Hay una sola gran dificultad en el trabajo de reseñar literatura para la prensa: es necesario ser entendible para mucha gente, sin abandonar el rigor crítico.
La jerga especializada, por ejemplo, no viene al caso en la reseña periodística, pero el comentarista tiene que ser lo suficientemente hábil como para no dejar de decir las cosas a pesar de no poder usar ciertos términos.
Una reseña escrita para un medio especializado, en cambio, le da al reseñador licencia para llamar a las cosas por sus nombres técnicos, sabiendo que eso no ha de marginar a sus lectores, y para elaborar crítica y teóricamente sin sentirse culpable ni enajenar a nadie.
Hay medios que están a un paso entre el academicismo estricto y la conversación entre inciados, y en ese difícil equilibro a veces se inclinan más a un lado, a veces más al otro. Hueso Húmero, por ejemplo, o Dedo Crítico, o La Mujer de mi Vida, o Intermezzo Tropical, o El hablador.
El hablador, justamente, acaba de aparecer (va por el décimo segundo número), y trae un cierto número de reseñas. Rafael Ojeda escribe sobre En la comarca oscura, el libro de Lucho Chueca, Pepe Güich y Carlos López Degregori, en un comentario dedicado y serio, que ofrece reparos y señala virtudes pero termina en el lugar común de preguntarse por qué se incluyó a tales autores y por qué se excluyó a otros, deporte que cada vez resulta más aburrido.
Por su parte, Jack Martínez hace una lectura bastante superficial de Abril Rojo, la novela premiada del narrador peruano Santiago Roncagliolo, que el crítico entiende superior a las anteriores (cosa indiscutible, eso sí), mientras que Guillermo Amorós Uribe comenta el libro La soledad de la página en blanco, de Camilo Fernández Cozman, y Christian Bernal Méndez reseña la reciente antología de ensayos arguedianos reunida por el crítico Sergio R. Franco.
Con altos y bajos, todos esos comentarios son, en sus peores momentos, cumplidores, y, en los mejores, iluminadores. Pero hay uno más, escrito por Johnny Zevallos acerca de Travesuras de la niña mala, la novela de Mario Vargas Llosa, que resulta inverosímil.
Parece, a ratos, una parodia del lenguaje académico, escrita por puro afán humorístico: levanta una montaña de palabras, como si se tratara de ganar un premio en la Exhibición Mundial de Taxonomías, para decir las cosas más sencillas del mundo. Un ejemplo:
"Los campos culturales hegemónicos dependen necesariamente del marco sociocultural imperante en las comunidades occidentales, pues las producciones artísticas sólo pueden entenderse a partir de las categorías mentales inherentes en los sujetos que cohabitan dentro de esas mismas colectividades. Estas categorías mentales condicionan la producción de la colectividad artística y la interpretación de la sociedad representada, en la medida de que reflejan las identidades colectivas desde las prácticas culturales interrelacionadas. Los diferentes actores sociales, reunidos en una representación ficcional, subordinan no sólo el nivel discursivo, sino, especialmente, la vertiente escritural en que aparecerán retratados".
O sea, toda producción hegemónica depende de la cultura de su sociedad.
Y, cuando intenta ser sencillo y explicativo, dice las cosas más singulares. Por ejemplo:
"La novela tuvo su periodo de auge entre los siglos XIX y XX, puesto que la renovación estética, formulada por los escritores realistas, contribuyó a la reproducción de la naturaleza humana".
Es decir, los realistas eran (no sólo se creían) dioses.
No los abrumaré con más citas: dejo aquí nuevamente el link por aquello de ver para creer. Pero sí quiero agregar que esa tendencia al trabalenguas, al galimatazo, a la confusión y la seudocomplejidad no tiene nada que ver con la crítica, ni con la academia, ni con la intelectualidad.
El Hablador, cuya existencia es muy loable en un país que, como el nuestro, necesita más y más publicaciones culturales responsables y serias, debería echarle un par de miradas a reseñas como esta antes de publicarlas, porque una cosa es vivir en el difícil equilibrio entre la especialización y la divulgación, y otra es caminar la cuerda floja entre el academicismo y el palabreo.
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3 comentarios:
La reseña que hizo Johnny Zeballos acerca de la última novela de Vargas Llosa la leí hace una semana y, hasta hoy, me estuvo dando vueltas por la cabeza. Para liberarnos de algo, a veces no nos queda otra cosa que escribir.
Luego de leer los más de diez extensos párrafos, me sentí decepcionado y hasta quizá estafado (porque no encontré nada de lo que mi lectura personal me dejó; seguramente yo estaba pidiendo demasiado y hacía mal en desestimar una crítica por el simple hecho de no estar en sintonía con, digamos, mi ‘reseña privada’).
A mitad de la reseña me topé con algunas afirmaciones (“en Travesuras de la niña mala, el notable escritor parece rivalizar con Alfredo Bryce Echenique”) que me llevaron a preguntarme si acaso el autor de la misma había leído cabalmente la novela de Vargas Llosa. Me pareció que no. En todo caso, la había leído mal.
