20.7.06
Un nuevo lenguaje crítico
No creo exagerar con el título de este post: eso es lo que intuyo detrás de buena parte de las extraordinarias novelas gráficas que vienen apareciendo en años recientes.
Ocurre que el cómic ha dividido su historia en vías paralelas, por un lado considerado como distracción infantil o, cuando mucho, humor súbito y sencillo, aun cuando, por otro lado, el cómic fuera uno de los baluartes de la contracultura y la cultura underground en Estados Unidos y Europa, primero, y en países como Argentina y México, muy poco después.
Es difícil hablar del underground americano sin pensar en Robert Crumb, y no menos difícil imaginar la autorrepresentación de la clase media baja y la clase trabajadora estadounidenses sin escritores del medio gráfico como Harvey Pekar, el autor de American Splendor (quien, a diferencia de otros working class icons, como Bruce Springsteen, nunca ha dejado de pertenecer al mundo del que habla).
La larga marginalidad del cómic con respecto a los grandes circuitos editoriales y comerciales, sumada a la fuerza que tomó como lenguaje de la imaginación contestataria americana, en tiempo de los beatniks, en tiempo de los hippies, en el mundo camp, han hecho que el cómic, en gran medida, crezca dentro de unos parámetros propicios a la crítica social.
La virtual desaparición del underground, transformado hoy en una versión meliflua de sí mismo --lo indie-- no ha impedido que el cómic siga alimentándose de reclamos: se ha convertido hoy, en gran medida, en un arte de izquierda, y en una de las pocas formas narrativas en las que todavía parece ser un tema crucial y mayor el asunto del compromiso social del creador.
Ya varias veces me he referido a los cómics de Joe Sacco relativos al problema judeo-palestino y la violencia en los Balkanes; hace no mucho coloqué aquí mismo un post sobre Johnny Jihad, la novela gráfica de Ryan Inzana acerca de la relación ambigua entre los Estados Unidos y los movimientos terroristas del mundo árabe. Antes he escrito sobre las narraciones de Art Spiegelman y el tema del Holocausto.
Desde el progresista moderado Spiegelman hasta el más contestatario Sacco, pasando por el socialismo crítico de Guy Delisle (autor de una excelente novela gráfica que estoy leyendo ahora mismo, Pyongyang: A Journey in North Korea), el espacio del cómic como vehículo para la observación apasionada pero intelectualmente fina de problemas sociales claves en nuestro tiempo se viene marcando cada vez con mayor claridad.
Un ejemplo notable es Deogratias (arriba, derecha), la novela de J.P. Stassen (arriba, izquierda), un relato atribulado y emocional pero, no obstante, construido con precisión de relojero. El libro, lanzado al mercado americano por First Second (editorial que se convierte hoy en el nuevo gran impulsor de la novela gráfica en Estados Unidos), cuenta la historia de un adolescente en Ruanda, Deogratias, un pordiosero desquiciado que se cree perro y delira con el recuerdo borroso de un par de niñas a las que una vez amó pero que ya no están más.
En la medida en que el lector se va enterando de los hechos del pasado que han llevado a Deogratias a la locura, se va involucrando también, vívidamente, en los pormenores cotidianos de una de las más atroces calamidades sufridas por la humanidad en las últimas décadas: el holocausto ruandés que costó la vida de unos ochocientos mil tutsis a manos de soldados y civiles hutus (izquierda), primero, la de unos sesenta mil hutus, después, y finalmente la de otros tres millones de personas en la guerra multinacional que siguió a la masacre interna.
Stassen no se queda en la anécdota personal, pero tampoco la desprecia ni la reduce al papel de ejemplo; ni deja tampoco que su relato se entrampe en la demanda. A la vez que llama la atención sobre el problema ruandés, sobre la desidia europea ante él, sobre el rol vergonzoso del gobierno francés en la evolución de los hechos, se da maña, también, para vincular este problema particular con la larga historia de genocidios africanos cometidos a manos de potencias occidentales, pero no pierde de vista la realidad íntima de sus personajes, extraordinariamente complejos en su construcción.
Como belga que es, además, no desaprovecha la oportunidad de que su relato sea, también, un pedido de perdón por atrocidades pasadas, y una señal para iluminar lo evidente: cuatro millones de africanos perdieron la vida en ese conflicto, en plena década de los noventa, y el resto del mundo prefirió no mirar.
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