20.7.06

Primicia: Chomsky en el Perú


Los agentes de Puente Aéreo en Lima (ok, fue Daniel Salas) nos han pasado un dato singular: Noam Chomsky, uno de los intelectuales más influyentes del siglo, el mayor revolucionario de la lingüística contamporánea, y una de las figuras más notables de la opinión contestataria en Estados Unidos, estará pronto en el Perú.

Chomsky, según nos cuentan, no ha pedido pago alguno por las dos conferencias que ofrecerá en la capital peruana: se ha conformado únicamente con que le faciliten los pasajes aéreos y que su agenda incluya una visita al Cusco.

Su cicerone en el Perú, de confirmarse todos estos pronósticos, será nuestro más prominente lingüista
chomskyano, Mario Montalbetti, profesor de la Universidad de Arizona y, como saben los lectores, notable poeta, que fue, por cierto, discípulo de Chomsky años atrás en el M.I.T. Pese a que los vínculos de Mario con la Universidad Católica son conocidos, la institución detrás de la visita de Chomsky sería la Universidad San Martín de Porras.

Chomsky, iniciador de la llamada gramática generativa, revolucionó los estudios de su campo con la propuesta de que nuestra capacidad lingüística está predeterminada por una estructura innata que propicia la adquisición sistemática del lenguaje (una estructura innata llamada gramática universal y cuya existencia Chomsky prueba en el hallazgo de una serie de rasgos comunes a todas las lenguas humanas). Las teorías de Chomsky han resultado determinantes para la filosofía de la mente, la filosofía del lenguaje y para el auge de los estudios congnitivos.

Como vocero reconocible de la intelectualidad de izquierda contestaria en Estados Unidos, y animador de notables esfuerzos de periodismo de opinión ajenos al mainstream, como el célebre Z-Mag, Chomsky se ha convertido además en un personaje público sui generis en Norteamérica: el intelectual académico con presencia y voz en la política del país, aunque siempre desde fuera de cualquier partido.

Eso, por supuesto, lo ha puesto desde hace tiempo en la mira de muchos republicanos, que lo suelen hacer objeto de caricaturizaciones y burlas destempladas (un buen ejemplo: la tira cómica que coloco aquí; si quieren leerla hagan clic sobre ella y verán la imagen ampliada).

Un defecto notable de Chomsky, por cierto, es que su tendencia a opinar siempre sobre todos los temas políticos imaginables en relación con cualquier país de la tierra lo suele empujar a errores y simplificaciones inconcebibles, como cuando, años atrás, suscribía pedidos de libertad para la norteamericana Lori Berenson, a pesar de desconocer enteramente las circunstancias reales en que Berenson había sido capturada, y la magnitud de su responsabilidad.

Por supuesto, eso no es obstáculo para celebrar la noticia: la presencia de un intelectual de esa dimensión en el Perú será, estoy seguro, estimulante, y su característica elocuencia al momento de hablar de política acaso acabe por generar uno de esos debates que tanto hacen falta en la escena peruana reciente.


19.7.06

¿Quién lo calla?


El famoso discursito de Kuczynski, del que hablé hace un par de días, apareció en el sitio web de la Presidencia del Consejo de Ministros. Es decir, no fue suficiente con que el señor ministro diera rienda suelta en público a su racismo contra millones de peruanos: además, el Estado le dio un lugar en Internet a sus palabras imperdonables.

Y, mientras tanto, aquí sigo sentado esperando que estalle el escándalo y que la opinión pública se rebele contra Kuczynski y lo ponga en su sitio. (Por ejemplo, que le pasen al señor el bozal que deje Lay Fun disponible una vez que cuelgue los chimpunes para siempre). Aparentemente, no va a ocurrir.

18.7.06

Los ojos de Kubrick

Para Stanley Kubrick el cine era un experimento antropológico y un experimento psicológico.

¿Recuerdan el "tratamiento Ludovico"? Es la tragicómica terapia de choque que los médicos aplican a Alex de Large, el pandillero sociópata de A Clockwork Orange (La naranja mecánica).

Mientras a Alex se le somete a la obligación de ver imágenes atroces acompañadas por su música adorada, la de Beethoven (Ludwig: Ludovico), al espectador se le somete a la obligación de ver a Alex viendo esas imágenes atroces: el cine como cifra de la vida y de la muerte, como construcción y destrucción, como placer y tortura.