Si Zeballos, en primer lugar, hubiera prescindido del autor, su crítica sería distinta a la resultante, que miente, pero miente mal porque aborda cualquier novela menos Travesuras de la niña mala.
“Soy realista, en mis novelas trato siempre de mentir con conocimiento de causa”, dice el narrador –alter ego de MVLL- de Historia de Mayta. Y creo que eso lo podría suscribir cualquier buen crítico o reseñista, porque la crítica, si es audaz y atrevida (y más allá de su rigor y academicismo), también miente, porque da una visión singular, sesgada, única; en donde también están inmersos los prejuicios, las aversiones, las fobias, pasiones y desencantos del crítico.
“La crítica puede ser valiosísima para adentrarse en el mundo y las maneras de un autor, y, a veces, un ensayo crítico constituye en sí mismo una obra de creación. Ni más ni menos que una gran novela o un gran poema”, nos dice MVLL en Cartas a un joven novelista.
Quizá pido mucho y, a su vez, confundo la reseña con la crítica erudita. En realidad, no pido nada: exijo que un reseñista mienta –está en su pleno derecho– con conocimiento de causa. Hablo de argumentos certeros e inferencias edificantes, y no de píldoras para el bostezo y la repulsa.
Yo no soy un crítico, ni cuento con las armas para serlo, pero, a mi manera y para vindicar un libro que he disfrutado de principio a fin, puedo decir que en Travesuras de la niña mala, Vargas Llosa se sirve de una historia de amor para explorar la naturaleza de la ficción y para dar cuenta, subrepticiamente, de sus razones e inseguridades literarias (hablo de lo que lo ha llevado a dedicar toda una vida a la invención de historias): “vivir en esa ficción le daba razones para sentirse más segura, menos amenazada, que vivir en la verdad. Para todo el mundo es más difícil vivir en la verdad que en la mentira (…) todos quienes viven buena parte de su vida encerrados en fantasías que construyen para abolir la vida verdadera, saben y no saben lo que están haciendo”.
Esta novela más allá de dejarme un testimonio ondulante acerca de la peripatética e insufrible aventura amorosa de Ricardo Somocurcio con su niña mala, me permite comprender que toda una vida no basta para develar de dónde nace, por qué lo hace, y hacia dónde va la voluntad de crear; me da, también, nuevas señas para reinterpretar o mirar de otra manera, libros como El pez en el agua; para entender que apuestas desbocadas por la trashumancia y el cosmopolitismo hacen de los apátridas a rajatabla una especie de seres etéreos, porque están y no están, pues ya no pertenecen a ningún lado: “allá [en Europa] , he terminado por convertirme en un ser sin raíces, en un fantasma. Nunca seré un francés [o un español], aunque tenga un pasaporte que diga que lo soy. Allá seré siempre un métèque. Y he dejado de ser peruano, porque aquí [en Lima] me siento todavía más extranjero que en París”.
Ricardo Somocurcio es, como el autor de la novela, más que un individuo libre, un alma sensible. Envidio mucho esa sensibilidad que muchas veces nos hace falta para poder comprender o reseñar una novela. A veces contamos con muchas armas, pero no el calibre imprescindible.
CANON LITERARIO ¿un mito necesario?
Por Alan Luna
Una de las preguntas, más frecuentes que se hace a los escritores jóvenes es ¿cuál es su canon literario?, y bueno básicamente, y en el fondo, ¿a quién quisiste o quisieras copiar? La creencias popular dice que a más libros leas mejor escritor serás. La verdad, creo que la importancia de un canon literario radica en la calidad más que en la cantidad y en lo oportuno de su aceptación o su abandono, haciéndose posible que un canon respetable esté constituido por tres o menos libros. Incluso podemos decir que por dos, siendo alguno de ellos un coquito de caligrafía y el otro, un buen diccionario. Las personas que dictan fórmulas y listas de a quienes leer, asumen una postura rígida frente a la plasticidad del arte, casi como insinuar que la patente para escribir bien ya está registrada. Los partidarios de un canon amplísimo suelen ser los mismos que plantean un horario para escribir. Afortunadamente aún hay escritores que no comulgan con este novedoso coro de encantadores de serpientes, y que escriben cuando quieren, cuando pueden y como pueden; incluso de cabeza y con las córneas latentes de sangre. Escritores que no cocinan con la receta de periodistas autómatas, porque creen que no se puede imponer un orden aleatorio a la pasión.
del canon literario hablan siempre los academicos,los criticos y profesores de universidad; a los escritores generalmente les importa poco andar por ahi haciendo listas..
los primero son los parasitos de lo segundos, pero lo mas incrible, es que se sienten casi mas importantes que los propios creadores, a tal punto es descabellado esto que se propone incluir a la critica literaria como genero!
Por otro lado, que cosa es un intelectual? como pretende racionalizar el arte con conceptos y retorica? con que derecho? y para que?
Yo digo: el hecho de que un critico crea que es un mejor lector o mejor dotado para 'comprender' un libro, solo porque ha leido muchos libros de teoria es un sintoma muy grave.
Acaso algun escritor escribe para los criticos? acaso Cervantes escribio el quijote para que miles de miles de academicos INTERPRETEN su obra?
bah.
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