29.7.09

Moderno, cosmopolita e iletrado

¿Y si la modernización tuviera que comenzar por el principio?

El Cusco es sin la menor duda una de las ciudades más cosmopolitas del Perú; la única en que se siente de inmediato la presencia de extranjeros y locales, capitalinos y provincianos, pequeños comerciantes y empresarios inmigrados, que dan forma a una urbe múltiple, cada vez más multilingüe, cada vez más abierta a todo tipo de influencia, cada vez más incierta y cambiante.


Al mismo tiempo, de manera poco menos que paradójica, es una ciudad políticamente inclinada hacia el balcón del nacionalismo humalista, y con ello a su discurso, que es una forma de chauvinismo, de xenofobia y de provincianismo a rajatabla.


Muchos cusqueños creen de manera intuitiva y pragmática en las virtudes del cosmopolitismo, pero siguen reaccionando visceralmente ante la realidad palpable de que el sur peruano está olvidado, marginado, mirado por sobre el hombro y acaso despreciado por el ojo del poder central.


Ven el auge del turismo como algo que han logrado ellos, y a la marginación secular del sur como responsabilidad limeña, del Estado y los sucesivos gobiernos. Entienden a Humala como alguien que podría transformar lo segundo sin afectar lo primero, lo cual, por supuesto, es más que dudoso.


En el Cusco hay una sola librería rescatable, la que administran, si no lo entiendo mal, La Familia y el Instituto Bartolomé de las Casas (y a esta última institución se debe la subsistencia de la única biblioteca interesante en la ciudad).


Todas las demás librerías, exceptuando a las que se abastecen totalmente de ediciones piratas, venden sobre todo volúmenes en inglés, francés, alemán e incluso portugués. Los libreros cusqueños presuponen (o peor aún: confirman y saben) que sólo hay negocio en vender libros a turistas, porque los peruanos no leen, y eso incluye a los que llegan desde Lima.


En el Cusco, actualmente, se presenta una sola pieza teatral, Paukartanpu, del grupo Kusikay. Es una pequeña obra inspirada formalmente en el mundo del circo y la danza (un poco a lo Cirque de Soleil, enormemente más modesto) y también en la tradición andina. La pieza no tiene diálogos, porque su director supone que su público objetivo es, también, foráneo.


Félix Reátegui me hace notar que el Aeropuerto Jorge Chávez, de Lima, es probablemente el único gran terminal aéreo internacional que no ofrece una librería siquiera decente a sus pasajeros. Lo han modernizado, eso sí. De hecho, ahora es un bello y cómodo aeropuerto. Pero, como dice Félix, parece que en el Perú "modernizar" implica, aunque sea lateralmente, derribar y desaparecer librerías o cosas similares.


Tampoco hay librería en el aeropuerto del Cusco.


Y no hay cine alguno respetable en la vieja capital imperial. Les pregunto a dos cusqueños al respecto y me dicen que la gente alquila películas pirateadas y las ve en casa. Una frase se me queda en la cabeza: "El cine ya no es novedad, ha pasado de moda".

Lucho Nieto Degregori me dice que en el Cusco hay un cineclub casero, que pasa películas informalmente, en DVD, en la pantalla de una tele.


Por algún motivo, todo esto me hace recordar cuando, a fines de los 90s, el diario El Comercio, en el que yo trabajaba, se sometió a un carísimo proceso de rediseño a cargo de una empresa consultora española. Parte del resultado fue reducir a cenizas la gruesa sección de internacionales que en el pasado ocupaba casi un cuerpo entero del periódico.


La otra medida notable de la "modernización" de El Comercio implicó la virtual desaparición de su sección cultural, que pasó a ser una especie de bebe nonato extraviado en las entrañas del cuerpo C del diario, entre noticias sobre Britney Spears, la moda en Hollywood y el mundo de la malnutrida farándula peruana.

Hace poco pasé tres semanas en Brasil. En Rio de Janeiro hay librerías que permanecen abiertas las 24 horas, que sirven café durante la noche y en cierto momento presentan música en vivo.


Rio es una megalópolis, eso está claro: difícilmente resulta comparable con alguna ciudad peruana, menos aún con una de provincias.

Pero a cuatro horas de Rio está Parati, una ciudad infinitamente más pequeña que el Cusco, y que, a pesar de ser turística, recibe mucho menos viajeros que Lima o Cusco. En Parati, sin embargo, hay al menos tres buenas librerías, que venden ediciones de todo el canon de lengua portuguesa y una selección notable de autores brasileños contemporáneos. Y hay un festival internacional de teatro y la famosa Fiesta Literaria, cada año en julio.


El Cusco es una ciudad hermosa y sui generis, acaso única en el mundo; su industria turística florece, los hoteles abundan y son cada vez más bellos, hay restaurantes de todo tipo en cada cuadra del casco antiguo y no pocos fuera de él.


Es bastante limpia, tiene una lógica propia, es acogedora, descubre secretos en cada esquina, resulta apasionante, invita a regresar e incluso a quedarse. Comparada con la ciudad que vi en mis cinco viajes anteriores al Cusco, en los últimos veinticinco años, la urbe de hoy está evidentemente mejor equipada para recibir y acomodar.


Y tiene otros puntos cada vez más altos: a la restauración de los monumentos históricos se suman la proliferación de museos bien mantenidos (el notable Museo de Arte Precolombino); el auge de visitas de académicos ligados al mundo de la historia, la antropología, la sociología, la arqueología; el crecimiento de los campus universitarios; la actividad de algunos escritores y músicos, el mantenimiento de la tradición de los Mérida y los Mendívil, etc.


No se nota, sin embargo, que una vez traspuesto el centro histórico las cosas hayan cambiado mucho para mejor: la pobreza reina, la vida sigue siendo endeble y difícil, precaria: las calles sin asfaltar abundan, muchas zonas carecen de agua y de luz, las barriadas crecen sin concierto, trepan los cerros circundantes y empiezan a declinar por la otra ladera.


