primer Mundo nunca lo es.
Han pasado ya muchos años desde la boutade jamesiana. Teorías enteras se han construido sobre ella (como la idea de las "foundational fictions" de Doris Sommer), y, en su momento, los refutadores de Jameson han sido claros y elocuentes, empezando por Aijaz Ahmad, autor, inicialmente, de un par de artículos de réplica y, luego, de todo un libro dedicado a desbaratar metódicamente la afirmación de Jameson (In Theory).
Y sin embargo a mí, personalmente, me sigue divirtiendo coleccionar contraejemplos. El más reciente (al menos para mí es reciente: ya se sabe que suelo llegar tarde a los estrenos cinematográficos) nos lo entrega el cineasta Terrence Malick, con su excelente película The New World, una recreación de la historia de Pocahontas, romántica como todas las versiones previas, selectiva, también, como todas, y, como la gran mayoría, un intento de explicar los orígenes de la nación norteamericana en la clave de una historia de amor apasionado pero también conciliador.
La película parece tener dos finales, que marcan sus dos mitades: en el primer final, los nativos, que han sido mostrados como encarnaciones hipercorrectas del buen salvaje --bellos, bondadosos, pacíficos aunque valerosos, siempre en comunión con la naturaleza, incapaces de perfidia, de celos, de avaricia o de lujuria-- son burlados por los ingleses: la tribu es casi destruida, su universo de armonía infinita es arrasado, roto.
En ese primer final, Malick diseña una lectura "culpable" de la leyenda de Pocahontas: la nación americana se ha contruido sobre los cadáveres ajenos, sobre la ruina de un mundo que era ya en sí mismo perfecto y que, por lo tanto, sólo puede ser reemplazado por otro mundo igualmente perfecto; de otro modo, el sacrificio habrá sido inútil. Los Estados Unidos, parece decir Malick, tienen una deuda de paz y de respeto hacia los pueblos más débiles, pues la destrucción de uno (o de varios) fue su pecado original. Ése es un mensaje que ya de por sí explica el interés del cineasta en filmar esta película en una década en que su país ha puesto especial énfasis en su rol como promotor universal de guerras e invasiones.
Pero la cinta continúa. Sobreviene el segundo romance de Pocahontas, ya no con John Smith, el gran amor de su vida, sino con John Rolfe, quien habrá de ser su esposo y el padre de su hijo, ese simbólico mestizo, primer verdadero americano. En este segundo desenlace, a Pocahontas le es dada la oportunidad de elegir entre el amor de Smith, por un lado, y la institución familiar, por otro, y escoge lo segundo, haciendo del amor la ocasión de un sacrificio y señalando el recogimiento y la seguridad del hogar como la base de su nueva moral: la moral americana. Ambas lecturas, ambos finales, por cierto, actúan acumulativamente, no en contradicción.
Malick elige contar parte de la historia de Pocahontas y eludir otro tanto, porque su designio no es la reconstrucción del hecho, sino, precisamente, la emblematización de la historia nacional en el romance individual. Su interés en plantear una nueva versión queda claro en el hecho de que evite mencionar el nombre mismo, Pocahontas, durante la cinta (de hecho, el nombre de la princesa de los algonquias era Matoaka, no Pocahontas), para eludir con ello el peso intertextual de las tantas versiones previas.
Pero más sintomático es que desaparezca de su relato el hecho, fidedigno, de que Pocahontas, o Matoaka, no tuvo una conversión tan poco problemática como la que uno ve en todas las versiones célebres del cine, incluyendo esta, sino una aceptación religiosa más bien resignada, que no la llevó a renunciar a su pertenencia étnica: los libros recogen el dato de que la princesa, en Londres, culpó explícitamente a Smith por las matanzas de sus connaturales y por la destrucción del reino de su padre. Malick también elude (no podía ser de otro modo) el hecho comprobado de que, entre el romance con Smith y el matrimonio con Rolfe, la princesa se casó con un indígena, llamado Kocoum, hecho que, trasladado a una ficción de intención emblematizadora, como lo es la cinta de Malick, podría leerse como la voluntad de la mujer de evadirse del mundo blanco hacia el cual las circunstancias la habían precipitado.