Esa es parte de la mecánica del experimento de Kubrick. El experimento completo es más complejo, y se repite en muchos de sus films: miramos la pantalla; la cámara observa al actor minuciosamente; el actor mira su pantalla; en algún momento, luego, el actor mira hacia la cámara con detenimiento, y súbitamente nos convertimos en los sujetos observados. Hemos creído ser los doctores que sobrevuelan con la vista el pequeño laberinto, sólo para descubrir que estamos nosotros en el laberinto y somos los observados. (Por cierto, eso ocurre casi literalmente en un pasaje de El resplandor).

En las primeras películas de Kubrick, la mirada era un síntoma de sospecha, abandono e inseguridad. Aquello que debía ser visto, tanto por el espectador como por el personaje, estaba siempre oculto tras un tejido de intrigas y misterios, era peligroso, y acechaba a las espaldas de uno. Sintomáticamente, los protagonistas de esas películas iniciales parecen estar siempre volviendo la cabeza atrás, la mayor parte de las veces para encontrar su propia sombra como amenaza: voltean para mirarse a sí mismos. Eso pasa con los gasngster encarnados por Frank Silvera (derecha) en Killer´s Kiss y Sterling Hayden (izquierda) en The Killing. Hasta ese momento, los personajes de Kubrick no miraban de frente a la cámara.

Más adelante, Kubrick encontró los ojos de Kirk Douglas. La mirada se volvió desafío y cifra de heroicidad. Pero la heroicidad en Kubrick es siempre un atisbo de locura, un principio de desequilibrio: sus héroes son, en el fondo, suicidas. Buscan la libertad pero esperan el sacrificio, y en la seguridad de que el fin está próximo, sus ojos miran a los ojos de la muerte. Esa es la mirada de Douglas como el primero de los esclavos rebeldes en Spartacus (derecha) y como el coronel Dax en Paths of Glory (izquierda). En esa época, los personajes de Kubrick miraban por encima de la cámara, o hacia más allá de ella.

La primera criatura del cine de Kubrick en posar sus ojos sobre el espectador fue la Lolita de Sue Lyon, en 1962 (derecha). La mirada de Lolita era al mismo tiempo una seducción y una acusación. Decía: yo te estoy haciendo hacerme daño y hacértelo a ti mismo. Decía: estos son los ojos de una mujer que te llama para que seduzcas a la niña que te mira. En esa división psíquica de la niña-mujer estaba el anuncio de las grandes miradas enajenadas del Kubrick de los setentas y los ochentas, sólo que aquí los ojos no eran los del demente, sino el espejo en el que el demente habría de verse. Al mirar Lolita a la cámara, ese loco éramos todos.

Otra mirada de Kubrick: en 2001: A Space Odyssey, los ojos del astronauta señalan a un objeto asombroso allá afuera, pero nosotros los vemos a través de un doble reflejo: la luz en el filtro del vizor que los cubre y la imagen de la computadora que se superpone a todo lo demás.

En una toma, ese reflejo adquiere la apariencia de las rejas de una prisión, que enclaustra al personaje mientras él intenta comprender por qué su mundo se ha vuelto en su contra. En otra, esas mismas luces describen un ángulo agudo que se cierra sobre la frente del personaje. Los ojos, antes asombrados y asustados, ahora lucen resignados a lo peor.

En ambos casos, el reflejo enfatiza y duplica la distancia, y sabemos entonces que la rebelión de la computadora contra el hombre era una fatalidad, algo inevitable, porque el hombre mismo había abandonado ya todo contacto con su mundo.

Entonces sobrevienen los setentas y los ochentas y, con la gran excepción de Barry Lyndon, el tema esencial de Kubrick es el de la locura y sus variantes. Y los ojos de sus protagonistas dejan eso muy claro. La mirada del sociópata en A Clockwork Orange, la mirada del psicópata en The Shining y Full Metal Jacket.

Kubrick conduce esas tres historias de manera tal que los grandes cambios psíquicos de los personajes queden asociados directamente con dos o tres momentos claves: los escalones de la psicopatología, los momentos traumáticos, los giros en la deformación de las relaciones entre esos sujetos y su entorno. El Alex de Large de A Clockwork Orange (derecha) mira a la cámara exactamente con el mismo gesto con que lo harán el Jack Torrance de The Shining y el Private Pyle de Full Metal Jacket (en las imágenes siguientes; los actores son Jack Nicholson y Vincent Donofrio).

El gesto de esas miradas es similar, pero cada cual significa, contextualmente, algo distinto. La semejanza se debe a la necesidad de expresar una idea misma de fondo: la locura es siempre un brote causado por el sistema, por la sociedad, por el medio.