Quienes piensan que basta con la inversión privada y la abundancia de divisas circulando en una región para que los marginados salgan del rincón al que se les ha empujado, están en un error que el Cusco demuestra visiblemente: una modernización caótica también puede circular por compartimentos estancos, cerrarse en circuitos herméticos, arrimar más allá a quienes ya estaban abismados desde antes.


La modernización estrictamente comercial, la que se deja confiada al establecimiento de nuevos negocios y nuevas empresas, no necesariamente conduce a la promoción de eso otro de lo que el Cusco parece carecer, todavía, en enorme magnitud: la producción y la distribución de una cultura contemporánea, que yo --acaso, quién sabe, por malformación profesional-- sigo viendo ligada a los libros, las librerías, las bibliotecas, las galerías, los teatros, los cines, las facultades de humanidades, de artes, cosas así.


Pero claro: no hay lugar para ello en un mundo en que la educación escolar sigue siendo, para el Estado, una entenada que uno mantiene de mala gana, en la que se invierte una miseria que multiplica la miseria previa en lugar de corregirla, y a nombre de la cual se hacen pobres campañas de alfabetización que son apenas un remiendo en un tapiz infinitamente agujereado.

Corregir eso es la única manera de comenzar una modernización que provoque el establecimiento de una verdadera forma de modernidad.

27.7.09

Medida áurea

Sobre unas declaraciones de Mario Vargas Llosa

En la Universidad de Granada, al recibir un doctorado honoris causa, Mario Vargas Llosa ha dado un discurso que los cables resumen a su mínima expresión. No puedo, entonces, comentar el discurso, pero sí las ideas centrales que las noticias esquematizan.

Vargas Llosa ataca al multiculturalismo, que describe como un resultado de la corrección política, y hace lo mismo con las formas de relativismo que evaden la jerarquización de los gustos estéticos.

Es bueno notar, desde un principio, que, en contra de lo que dice el novelista, el multiculturalismo no es un resultado de la corrección política: la corrección política, más bien, fue concebida como un mecanismo instrumental para dotar a los individuos de diversas procedencias dentro de una misma sociedad de unas mismas probabiliadades de acceso a sus circuitos; la idea era proporcionar a las minorías segregadas unas ciertas rutas de ingreso de las que antes carecían.

Vargas Llosa debería saber que ésa era una idea esencialmente liberal: el convencimiento de que sólo una vez que todos los miembros de una sociedad tuvieran similares posibilidades de acceso e interacción dentro del mundo en que habitan podría decirse que tienen idénticos derechos y semejantes posibilidades de competencia.

Alguien que, como Vargas Llosa, aboga por la inclusividad y, es más, por la asimilación cultural, debería también saber que algo tiene que hacerse desde el poder, desde el centro de las sociedades, para que esa inclusión y esa asimilación se produzca de manera real, venciendo las viejas costumbres y los viejos automatismos de sociedades que fueron construidas sobre la separación de estamentos, la marginación de etnias y la segregación de grupos culturales.

Y debería detenerse a pensar en cuáles han sido las consecuencias históricas de considerar a unas culturas como superiores a otras: conquistas, explotaciones, genocidios, expoliaciones, esclavitudes, servidumbres. Debería evocar la imagen del culto sacerdote español que leía proclamas en una lengua extraña ante los indios y luego se arrodillaba a rezar mientras sus compañeros de viaje los sojuzgaban o, simplemente, los masacraban: ese sacerdote era más culto que sus víctimas, sin duda, sabía varias lenguas, leía y escribía, provenía del gran centro de la cultura.

¿Pero no sería su sola violencia suficiente razón para dudar sobre la superioridad de su cultura o, al menos, sobre cualquier idea moral o ética que se quisiera adscribir a la atribución de ese rasgo de superioridad?

¿Por qué se sorprende o se indigna Vargas Llosa de que la noción de la superioridad de ciertas culturas sobre otras sea vinculada por algunos de sus críticos con el peligro racista? Todas las nociones conocidas de racismo empiezan por concebir a los miembros de una determinada raza no sólo como inherentemente más sofisticados, inteligentes y civilizados que los miembros de otras, sino también como más buenos y más bellos. Eso pensaban los racistas españoles en la colonia, los belgas en el Congo, los nazis en el Holocausto.

Vargas Llosa reclama que hoy es cada vez más difícil asegurar cuándo un objeto es bello, e incluso qué cosa es la belleza misma, y que eso se debe a la aceptación de la multiculturalidad y al relativismo de la corrección política.

Hay, por supuesto, una enorme confusión en ello: la multiculturalidad no niega la mayor maestría estética de unos creadores sobre otros ni la superior jerarquía artística de unas obras sobre otras. Una Pacha Mama de Hilario Mendívil sigue siendo superior a una Pacha Mama cualquiera de algún mercadillo de Petit Thouars.

Al mismo tiempo, el hecho de que una Pacha Mama de Mendívil sea infinitamente más rica, compleja y significativa que una escultura rutinaria de Iglesia Europea nos debe dar a entender que la escultura europea no puede verse en bloque como superior a la escultura del neobarroco andino contemporáneo.

¿Eso, acaso, quiere decir que proviene de una cultura inferior?

Lo que el multiculturalismo niega es que todo el arte universal deba ser juzgado de acuerdo a los patrones estéticos de una sola cultura (la europea, esa enorme abstracción) que se erija, así, en una suerte de número áureo para tomar las medidas de la belleza de objetos creados fuera de sus patrones.

Y lo mismo va, andando más allá de las fronteras del arte, para los demás territorios de lo cultural.

Borges escribió un relato pequeñísimo que era una reflexión sobre el tema de la mentirosa superioridad de unas culturas sobre otras (o de unos objetos culturales sobre otros). Se llama "Los dos reyes y los dos laberintos".

Un rey babilonio construye un complejísimo laberinto y encierra en él a un rey árabe. Tiempo después, el rey árabe se cobra la venganza liberando al babilonio en un laberinto diferente: "la mitad del desierto". El espacio más sencillo, silvestre y rudimentario puede ser infinitamente más complejo que el espacio más sofisticado y difícil.

