6.11.10

Denegri

¿Por qué invertir contra la literatura peruana?

No soy de los que creen que el Estado deba invertir demasiado en favor de nuestra literatura. Pero sí de los que creen que debe invertir algo: mantener un cierto número de becas de investigación, imprimir a bajos costos obras canónicas, acaso entregar un premio nacional, anual o bienal. Otros creerán que debe invertir mucho más, y otros que no debe invertir nada en absoluto.

Lo que está claro, supongo yo, es que el Estado no debe nunca invertir el dinero público para hacer algo en contra de la literatura peruana. Digo esto porque entiendo que eso es precisamente lo que hace al mantener en las pantallas de la televisora estatal el programa de Marco Aurelio Denegri, La función de la palabra.

Hace unos días, mientras perdía el tiempo en Facebook, me encontré de casualidad con un clip de ese programa. Era un largo segmento dedicado a comentar Tan cerca de la vida, la reciente novela del escritor Santiago Roncagliolo. Antes de seguir, los invito a darle una mirada al clip, que pueden encontrar, dividido en partes, aquí y aquí.

Los defectos que cree encontrar Denegri en el libro son escalofriantes, no como defectos, sino porque alguien se tome el trabajo de enumerarlos en la televisión y un número de personas lo vean y supongan que eso es la crítica literaria y que la literatura es simplemente un asunto de dónde poner la coma y cómo evitar las redundancias.

Primero, Denegri sostiene que la novela de Roncagliolo, con sus más de trescientas páginas, es demasiado larga ("en ciento cincuenta páginas no se hubiera mellado la diégesis", dice). Es decir, too many notes, como decía el rey ignorante en la película de Milos Forman.

Después, acusa al autor de abusar de la coordinación en lugar de la subordinación, que, según afirma, daría ritmo y fluencia a la prosa. Antes de mencionar ejemplos textuales, propone ejemplos hipotéticos y contrasta frases como "Juan piensa. Alberto sueña. Los perros ladran" con frases como "Juan piensa que Alberto sueña mientras los perros ladran".

El primero es, para Denegri, un ejemplo de mala prosa; el segundo, un ejemplo de prosa fuida. En ningún momento se detiene a pensar que los dos ejemplos puedan significar cosas distintas, dar impresiones diferentes e introducir al lector en mundos narrativos cualitativamente discrepantes (el primer ejemplo quizás abre tres líneas narrativas paralelas; el segundo, una sola). Habría que preguntarle a Denegri cuál sería su versión perfeccionada de la frase "Vine. Vi. Vencí".

Por último, Denegri le increpa a Roncagliolo cierta pobreza léxica y otros supuestos vicios del lenguaje. Para ilustrar ese punto, enumera los vicios, largamente, como suele hacer en cada uno de los episodios de ese programa suyo en el que intenta pasar gato por liebre haciéndole creer al público que un crítico literario no es otra cosa que un corrector de estilo sobredimensionado (que no otra cosa es él).

En el momento más curioso de su monólogo, Denegri pronostica que, dentro de algunas décadas, Roncagliolo, a fuerza de escribir malos libros para el aplauso de la crítica, habrá de ganar el Premio Nobel. Y hace mofa de esa realidad imaginada por él mismo citando una idea de Sartre acerca de las muchas veces en que el éxito fracasa.

Justamente entonces es cuando despliega los ejemplos que ilustran el exceso de frases coordinadas en desmedro de las subordinadas en la novela de Roncagliolo. Al oírlo, resulta inevitable recordar aquel ensayo estupendo del mismo Sartre sobre la ausencia de las subordinaciones y la frecuencia de las coordinaciones y las yuxtaposiciones en El extranjero, la novela de Camus.

Lejos de acusar a Camus de pobreza sintáctica, Sartre hace notar cómo la elección de ese estilo narrativo es el instrumento de Camus para representar la desaparición de la causalidad y la relajación de la lógica en los eventos narrados en la novela.

No digo que esa sea la intención de Roncagliolo. Sólo lo menciono para subrayar cuán escasa sutileza crítica se puede esperar de Denegri. Porque Denegri, obviamente, no sabe absolutamente nada de literatura y es imposible esperar de él cualquier juicio de una ficción que vaya más allá de evaluar la corrección sintáctica de los textos y su pertinencia léxica (que, en su caso, es siempre la exigencia de los usos literales o los ya sancionados por la tradición).

Y esa es, con exactitud, la desgracia de tener en la televisión un sólo programa literario y que ese programa esté en manos del señor Denegri.

Es que esta persona no tiene ni la más remota concepción de lo que son el arte y la literatura como voluntarias infracciones de la norma: para él, como para algún mal maestro de recitación y ortografía, o alguno de esos críticos-árbitro del diecinueve, un escritor no es sino un funcionario del lenguaje, un burócrata que recibe un léxico y una sintaxis y debe cuidarse de glorificarla y nunca adaptarla, nunca torcerla, nunca experimentar con ella.

Por supuesto, me dirán que lo que le espanta a Denegri no es un desconcertante libro experimental, colmado de rarezas y riesgos, sino un libro bastante convencional, sin grandes sorpresas de estilo, hecho para el éxito mercantil por uno de los autores más comerciales de las letras peruanas recientes.

Correcto. Pero no creo que eso refute mi caracterización de Denegri: lo mismo que hace con Roncagliolo lo ha hecho con casi cualquier autor contemporáneo al que ha comentado (recuerdo, hace más de diez años, un programa similar dedicado a contar los errores sintácticos en alguna novela de Vargas Llosa, creo que Los cuadernos de don Rigoberto).

El punto es, entonces: si el Estado va a invertir dinero público en un solo programa dedicado, aunque sea parcialmente, al comentario de obras literarias, ese espacio debería tener un mínimo de seriedad, debería tratar los libros con un poco de respeto.

Y no me refiero al falso respeto de quien no se atreve a mostrar errores y carencias, sino al simple respeto de colocar en la conducción de un programa así a alguien que sepa de qué está hablando, que trate los libros como objetos intelectuales y no como planas de caligrafía, tareas de primaria o modelos burocráticos.

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4.11.10

Un ránking diferente

¿Qué autores peruanos interesan a la academia internacional?

La Modern Language Association es la más grande asociación mundial de académicos dedicados al estudio de las tradiciones literarias de cualquier época en cualquier lengua moderna. Es una entidad originada en Estados Unidos pero reúne a expertos de todo el mundo.

La MLA elabora, además, el más grande índice online de publicaciones académicas, listando no sólo la información general de cada revista y cada libro, sino también la información particular de cada artículo, estudio o ensayo aparecido dentro de ellos.

