30.4.09

Muñecos reaccionarios

Sobre el léxico del miedo político

Alguna vez dije ya cuál es la impresión que me causa el uso del término caviar para referirse a un grupo variopinto de agentes sociales: políticos de la izquierda no tradicional, socialistas moderados, liberales con interés social, investigadores y activistas ligados a institutos y ONGs, periodistas y comunicadores de espíritu progresista, intelectuales y artistas entregados a temas como los derechos humanos, la lucha contra el autoritarismo, el control del mercado, etc.

En factor añadido en el momento de usar el término caviar para referirse a alguien que calce en alguna de las categorías anteriores es que el origen social de esa persona se encuentre en las clases medias, medias altas y altaa. La etiqueta, entonces, no se refiere sólo a una posición poitica, sino que tiene una implicación peculiarmente clasista: se quiere implicar que un caviar es un pez fuera del agua, en el mejor de los casos, o un impostor, un histrión, un esnob, un posero o un farsante, en el peor.

Eso quiere decir que el sobrenombre caviar supone una censura contra un cierto tipo de persona en particular: la que, proviniendo de un cierto grupo social, defiende los intereses de otro. Interesantemente, eso significa que quienes esgrimen la etiqueta para descalificar a otros piensan que lo natural, lo preferible, lo admisible, es elegir siempre una postura política que defienda los intereses de la clase propia en todos los casos en que estos entren en conflicto con los intereses de otra.

Al menos, cuando les conviene: nadie ha inventado un término ni ofensivo ni socarrón para bautizar a los individuos o grupos de clases sociales subalternas que, ya sea consuetudinaria o eventualmente, defienden posturas políticas que no hacen sino perjudicar su posición y solidificar a mediano o largo plazo la de las clases superiores. Por ejemplo, la base popular del voto fujimorista.

Caviar, entonces, acaba convirtiéndose en un término patéticamente defensivo, manipulado para prevenir un fenómeno creciente en la sociedad peruana: la expansión de la consciencia social en las clases medias y altas.

Es al menos torpe, e ideológicamente escandaloso, que quienes se llaman liberales acuñen y utilicen esa etiqueta: el liberalismo verdadero no se espanta ante la superación de las barreras de clase, ni se echa a temblar ante la noción de la movilidad social, ni mucho menos censura la aspiración de un sector de la sociedad a extender el alcance práctico de los derechos civiles y los derechos humanos a todo el resto de la nación.

En el léxico del reaccionario y del conservador radical, en cambio, palabras como la que mencionamos tienen mucho sentido. Quienes quieren proteger el status quo necesitan sancionar y hacer escarnio de todo lo que represente un puente, una transición, un cambio o una forma de movilidad.

Por ejemplo, sancionar como
arribista a la clase media que crece y toma poder; sancionar como trepadora (o huachafa o desubicada) a la clase popular que ocupa espacios antes vedados; sancionar como caviares a las clases medias y altas preocupadas por el bienestar de las bajas; sancionar como recién bajados a los provincianos que van a la capital en busca de una vida mejor.

A mí no me cabe la menor duda de que todo ese léxico es la cantera simbólica para una forma de hate speech que en el Perú es moneda corriente, moneda que, ojalá, se siga devaluando más y más en el futuro, hasta que al final sólo circule en las trincheras de los pasatistas paranoicos: las pesadillas del Marqués Santos de Molina, por ejemplo, o las payasadas de ese circo impreso que es el diario
Correo, donde los señoritos de ayer, cual ventrílocuos, hablan a través de los títeres inarticulados de hoy.

28.4.09

Los emigrados

Y la cacería de mariposas

Los emigrados de W.G. Sebald debe de ser una de las novelas más melancólicas y sensibles de la literatura contemporánea, además de una de las más sutiles y heterodoxas.