El medio es, en todos estos films, a la vez un espacio altamente organizado y la razón del desequilibrio: la sociedad futurista de A Clockwork Orange, vuelta estado policial y plagada de instituciones de reeducación, no se distingue demasiado del campamento de entrenamiento de los Marines que le cuesta la cordura al cabo Pyle en Full Metal Jacket (abajo). El Overlook Hotel donde Jack Torrance y su familia se recluyen en The Shining es otro mundo clausurado, igual que los anteriores, duramente regulado y reglamentado, casi una abstracción en la que lo único que existe es el orden mismo (izquierda).

En estos tres universos, el instante en que esa mirada, la mirada de la locura radical de Kubrick, aparece en los ojos de los protagonistas, sabemos que ha sido engendrada en sus espíritus la criatura maligna, el producto natural de esos universos antinaturales.

Pasado ese periodo, los setentas y ochentas, en que los personajes de Kubrick miraron directamente a la cámara, como cifrando su desequilibrio pero, también, como estableciendo el vínculo entre su anormalidad y la nuestra, entre su locura y la ajena, las miradas de esos protagonistas volvieron a desviarse, pero ya no como antes: habían visto el mal a los ojos; el mal debía andar todavía por allí. Otra vez la sospecha, otra vez la incertidumbre. En su película final, Eyes Wide Shut, Kubrick contó la fábula de dos esposos que no pueden verse el uno al otro cada vez que se miran, pero que intuyen siempre la presencia de un tercer cuerpo entre los suyos, una suerte de encarnación de ambos pero desprendida de los dos, y tienen celos de él. El personaje de Nicole Kidman busca ese tercer cuerpo con la mirada, alrededor, y nunca lo encuentra. El de Cruise lo busca con los ojos bien cerrados, y lo encuentra dentro de sí mismo.

Postdata: murió Fabián Bielinsky

Acaso la película argentina más entretenida en estos últimos años (cuando el cine platense se ha entregado más a la producción de un cine sumamente intelectual que muchas veces acierta y muchas otras resulta pedante), haya sido Nueve reinas, de Fabián Bielinsky. No he visto hasta ahora su comentada y exitosa segunda cinta, El aura, pero lo haré pronto.

Ahora, Bielinsky, de apenas cuarenta y siete años, ha fallecido de un ataque cardiaco, según informa Clarín. Apenas hace pocos días, El aura había ganado cinco premios Cóndor de Plata en Argentina, entre ellos los de mejor película y mejor director del año 2005.

Murió Spillane (¿queda Mike Hammer?)

Mickey Spillane, el más duro de los escritores de novela negra en su era clásica, considerado un fraude literario por Ernest Hemingway y un simple pornógrafo por Raymond Chandler, murió ayer a los ochenta y ocho años de edad; lo sobrevive, aunque ya apenas con aliento, la más famosa de sus creaciones, el detective Mike Hammer, con un pie en la ley y otro en el delito.

Personalmente, diré quie Spillane nunca me llamó la atención hasta que ocurrieron dos cosas: por un lado, leí una novela del divertido para-beatnik Richard Brautigan, Dreaming of Babylon (Un detective en Babilonia), que se anunciaba básicamente como parodia de Spillane; por otro lado, el nombre de Mickey era mencionado en la escena más famosa de una de mis películas preferidas, Full Metal Jacket (y además aparecía allí como parte de una estupenda improvisación, durante uno de los espectaculares monólogos del sargento instructor).

La cosa es que terminé leyendo una de sus novelitas, I, the Jury, de la que se dice que fue escrita en nueve días, y no me pareció nada mal: dura, sucia, de lenguaje maltrecho, eso sí, pero imparable, emotivamente turbia y llena de giros sorprendentes.

Spillane era un tipo extraño: era un testigo de Jehová activo, metido muchas veces a la prédica y el reclutamiento de nuevos adeptos, pero a la vez escribía algunos de los libros más violentos de su tiempo. Cada vez que alguien emprendió la adaptación de sus ficciones para el cine o la televisión (hubo dos series televisivas de Mike Hammer), el autor exigió que el personaje apareciera siempre rodeado de chicas lindas (ver foto de abajo) y armado con una .45, porque las .38 le parecían demasiado femeninas, y en una oportunidad, en 1963, él mismo hizo el papel del detective Mike Hammer en una cinta, The Girl Hunters, cuyo afiche ilustra este post (el rostro del hombre en el ángulo inferior izquierdo es el de Spillane).