¿Desde qué lugar se comprenden ambas formas de sofisticación? Para Vargas Llosa la respuesta es obvia (está explícita en casi todos sus ensayos, implícita en la mayoría de sus novelas): desde la tradición más eminentemente occidental.

La fácil certeza de esa respuesta es visiblemente sospechosa. Cualquier respuesta que aspire a ser inteligente debería tomar los diversos mundos culturales no sólo como objeto de observación sino también como lugar para la observación. El multiculturalismo puede, sí, generar infinitas miopías, pero al menos tiene más ojos que su opuesto, el monoculturalismo.

Y si el precio del multiculturalismo es la evanescencia o la disolución de una noción mecánica, inmediata y facilista de "belleza", me parece un precio pequeño al lado de sus beneficios: la casi infinita expansión y complejización de nuestra capacidad para captar otras formas de belleza, otras maneras de sofisticación, otros caminos de exploración estética, artística, cultural, y, con ello, la reivincidación social de quienes los producen.

También hubo un tiempo en que todo el género de la novela fue visto como secundario, inferior, barato y descartable, y el novelista como un escritor marginal, sin talento para las grandes empresas (la tragedia, la poesía lírica, por ejemplo). Gracias a Dios, para Vargas Llosa, esa idea se derrumbó, y, como mostró un crítico al que, si no recuerdo mal, Vargas Llosa es aficionado --Marcelino Menéndez Pelayo-- no poco tuvo que ver en ese cambio, en la tradición hispana, la aceptación de modelos literarios marginales, minoritarios y antes menospreciados, provenientes de otras culturas.



26.7.09

El rabo y la paja

Mean, Meaner (y Mean Mini-Me): Lúcar, Ortiz y Miyashiro


En el programa de Nicolás Lúcar se denuncia una terrible red de prostitución infantil.

Otro informe transmitido inmediatamente antes por ese mismo programa cuenta, muy de pasadita, que el peluquero Marco Antonio tenía la costumbre de sostener relaciones sexuales con chicos menores de edad a cambio de dinero y que uno de esos chicos había sido quien años más tarde se convirtió en su asesino.

A Nicolás Lúcar, sin embargo, no le parece sensible el vínculo: habla del informe sobre la prostitución infantil con tono de acusación, protesta e indignación. A Marco Antonio, en cabio, se refiere hagiográficamente: que el peluquero haya prostituido a menores, como sus propios periodistas afirman, no parece perturbar a Lúcar ni a nadie.

Por otra parte, Beto Ortiz pone el grito en el cielo: no es posible que un medio haya dado a conocer públicamente la condición de VIH positivo de Marco Antonio. Eso viola los derechos del desaparecido empresario, derechos que no desaparecen al fallecer el individuo, y viola específicamente una ley de protección de la intimidad que prescribe que sólo la víctima de VIH puede revelar que lo es.

Unos días antes, el mismo Beto Ortiz (Miyashiro es mantequilla) ha revelado en televisión el contenido del blackberry de Marco Antonio, haciendo referencias a llamadas, agendas y a textos encontrados en la memoria del sofisticado telefonito, y ha colocado en pantalla la pantalla del aparato ajeno, permitiendo que cualquier extraño lea parte de su contenido.

¿Lúcar no podría indignarse contra todos los que promueven la prostitución infantil? ¿Ortiz no podría denunciar todas las violaciones de la privacidad ajena, en vez de denunciar solamente las cometidas por su competencia? Más fácil: si va a denunciar esas violaciones ajenas, ¿no podría abstenerse de cometer él mismo al mismo tiempo otras similares?

Podrían, pero tendrían que dejar de ser Nicolás Lúcar y Beto Ortiz. Necesitarían de una moral que les diera vida real a sus poses moralizantes, las más inverosímiles, chatas y mentirosas que cualquier señal electrónica pueda transmitir.

18.7.09

Cuzco/Cusco

Otro viaje, otra ciudad

Mi cuarto día en la antigua capital inca. Una ciudad extraña, vital, que ha crecido mucho y sin embargo no parece haber superado sustancialmente su pobreza. En estos días postearé algo desde aquí.



12.7.09

Evidente

Pero igual hay que seguir diciéndolo

Al principio de mi visita al Perú sólo había una noticia: el asesinato de Alicia Delgado. Aunque más de tres decenas de personas habían muerto en Bagua apenas unos días antes, esa otra noticia ya no parecía relevante.

Tampoco la (potencialmente escandalosa y definitivamente descarada) salida de la cárcel de Rómulo León ha sido mucha noticia. De alguna forma misteriosa, la salida de la cárcel de la modelo Malú Costa atrajo mayor atención en su momento.

El horrible asesinato de Marco Antonio y la tristísima agonía de Micky Rospigliosi: ambos casos parecen merecer, en los medios peruanos, no sólo el seguimiento, el interés y la empatía que son comprensibles, sino una cobertura que desaparece cualquier otra noticia que tenga (digámoslo, aunque suene mal y sea duro) una relevancia mayor para el país.

Hace mucho tiempo los peruanos vivimos con una frase común en nuestro léxico: cortina de humo. Lo malo es que, como en el caso de tantas otras oscuridades de nuestra sociedad, parecería que con señalarlas, basta. Ya no importa lo más obvio: desmontarlas y quitarles nuestra atención.

No es raro. Cuando yo salí del país, había una larga lista de ovejas negras del periodismo: los tentáculos de la corrupción de Fujimori y Montesinos, por un lado, y, por otro, los célebres desconfiables, los amarillistas de escrúpulos microscópicos.

Todos ellos, fujimoristas de siempre / alanistas de hoy, son ahora los encargados de hacernos creer que los sucesos cruciales en el país son los casos criminales y las circunstancias más lamentables del mundo del espectáculo (mundo que, por otra parte, cada vez parece más difícil distinguir del hampa).

¿Nicolás Lúcar? ¿Mónica Delta? ¿Periodistas confiables? ¿Hay que escucharlos predicar moral y humanidad?