Me pregunto si Fredric Jameson habrá visto esta película, y si la considerará la excepción que confirma la veracidad de su regla. O si habrá decidido ya que su afirmación fue errónea. Porque es infinitamente más sencillo entender The New World como una alegoría nacional que entender así, por ejemplo, La ciudad ausente, o La tía Julia y el escribidor... Pero incluso atendiendo a los parámetros de Jameson cabe preguntarse: ¿será que la masiva cualidad destructiva que los Estados Unidos vienen mostrando alrededor del mundo recientemente está empezando a empujar a los artistas norteamericanos, como Malick, a la necesidad de recordar o replantear los valores fundacionales de su nación, aunque ello implique interesectar y confundir nuevamente, contra el diagnóstico jamesiano, la esfera pública con la privada?
Curiosidad
Por último, una curiosidad no del todo trivial: sabemos que la Pocahontas de Malick fue representada por la actriz Q´Orianka Kilcher. Me pregunto qué habrá pasado por la cabeza de Malick cuando, tras buscar entre los indígenas virginianos, sin éxito, un rostro que pudiera ser el de Pocahontas, tuvo que extender la búsqueda, según propia confesión, a castings hechos alrededor del mundo, en el Medio Oriente, en América del Sur, hasta encontrarse en California con Q´Orianka, hija de un quechua peruano y una suiza. ¿Es que los Native Americans ya no son buenos ni para representarse a sí mismos? ¿O es que la figura de Pocahontas, en el fondo, no tiene nada que ver con los indios americanos, sino que es más bien una representación del bien perdido, del paraíso extraviado, una suerte de ángel batido en retirada, cuya inexistencia real es bueno resaltar incluso cuando se trata de contar su propia historia?
Muchos piensan en Estados Unidos como un país de migrantes de todo el planeta; nadie piensa, sin embargo, que sea una nación mestiza. Más posible es suponer que el verdadero rostro de lo americano es el de Jewel (Kilcher), la cantante prima de Q´Orianka, que el de esa niña parduzca y afilada con cuya elección, acaso involuntariamente, Malick no ha hecho sino subrayar que lo nativo americano es lo más lejano y exótico que existe en la imaginación de los americanos de hoy.
Imágenes en orden descendente: Fredric Jameson; Pocahontas en su traje londinense según cuadro de la época; el bautizo de Pocahontas; Q´Orianka Kilcher; Aijaz Ahmad; Jewel.
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1 comentario:
Apreciado Gustavo,
Sus apreciaciones sobre las tesis de Jameson las encuentro muy interesantes. La cantidad de ejemplos y contraejemplos que se pueden proponer, casi infinitos, hacen que la discusión sobre obras nuevas y viejas sea a veces, bajo este prisma, muy fructífera.
Nunca me he tomado el artículo de Jameson demasiado en serio. Algo sí, y quizás ese algo no vaya más allá de una interpretación de la dinámica de culturas aplicada a la literatura.
Me interesa, eso sí, ver como detrás de la tesis (que considero también como usted erróneo de formularse de manera tajante) de Jameson podria haver, en las literaturas llamadas del tercer mundo, una muestra de resistencia y un estado de construcción permanente para evitar su desaparición.
No hace falta ir a África para pensar en literaturas del tercer mundo. Muchas lenguas minoritarias europeas pueden situarse dentro de este marco si lo expresamos de manera laxa (una forma más de refutar la tesis de Jameson, ¿qué sucede con las lenguas minorizadas de estados que tienen un alto nivel de desarrollo?).
En fin, felicidades por el blog. Su lectura és muy estimulante.
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