Eso significa, entre otras cosas, que dándole un par de miradas al índice de la MLA puede uno hacerse una idea más o menos cercana de qué autores y qué libros están atrayendo la atención de los investigadores académicos en diversas partes del mundo (aunque los datos son más significativamente completos en relación con la academia norteamericana).

Se me ocurrió que a alguien podría llamarle la atención saber cuáles son esas inclinaciones en referencia a los escritores peruanos del siglo veinte y lo que va del siglo veintiuno. Así que aquí debajo les copio la cantidad de entradas que ofrece el índice acerca de un número significativo de escritores de ese periodo.

Pongo los nombres entre comillas para dejar claro cuál fue exactamente la referencia que introduje en el buscador de la MLA en cada caso. Luego de mostrarles los datos añadiré, debajo, algunas observaciones que pueden ser útiles para comprender mejor las cifras.


"Vargas Llosa" 1180
"César Vallejo" 691
"José María Arguedas" 465
"Alfredo Bryce" 170
"José Carlos Mariátegui" 148
"Ricardo Palma" 131
"Julio Ramón Ribeyro" 92
"Manuel Scorza" 75
"Carlos Germán Belli" 60
"Ciro Alegría" 56
"José Santos Chocano" 35
"Antonio Cisneros" 32
"Martín Adán" 31
"Blanca Varela" 27
"Clemente Palma" 26
"José María Eguren" 24
"Carlos Oquendo de Amat" 24
"Abraham Valdelomar" 24
"Emilio Adolfo Westphalen" 22
"Isaac Goldemberg" 22
"Jorge Eduardo Eielson" 21
"Julio Ortega" 21
"César Moro" 21
"López Albújar" 20
"José Watanabe" 13
"Carmen Ollé" 12
"Miguel Gutiérrez" 12
"Javier Sologuren" 10
"Laura Riesco" 9
"Javier Heraud" 8
"Alonso Cueto" 7
"Rodolfo Hinostroza" 7
"Ventura García Calderón" 7
"José Diez Canseco" 7
"José de la Riva Agüero" 7
"Magda Portal" 7
"Gamaliel Churata" 5
"Carlos Eduardo Zavaleta" 5
"Santiago Roncagliolo" 5
"Oswaldo Reynoso" 5
"Jaime Bayly" 5

Observaciones:

Sólo estoy incluyendo autores sobre los que se han escrito cinco artículos o más que se encuentren listados en el índice de la MLA. Es más o menos claro que ciertos escritores, como Isaac Goldemberg y Julio Ortega, por ejemplo, que son parte activa y visible de la academia americana, han merecido en ese circuito una atención crítica mayor que la que se les ha dispensado en el medio nacional.

Del mismo modo es entendible que la academia tiene ritmos y tiempos mucho más pausados que los de la crítica de prensa: escritores como Bayly, Roncagliolo y Alonso Cueto, aunque de generaciones distintas, están hoy en su periodo de mayor productividad y es esperable que en años próximos la academia les preste una atención creciente.

El índice online de la MLA incluye textos académicos publicados desde 1959, de modo que, en el caso de escritores previos a esa fecha o activos desde hace décadas, las cantidades totales pueden no reflejar un interés actual sino uno que haya correspondido a años anteriores (ejemplo: autores como César Moro y Manuel Scorza recibieron una gran atención crítica décadas atrás, muy reducida ahora).

Por último: al índice de la MLA se puede acceder desde varios distintos buscadores y, por motivos que desconozco, cada uno puede arrojar resultados ligeramente distintos. Yo he usado el buscador asociado con la biblioteca de Bowdoin College, introduciendo los nómbres entre comillas y en la búsqueda general (es decir, sin seleccionar opciones como "keyword" o "topic" o "author", etc.

(Si alguien está interesado en saber el número de referencias sobre autores no considerados en la lista, pregúntenlo aquí y les contaré, si es que se trata de un autor con cinco referencias o más).

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1.11.10

Harry Mulisch, In Memoriam

La muerte de un talento mayor

Harry Mulisch, el escritor holandés que murió anteayer, no fue simplemente, como dicen los cables, un estupendo escritor y una figura central en la literatura de su país: fue un novelista extraordinario, uno de los más lúcidos, penetrantes e inquisitivos autores de la postguerra europea y su bibliografía incluye varias obras maestras de la narrativa contemporánea.

Que su obra sea menos conocida en el mundo de lo que debería sólo es el testimonio irrefutable de que también se puede ser la figura canónica de una tradición europea occidental y verse, si no pasado por alto, que no fue el caso, al menos notoriamente reducido en su brillo en el mercado editor internacional.

Mulisch publicó más de tres decenas de libros, incluyendo catorce novelas, además de colecciones de cuentos, una decena de conjuntos de ensayo, obras de teatro y poesía, muy dentro de la tradición humanista y abarcadora de las letras de los Países Bajos.

He leído cada cosa suya que ha sido traducida al español o al inglés, y sumando ambas lenguas, sólo están disponibles un libro de ensayos, siete novelas (la mitad de las que escribió) y su extraordinario volumen de crónicas (que en verdad es mucho más que eso) sobre el juicio de Eichmann en Jerusalén.

De lo que se puede leer en español o inglés (y con la consideración de que sus traducciones al inglés son muy superiores a las versiones en español), es fácil enumerar una serie de obras maestras. La más célebre es la complejísima y fascinante El descubrimiento del cielo (1992), que pone en juego los discursos más disímiles (genética, física, historia, diversos relatos míticos, y más de una forma de ese misticismo que, por cierto, pareció ganarlo más en los últimos veinte años) para narrar, con un pie en la alegoría, buena parte de la historia occidental del siglo veinte.

Pero mis favoritos personales son otros: El atentado (1982) y El procedimiento (1999), para comenzar, acaso porque fueron los dos primeros que leí, a los que debo el deslumbramiento. Esto sin olvidar ese patético y maravilloso homenaje a la mediocridad del artista frustrado que es su novela Última llamada (1985), sobre un actor de vaudeville retirado, último descendiente en una genealogía de maestros de las tablas, que al final de su vida y tras décadas de retiro forzoso recibe el encargo de representar el único rol protagónico de su vida.

La novela El atentado está construida con elementos que tocan muy de cerca la biografía del autor: Mulisch, nacido en Haarlem, Holanda, en 1927, no era aún adolescente cuando los alemanes invadieron su país. Su madre era judía y sobre ella y él pendía la amenaza de la deportación a un campo de exterminio.