Y ya que hoy día comenzamos hablando de los cómics y su relación con otras artes (ver post anterior), no está de más mencionar que Mickey Spillane fue guionista de comics antes de ser novelista, y que la primera versión de Mike Hammer, bajo el nombre Mike Danger, apareció no en una novela sino en una comic strip en diarios de New York, por un tiempo muy breve, a mediados de los años cuarenta.


Imágenes de arriba a abajo: carátula estilo "pulp" para un disco con la música de las películas de Mike Hammer; afiche de The Girl Hunters, con Spillane en el papel de Mike Hammer; Mike Hammer y sus chicas en afiche para la primera serie televisa hecha acerca del personaje.

17.7.06

El cómic y el subconsciente

Cuando era chico, tendría unos diez o doce años, leí un artículo en una revista acerca de una película americana recién estrenada, cuyo título, traducido al español, era El señor de los anillos.

La película, ahora lo sé, la había dirigido Ralph Bakshi, un palestino que nació en Haifa antes de que Haifa fuera parte de Israel.
Bakshi había hecho varios años antes, en 1972, una versión animada de Fritz the Cat, sobre la base del célebre cómic underground del magnìfico y estrafalario Robert Crumb.

No pude ver la película, esa versión ahora casi olvidada de El señor de los anillos, en aquella época. Lo hice tiempo más tarde y me impresionó incluso menos que las versiones más recientes. Pero, por algún motivo, sí se me quedó grabada en la memoria la peculiar técnica con que fue hecha: la rotoscopía, un proceso en el cual primero se filma cada escena con actores reales, y luego se aísla cada cuadro para dibujarlo encima, uno por uno, a mano, hasta producir una animación que, al apoyarse en imágenes cinematográficas, consigue una impresión de mayor verosimilitud en la reproducción del movimiento y la gestualidad.

Siempre tuve la impresión de que algo andaba mal con la idea de la rotoscopía. Implicaba, para comenzar, filmar una película completa en técnica convencional para luego ocultarla por entero tras el dibujo. E implicaba, además, una especie de trampa artística: no confiar la perfección de la imagen al talento de los dibujantes, sino al calco sobre una imagen previa.

A Scanner Darkly


Una vez más, el tiempo me da una vieja lección: no hay nada de malo con ninguna técnica; sólo hay que saber utilizarla de modo que tenga sentido y que añada sentido a la obra en la que se incluye. Vengo de ver con mi novia y nuestros amigos Edmundo Paz Soldán y Martín Gaspar, la cinta A Scanner Darkly, del norteamericano Richard Linklater, basada en la novela homónima de uno de los ídolos de Edmundo, Philip K. Dick (el mismo de Blade Runner).

La película, sin estar hecha precisamente con el viejo sistema rotoscópico, sí recoge el espíritu de esa técnica en una versión computarizada, digital: hay actores debajo de las imágenes dibujadas que vemos en la pantalla. Los rostros de Robert Downey Jr., Keanu Reaves, Winona Ryder y Woody Harrelson son perfectamente reconocibles, pero la transformación en animación los torna un tanto espectrales y los enrarece.

El recurso técnico, así, sirve para acentuar estilísticamente el extrañamiento que es parte de la armazón del relato: una historia sobre paranoides, consumidores de una droga que afecta la percepción de la realidad en un mundo en el que, además, por otros motivos, la identidad de cada individuo es puesta en duda. La película es buenísima y original, ampliamente recomendable

Look Both Ways

Por coincidencia, también esta semana Carolyn y yo vimos Look Both Ways, de la directora australiana Sarah Watt, una película tan peculiar que incluso se hace difícil identificarla dentro de un género. Con mucho esfuerzo, uno puede decir que se trata de una comedia romántica, pero, si eso es verdad, debo decir que es la más original que he visto en mi vida, y la única del género con una preocupación real fuera del tema amoroso: los asuntos de la enfermedad, la muerte y la fatalidad son la verdadera espina dorsal de la historia.

El rasgo más original: los personajes tienen una intensa vida interior: el hombre, acuciado por el descubrimiento reciente de que tiene un cáncer avanzado; la mujer, angustiada por la reciente muerte de su padre y la intuición de que algo terrible le va a suceder a ella misma en cualquier momento. En ambos casos, los fantasmas del miedo y la paranoia rondan a los personajes, y su intimidad, su vida subconsciente, sus apetitos y temores son mostrados en la pantalla recurriendo, una vez más, a animaciones (sobre todo en el caso de la chica, que es ella misma dibujante).

