Me ha tocado conocer a escritores mexicanos de muy diversos tintes durante los últimos años, desde Laura Esquivel, en Middlebury, hasta Jorge Volpi, en Cornell, y alguna que otra correspondencia incidental he tenido con gente tan talentosa como David Toscana.
El más divertido de todos, en ese grupo de gente indudablemente divertida, es sin duda el novelista Ricardo Chávez Castañeda, con quien tengo el placer de compartir trabajo durante estas últimas semanas.
Ricardo es un escritor peculiar (otro de "los raros" latinoamericanos de los que hablé no hace mucho): miembro del Crack mexicano junto a Volpi, Padilla y Urroz, es autor de novelas y cuentos muy idiosincrásicos, llenos de personajes inusitados que habtian universos gobernados por una lógica sui generis, donde el asombro existencial y la inminencia de la muerte son los rasgos más recurrentes.
Una estudiante y amiga mía, Casey Freedman, de Bowdoin College, y yo, le hicimos una pequeña entrevista a Ricardo días atrás, a raíz de su última novela, El libro del silencio, para publicarla en el boletín de la Escuela de Español de Middlebury. Se me ocurrió que no sería mala idea colocarla aquí también, sobre todo considerando que los libros de Ricardo no se distribuyen en el Perú, y que no está de más, entonces, dar a conocer un poco más su nombre por esas tierras.
Entrevista a Ricardo Chávez Castañeda
“NO ME GUSTA LA REALIDAD”
—Como lector, ¿cuál es la literatura que prefieres?
—Siempre leo ficción. Casi no leo otra cosa. No me gusta la realidad: sólo me acerco a los libros de historia, o incluso de ciencias, cuando necesito investigar para una novela o para un cuento que esté escribiendo.
—Es decir, sólo te enfrentas a la realidad para transformarla en ficción.
—Exacto. Incluso, cuando escribo, trato de no ubicar mis historias en ningún sitio real: invento ciudades y pueblos, o, si es que tomo lugares existentes, invento una región dentro de ellos que es completamente ficticia. Y trato de que todo lo que ocurre allí sea también imaginario. En “El libro del silencio”, por ejemplo, creo un espacio en el que incluso el clima y los fenómenos atmosféricos son imaginarios: en esa novela hay, cerca del lugar donde viven los personajes, unos yacimientos de carbón que hacen combustión de manera imprevisible, de modo que las personas pueden incendiarse y arder en cualquier momento.
—¿Los mundos imaginarios te parecen más interesantes que el mundo real?
—Es que el mundo real es un límite, la realidad es un límite. Puedo empezar a partir de allí, pero para ir a lugares imaginarios. Por ejemplo, en la época del virus del ébola, escribrí un relato en el que había una enfermedad que se contagiaba de inmediato, apenas alguien se hacía una herida y sangraba: me interesa ese tipo de imaginación, que no es literatura de terror, pero que está cerca.
—Incendios súbitos y enfermedades que se contagian de inmediato...
—Sí, me interesa crear mundos en los que cualquier desgracia puede ocurrir sin anuncios, de improviso. Mis relatos suelen tener que ver con el miedo de la muerte y la necesidad de la supervivencia. Casi siempre recaigo en esos temas. Yo creo que el arte revela tus obsesiones, que hay cosas que no puedes dejar de ver. Escribiendo, descubres esas cosas: yo he descubierto mi lado trágico, mi lado siniestro. Y mis obras vuelven a ello cosntantemente. Pienso que todos los seres humanos nos especializamos en ver partes del mundo, pero no decidimos qué partes: esas cosas que vemos son nuestras obsesiones. Ser “honesto”, en el arte, ser “sincero”, es mantenerse cerca de esas obsesiones.
—Tú escribes literatura infantil y juvenil, además de tus otras novelas y cuentos. El argentino Pablo de Santis, que también vive en esos dos mundos, dice que él no distingue entre ambos. ¿Tú sí?
—Sí, yo sí. Yo creo, aunque no suene bien decirlo, que la literatura infantil tiene la obligación de dar esperanzas. La otra no. Yo en mis libros que no son infantiles ni juveniles, nunca encuentro esperanzas: mis historias suelen ser trágicas, incluso pesimistas.
—Y tú eres padre de una niña. ¿Has buscado ayuda de ella para escribir tus libros?
—Sí. Una vez le di a mi hija, Fernanda, otros libros que he escrito, como “La valla” y “Mañanario”. Y luego me di cuenta de que la impresionaron mucho, porque son muy duros. Entonces le dije que estaba imaginando una historia sobre un hombre que escribía cuentos y que quería regalarle uno a su hija. Pero el hombre era como un rey Midas que todo lo que tocaba lo convertía en tragedia. Y Fernanda me dijo “esa historia me parece conocida”. Y es verdad, porque así soy yo.
—Se te identifica con la generación del Crack mexicano, que rechazó la idea de la literatura nacional, la necesidad de hablar sobre México, además de rechazar el realismo mágico, etc.
—Sí. Yo no tengo muchas afinidades estéticas con la otra gente del Crack, pero el hecho es que en mi obra puedes descubrir también que soy muy lejano del realismo social o del realismo mágico. Y tampoco siento ninguna necesidad de hablar sobre México. ¿Por qué un mexicano tendría que hablar de México o un peruano del Perú? Yo me siento, como lector, más cerca de escritores como César Aira, o el serbio Goran Petrović, o el austriaco Thomas Bernhard, los escritores obsesivos y los que quieren romper conceptos tradicionales, romper estructuras, romper tradiciones nacionales.
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