El padre cristiano de Mulisch, sin embargo, era un colaboracionista que cooperó con los nazis en operaciones financieras, y esa traición fue lo que salvó a su familia de la muerte. El signo del colaboracionismo, la traición, la renuncia moral en la búsqueda de la supervivencia, que desgarró la memoria holandesa tras la ocupación, es uno de los temas clave de El atentado, que es la historia de una persona que sobrevive al aniquilamiento de su familia, a la que los alemanes han confundido con los asesinos de un colaborador holandés.

En esa línea, El atentado se interseca con otro gran clásico contemporáneo, la notable novela El cuarto oscuro de Damocles, de su compatriota Willem Frederik Hermans, en la que la herida histórica holandesa es cifrada en la división esquizoide de un protagonista a quien el mundo entero acusa de colaboracionismo, con tal unanimidad que la conciencia misma del personaje empieza a dudar de su inocencia y a escindirse.

Pero lo que en Hermans está expresado exclusivamente en la anécdota, en Mulisch, característicamente, gravita entre la agitación de una narración plena de aventura, por un lado, y excursos reflexivos, en ocasiones casi ensayísticos, por otro: Mulisch es una de esas cosas que uno intuye casi imposibles: un borgeano original, uno que se asemeja al argentino en tópicos y en motivos, y que, sin embargo, es siempre empecinadamente sorprendente y distinto.

Es algo que más de una vez he querido resumir con la misma frase: Mulisch es casi siempre el escritor que Paul Auster se aproxima a ser en sus mejores páginas.

El procedimiento es el más borgeano de los libros de Mulisch que he podido leer, y también acaso el más perfecto en la aparente arbitrariedad de su estructura: muchos autores describen la organización de sus novelas diciendo que "cuentan historias paralelas". La de Mulisch es la única que conozco en que esas historias son, por definición, líneas paralelas de verdad: líneas que se cruzan en el infitino.

Una es la historia, legendaria en el folklore judío, del rabino medieval que construye un Golem sólo para que el monstruo sacro-diabólico asesine a su heredero. La otra es la historia de un cientifico holandés que ha perdido a su familia mientras trabaja (con éxito) en la creación de vida en un laboratorio.

Yuxtapuestas, echando luces y sombras una sobre la otra, ambas historias se convierten en una reflexión vasta acerca de la finitud de la vida y la infinitud del deseo humano por contrariar a la muerte, a la vez que enjuician la cualidad del salto que la humanidad ha dado entre la premodernidad mítica y la modernidad científica.

Los libros de Mulisch lidian casi siempre con algún problema moral transformado en anécdota y en campo de batalla intelectual, sin dejar de ser ante todo relatos de una pulsión vital acuciante. Siegfried (2001), la última novela que escribió, publicada cuando el autor era casi un octogenario, es una fábula moral sobre la inexistencia del mal absoluto y la existencia, en cambio, de males radicales de naturaleza eminentemente humana.

No es la única novela que conozco en la que se intenta colocar a Hitler en el contexto de su vida íntima y echar luces sobre su personalidad en el microcosmos de su privacía, pero es sin duda la más punzante de las que he leído: un alegato sobre la imposibilidad práctica de discenrnir entre la malignidad que llamamos barbarie y ese falso telos, esa falsa entelequia meramente teórica que imaginamos cuando hablamos de la civilización como objetivo moral.

Mucho de eso existía ya en su clásico Caso 40/61, la crónica-ensayo sobre Eichmann y el juicio al que fue sometido en Jerusalén en 1961, al que Mulisch asistió como corresponsal periodístico. En lugar de centrarse en la cronología del juicio, sus antecedentes y sus pormenores, cada capítulo del libro es un intento diverso por comprender la naturaleza del reo, la duplicidad falaz del monstruo y el humano, y a partir de ello las torcidas líneas ideológicas detrás del Holocausto en el contexto del nazismo como doctrina moral.

Sin querer ser ni un aguafiestas ni un contradictor gratuito, diré que hubiera preferido que Mulisch recibiera el Nobel (al que fue candidato muchas veces) este año, y con ello esa última posibilidad de que sus otros veinte libros fueran retirados del olvido internacional y traducidos a otras lenguas, y que Vargas Llosa hubiera esperado solamente un año más para recibir el premio que tanto merece. Ya no será: les recomiendo que solucionen la carencia leyendo las cosas de Mulisch que son accesibles hoy.

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30.10.10

La naturaleza enemiga

Real-maravilloso, realismo mágico, lo natural

Leyendo a Iván Thays, como todos, encuentro el siguiente pasaje, que él cita, de una reseña de Laura Cardona publicada en ADN Cultura de La Nación, sobre un libro de ensayos de Ignacio Padilla:

"Si el realismo maravilloso se regía por el vitalismo, aquella ideología de colonizados que deducía de nuestro subdesarrollo económico una supuesta relación privilegiada con la naturaleza, Padilla invierte la fórmula y cambia el signo de la relación: de nuestro pésimo trato con la naturaleza proviene nuestro subdesarrollo y nuestra fatalidad".

Me interesa, en verdad, sólo la primera parte de la cita, la alusión a lo real-maravilloso y su supuesta reivindicación de una "relación privilegiada" de los latinoamericanos "con la naturaleza". Y debo aclarar que no comprendo a qué se refiere la autora con que esto último lo "deducía" el realismo maravilloso a partir de la comprobación de "nuestro subdesarrollo económico". Le he dado vueltas a la frase y no entiendo cuál puede ser la operación deductiva que vincula una cosa con la otra en el marco de lo real maravilloso.

Como tengo la sospecha de que la autora está llamando realismo maravilloso tanto al realismo mágico modelo García Márquez como a lo real-maravilloso modelo Carpentier, me he dado el trabajo de pensar (un poco) en posibles textos que respalden la idea, y no los encuentro.

Tanto en la estela de Carpentier como en la de García Márquez, lo que es crucial recurrentemente no es la pobreza económica, sino lo anacrónico, lo problemático e incluso lo violento de los procesos de la modernidad y la modernización en la región latinoamericana.

(En sus obras, la ficción que más cercanamente identifica esos desencuentros con la pauperización económica es El coronel no tiene quien le escriba, pero, como sabemos, esa novela está enteramente escrita fuera de los linderos del realismo mágico y de lo real-maravilloso).