Beto Ortiz y Aldo Miyashiro se quejaron durante diez días de que ya se venía la salida de Rómulo León de la cárcel mientras la prensa sólo hablaba de Alicia Delgado y Abencia Meza. Incluso sugirieron que la información policial sobre este último caso la alimentaba el gobierno.

Pero eso no impidió que el de Ortiz y Miyashiro fuese el programa que más amplia, obsesiva ¿y obedientemente? se entregó por completo a ese tema, olvidando cualquier otro. Hasta que ocurrió la muerte de Marco Antonio.

Sólo falta que el mejor camuflaje para quienes difunden las cortinas de humo sea denunciar cortinas de humo. ¿Otra vuelta de tuerca? ¿Laura Bozzo ha muerto y se ha reencarnado en casi toda la televisión nacional?

Lo que pasa en la tv (y no sólo en ella) es sistemático. Prácticamente todo el periodismo televisivo se ha convertido en periodismo de espectáculos. Y pasmosamente se han confundido lumpen, farándula y showbizz: ahora, toda crónica es crónica de espectáculos y la crónica de espectáculos es crónica roja. Y lo demás deja de existir.

También la esfera política se ha lumpenizado hasta lo indescriptible, eso es evidente y ocurrió desde hace mucho tiempo. Pero esa esfera tiene formas de controlar y manejar a los medios, que a su vez se prestan a ello, jubilosos y alineados.

Incluso el poco análisis político que sobrevive parece transformarse siguiendo el mismo patrón. Se parte de aceptar la mugre de la corrupción y la criminalidad como la norma de la política, y luego, cuando se practica una blandengue forma de denuncia, ella no tiene más fuerza que la que tiene el chisme en un programa tipo Magaly Medina, es decir, una fuerza trivial, inscrita dentro del mismo círculo vicioso que dice denunciar.

Y en medio de todo esto, Alan García desarma su gabinete y lo vuelve armar, igualito pero peor, con los mismos monigotes pero con máscaras más feas, y con más apristas corruptos por todas partes. ¿Total? El país está pensando en otras cosas. Es obvio, pero igual hay que decirlo. El problema es que también habría que impedir que siguiera corriendo ese carrusel.

Y el caballito principal del carrusel, el fatídico y semioculto, es el de las próximas elecciones: se escucha con frecuencia un lamento relativo al posible éxito de las candidaturas de Ollanta Humala y Keiko Fujimori: mocos y babas. Parfecería imposible esperar que una propuesta política decente, pragmáticamente aceptale e ideológicamente consistente, se abriera paso en este escenario.

Sobre todo porque, a estas alturas, poco hay en el Perú que diferencie a su esfera política de una variante de caudillismo al estilo decimonónico: la gente no piensa en tendencias políticas ni en ideas, ni en propuestas generales, ni en proyectos nacionales ni en giros históricos: piensa en nombres propios y personalidades; adscribe representatividad no a los colectivos sino a dos o tres individuos, con lo cual, irónicamente, se saca a sí misma del juego democrático (y lo asfixia y elimina).

Y elige mayoritariamente para ese papel a sujetos sospechosos, o probadamente corruptos, o de una ejecutoria oscura cuando no insultante por su violencia y su suciedad pasada o latente. Parece que todos quisiéramos seguir el camino que ha ensuciado a los medios, que quisiéramos sumergir al país enteramente en esa corriente.

Estamos peligrosamente cerca de convertirnos en un país que abandone las ideas por entero y se entregue completamente a una forma pasional y apasionada de la amoralidad. Estamos transformándonos en un país que es una pura crónica policial.

10.7.09

Ballet de Londrina

"Para acordar os homens e adormecer as crianças"

Para no perder la onda brasileña, les recomiendo que vayan al Icpna de Miraflores este sábado (7:30 pm), para la última función de una excelente pieza de danza contemporánea montada por el Ballet de Londrina, Brasil.

La coreografía se llama Para despertar a los hombres y dormir a los niños (Para acordar os homens e adormecer as crianças), y es una pieza diseñada con la aparente simplicidad de unos pocos elementos fuertemente sugerentes.

Los diez bailarines paranaenses muestran una sorprendente homogeneidad en su talento interpretativo y una naturalidad que potencia la principal de sus elecciones técnicas: es una variante de danza en la que el movimiento de cada uno se apoya en la fuerza, la inercia, el desplazamiento e incluso la oposición de los demás.



La obra confía claramente más en la posibilidad de transmitir una serie de emociones que en la de proponer un conjunto de ideas. Eso no la hace más abstracta, sino, por el contrario, directa y comunicativa. El asunto es una variedad de sensaciones evocativas de relaciones humanas afectivas, de pareja o familiares en general.


Hoy, la sala del Icpna (que es pequeña) estaba medio llena: en una ciudad con pocas actividades culturales de un nivel tan importante, eso es sin duda una lástima y no debería ocurrir.


8.7.09

Constelaciones

El peligro del latinoamericanismo precoz
El viaje por Brasil volvió a despertar en mí la misma pregunta que me rondó hace unos años, cuando escribía la tesis doctoral y leía los ensayos de Roberto Schwarz: ¿cuán apropiado es pensar a Brasil como parte de la literatura latinoamericana?

Mejor aún y más delicadamente: ¿de cuántas maneras y con qué amplitud tendríamos que transformar el relato histórico de nuestra tradición si hicieramos un esfuerzo real, y no formulaico, por introducir lo brasileño como un componente plenamente funcional de esa historia?

Los brasileños tienen sus propios relatos de conquista, su propia literatura colonial, la tradición diferente de su monarquía y de la llegada del liberalismo, sus propias e idiosincrásicas emanaciones de la ilustración y del positivismo.

Mientras la novela hispanoamericana del siglo diecinueve se debatía en romances de amor interracial calcados del romanticismo francés y del norteamericano, la brasileña proponía un naturalismo plenamente moderno y se preguntaba por cosas infinitamente más allá del margen de la construcción nacional.

