"Las librerías están entre las pocas piezas de evidencia que aún tenemos de que el ser humano sigue pensando", dijo alguna vez, no hace muchos años, en los noventa, el notable comediante norteamericano Jerry Seinfeld.
Cierto. No hay que ser ultraconservador, old-fashioned, academicista, falogocéntrico (como dicen) ni un eurófilo descontrolado para coincidir con esa simple observación.
Otro humorista americano, escritor de oficio, Fran Lebowitz, dijo, también por aquel tiempo, esta otra verdad: "Las revistas frecuentemente nos conducen a los libros, y, por tanto, los prudentes deberían considerar a la prensa como el prolegómeno amatorio de la literatura".
Añado una tercera cita, esta vez de alguien que es bolo puesto en cualquier texto hecho, precisamente, de citas ajenas. Oscar Wilde (en la foto) escribió: "La diferencia entre el periodismo y la literatura es que el periodismo es ilegible y la literatura no se lee".
Difícil asunto. Aparentemente, mientras no tengamos un número suficiente de buenas revistas, capaces de enganchar al lector común, nuestro foreplay literario, nuestros prolegómenos amatorios, para decirlo con Lebowitz, serán más bien mediocres, o, lo que es peor, inefectivos (es decir, no llevarán a los potenciales amantes a la feliz culminación del acto... lector).
Porque en nuestro medio, curiosamente, se da la presencia de un buen número de revistas atractivas e interesantes para aquellos que están ya comprometidos con la literatura (desde Hueso Húmero hasta Libros & Artes; desde Quehacer hasta Ajos y Zafiros, para mencionar sólo algunas), pero, en cambio, resulta asombrosa la escasez de secciones de crítica literaria en magazines de circulación masiva, y la absoluta inexistencia de revistas de libros, semanales o quincenales, en los diarios.
Y no es menos lamentable que, muchas veces, siendo la quinta rueda del coche en un diario, las secciones culturales, al menos en lo que se refiere a literatura, sean dejadas en manos de reseñadores que no sólo no saben nada de libros, sino que, además, escriben tan mal que sus textos mismos actúan como repelentes para cualquier incauto que recurra a ellos buscando consejo sobre qué sería bueno leer.
Y con eso la desgracia apuntada por Wilde se completa y se vuelve círculo vicioso: en la medida en que la prensa resulta más y más ilegible, la literatura termina siendo menos y menos leída. Pero, ¿querrán algún día los editores y dueños de diarios preocuparse por ayudar un poquito a nuestra cultura?
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