Sus personajes habitan el libro como los espíritus de Henry James pueblan una casa que fue suya pasajeramente: con la duda sobre la propia pertenencia, con ganas de estar y ganas de desaparecer, con ansias de no ser vistos y con la inclinación huidiza a dejar una huella fantasmática de su existencia que sirva de dudosa evidencia a los demás.

En la primera de sus cuatro partes, el narrador, intentando evocar la imagen física del personaje cuya vida quiere reconstruir --el doctor Henry Selwyn-- recuerda la fotografía de Nabokov que alguna vez recortó de un diario, en un viaje por Suiza. En la fotografía, Nabokov tiene una red de cazar mariposas sujeta con los dedos de la mano izquierda.

En la tercera parte, que narra la vida errabunda del tío Ambros Adelwarth y su amigo Cosmo, heredero de un multimillonario de Nueva Inglaterra, el narrador descubre que ambos personajes, décadas atrás, habían muerto en un mismo lugar, un sanatorio para enfermos mentales en la pequeña ciudad de Ithaca, New York.

Una anciana pariente de Ambros y del narrador, la tía Fini, rememora una visita hecha décadas atrás: el tío Ambros, en los jardines de la casa de reposo en la que se ha recluido por propia voluntad, ve con frecuencia, vagando entre las colinas y las cascadas de Ithaca, a un hombre que recorre el campo con una red de cazar mariposas en la mano.

En la cuarta parte del libro, Max Ferber, pintor obsesivo que ha pasado casi toda su vida refugiado en un pequeño y polvoroso estudio en un edificio de la ciudad de Manchester, decide hacer un viaje a Suiza para explorar ciertos cuadros guardados en una vieja iglesia.

Caminando por los montes que rodean el pueblo suizo, Ferber siente el vértigo y lo tienta el deseo de arrojarse desde las alturas sobre la población de allá abajo. Lo detiene, sorpresivo, como una aparición, un hombre que porta una red de cazar mariposas.

En un inglés impecable, pero de origen incierto, el hombre le dice a Ferber que es mejor bajar la colina en dirección al pueblo antes de que la oscuridad de la noche los capture en un sitio tan desolado.

Ferber baja el cerro y regresa al pueblo. Luego viaja a Manchester de vuelta y pasa los siguientes dos años intentando pintar el retrato del "hombre de las mariposas", cuyo rostro nunca más es capaz de recordar: pinta y destruye, dibuja y rasga, traza y raspa la pintura, y el resultado final lo decepciona.

Nabokov, claro, vivió sus años finales en el Montreaux Palace Hotel, en Suiza, lugar al que se alude en
Los emigrados, y antes de eso pasó otro largo periodo de tiempo en Ithaca, New York, como profesor de Cornell University. Los años en que escribió Lolita.

Hacia el 2003 o 2004, si la memoria no me falla --cosa que es siempre poco probable--, mis amigos Peter Elmore y Matías Ayala solían pasear por las calles laterales de Ithaca, y por las afueras del pueblo, tratando de descubrir, entre los viejos edificios, el hospital para enfermos mentales donde habían muerto Cosmo y, años más tarde, el tío Ambros.

Por esa misma época, y hasta el 2005, yo caminaba por las calles casi verticales de Ithaca llevando la cuenta de las casas donde había vivido Nabokov. Les tomaba fotografías e intentaba descubrir, por las fechas de su ocupación, en cuál de ellas había escrito cada libro el narrador ruso que fue uno de los mayores estilistas de la lengua inglesa.

Los personajes de
Los emigrados son, todos ellos, judíos, aunque la novela de Sebald no hace hincapié en esa pertenencia. Más bien, parece incluso borrarla, salvo porque el casi oculto origen étnico de los caracteres está entre las causas primeas de su migración.

Nabokov, Sebald, mi amigo peruano, mi amigo chileno, yo mismo, cada uno a su manera, más modesta o más ambiciosa, más vital o más libresca: emigrados en busca de algo, cazadores de mariposas, observadores: ¿qué cosa puede buscar un emigrado, que le sea propio, en un rincón del mundo que, como todos los demás, en el fondo, siempre le será ajeno?