Con ello, el lenguaje del cómic y la animación se vuelve el vehículo para el lado oscuro de la cinta, para las ideas violentas, la imaginación cruel, y la tendencia fatalista de ambos protagonistas. Y eso --al ir en abierto contraste con la idea habitual de que los cómics y los dibujos animados son un lenguaje básicamente infantil-- no hace sino acrecentar el extrañamiento y volver incluso más chocante la vida interior de los personajes.

En resumen, Look Both Ways y A Scanner Darkly, cintas tremendamente distintas en sus rasgos genéricos y sus intenciones (la primera es agridulce y romántica, la segunda es un relato paranoide y de ciencia-ficción), son dos buenos ejemplos de cómo la interacción entre los mundos del cómic, la animación y la cinematografía convencional no tiene que reducirse a ejercicios ansilares como el de El señor de los anillos de Bakshi (de cuya filmación coloco una fotografía aquí debajo).

Por el contrario, esa relación puede entenderse de modos complejos. Estas dos películas, por ejemplo, coinciden en el recurso a la animación para acentuar la sensación de quiebre interior que se produce en la mente de una persona sometida a una presión psicológica incontrolable o, simplemente, superior a su resistencia.

¿Por qué recurrir al dibujo como herramienta para resaltar la interioridad, la intimidad o el carácter psíquico de una determinada historia o de un fragmento de una historia? Recuerdo que Scott McCloud afirmaba, en alguno de sus libros sobre cómics, que parte del éxito del dibujo secuencial en la tarea de enganchar a su audiencia provenía del hecho de que el dibujo era siempre, en mayor o menor medida, una suerte de mensaje a medias, lo suficientemente inacabado como para que cada lector tendiera a hacerlo suyo y completarlo a su propio modo. Su información es menos densa que la de la imagen cinematográfica convencional, pero precisamente sus espacios vacíos permiten que la participación del lector sea más determinante. Acaso eso hayan pensado tanto Watt como Linklater cuando eligieron dejar en manos de los dibujantes la creación de los universos interiores de sus personajes.

La ciudad y los perros asesinos

Antes que nada: me fascinan los perros. He tenido muchos y por mucho tiempo. Por varios años la casa de mi familia fue más la casa de nuestros tres perros (un cocker, un collie y una afghano) que la casa de la gente, y los bípedos del hogar nunca nos quejamos. Contentos con conservar una endeble mayoría, aprendimos a convivir armónica y felizmente con nuestros cuadrúpedos.

Como cualquier amante de los perros (sobre todo uno que ha leído a Virginia Woolf), yo también tiendo a atribuirles sentimientos, pensamientos y emociones que seguramente no atraviesan ni sus mentes ni sus corazones ni sus sistemas nerviosos. Los "psicologizo" como el que más. Estoy en mi derecho.

Pero de vez en cuando es bueno recordar que son animales, que no disciernen como uno, y que, no importa hasta qué punto de la estratosfera salten los verdes, los ecologistas y los cinófilos acérrimos, las vidas de los perros son menos importantes que las vidas de las personas. De cualquier persona.

Me ha resultado curioso ver la movilización cívica de protesta que ha despertado en el Perú la idea de sacrificar a un perro rottweiller que días atrás mató a un potencial ladrón de autopartes en Lima. De alguna forma, parece loable que la gente reconozca que la culpa no es del animal. Sin embargo, personalmente, preferiría una sociedad en la que la gente se irritara ante el hecho de que sus congéneres, abismados a la total miseria, arriesguen sus vidas para robar un faro, un par de plumillas o una radio para venderlos y comprar algo de comida. No es así. La gente parece creer que está bien que el tipo esté muerto, y que lo triste sería que muriera el perro.

(Por cierto: quienes suponen que el perro sólo "cumplió con su deber" deberían tener en claro lo siguiente: el perro no sabe qué es el deber; el perro no puede distinguir el bien del mal; el perro no sabe qué es robar porque no sabe qué es la propiedad; el perro matará exactamente de la misma manera a cualquiera que entre en ese lugar a esa hora, y no se dentendrá a preguntarle si es un niño escapando de un secuestrador o un pordiosero buscando un hueco donde dormir. Y el perro matará también a los ladrones, que, hasta donde sé, en el Perú, no tienen pena de muerte).