Ahora, otro rasgo común en las obras del colombiano y el cubano y la enorme mayoría de sus discípulos es que a la modernidad y al impulso modernizador oponen otra forma de interrelación de lo humano, que en la mayoría de los casos suele ser el mito: el mito como lado oscuro y paradójicamente atemporal de la historia, en Carpentier, el mito como explicación premoderna de la realidad, en García Márquez; y el mito como esqueleto narrativo para ordenar el relato de lo incomprensible, esto en ambos autores y en ambas descendencias.

Pero ninguno de esos elementos es la naturaleza, ni siquiera un sucedáneo de la naturaleza. Y cuando la naturaleza aparece, que sí lo hace con frecuencia, claro, los personajes parecen bastante lejos de establecer con ella una "relación privilegiada".

En gran medida, de hecho, la naturaleza en Carpentier y en García Márquez es una enemiga cruel y arrasadora. Es el viento de la desgracia de Eréndira, la vegetación selvática que devora los barcos españoles, el mar que deforma los cuerpos de los gigantes ahogados, la montaña que escupe serpientes sobre los esclavos evadidos, la jungla que cerca el campamento de los adelantados, el tiempo que hace crecer rabos de cerdo en el cóccix de los bisnietos, la lluvia que arroja cangrejos en los pueblos olvidados.

No digamos ya qué pasa con la naturaleza siempre cadavérica y enajenada de Rulfo o de Arenas o Rosario Castellanos y algunos otros autores, parte de cuyas obras se suele incluir, con abuso notorio, en alguna forma de realismo maravilloso o mágico.

Carpentier es un barroco culterano: poco en él es natural y lo natural es retruécano y figura; como él, el García Márquez del realismo mágico es un obsesionado por la historia, la historia de los hombres y las mujeres, la historia en todo aquello en que no es historia natural: la torcida y abusada historia de las culturas y las sociedades.

No es casual que detrás del nombre que ellos mismos u otras personas, según el caso, dieron a las poéticas de García Márquez y Carpentier, sobreviva en común la alusión a la realidad, a lo real o al realismo: realismo maravilloso, realismo mágico, lo real-maravilloso, lo mítico-realista, etc.: si uno toma al pie de la letras las definiciones más complejas de realismo narrativo que fueron avanzadas en el tiempo en que la crítica asumió esa tarea como central, definiciones como las de Auerbach o Lukács, en dos polos muy distintos, es casi imposible alegar que Carpentier y García Márquez no son realistas.

(Y aquí acaso pare la oreja y declare victoria mi amigo Peter Elmore, a propósito de un debate nuestro que apareció meses atrás en Hueso Húmero, pero dejo eso para otro momento y me niego a tirar la toalla: sólo diré que el realismo mágico y lo real maravilloso, más escasos en la literatura peruana de lo que uno pudiera suponer, ofrecen un caso peculiar de variación sobre el realismo).

El vector realista de estos autores no tiene que ver con el régimen representacional, pues en eso está claro que se mueven fuera de los bordes del realismo; pero sí tiene que ver con la intención más básica de la novela realista, que es la de recomponer ficcionalmente y formular en el relato las formas de vinculación entre el sujeto y la estructura social en la que actúa.

Si algo diferencia, aunque a veces sea borrosamente, al realismo decimonónico y contemporáneo del naturalismo es precisamente que esa vinculación entre individuo, clase y sociedad no está regida por las leyes de la naturaleza sino por las leyes de la cultura, la política, la economía, es decir, por las leyes de la sociedad.

Y lo mítico, lo mágico, lo maravilloso, en los diversos descendientes del realismo que los acogen, no están para estrechar el lazo entre el ser humano y la naturaleza, como podría ser acaso su función en las culturas premodernas, sino para buscarle una explicación, aunque sea simbólica o metafórica, a la relación entre el ser humano y una realidad que ha sido construida por su propia cultura, o impuesta por otra, o nacida de la hibridación, colonial o no, entre más de una.

Por eso en García Márquez las mujeres que vuelan no sorprenden tanto como la congelación artificial del agua o los aeroplanos (porque la tecnología es menos previsible que la magia en una sociedad que no acaba de ingresar en la modernidad), pero también por eso lo único que es realmente misterioso y esquivo, extraño e incomprensible, sin ayuda del mito o de la historia, es lo natural, cosas como el simple amor, la soledad, la locura, la muerte, la decadencia de los cuerpos, la tormenta, el horizonte y el olvido.


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29.10.10

Anne, tantas veces asesinada

Y los resultados históricos de censurar un libro

Hablando de libros perseguidos y censurados, mencioné en un post reciente el Diario de Anne Frank. De inmediato un comentarista intervino para decir no había por qué defender a un libro fraudulento cuando se había demostrado ya que no era en verdad un diario escrito por una adolescente judía en tiempos del Holocausto, sino un texto espurio.

Irónicamente, en un post sobre la censura, alguien intentó promover la censura mayor: la que niega la existencia del texto como lo entendemos.

No es casual: la existencia de Anne Frank misma ha sido negada más de una vez, en lo que, entiendo, constituye no sólo un intento de atrofiar nuestra comprensión literal de la realidad, desapareciendo en ese gesto, por segunda vez, a una de las víctimas del genocidio, sino además un intento de corromper nuestra intuición simbólica del Holocausto.

Muchos han negado la existencia de Anne Frank. No es casual que prácticamente todos quienes lo han hecho sean también negadores del Holocausto, la mayoría de ellos, y nazis confesos, los otros.

Las evidencias no han sido obstáculo para ese delirio: el Diario ha sido sometido tres veces a larguísimos y detallados estudios grafológicos que han encontrado indudable que fue escrito en la época exacta en que se dice y por la mano de la misma Anne, cuya existencia está probada añoz luz más allá de cualquier duda razonable.

Se ha estudiado el papel, se ha estudiado la caligrafía del texto original, comparándosela con cartas escritas por Anne y recibidas por diversas personas durante los años de la guerra, y con textos suyos que quedaron en manos de maestros y compañeros de escuela en Amsterdam.

Se ha encontrado al oficial nazi que capturó a la familia Frank y éste no sólo declaró recordar perfectamente a la niña, sino que además, recordó haber visto los papeles caer de una maleta que él mismo vació sobre el suelo en el momento de la detención, exactamente como había sido declarado por el padre de Anne décadas antes.

No quiero que este post sea sólo un recuento de este caso particular. Creo que esta instancia de negacionismo no es enteramente distinta del ejercicio general de la censura: la censura es la negación de la voz de alguien y, con ello, el desconocimiento práctico de su existencia. Buenos o malos, postivios o negativos, los libros escritos en el pasado existen y censurarlos es cerrar los ojos ante ellos.