Cuándo Gómez de Avellaneda y Jorge Isaacas seguían tropezando con las especulaciones sobre la hibridación del romance interracial en clave de amor prohibido, Machado de Assis --en nouvelles sorprendentes como El alienista-- se preguntaba sobre la arbitrariedad de la línea divisoria entre cordura y locura y acerca de la naturaleza arbitraria y socialmente determinada de la enfermedad mental.

Cuando, entre 1953 y 1955, el mexicano Juan Rulfo publicaba sus dos libros brillantes sobre la violencia de la soledad y el abandono del desierto, sobre el aislamiento fantasmal que implica la pertenencia a una cultura tradicional en pleno avance de la no menos opresiva modernidad, ya había fallecido el brasileño Graciliano Ramos, su primo hermano literario, que desde décadas antes había reflexionado con armas similares y obsesiones parecidas sobre los mismos temas en el sertón nordestino del Brasil, en novelas imprescindibles como Vidas secas.

Se me dirá: saltando las más gruesas diferencias, la historia de Brasil es fundamentalmente similar a la del resto de América Latina. Se me dirá: se trata, después de todo, de un país americano, de pasado indígena y migración forzada por la esclavitud, con una metrópoli ibera y un dominio de Estado e Iglesia, con una independencia criolla y una historia de problemas postcoloniales, dictaduras de izquierda y derecha, inestabilidad política, etc.

O se me dirá: la historia del Brasil es fundamentalmente distinta de la historia del resto de la región. Se me dirá: introducir a Brasil en el campo y rediseñar el relato histórico latinoamericano para que los rasgos del gigante oriental reciban la atención debida implicaría un ejercicio artificioso. Se me dirá: mejor es reconocer las diferencias de Brasil (otra lengua, una monarquía propia, una república tardía, un gran Estado federal, unas rutas mucho más abiertas de mestizaje, migraciones diferentes, etc) y no forzar las explicaciones.

De acuerdo. Pero sigue habiendo un problema. Si esas son razones para escribir la historia de la literatura latinoamericana al margen de Brasil, ¿no se pueden aducir razones similares para escribirla al margen de, digamos, Cuba, Argentina o Panamá?

¿Se puede diseñar la historia de las letras latinoamericanas sin empezar por reconocer las hondas diferencias de cada historia nacional? ¿Al construir un relato general de lo latinoamericano, no se relegan momentos idiosincrásicos de cada nación porque no alcanzan a influir en las otras, o, viceversa, se los acentúa como si fueran relevantes para toda la región cuando su importancia es estrictamente local?

Pienso, una vez más, en el ensayo de Gustavo Guerrero sobre el cual escribí en el post anterior. Encuentro problemática la pregunta sobre las direcciones de la literatura latinoamericana porque me parece que la interrogante misma nos fuerza a pensar, quizá artificial, quizá artificiosamente, en rasgos generales y compartidos, y a olvidar los que tienen una explicación local, propia de cada tradición nacional, heredada de coyunturas particulares.

Digamos nombres, para anclar la discusión. Piglia, por ejemplo, es enormemente idiosincrásico y personal, diferente, si uno lo compara con otros autores clave de las letras latinoamericanas de hoy. Pero es mucho menos insular si uno lo piensa en relación con Néstor Sánchez, Juan José Saer, Abelardo Castillo, Pablo de Santis. Y, transparentemente, empieza a adquirir aire de familia si uno lo coloca en la rama del árbol de la que provienen Eduardo Ladislao Holmberg, Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges.

Antonio José Ponte no parece menos aislado y distinto en la comparación si nos atenemos a mirar las puntas del iceberg estrictamente contemporáneo y a buscarle similitudes con peruanos y bolivianos. Sin embargo, sus libros parecen cobrar un sentido diferente y, sí, mucho más tradicional y genealógico, cuando pensamos en Lezama Lima e incluso en ciertos híbridos de ensayo y narración de autores como Carpentier.

Piglia y Ponte, dos escritores decididamente cruciales en la narrativa de hoy en la regón, han dedicado gran parte de su trabajo ensayístico a preguntarse sobre la tradición literaria de sus países: Macedonio, Borges, los años de Gombrowicz en Argentina, son los temas más queridos de Piglia. Los "origenistas" lo son para Ponte. ¿Qué derecho tendría la crítica a desligar a esos autores de su más reconocido y reconocible vínculo con la historia de las letras de su tierra?

Hay, entonces, un peligro notorio en preguntarse precozmente acerca de las líneas maestras de la narrativa latinoamericana sin preguntarse antes por las líneas maestras de cada literatura nacional. El peligro está en crear una explicación ahistórica, desarraigada, sin pies sobre la tiera, artificiosa y superficial.

Eso es lo que ocurre cuando suponemos (como muchísimos críticos hacen, en la práctica) que la literatura latinoamericana está conformada por las obras de aquellos autores que alcanzan una lectoría internacional, un cierto reconocimiento regional o metropolitano, con España como gran catalizador. Cuando se hace eso, se condena inmediatamente a los demás escritores, cuyo mérito artístico, estético, ideológico, intelectual, puede ser igual o mayor, a formar parte de esas cada vez más borrosas y menos importantes ligas de la serie B que son las literaturas nacionales.

La consecuencia más absurda es la siguiente: tenemos autores que parecen cruciales en una literatura nacional (Ribeyro, Loayza, Reynoso, Gutiérrez, Colchado, Rivera Martínez, para poner ejemplos peruanos) pero que a la vez son siempre o casi siempre obviados por quienes piensan a nivel latinoamericano.

Tenemos autores de mucha menor importancia nacional y que son, sin embargo, mucho más mentados en la otra liga, no en función de su originalidad, su poder expresivo o su aporte estético, sino en funciòn de su reconocibilidad, que muchas veces tiene poco que ver con su impronta real en la marcha de la tradición o en el quehacer artístico o intelectual del medio del cual provienen.