A quienes están invirtiendo su libido en activar las protestas contra la posible muerte del animal, les propongo otros temas sobre los cuales acaso quieran protestar: los linchamientos populares cada vez más normales en el Perú; la desnutrición, la malnutrición y la muerte por hambre de un número significativo de niños peruanos; los centenares de muertos por tuberculosis que colocan al Perú en un periodo de la historia ya superado en la mayor parte del mundo; la facilidad con que centenares de socios de la mafia fujimontesinista han regresado a la vida normal sin pagar ni un sol ni un segundo de su tiempo (sobre todo en el mundo de la prensa y el espectáculo); el hecho de que dos sospechosos de genocidio vayan a ser, respectivamente, presidente y vicepresidente del Perú durante los próximos cinco años; etc, etc, etc.

Quién sabe: si arreglamos esos otros problemas quizá nuestros perros no tengan que andar matando ladrones por las calles de Lima en un futuro.

Postdata

A una lista en la que participo llegó un mensaje interesante del crítico literario Javier Ágreda. Javier, como colocando un elemento más en la conversación sobre el perro homicida, citó estos dos pasajes de la Biblia:


Exodo, Capítulo 21, 28. Si un buey embiste a un hombre o a una mujer, y este muere,
el buey será matado a pedradas y no se comerá su carne... 29. Si el buey solía embestir,
y su dueño, aunque advertido oportunamente, no lo vigiló, en el caso de que
ese buey mate a un hombre o a una mujer, será muerto a pedradas, y su dueño
también será castigado con la muerte.


El faro y la reconquista

Esta parte de la historia es conocida: las nociones de "Latinoamérica" y lo "latinoamericano" no surgieron originalmente en el mundo hispano, mucho menos en la América a la que aluden, sino que vienen del francés.

Fueron acuñadas para favorecer el afán expansionista de París, a fines del siglo dieciocho e inicios del diecinueve, cuando los galos, ávidos de conquistar territorios en América, decidieron inventar la idea de que, siendo ellos el "verdadero centro de la cultura latina", los países de América en los que se hablaban lenguas románicas estaban poco menos que destinados a ser colonias francesas.


"Latinoamérica", entonces, fue originalmente un lema colonizador, hecho para colocar a los pueblos de América en una posición subalterna. Ya no se usa en ese sentido; ha sido reclamado por los latinoamericanos, que le han dado un significado distinto.

"Iberoamérica", en cambio, es una palabra que parece resistirse a cobrar un sentido unívoco. En nuestros países, hasta donde entiendo, el término "Iberoamérica" alude a los países de América en que se hablan lenguas originarias de la Península Ibérica, es decir, los países hispanohablantes de América y Brasil. Pero la noción de lo "iberoamericano" parece incluir a veces, borrosamente y dependiendo de la voluntad del usuario, a España y Portugal.

El problema es incluso más complicado. Leyendo noticias en Internet me encuentro con una sobre la inauguración del Instituto Cervantes en Beijing, China. En la ceremonia, el príncipe español
Felipe se ha referido a ese local del instituto como "un gran faro que ilumina el camino hacia una apasionante, rica y enorme región del mundo como es Iberoamérica... unida por la historia, la lengua y la cultura".

"Iberoamérica", entonces, según el joven Felipe (es decir, según el funcionario que le escribe los discursos siguiendo los lineamientos de la política internacional española), existe una región del mundo llamada Iberoamérica, una región cuyo centro es evidentemente España, madre de la lengua común y elemento vinculante de su historia y su cultura.

Uno diría que ciento ochenta años después de haber sido expulsada del continente (con las excepciones conodidas), la corona española ya tendría que haber tirado la toalla con sus pretensiones imperialistas. Pero parece que no.

Acaso España tiene un plancito loco, a medio camino entre la globalización dirigida y la invasión solapa, no a lo Napoleón III sino más bien a lo oops I did it again: un plancito en el que cosas como el Instituto Cervantes, los viajes del príncipe Felipe y la insufrible Real Academia Española son la Niña, la Pinta y la Santa María de un expansionismo que quiere jugarse entero a la idea de que los latinoamericanos somos, en verdad, hijitos descarriados que algún día volverán al redil.

16.7.06

Vargas Llosa, Israel, Palestina

Tengo varios amigos chilenos que están absolutamente de acuerdo en que Pinochet fue un personaje nefasto, un asesino y un tirano, pero que, cuando se trata de hablar sobre las relaciones peruano-chilenas o chileno-argentinas durante los años setentas y ochentas, creen a pie juntillas cualquier cosa que el gobierno de Pinochet les haya dicho.

