12.1.07

Reátegui sobre Ñaupari

Félix Reátegui me envía un comentario que abunda en la conversación surgida a partir del texto de Daniel Salas sobre Héctor Ñaupari, a todo lo cual aludí en un post anterior. Como el texto de Félix me parece sumamente interesante, y me temo que se perderá en la sección de comentarios, quiero transcribirlo a continuación:

Hola Daniel:

El texto de Ñaupari es interesante por la diversidad de malentendidos y contradicciones que anuda. Lo primero que yo pensé al leerlo fue que el entretenido Denegri estaba haciendo escuela; esa distinción entre temas buenos y temas malos con ventaja para los primeros se parece bastante a las diferencias que hace MAD entre palabras que sí pueden ir en un poema y palabras que no pueden ir en un poema. [Nunca lo ha afirmado, pero hay que suponer que, así como para Ñaupari “Conversación en la Catedral” no tiene lugar en la literatura, para MAD el cuarenta por ciento del vocabulario de “Trilce” es delito de lesa poesía]. Ahora, con el comentario que haces, me doy cuenta de que mi primera impresión era algo desatinada; no es que Ñaupari sea un ingenuo al pensar que en literatura no se debe “nombrar la rata”; más que ingenuo es rudimentario: él cree que lo que debe ordenar a la literatura es la preferencia del público.

Desde luego, al decir eso hace derroche de un tremendo candor. Suponiendo que esa tesis sea sostenible —inútil, por lo demás, decirle, como hacen Jorge (Frisancho) y tú, que un poemario no es exactamente igual a un teléfono celular—, creo que Ñaupari se vería en grandes dificultades para demostrarnos que lo que le gusta a la gente son los temas edulcorados, patrióticos, edificantes que él señala. ¿Habrá oído hablar alguna vez del gusto popular? ¿Propondrá tal vez que, para que los sacrificados e inopes músicos de la sinfónica tengan casa propia, dejen de interpretar partituras raras y desmoralizantes y se pasen al reggaeton?


Sin embargo, me parece que tu comentario va a otro punto más interesante aun que el poner en evidencia la estrechez de miras de Ñaupari. Señalas, más bien, un fenómeno —una confusión— que resulta muy común en la prensa peruana de hoy: la presentación de puntos de vista conservadores y populistas como si fueran liberales. (En estos días se ve, por ejemplo, de la manera más patética en el horror a los derechos humanos que vociferan diarios supuestamente liberales. Vargas Llosa ha tenido que enseñarles una lección más yendo a visitar el memorial dedicado a las víctimas de la violencia. ¿O se habrá re-convertido en comunista; o se habrá vuelto senderista, caviar, cívico?).


En el caso de Ñaupari, él parece pensar que la única libertad que merece ser defendida es la de vender y comprar. Ese es, después de todo, el típico reduccionismo materialista de los conservadores pro-mercado peruanos de hoy: un amigo extranjero me decía que lo que más le llamaba la atención en el Perú es que parece haber un consenso en que uno puede comprar todo aquello para lo cual le alcance el dinero, cosa impensable en una sociedad más o menos igualitaria, o sea, liberal. Supongo que los (no tan) jóvenes cucufatos que hoy pasan por liberales, cuando se reúnen a leer a Mill, Smith, Hayek o Popper hacen algunas trampitas y se saltan las páginas más interesantes, ahí donde se entiende cómo se concilian la opción por el mercado con una concepción humanista de la vida social: será por eso que nunca he oído a un “liberal” peruano citar a Benjamín Constant; su pensamiento es menos “desglosable y coleccionable” que el de Hayek. En el razonamiento de Ñaupari, por ejemplo, resulta claro que el mercado no es considerado medio sino fin en sí mismo; no comienza por reconocer, en primer lugar, la extrema diversidad de la vida social humana —llamemos a eso “libertad”—, la cual se expresa para el caso en la escritura literaria, para después ver cómo el mercado es la mejor forma de preservar esa diversidad en su dimensión económica; su razonamiento es al revés: el mercado tiene ciertas reglas para la circulación de bienes con ciertas características (libros no muy gruesos, ágiles, de tema inspirador), y por tanto son ellos los únicos que vale la pena que existan: o sea, hay que simplificar esa diversidad —digamos, estrechar la libertad— para que el mercado prospere. Con liberales así, los totalitarios del ayer salen sobrando.


Imagen: el "difícil" Benjamin Constant.


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