Las ansias de crear un gran relato latinoamericano se estrellan constantemente con autores sui generis, especiales, diferentes, inubicables. Mi hipótesis es que son esas ansias de un gran relato las que inventan la inexplicabilidad de tales autores.

Porque, claro, supongamos que mañana los libros de Óscar Colchado se volvieran familiares para los lectores latinoamericanos. ¿Cómo podrían no parecer insólitos e inusitados esos libros ante los ojos de lectores que nunca han leído a Arguedas, a Scorza, a Rivera Martínez, a Rosas Paravicino, etc.? Es cuando se anula la dimensión nacional de la tradición que los autores "latinoamericanos" se vuelven insospechados, raros, inesperables. Así, casi cualquier explicable escritor nacional es en potencia un inexplicable autor latinoamericano.

Otra consecuencia de la artificialidad de los recuentos panregionales que olvidan la dimensión nacional es la anulación de los fenómenos locales. La novela peruana de la violencia política, por ejemplo, se pierde como fenómeno y se reduce, internacionalemente, a las obras disímiles de Alonso Cueto y Santiago Roncagliolo; la novela de la postdictadura chilena se localiza en Roberto Bolaño; la novela de la dictadura argentina se vuelve Piglia y un par de nombre más.

En ese ejercicio de simplificación, no es sorprendente que las obras de estos escritores acaben por cobrar una apariencia de casos únicos, y, poco a poco, el panorama de la literatura latinoamericana se va convirtiendo en una colección de ornitorrincos, o en un haz de estrellas solitarias en lugar de una constelación de astros, continuidades, relaciones: nos gana la mentirosa impresión de que Bolaño, Fadanelli, Ponte, Zambra, el cubano Gutiérrez, Paz Soldán, Bellatín, Fuguet, el colombiano Vallejo, Thays, Cueto, Volpi o Pauls han nacido en el aire, en la nada.

Y, por otro lado, todas las literaturas de las tradiciones nacionales latinoamericanas que tengan que ver directamente con la interculturalidad y la transculturación desaparecen: el postindigenismo andino, el centroamericano, el mexicano, se evaporan ante la buscada homogeneización de lo latinoamericano, como si el tema se hubiera congelado en Arguedas, o, mal entre males, en Rigoberta Menchú; como si la literatura peruana o la boliviana o la ecuatoriana hubieran abandonado el impulso de pensar en sus propios procesos sociales con los procesos todavía en marcha.


4.7.09

Propios como ajenos

Sobre un artículo de Gustavo Guerrero

Echándole una mirada al blog de Iván Thays, llego a un artículo de Gustavo Guerrero, publicado en la revista Letras Libres bajo el título Crítica del panorama.

El ensayo de Guerrero --vasto de expectatvas y sólido en sus referencias-- tiene como centro la formulación de una pregunta: ¿existe un rasgo o un conjunto de rasgos que alcancen para definir la línea maestra y la dirección en la que marcha la literatura latinoamericana contemporánea?

En respuesta a su propia interrogante, Guerrero sostiene que, a diferencia de lo ocurrido en los años del boom y las décadas inmediatamente posteriores, el paisaje de la literatura regional hoy no puede explicarse en términos "totalizadores", dado que se han diluido hasta desaparecer los dos "metarrelatos" cruciales que le daban forma:

"Me refiero, por un lado, al metarrelato revolucionario que encarna en aquel
momento la Cuba de Castro, la narrativa marxista que hace de la literatura
latinoamericana la vanguardia estética del combate político por la emancipación
continental. Y me refiero, por otro lado, al metarrelato de lo real maravilloso
o el realismo mágico, la narrativa cultural que ve en esta variante del género
fantástico el punto final del largo viaje de la literatura latinoamericana en
busca de una identidad colectiva. Ambos relatos, que tuvieron antaño el poder de
reunir una multiplicidad de autores y de obras bajo un solo principio, hoy han
perdido buena parte de su prestigio, de su fuerza descriptiva y su capacidad
aglutinadora".
Quiero formular unos pocos reparos. El primero y más evidente es que el ensayo de Guerrero (como ocurre en mucha crítica con creciente asiduidad) se refiere de forma constante a "la literatura latinoamericana" pero jamás considera ni evalúa otra cosa que no sea la narrativa hispanoamericana de ficción. Si el tema que se discute es la posibilidad de una mirada panorámica, mal se hace en recortar el paisaje de manera tan arbitraria.

Mi segundo reparo: el llamado "metarrelato revolucionario" del proceso cubano sirvió de aliento retórico y objetivo idealista sólo para un cierto sector de las letras latinoamericanas, y apenas por un periodo breve de tiempo.

Sería ocioso recurrir a las cronologías para hacer notar cuán pronto el romance se deshizo, y con qué celeridad la figura de Castro pasó de ser un aglutinante a transformarse en una línea divisoria: no ocurrió ayer, sino cuatro décadas atrás.

La fe en la revolución castrista no es precisamente un rasgo que haya animado la obra de Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante, Virgilio Piñera, Reynaldo Arenas o Heberto Padilla, para mencionar únicamente a autores cubanos activos en aquel periodo y, la mayoría de ellos, sólidamente axiales en cualquier panorama de las letras hispanoamericanas del siglo pasado.

Tercera observación. El realismo mágico y lo real maravilloso --que son cosas distintas y, por tanto, no configuran un mismo "metarrelato"-- no han sido nunca rasgos generales, ni mucho menos los rasgos cruciales, de las letras latinoamericanas, ni siquiera en el momento de mayor auge de la imaginación fantástica regional, e incluso a pesar de ser los modos literarios más plenamente identificados con nuestra tradición en el resto del planeta. Es más: adscribir enteramente las obras de autores como García Márquez o Juan Rulfo a alguna de dichas poéticas sería ya un ejercicio de simplificación y una parcialidad.

A cuento viene algo que he escrito ya muchas veces: el realismo mágico no fue recusado recién cuando se produjo la aparición de McOndo o el Crack, tal como la crítica circunstancial y la autobiografía de algunos escritores insiste en repetir. El mismo García Márquez había abandonado el proyecto del realismo mágico mucho antes de que los autores de McOndo y el Crack hicieran siquiera sus primeros intentos literarios.