Tampoco quiero terminar este post sin tocar un tema adicional. Irónicamente, los libros que niegan la existencia de Anne Frank o declaran el origen espurio de su Diario han sido prohibidos por las cortes holandesas. Eso, que pareció tener sentido dentro del marco de la lucha personal de su padre (que fue el iniciador de esos juicios), no tiene sentido dentro de un marco histórico mayor.

Y allí está, claro, el aspecto más espinoso del tema: los libros difamatorios, que denigran dolosamente a un individuo o a un colectivo. ¿Cómo negarle a ese individuo o a ese colectivo el derecho a intentar que un texto así sea vetado? Imagino que sólo mediante el convencimiento: haciéndoles ver que a la larga, entre la mayor parte de la gente razonable, esa clase de texto resulta inocua, inverosímil, deleznable.

Pero cuando se propone eso, se debe dar algo a cambio: los que estamos en contra de toda prohibición editorial, debemos a la vez luchar activamente contra cualquier idea marginadora contenida en esos textos.

Defender, por ejemplo, la libertad de estudiar, leer e incluso disfrutar (sí) los libros de Enrique López Albújar, nos deja en las manos la responsabilidad de hacer notar el racismo contenido en esas páginas, como lo hizo Mariátegui, quien, sin embargo, también subrayó que un cuento como Los tres jircas, del mismo López Albújar, fue en su tiempo el más reverente y sensible homenaje a la idea de comunión con lo mítico, o lo mítico-natural, del universo andino.

Quienes no saben de literatura (y nadie está obligado a saber de literatura) pueden darse el lujo de referirse a novelas y cuentos como objetos que uno pone y saca del canon a voluntad. Como si el canon fuera un cofre de libros cuya llave está en manos de un gobernante o de un ministro de educación, y no una de las más complejas manifestaciones de las presiones del campo de lucha de la hegemonía.

Pero los demás debemos recordar que a las obras literarias no se las canoniza por decreto ni se las debe anular en una votación congresal: se consagran o se desplazan al olvido en el debate, en la discusión, en la lectura, no en la prohibición. Los gobiernos ya prohibieron a Flaubert, Joyce, Mann, Orwell, Kafka, Carrol y un largo etéctera. Si esos nombres le son conocidos a quien los ve aquí, ya saben cuál fue el resultado de la censura.

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El ángulo obtuso

Cómo decir una mentira y después querer pasarla por verdad

La incapacidad de alguien para la comprensión de lectura no es cosa de risa, para nada. Pero si ese alguien quiere hacer pasar su incapacidad por sagacidad o agudeza, o, peor aún, si quiere dolosamente atribuirle a otro infamias por puro afán de agresión, la cosa cambia. Si quieren divertirse a costa de las deficiencias ajenas, les recomienco leer la (¡uff, casi interminable!) cadena de despropósitos que Silvio Rendón engarza en su último post.

Como si no le fuera suficiente inventar razonamientos racistas y adscribírmelos gratuitamente a mí, ahora descarta también que leer y citar a Orwell en una discusión sobre Orwell sea importante (salvo cuando le convenga de alguna manera alucinada), y evita hablar del hecho de haber dictaminado lo que Orwell decía en su novela sin siquiera darle una miradita antes.

En fin. Sólo quiero agregar que sí, que la frase que usé en referencia a la población andina a partir de un texto de Orwell la suscribo también para el caso de judíos y negros en aquellos lugares donde sea históricamente pertinente: la violencia fue un camino tomado por una parte de los judíos en Alejandría o en Varsovia, por una parte de los esclavos negros en Haití y también por una parte de la población andina en los años ochentas.

Y mi texto no acusa a esas poblaciones, sino que, todo lo contrario, trata de hacer visible que la violencia como reacción a la opresión es una respuesta esperable de la que nadie debe sorprenderse. Está dicho transparentemente en mi post y sólo alguien muy obtuso o muy inclinado a atacarme gratuitamente puede entender exactamente lo contrario.

Y luego, por último, para clausurar el tema por mi lado: no existe manera posible de decir que el texto es racista, incluso si se sigue el "razonamiento" de Rendón, porque no hay forma de que la proposición "los pueblos oprimidos reaccionan de manera violenta a la opresión" sea reductible a una referencia racial.

Por supuesto, se podría alegar, ¿por qué referirse a ese pueblo en términos étnicos? Bueno, la respuesta es obvia: cualquiera que tenga ojos en la cara y dos dedos de frente sabe que el Perú es un país racista en el que la población indígena ha sido sometida secularmente, y ocultarlo no es desmarcarse del racismo, sino hacerle el juego. Si eso es lo que quiere Rendón, allá él. Sinceramente dudo que sea su intención. Su intención no tiene nada que ver con una defensa del pueblo andino o una crítica del racismo, sino exclusivamente con su afán de lanzar manotazos por donde le salgan.

Y sólo para no dejar de cumplir mi promesa de dedicar la mayoría de estos posts a la recomendación de textos literarios, les aconsejo que lean o relean La tía Julia y el escribidor, que es, entre otras cosas, la historia de un grafómano delirante capaz de confundir ficción con realidad, razón con prejuicio, verdad con mentira y mal gusto con agudeza hasta que acaba enredado en la telaraña de sus propios inventos.

PD: Espero que quien quiera acusarme de racismo les dé antes una mirada a mi libro Rebeldes: sublevaciones indígenas y naciones emergentes en Hispanoamérica en el siglo XVIII, a mi prólogo a la antología Toda la sangre, a mi tesis doctoral sobre los discursos marginales reprimidos por el nacionalismo criollo del siglo XIX y, si no quieren darse ese trabajo, a decenas de textos publicados en este mismo blog, de los que les ofrezco aquí una pequeña muestra:

1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10.


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Leer lo prohibido

La biblioteca de los libros vetados

Uno de los problemas elementales que se echan a caminar cuando un gobierno cree que tiene derecho a prohibir la difusión de ciertas obras de arte o literarias, es el relajamiento de las fronteras de qué cosa es censurable: si puedo obstaculizar e incluso castigar legalmente la difusión de una novela porque la considero racista, entonces también puedo hacerlo con una que considere xenofóbica o pornográfica o misógina o sexista o anti-patrióticas, etc.

No tengo que aclarar que muchas novelas cruciales de la historia han sufrido censuras: Animal Farm y 1984 de Orwell, Brave New World de Huxley, el Cándido de Voltaire (en pleno siglo XX en Estados Unidos, por obscenidad), El señor presidente de Asturias, El amante de Lady Chatterley de Lawrence y la Lolita de Nabokov, Madame Bovary de Flaubert, Los versos satánicos de Rushdie, Trópico de Cáncer de Miller, La cabaña del tío Tom de Beecher Stowe.