Tengo varios amigos peruanos que detestan el solo recuerdo de Fujimori, pero que parecen coincidir en que todo cuanto Fujimori haya afirmado acerca del último conflicto peruano-ecuatoriano (desde que la provocación inicial fue ecuatoriana hasta que el Perú ganó la guerra) es palabra de Dios, verdad indudable, dogma.

Tengo varios amigos ecuatorianos que odian el sólo recuerdo del noventa por ciento de los gobernantes que se han turnado en el poder en Ecuador, pero no tienen la más mínima intención de someter a escrutinio las verdades oficiales ecuatorianas acerca de la historia secular de enfrentamientos fronterizos con el Perú.

Tengo varios amigos argentinos que se hinchan de rabia ante la sola mención de nombres como Videla, Viola, Galtieri, etc., pero que no tienen ni un resquicio minúsculo de duda en relación con lo que los gobernantes militares argentinos digan acerca de las causas, el desarrollo o el desenlace de la guerra de las Malvinas.

Tengo muchos amigos judíos, algunos de ellos mi familia, y estoy seguro de que varios estarán de acuerdo con la andanada de ataques que le viene cayendo a Mario Vargas Llosa en estos días, desde Israel y desde el mundo judío en general. Ataques tan delirantes que, en algunos casos, se ha llegado a decir de Vargas Llosa que es un "procastrista", un "fidelista" y un "comunista" y que se ha convertido en "un nuevo Saramago"... ¿Qué dijo Vargas Llosa para ocasionar esos ataques? La respuesta, de labios del novelista, la pueden encontrar aquí.

Yo quiero ensayar una interpretación: Vargas Llosa les ha querido decir, a los judíos en general y a los israelíes en particular, que no se puede hacer prosperar una nación eminentemente democrática y libre confiando en regímenes políticos que, como los últimos gobiernos israelíes, están mucho más cerca del fascismo que de cualquier forma de libertad.

La inmensa mayoría de los judíos que conozco está de acuerdo en que esos dos últimos gobiernos israelíes son cuasi fascistas, y repudian las líneas maestras de la política del régimen. Excepto por un detalle, demasiado grande para ser un simple detalle: varios de ellos consideran que lo que estos fascistoides hacen en materia de política internacional y, sobre todo, claro está, en el asunto judeo-palestino, es apropiado y básicamente inobjetable.

¿Hasta dónde puede el sentimiento nacionalista enceguecer incluso a la gente más lúcida? ¿Por qué les resulta tan fácil a tantas personas aborrecer el impulso opresivo de un gobierno hacia adentro de su sociedad y, al mismo tiempo, permitir o incluso aplaudir abiertamente el impulso opresivo de ese mismo gobierno cuando se dirige contra un país extranjero? ¿Cómo se puede ser demócrata hacia adentro y fascistoide hacia afuera? (Esa misma pregunta va para un porcentaje inmenso de la población norteamericana).

Está claro que la solución al problema judeo-palestino será compleja y penosa, y está claro que Israel no tiene la responsabilidad exclusiva del conflicto. Es evidente que existe una red terrorista apoyada por varios países árabes, que condonan y (no tan secretamente) financian y colaboran con sus actividades. Es verdad que la rutina de los atentados, los bombarderos suicidas, las discotecas, las escuelas y los buses hechos ceniza, es simplemente insoportable para cualquiera.

No es cierto, sin embargo, que la perennización de la invasión a Cisjordania o la pauperización intencional de la población palestina sean salidas al problema. Y, sobre todo, no es verdad que los regímenes filofascistas tengan un historial afortunado en el asunto de acabar con problemas de este tipo. La ultraderecha siempre ha tenido una sola manera de resolver entredichos: aniquilar al rival. Y pocas veces ha triunfado a la larga; muchas veces, más bien, ha terminado ocasionando la destrucción de lo que decían defender.

Babieca y Rocinante

Durante los ya largos años en que Jaime Bayly ha venido vendiendo la idea (sobre todo en el extranjero) de que él es un artista incomprendido por la pacata sociedad peruana, un paria, un forzoso exiliado, una suerte de peruano del futuro que ha tenido que lidiar escandalosamente con los lastres del conservadurismo limeño, escribiendo unas novelas libérrimas y revolucionarias en las que todos los tabúes son rotos, yo he sospechado (y lo he escrito varias veces) que Bayly es, más bien, la suma total de esos lastres, la cúspide de las taras de la pituquería peruana: una vieja limeña disfrazada de niño (Goyito) terrible.