Esto para no mencionar un hecho todavía más transparente: que García Márquez fue el único escritor del boom cuya obra transitó parcialmente por el camino del realismo mágico, ruta notoriamente irrelevante en el trabajo de Vargas Llosa, Cortázar o Cabrera Infante, y apenas mínima y lateral en el de Donoso o Fuentes, de modo que inclusive si uno cometiera el pecado de reducir la literatura latinoamericana del siglo veinte al póker de ases de la novela del boom, la centralidad del realismo mágico estaría nublada de dudas.

En resumen, la crítica que habla del "metarrelato" revolucionario y de las poéticas del realismo mágico y lo real maravilloso como rasgos ubicuos y "totalizadores" de las letras latinoamericanas en cierto momento histórico (la segunda mitad del siglo veinte), no está formulando una constatación veraz, sino una generalización arbitraria e inconducente. ¿Por qué, entonces, seguir dándole crédito al error?

Esto que digo puede ser un truísmo para muchos, pero no es poco importante. Si Guerrero encuentra que la diferencia central entre las generaciones pasadas y la contemporánea es detectable, precisamente, en el hecho de que las actuales hayan abandonado cualquier fe en los mencionados "metarrelatos", constatar que esos "metarrelatos" tampoco fueron rasgos generales ("totalizadores") en su tiempo nos deja sin diferencia alguna detectada.

Se insiste en afirmar (lo hace, por ejemplo, Iván, en su comentario al artículo de Gustavo Guerrero) que el rasgo distintivo de la nueva literatura frente a la anterior es su pluralidad. Eso me parece injusto y sesgado: pocos momentos de las letras hispanoamericanas han estado tan poblados de disidentes y alternativos como las décadas que antecedieron al boom, o que lo siguieron inmediatamente o coincidieron con él: el tiempo de Levrero y el segundo Borges, de Bioy Casares y Sabato, de Hinostroza y Pizarnik, de Caicedo y Lamborghini, de Mujica Láinez y Di Benedetto, de Armonía Somers y Jorge Ibargüengoitia, de Rodolfo Wilcock y Blanca Varela.

Intuimos que alguna diferencia existe entre aquellos periodos y los más recientes, sí, pero no la logramos señalar. Por un lado, el realismo mágico no explica la poesía de Paz, lo real maravilloso no entiende la narrativa de Ribeyro, ni el socialismo populista ni el marxismo heterodoxo comprenden a Onetti, y la filiación procubana no existe en las páginas de Eielson.

Por otro lado, Bellatín y Rey Rosa son muy distintos, como dice Guerrero, y es verdad que Zambra, Ronaldo Menéndez y Antonio José Ponte son disímiles hasta el colmo. Pero de ninguna manera son más distintos entre sí que Monterroso y Walsh, Arguedas y del Paso, Scorza y Pitol, Denevi y Edwards, Arreola y Lihn, Puig y Roa Bastos.

Señalar la pluralidad actual como diferencia ante una cierta homogeneidad de antes equivale a reducir el pasado a un panorama infinitamente deformado y violentamente privado de su rasgo más vivo: la profunda multiplicidad de miradas estéticas e ideológicas que habitó y dio forma a ese pasado y que condujo a nuestro presente. Es más: hacerlo nos deja sin posibilidades de comprender de dónde proviene la multiplicidad de hoy.

Es sintomático, por otra parte, que el artículo de Guerrero no mencione al autor en quien, quizás, el tránsito de una época a otra sea más notorio e intenso, más vívido y problemático, más rico y, dialécticamente, más sintético: Roberto Bolaño, el gran virtuoso de esa narrativa fragmentaria que es tan querida a los más jóvenes autores de la región, pero autor en cuyas novelas, irónicamente, la yuxtaposición de fragmentos no renuncia jamás a la tendencia magnética y aglutinante que animaba las más ambiciosas "novelas totales" del boom.

Que, en esta época de libros flacos y ficciones mínimas, los buques insignia de la nueva novela latinoamericana sean Los detectives salvajes y 2666 es una señal de que el afán abarcador y la intuición de la totalidad no han sido abandonados, sino quizás apenas empujados unos metros más allá, en esa oscilación y ese zigzagueo que es nuestra historia literaria.

También me llama la atención que el interesante artículo de Guerrero ofrezca recetas y rutas posibles para el futuro de la novela de la región: el impulso de la globalización y su ansiado telos, la final globalidad, una escritura que empiece por abrirse todas las fronteras y a todos los lectores. La sola sugerencia debería enseñarnos a notar que la globalidad no es un proceso de apertura equitativa desde todos los rincones del mundo, sino uno en que se espera de los márgenes y las periferias una adecuación al lenguaje de los centros y las metrópolis.

¿Por qué los escritores latinoamericanos deberían preguntarse qué versión de la "identidad latinoamericana" esperan encarnar, cuando es transparente que los escritores parisinos, madrileños o londinenses que sean ajenos a cualquier grupo minoritario no sienten siquiera la inquietud de preguntarse qué modalidad de lo francés, lo español, lo inglés y, muchísimo menos, lo europeo, representan o han de representar?

La pregunta, pienso, la resolvió en parte Borges hace medio siglo, en "El escritor argentino y la tradición". Los autores latinoamericanos tienen una posición simultánea dentro y fuera de las historias y las culturas occidentales, una orilla propia, mar y tierra a la vez, desde la cual lo mejor de todos los mundos puede asumirse y hacerse propio.

La historia de la literatura en la región es la historia de todas las apropiaciones, asimilaciones y reivindicaciones deseadas y llevadas a cabo, pero eso no es una renuncia al perfil propio sino una autorización para forjarlo a la medida del aire y del impulso de uno mismo y del propio origen. No a la medida y al impulso del mercado global, ni a la medida de editoriales y agentes literarios, ni a la medida de imperiosas necesidades comerciales, factores que muy poco tienen que ofrecer a la renovación y la vitalidad del arte. (Y Borges, de quien estas ideas se desprenden, es curiosamente el mejor de los latinoamericanos que todo el planeta lee).

