Magaly Solier

Una estrella con voz propia

Una cosa que no dejo de preguntarme es la siguiente: quienes acusan indiscriminadamente a Claudia Llosa de racismo, ¿qué cosa piensan de la estrella de sus dos únicas cintas, Magaly Solier?

Ayacuchana de 22 años, con la expectativa puesta en una carrera como cantante, Solier ha actuado en tres películas que sin duda marcan el rumbo nuevo del cine peruano: Dioses, de Josué Méndez, y, con el papel protagónico, Madeinusa y La teta asustada, de Claudia Llosa.

Solier no ha sido, fuera de los sets y las salas de estreno, una comparsa silenciosa: ha ofrecido más de una entrevista, ha confiado a reporteros y críticos su mirada sobre los filmes en que ha trabajado, ha sido, en suma, no el callado ícono de Llosa, sino, en forma plena, una colaboradora más en la creación de ambas películas.

Con mucha más razón que casi cualquiera de los furibundos regañones que maltratan a Claudia Llosa, Solier tiene derecho a reclamarse, ella sí, parte viva de esa zona de la sociedad peruana que Llosa ha tomado como referente en su obra.

¿Por qué, entonces, las críticas nunca caen sobre ella? ¿Por qué, indignantemente, no ha faltado incluso quien diga que Solier es el muñeco de ventrílocuo de la cineasta limeña? ¿Por qué a los renegones les resulta tan difícil aceptar que, entre la directora y la actriz, no obstante la diferencia de su crianza y el medio del que han salido, puede haber un lazo sincero de amistad, cooperación, paridad y fraternidad?

¿Por qué insistir en jerarquizar la relación cuando las personas implicadas, transparentemente, han encontrado una en la otra un socio y un catalizador para sus propias expresiones creativas? ¿Es tan difícil contrariar el prejuicio incluso cuando dos mujeres de dos extremos de la sociedad peruana colocan ante nuestros ojos un ejemplo notable de colaboración y solidaridad que se extiende ya por casi cuatro años?

Hace mucho que se desmoronó, ante los ojos de todos los que quisieron mirar, el cimiento dudoso que servía de base a las teorías subalternistas: la idea de que el llamado subalterno nunca, jamás, tiene una voz que nos alcance, que siempre alguien tiene que asumir su posición y reemplazarlo vicariamente para que su discurso, mediado y filtrado, llegue hasta los demás.

La idea --puramente especulativa y válida sólo para el jugueteo seudo-filosófico-- de que el subalterno no puede hablar porque, cuando lo hace directamente, si su discurso nos alcanza es porque quizá ya no está en su posición original, porque ya no es más un subalterno, esa idea, digo, dejó de existir hace una década por lo menos, cuando se hizo evidente que la teoría no hacía nada por sus supuestos representados, más que quitarles incluso la posibilidad de una expresión propia, directa, personal, su derecho a la individualidad: su derecho a ser quienes son y, también, a elegir ser otros.

Obviamente, Magaly Solier no siente que colabora con un discurso racista, marginalizador y segregacionista; no piensa que participa en una reedición de los viejos prejuicios criollos contra la población andina; no se concibe como un espía y un agente de autodestrucción social o étnica. Yo le creo: ella es parte activa de un proyecto estético que busca repensar el Perú desde nuevos ángulos y a través de nuevas aproximaciones.

Quienes acusan a Llosa y no acusan a Solier, en cambio, expresan sin quererlo el síntoma de su propio racismo: no sienten que Solier pueda ser consciente de sus actos, que pueda reflexionar inteligentemente sobre su posición en la obra de Llosa y del resto de su equipo.

Allá ellos: viven atrapados en el laberinto de sus prejuicios, negándose a ver que hay una serie de posibilidades nuevas de país en este Perú de Llosa y Solier, donde individuos de medios sociales distintos pueden coincidir en una misma visión y darle carne y sangre y echarla a andar, sinceramente, sin masticar los viejos rencores, de cara al futuro.