Las razones pueden variar hasta el vértigo: Alice in Wonderland fue prohibida en China por representar animales con la complejidad de seres humanos; Sin novedad en el frente lo fue en Alemania porque se consideró que podría minar la moral de las tropas; el Diario de Ana Frank fue vetado en Líbano por sionista; Un día en la vida de Manlio Argueta fue prohibida en El Salvador por la crudeza de su representación de violaciones contra los derechos humanos (lo que convirtió a la novela en un boom en Estados Unidos).

Hace unas nueve décadas, el Ulysses de Joyce fue prohibido por obsecenidad en Estados Unidos. Quienes piensan que ese tipo de censura es cosa del pasado deberían saber que la adaptación al cómic de Ulysses, la monumental novela gráfica online Ulysses Seen de Rob Berry y Josh Levitas fue censurada hace poco por la Apple (no por un medida gubernamental, hay que reconocerlo; pero qué gobierno es más poderoso que Apple en el mundo de las comunicaciones), al menos por un tiempo, hasta que las protestas le hicieron modificar la decisión.

Como no hay debate acalorado que no entre tarde o temprano en la fase "hitler", las discusiones sobre la censura de textos considerados racistas en Bolivia ya pasó por el momento en que alguien esgrime el argumento: "¿acaso está mal que los alemanes censuren Mi lucha? Mi respuesta en estos días ha sido: sí está mal; Mi lucha es un libro que alemanes y austriacos y polacos y varios otros deberían no sólo leer sino sobre todo estudiar, de la mano de profesores capaces que den a entender a sus alumnos, con claridad, la profunda deformidad del antisemitismo y de todos los racismos por igual.

(Pero no se debe dejar pasar ese punto de la conversación sin aclarar que ni siquiera en Alemania hay una ley que impida la publicación de Mi lucha. Como expliqué en este mismo blog hace varios meses, en el marco de mis posts sobre la entrada del fascismo a las aulas de la Universidad Católica, lo que pasa en Alemania es un caso sui generis en el que un gobierno regional, el bávaro, ha adquirido los derechos de reproducción del libro de Hitler y con ello ha detenido su reimpresión hasta ahora).

Como dije en un post ayer, pienso dedicar buena parte de los próximos posts de Puente Aéreo a recomendar libros. Pues aquí va la primera recomendación general: lean esos libros prohibidos que mencioné antes.

Lean las cosas que en el pasado o en otros lugares incuso hoy han sido o son consideradas peligrosas, por obscenas, por vulgares, por radicales, por violentas, por racistas, por xenófobas o simplemente por diferentes o por excesivamente liberales. Léanlas con cuidado (es decir, con concentración pero también sabiendo cuando se internan en áreas debatibles o incluso abiertamente ofensivas). Léanlas además pensando en por qué han sido prohibidas y si la prohibición trajo algún beneficio moral verdadero o constatable.

Y luego discútanlas, conversen sobre ellas, coméntelas, que no hay mejor antídoto contra lo peligroso que mirarlo de frente y a los ojos, ya sea para descubrir que no lo era o para comprobar que sí y que merece ser repudiado, con conocimiento de causa.

Cuando Mariátegui advertía sobre el racismo y el clasismo de ciertos libros, lo hacía tras estudiarlos y juzgarlos, juzgar sus pros y sus contras, y lo hacía para pronosticar por dónde habrían de marchar los caminos de una literatura libre de esas taras. Uno de sus lectores fue Arguedas, y ya sabemos que eso dio resultados estupendos.

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Deberías leer esto

Libros que uno recomienda, que le recomiendan y por qué todo esto

Una de las cosas más gratificantes en la vida de quienes se dedican a la literatura es la posibilidad de recomendar libros. Además, es uno de los pocos momentos en que difícilmente un escritor o un crítico puede ser acusado de vanidoso: uno no recomienda los libros propios y uno no será quien derive placer de la posible lectura: ese gusto le tocará, en el mejor de los casos, si la respuesta es redonda, a quien siga el consejo.

Creo haber contado esto antes: cuando era niño, muy pequeño, mi mamá intercalaba entre mis canciones infantiles poemas de García Lorca y del romancero morisco, y luego, audazmente y acaso sin consierar las consecuencias, sonetos de Lope, Góngora y Quevedo y fragmentos de Calderón de la Barca. Era una recomendación oblicua, que he segudio para siempre.

Apenas había conocido a Luis Jaime Cisneros (tenía yo poco más de 17 años), cuando me recomendó leer el Extraterritorial de George Steiner. Tiempo después me sorprendió pidiéndome que lo reemplazara en una clase y diciéndome que la matería sería uno de los ensayos de ese libro (sobre el poeta Osip Mandelstam; lo habíamos conversado varias veces). Desde ese momento Luis Jaime me preparó conscientemente para una vida como profesor universitario. Y aquí estoy, veinticinco años más tarde, haciendo precisamente eso.

(Luis Jaime también fue el primero en ponerme en las manos un libro de Felisberto Hernández, uno de Horacio Quiroga, uno de Adolfo Bioy Casares).

No todas las recomendaciones lo marcan a uno tanto, pero una bien hecha deja señales de todas maneras. Cada uno de mis autores favoritos llegó por recomendación de alguien. En mis primeros semestres en la Católica, cuando había leído tan poco que cualquier autor aconsejado me sonaba misterioso y necesario, mi amigo Tito del Piélago me recomendó leer a Cisneros y a Luis Hernández; Daniel Salas a Eliot y a Pound; David Colmenares a William Beckford y a Thomas Bernhard; José Luis Gastañaga a Rimbaud y a Baudelaire.

Mario Montalbetti me llevó a Wittgenstein y a Frege y a un ensayo de Hilary Putnam que ahora forma parte de mis clases sobre Borges. (Obviamente, también a Chomsky). Años después, Peter Elmore me puso sobre la mesa a Fogwill y a Lamborghini; mi esposa, Carolyn Wolfenzon, me dio a Ibargüengoitia y a Jaime Saenz; Dominick LaCapra me aproximó para siempre a Primo Levi y, curiosamente, cerrando un círculo, me hizo leer al George Steiner novelista. Pedro Pérez del Solar me dio a Joe Sacco, a David B, a Art Spiegelman y me persuadió de releer a Saer (mientras Peter Elmore intentaba disuadirme de lo mismo). Y así sigue la lista; imposible recordarla entera.

