Porque para eso hay material: Cornell ha sido alma mater de escritores como Kurt Vonnegut Jr., Toni Morrison (que aún es profesora libre) y Thomas Pynchon, y ha tenido entre sus profesores a Alison Lurie y Vladimir Nabokov, para no mencionar a teóricos como Jacques Derrida o Michele de Certeau. E Ithaca, la ciudad en torno a la cual está la universidad, ha sido pueblo natal de otros autores, como Alex Haley, central en la tradición de las reivindicaciones negras gracias a libros como Raíces y La autobiografía de Malcolm X.
Pero mis encuentros literarios con Cornell, en estas vacaciones que estoy pasando en Ithaca, no han sido, como dije, tan auspiciosos: tienen que ver, más bien, con fracasos estrepitosos y éxitos idiotas.
Primero el fracaso. Leo una excelente novela de Paul Auster, The Brooklyn Follies (Henry Holt & Co., 2006). En ella, un joven brillante, notable, de inteligencia profunda y dueño de una aguda capacidad de interrogación e introspección, luego de pasar por los cuatro años de un deslumbrante bachillerato en letras inglesas en Cornell, descarrilla su carrera y su vida toda en los años de su doctorado, para acabar de dependiente en una libraría de viejo regentada por un expresidiario exdirector de una galería de artes de Chicago.
Son muchas las razones por las cuales el protagonista sufre esa caída infernal que hace colapsar sus posibilidades de triunfo intelectual, pero una de ellas destaca sobre casi todas: es demasiado inteligente, y su intelecto lo incapacita para la inmediatez del mundo, lo precipita en laberintos que a los ojos de otras personas son invisibles, lo pierde en problemas que para nadie más parecen existir.
Ahora el éxito idiota: una estudiante de Cornell (y esta historia sí es real), llamada Lauren Weisberger, terminó sus estudios de periodismo como todos sus compañeros, fue, como la mayoría de ellos, a buscar un trabajo, y consiguió uno difícil pero intrascendente, como asistenta de una famosa editora de modas. Tras abandonar ese puesto, un año más tarde, escribió una novela sobre su experiencia, novela que fue a convertirse en una de las "divinas comedias" de ese género paupérrimo llamado chick lit: literatura para chicas relativamente descerebradas, decididamente consumistas y ferozmente triviales.
¿El resultado? Un contrato editorial millonario y una película, protagonizada por Anne Hathaway (homónima de la esposa de Shakespeare, por cierto), Stanley Tucci y Meryl Streep. ¿Cuál es la gran idea detrás de la película? Que la gente detrás de la industria de la moda trabaja muy duro para ganar sus millones, pero que casi no pueden disfrutar de ellos, pobrecillos, porque su abnegada labor presidiendo el walk-in closet de la humanidad les impide casi cualquier alegría que no sea profesional. Ah, y un mensaje adicional: que una chompa azul de punto grueso y una falda por debajo de la rodilla hacer lucir a una flaca más flaca pero no necesariamente más interesante.
Conclusiones: parece que en la vida real la superficialidad extrema es un atajo para el triunfo inmediato, y parece que, en la ficción, al menos, la inteligencia es un gran estorbo. Me pregunto si Lauren Weisberger habrá estado en la misma promoción de Cornell en que estuvo el protagonista de The Brooklyn Follies.
Imágenes: de arriba abajo: Anne Hathaway en el papel de Lauren Weisberger;
Lauren Weisberger en la vida real; Paul Auster en algún laberinto de su amado Central Park.
Lauren Weisberger en la vida real; Paul Auster en algún laberinto de su amado Central Park.
1 comentario:
En estos días estoy leyendo The Brooklyn Follies. El personaje que describes, Tom, no es el único en la historia que sufre por (o a pesar de) su sensibilidad o su cultura, aunque sí es el más representativo. Me llama la atención también el tío Nathan, un jubilado corredor de seguros que dedica sus últimos días a escribir. Como que el mensaje de la novela aparentemente es que la cultura estorba y hay que dejarla para cuando no hay algo más importante que hacer.
Saludos
Ernesto
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