Ahora que está de moda detestar y renegar del realismo mágico, quiero poner, con afán polémico mal disimulado, una nota discordante: como lo fantástico borgeano o el vanguardismo de Vallejo, el realismo mágico en su versión latinoamericana fue capaz de ofrecer a la literatura universal un lenguaje y un imaginario idiosincrásicos: poderosamente modernos, agudamente renovadores, crucialmente diferentes, una de las pocas cosas que la historia y la crítica de la literatura occidental necesariamente tienen que atribuir a los autores de esta región, cuando estudian, por ejemplo, la obra de Rushdie o Morrison o Mahfuz o el último Mulisch.

¿Qué cosa similar puede decirse sobre los recusadores locales del realismo mágico, no importa cuán brillante pueda ser, eventualmente, su ejercicio literario? Creo que muy poco, si es que algo. Y si es así, ¿no será momento de sonar menos agresivos, silenciar un poquito el llanto de hijos renegados, mirar un tanto más hacia adentro y buscar una originalidad real en lugar de una asimilación sin pena ni gloria? ¿Y no será que buena parte de esa originalidad se encontrará en el seguimiento polémico, crítico, inteligente y quizás también, por qué no, constestatario y saludablemente, selectivamente, sensiblemente parricida, de las líneas maestras de nuestras propias tradiciones literarias?

3.7.09

Borges y Graciliano Ramos

Un antecedente brasileño de "El Sur" y "La noche boca arriba"

Del maestro nordestino Graciliano Ramos había leído apenas un manojo de cuentos y un tomo de sus célebres Memórias do cárcere (1953).

Este viaje a Brasil me ha dado la ocasión de conocer otros dos libros suyos: la colección de cuentos
Insônia (1947) y la clásica novela Vidas secas (1938), cuyo argumento me era conocido por la estupenda versión cinematográfica con la que Nelson Pereira dos Santos conmovió al jurado de Cannes en 1964.

Los relatos breves de Ramos son introspectivos y psicológicos --a veces, valdría la pena decir
psiquiátricos--. Su método proviene de Sartre y Camus, cuyo El extranjero fue traducido por Ramos al portugués: personajes solitarios que el destino, la inercia o la escasa voluntad coloca en situaciones límite.

En "O relógio do hospital" ("El reloj del hospital"), esa coyuntura es la de un paciente profundamente anestesiado que atraviesa una delicada operación de la cual acaso salga sin vida. El estrés y los somníferos se conjugan para dar lugar a un mundo alucinatorio o, al menos, dudosamente instalado entre el sueño, la realidad y la intrusión de lo fantástico.

Los lectores de narrativa breve latinoamericana saben qué otros dos cuentos de nuestro canon tienen una premisa similar: "El Sur", de Jorge Luis Borges, y "La noche boca arriba", de Julio Cortázar. Saben también que el relato de Cortázar es una vuelta de tuerca sobre el cuento de Borges.

En "El Sur", la irrupción fantástica es la doble existencia y, acaso, el doble final de Juan Dalhmann, escindido entre la normalidad de su vida burguesa y la excepción de su destino romántico. En "La noche boca arriba", la sala de operaciones se abre como un túnel temporal que deja al protagonista con un pie en el presente moderno y otro en el pasado precolombino.

En "O relógio do hospital", de Graciliano Ramos, el protagonista, que parece ser el mismo ladrón arrestado por la policía en un cuento previo, es sometido a una operación que ya en el plano literal implica una partición: la posible amputación de las piernas.

La anestesia y el llanto herido de un niño que es operado simultáneamente en una sala vecina (¿o sólo en la memoria del paciente?) conducen al protagonista, también, a una travesía temporal, que lo recoloca en su propia infancia.

En ese trance, la violencia específica de la operación, la inminencia de la amputación, la sensación de estar siendo, en definitiva, triturado físicamente por una sociedad que lo expele y lo rechaza, suman una cantidad tal de sentidos metafóricos y simbólicos, que el hecho de la intervención quirúrgica, paulatinamente, sin perder materialidad, gana polisemia, y acaba por situarse en un plano ambiguo de realidad, no muy distante del fantástico borgeano y cortazariano.

La lectura me dejó la impresión clara de que el cuento de Ramos debía ser no sólo un antecedente de los de ambos narradores argentinos, sino un antecedente conocido por ellos, una fuente consciente (al menos para el primero, Borges).

La inicial constatación de las fechas pareció echar por tierra mi especulación: el libro de Ramos fue publicado por vez primera en Río de Janeiro, en 1947. Mientras que la sección
Artificios, de Ficciones, de Borges, a la que pertenece "El Sur" apareció en 1944. Así pues, a primera vista, la única influencia pudo ser en el sentido contrario: Borges sobre Ramos.

Pero no es así: mi especulación sigue en pie. Las primeras versiones de
Artificios no contenían "El Sur", cuento que apareció por primera vez en el diario La Nación de Buenos Aires en el año 1953 y sólo fue incorporado al libro a partir de 1956.

Mejor aún: resulta que "O relógio do hospital" fue editado en español mucho antes de aparecer en portugués. Y su lugar de publicación, bajo el título "El reloj del hospital", fue ni más ni menos que el diario
La Prensa de Buenos Aires, el 24 de octubre de 1937.

Así que, para los cazadores de genealogías literarias, como yo, se abre allí una conección inesperada: una entre el viejo realista nordestino de estirpe existencialista y el tejedor de laberintos bonaerense, que pudo haber leído el cuento de Ramos en
La Prensa tan temprano como a fines de 1937.

Y dejo para otro post un posible paso siguiente en la genealogía: el viaje de vuelta a Brasil, la conexión entre "El Sur" y la novela
A morte e a morte de Quincas Berro Dágua, de Jorge Amado, que terminé de leer apenas ayer.