Durante mis años de reseñista en la prensa, entendí que mi trabajo era afortunado porque me permitía devolver el favor de tantos amigos: cada columna era una recomendación. Ok, algunas eran más bien una advertencia y un grito de alarma; pero la mayor parte eran recomendaciones: leer un libro y disfrutarlo es una operación inconclusa y amputada si uno no pasa a aconsejarles a otros su lectura.

Algunas amistades las he cultivado recomendando libros y siguiendo las eventuales contraofertas. Otras se han iniciado porque recomendé los libros de un autor que luego se hizo amigo mío, como Enrique Prochazka o Edmundo Paz Soldán (que me pagó revelándome los finales de las novelas que yo empezaba a leer: a un amigo no se le perdona todo, sólo casi todo).

Este blog también tiene esa intención, aunque la realidad y los accidentes lo lleven con frecuencia en otras direcciones. Desde aquí he recomendado a casi todos los autores que listé más arriba, y a otros, para no detener el espiral que me llevó a conocoerlos: los uruguayos Mario Levrero y Armonía Somers; los chilenos Juan Emar, Baldomero Lillo y Héctor Pinochet; el ecuatoriano Pablo Palacio y el paraguayo Gabriel Casaccia; los holandeses Willem Frederik Hermans y Harry Mulisch; el polaco Tadeusz Borowski; los argentinos Copi, Dabove, Valenzuela, Castillo y, sobre todo, el maestro Rodolfo J. Wilcock.

La razón detrás del impulso a recomendar es menos egocéntrica que el resto de las cosas que se suelen hacer en el mundo de la literatura, pero no está enteramente libre de interés personal: cuando uno recomienda una ficción, le está aconsejando a otro que se introduzca en un mundo en el que uno ya habita, le está pidiendo que lo acompañe y está esperanzado con la ilusión de que el otro ingrese allí y vea y reconozca las cosas que uno ha visto y acaso le descubra otras más.

Por un tiempo, espero volver a dedicar el blog a eso.

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28.10.10

¿Decir la verdad? ¿Para qué?

... Y de paso, Medio Evo, 4

Justo cuando pensaba que no volvería a hablar de Evo Morales y sus proyectos de censura (que ya comenzó a convertir en leyes), me encuentro, un poco tarde y a través del Facebook, con un post de Silvio Rendón en el blog del Gran Combo Club donde se comenta, más que la ley misma, mis observaciones acerca de ella.

Según Silvio Rendón, Morales y sus ministros y el Congreso de Bolivia no han hecho otra cosa que modificar el currículo escolar boliviano para que libros como Raza de bronce de Alcides Arguedas y La niña de sus ojos de Díaz Villamil dejen de ser lecturas obligatorias. Según él mismo, mi acusación de censura es, por lo tanto, una especie de escándalo gratuito.

Eso sería cierto si no fuera mentira. Lo he explicado tres veces, pero no para todos los entendimientos a la tercera va la vencida. Aunque en este caso es tan fácil como sumar 1 + 1. Aquí voy de nuevo:

1. Las autoridades gubernamentales bolivianas no sólo consideran quitar la obligatoriedad de lectura de las novelas mencionadas (cosa que no me preocuparía porque no creo que el Estado deba decidir la obligatoriedad de ninguna lectura). Han dicho también la razón específica para tomar esa decisión: consideran que ambos libros son eminentemente racistas.

1. La reciente ley aprobada por el Congreso de Bolivia pena con el retiro de la licencia de funcionamiento a todos los medios de prensa y comunicación masiva que transmitan o reproduzcan textos de índole racista.

1 +1 = 2. Del partido de gobierno en Bolivia y de sus autoridades ejecutivas y parlamentarias proceden tanto el juicio según el cual las novelas mencionadas son racistas como la ley según la cual los medios que reproduzcan textos racistas serán penados con la cancelación de su licencia de funcionamiento.

En esas condiciones, en la práctica, ¿se está censurando o no se está censurando a esas novelas y, potencialmente, a todas aquellas novelas que puedan ser juzgadas como racistas? ¿Estoy haciendo un escándalo arbitrario, sin motivo alguno?

¿Qué pasará si mañana un diario boliviano decide incluir en su edición , por fascículos, por ejemplo, la novela de Arguedas o la novela de Díaz Villamil? ¿Qué pasará si deciden incluir otros textos que de pronto el señor Evo Morales y su gobierno consideren racistas?

Obviamente, Silvio Rendón, fiel a su estilo y aun más fiel a su falta de estilo, aprovecha el post para inventar algunos otros cargos contra mí. Por ejemplo, me acusa de tener una tolerancia selectiva con ciertas formas de racismo.

Va todavía más allá: parece sugerir que yo tengo algo así como una fobia anti-andina. Para sostener esa triste tontería, cita el siguiente párrafo de un post mío de hace medio año:

“En la más atroz de las dictaduras ficcionales jamás imaginada, los andinos tienen más posibilidades de poder que en el Perú de la realidad. Y después hay quien se pregunta por qué ciertos mensajes violentistas y autoritarios han encontrado alguna vez eco en los Andes”.

Mi texto hacía referencia a un dato curioso, que podrá entender mejor quien lo lea por completo: en la novela 1984 de George Orwell, la potencia llamada Oceania incluye a las Américas, Australia y las islas británicas. Oceanía es la gran dictadura militar en cuyo seno vive el protagonista. En uno de los capítulos de la novela se deja ver que los indígenas andinos pueden llegar a ocupar los escaños más elevados de la administración gubernamental y del partido gobernante (el único partido, claro está).

El pasaje específico de la novela es éste: "Jews, Negroes, South Americans of pure Indian blood are to be found in the highest ranks of the Party, and the administrators of any area are always drawn from the inhabitants of that area". La cita se encuentra, como dije en el post, en el primer capítulo del manual escrito por el rebelde ficcional Emmanuel Goldstein, que el protagonista de 1984 lee en secreto.

Según Silvio Rendón, mi cita refleja mis fobias anti-andinas. No entiendo cómo se puede leer tan mal un texto, salvo que se lea con el hígado como anteojo (postura tan incómoda como poco práctica). Ahora, les pido a ustedes que relean el párrafo mío que Silvio cita con tanta mala leche.