Como si sus libros no bastaran, hace poco Bayly dio un ejemplo perfecto de cómo es que en él encarna la mediocridad intelectual de la aristocracia hiperconservadora limeña. Lo hizo al deslizar su explicación para el hecho de que Ollanta Humala recibiera grandes votaciones de apoyo, sobre todo, entre el electorado andino. ¿Qué dijo Bayly? En resumen, dijo que a mayor altitud, menor oxígeno, y que, por tanto, era entendible que los serranos tuvieran menor rendimiento intelectual. O sea, dijo que los cholos son brutos. Y lo dijo él, que es blanquito y brillante.


Pues bien, días después, Pedro Pablo Kuczynski (arriba, izquierda), otra de las cumbres de nuestra intelectualidad, el tipo que lleva las riendas de
la economía peruana, tuvo uno de esos raptos de originalidad que sólo les son dados a los genios. En medio de un discurso público, aludiendo a los hechos de la política peruana reciente, Kuczynski produjo la siguiente frase: "Esto de cambiar las reglas, cambiar los contratos, nacionalizar, que es un poco una idea de una parte de los Andes, lugares donde la altura impide que el oxígeno llegue al cerebro, eso es fatal y funesto...". O sea, los cholos son brutos.

Uno se pregunta si Kuczynski y Bayly no habrán estado buceando mucho rato sin su snorkel en las cristalinas aguas de nuestras playas del sur. Pero uno se pregunta eso para tomarse las cosas a la broma, para no decir, uno también, alguna bestialidad, como que personajes como estos deberían acercarse a los micrófonos con bozal, o amordazados. Más acertado puede ser optar por la moderación, como lo ha hecho, por ejemplo, Carlos Iván Degregori, y señalar únicamente una cosa: Kuczynski y Bayly son la explicación perfecta de por qué el Perú está tan atrasado y subdesarrollado como está: porque su clase dirigente es una clase atrasada y subdesarrollada.

Un par de preguntas: ¿se podía esperar que Kuczynski, el hombre clave de la economía peruana, hiciera algo para solucionar aunque fuera en parte la situación de desesperada pobreza de la población andina cuando es tan evidente el total desprecio que siente hacia esa población? ¿Se merece un cargo en el gobierno alguien que ve a los gobernados como imbéciles simplemente porque consideran que parte de su desgracia se debe a que gente como Kuczynski esté en el poder desde siempre y, aparentemente, para siempre?

Los talentosos señores de Ripley

La idea más brillante que tuvo Robert Ripley (a la izquierda con su mejor amigo peruano), al concebir su célebre Believe It or Not, que comenzó como una tira cómica en diarios norteamericanos, fue la noción de que la intriga de cada caso presentado se viera siempre aumentada por la incertidumbre: los datos "de Ripley" pueden y deben hacer dudar al público acerca de su veracidad. Es decir, pueden ser verdades irrefutables y sorprendentes o, acaso, simples patrañas.

Aparentemente, esa premisa la tiene muy presente toda la familia Ripley: desde los descendientes de Robert, que administran la franquicia de Believe It or Not, hasta los otros Ripley, los de los grandes almacenes qe invaden Lima con sus locales y los periódicos peruanos con sus inacabables avisos.

Justamente, uno de sus últimos avisos, parte de una suerte de campaña de responsabilidad social, de esas que las grandes empresas desarrollan para levantar su imagen pública, parece demostrar el parentesco de unos Ripley y otros. Una página entera en diversos diarios, pagada por las tiendas Ripley, decía: "En el Perú 50 niños mueren de hambre al día".

La cifra oficial calculada por el Ministerio de Salud para el año 2004 (última estadística públicamente conocida) es de 117 niños al año, es decir, uno cada tres días: un número atroz pero bastante lejano de los 18 mil 250 niños muertos de hambre anualmente según la cifra irresponsablemente propagada por Ripley. (Para que quede más claro: el número dado por Ripley es 156 veces mayor que la cifra real).

Es curioso: en un esfuerzo por mejorar su propia imagen, Ripley no duda en llevarse de encuentro la imagen del país. Tampoco le importa (como al otro Ripley) si sus datos son patrañas, siempre que sean impresionantes. Sus publicistas son, como lo fue Robert Ripley en un principio, caricaturistas dispuestos a cualquier deformación de la realidad. Pero todo se les perdona, porque, claro, hay que recordar que los mueve un objetivo loable: vender más chompas, más zapatillas y más calzones.

Amigo lector: compre en Ripley si eso quiere, pero no confíe mucho en lo que le digan en esa tienda: puede no ser verdad, aunque usted se lo crea.