¿Qué dice mi párrafo? Dice que incluso dentro de ese mundo monstruoso imaginado por Orwell, los indígenas de los Andes tienen más rutas de acceso al poder que en nuestra supuesta democracia. ¿Eso es un ataque anti-andino? No, pues. Eso es una crítica contra nuestra sociedad y nuestro Estado que asfixia a la población andina, la margina y la olvida, o la reprime y la silencia, y luego se sorprende hipócritamente cuando un discurso violentista cala en ella.

Lo dice mi párrafo textualmente, literalmente. Pero, claro, ¿cuándo ha sido eso obstáculo para que Silvio Rendón lea cualquier otra cosa y acuse a quienes quiera de cualquier absurdo? (Porque, dicho sea de paso, ¡Silvio también le atribuye a Orwell algo falso!: dice que Orwell sólo habla de "las Américas" en general y no de los pobladores andinos en particular: otra mentira, como acabo de mostrar. Pero claro, no es que Silvio Rendón vaya a darse el trabajo de leer lo que Orwell dice para dictaminar lo que Orwell dice).

Y como cereza en su tarta de zonceras, Silvio añade que quienes criticamos a Evo Morales por este tipo de censuras y arbitrariedades, lo hacemos porque: "es un indígena presidente, a quien simplemente no respetan". ¿Ah, sí? Me pregunto si el hecho de que todas sus acusaciones contra mí de racismo estén fundadas en tergiversaciones y mentiras inventadas por él mismo afectará en algo la exactitud de esa conclusión suya.

Pero supongo que eso le resulta irrelevante. Y sin embargo, también me pregunto qué favor le hace a Evo Morales con una afirmación tan torpemente paternalista.

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26.10.10

Blanco nocturno, de Ricardo Piglia

La locura es ciencia y la verdad se guarda en los manicomios

Si algún escritor vivo en América Latina toma genuinamente su obra como un trabajo exploratorio, ese escritor es Ricardo Piglia. Su última novela Blanco nocturno --que llega trece años después de la anterior, Plata quemada, y treinta años detrás de la primera, la extraordinaria Respiración artificial (1980)--, sin implicar un cambio en la dirección general o aparente de su obra, señala, sí, su voluntad de sumergirse cada vez más hondamente en los tópicos que han marcado sus aventuras anteriores.

Esto quiere decir, en primer lugar, para el tenso alivio de los asiduos, que Blanco nocturno ofrece virtualmente todos los elementos que los pigliómanos esperan descubrir en una ficción del argentino: la experimentación con el caos; la filosofía del delirio; esa suerte de encanto voyeurístico por entrever los horrores del pasado fundidos con el presagio de un futuro lleno de nuevos terrores; la metáfora de la historia como seña en clave, o, más bien, la historia entendida como una yuxtaposición de metáforas que algo deberían decir sobre el presente y el porvenir, pero que lo dicen en una lengua ajena, cifrada, indescrifrable.

Como en La ciudad ausente, de 1992, y Respiración arfificial, en esta nueva novela suya la sabiduría se confunde con la locura y el amor con el pánico, y la recuperación de la memoria semeja un accidentado proceso de exhumación, en el que las esquirlas del pasado afloran manchadas por el barro negro de las pequeñas vergüenzas personales.

Blanco nocturno es, después de todo, el relato de una violenta disputa familiar, y sus actores componen una intrincada genealogía en cuyo seno las relaciones interpersonales no parecen nunca corresponder con la expectativa más ordinaria: los hermanos, si no son sólo medio hermanos, son gemelos idénticos, los padres son padrastros, las madres son fugitivas de la maternidad, los amantes son virtualmente desconocidos, los desconocidos son cófrades y los amigos, enemigos.

Emilio Renzi, el protagonista de Respiración artificial y de cuentos memorables como "La loca y el relato del crimen", vuelve a situarse aquí como un observador que paulatinamente se coloca en el centro mismo de la trama, como una de las consciencias narrativas y uno de sus puntos de vista. Junior, el actor principal de La ciudad ausente, se inmiscuye en cameos notables, la vieja redacción del diario reaparece, el campo donde la pequeña ciudad provinciana se erige parece el mismo campo de fosas excavadas y cadáveres calcinados de aquella novela anterior.

Porque ahora, para alguien entrenado en la obra de Piglia, todos los elementos repetidos arriban con una carga semántica previa: los personajes arrastran a la espalda y sobre los hombros el equipaje emocional e intelectual con que el autor los ha ido vistiendo en las ficciones anteriores, y los espacios de la ficción se llenan inmediatamente con la alucinación de las novelas previas.

Piglia retorna también sobre tópicos mayores de las letras argentinas: el tren que lleva y trae a Renzi del pueblo provinciano es inevitablemente una evocación del que conduce a Juan Dalhmann a la perdición o a la pesadilla (o a la perdición en la pesadilla) en "El sur" de Borges. Y la estructuración misma de los espacios de la narración, con la engañosamente nítida delimitación entre el mundo urbano y el rural, responde también a la lógica borgeana de ese mismo famoso cuento.

Pero en Piglia, claro, la frontera se difumina incluso más, se hace más endeble. Renzi piensa: es mentira que la ciudad sea el espacio de la historia, la memoria y la experiencia: el campo está acaso más surcado de vestigios, más infinitamente escrito y reescrito, el campo mismo es espacio vital y cementerio, y está hecho, entonces, de la sedimentación inabarcable de todos los tiempos, confundidos unos con los otros.

También aquí, el dinero, como en Plata quemada, tiene un valor simbólico en su relación con la moral y la ética de los personajes: Blanco nocturno es, al fin y al cabo, una ficción sobre el idealismo y el compromiso, sobre la derrota de los ideales personales en la búsqueda de cristalizar esos mismos ideales, una novela sobre la cooptación de los sueños y la renuncia involuntaria al paraíso personal que uno quiere construir en el mismo gesto idealista con que lo destruye: la fábrica (que antes fue el museo, en La ciudad ausente, y antes la máquina narrativa que es en sí misma Respiración artificial), es el santuario de un ideal delirante condenado a la extinción junto con la extinción de su alucinado constructor.

Policial enloquecido, novela psicológica en la que brilla la asuencia de la normalidad, triste defensa del sueño que acaba por subrayar la desconfianza ante los sueños, en Blanco nocturno quienes se asoman a la verdad habitan manicomios y quienes la ven o la intuyen tienen que silenciarla. Acaso la novela más negra de Piglia, la más escéptica, es también una de las más lúdicas, porque en ella vuelve a refractarse esa extraordinaria visión pigliana de la existencia misma como surgida del juego de la escritura y la lectura, que no es sino el juego mismo de la vida y de la muerte, el único juego que jugamos y perdemos interminablemente.

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