24.4.09

7 ensayos de interpretación semántico-sintáctica

Mariátegui y el problema del perro que se muerde la cola

En nuestra pequeña conversación de ayer vimos por qué es intelectual y éticamente malo utilizar razonamientos prejuiciosos para medir (y finalmente menospreciar) el valor de las personas. Vimos también cuán fácilmente se pasa del prejuicio ignaro al racismo puro.

Hoy veremos cómo es que esas formas de pensar, además, son también poco prácticas, peligrosas y, eventualmente, pueden convertirse en una escopeta de dos cañones que termine disparándole al atropellado cazador.

Supongamos por un momento que Aldo Mariátegui tiene razón y que si yo comparo la sintaxis de mi norma culta del español con la de los demás puedo concluir que el que no sigue mi norma es un ignorante y un tonto. ¿Qué pasaría, entonces, si el periodista que dice eso --un trabajador de las palabras, ni más ni menos, un comunicador-- tampoco queda bien parado en el asunto?

Tendríamos que sacar sobre él, por lo menos, las mismas conclusiones que él alcanza sobre los demás. ¿Verdad?...

Advierto, como si hiciera falta, que la premisa es falsa y que no la comparto. Pero la demostración de la escopeta de dos cañones, de todas formas, puede ser ilustrativa.

Revisemos rápidamente el artículo de hoy de Aldo Mariátegui en Correo:

1. Dice: "Hasta ayer creía que era un serio problema para la calidad de nuestro Legislativo que existan congresistas que apenas saben escribir". La norma culta, sin embargo, dice que si el verbo principal de esa oración (en indicativo) está en pasado, el subjuntivo subordinado debería ir también en pasado. En este caso, luego de la primera subordinación (de creía sobre era) viene una segunda (de era sobre existan). Debería decir
existiera. O, debería decir: "Hasta ayer creía que es un serio problema para la calidad de nuestro Legislativo que existan..."

2. Dice: "Lamentablemente, el asunto es más serio, porque ayer el 90% de los que participaron en el debate sobre Supa demostraron --si es que se tomaron el trabajo de leer antes el editorial y el artículo referidos al hecho-- que muchos de ellos no tienen una adecuada comprensión de lectura". La norma culta dice que, si el sujeto es singular ("
el 90% de los que particaparon"), entonces el verbo debería ir también en singular. O sea, debería decir demostró en lugar de "demostraron".

3. Dice: "Nos preocupa que el bajo nivel intelectual del Congreso dañe tanto a nuestra democracia (somos uno de los países latinoamericanos que menos creemos en ella. Ver si no el Latinobarómetro) y origine que éste tenga una eterna desaprobación". Habiendo tantos sustantivos en esa fea oración ("nivel", "Congreso", democracia"), el pronombre posterior ("éste") debería ser más claro: si se refiere a "Congreso" y no a "democracia", que aparece posteriormente, debería decir "ese", o incluso "aquel", en lugar de "éste".

4. De cualquier forma, la normativa de la Real Academia Española eliminó la palabra "éste" hace varios años. No aparece siquiera en el diccionario. La palabra ahora, según la RAE, se escribe siempre sin tilde:
este. Yo tampoco sigo siempre esa regla ortográfica, y la RAE me suele sacar de quicio, pero ese no es el asunto. ¿No?

5. Además, dentro de ese mismo párrafo, hay otro problema sintáctico con la frase "somos uno de los países latinoamericanos que menos creemos en ella". Si se habla de "uno de los países latinoamericanos", entonces el verbo después de la subordinación debería ser el singular de la tercera persona. Debería decir: "uno de los países latinoamericanos que menos cree en ella".

6. Dice: "Gente que tiene tanto poder y responsabilidades, amén de ganar más de S/.20 mil, debe tener una instrucción mínima". Lean con cuidado la frase y verán que es notoriamente ambigua. ¿Está diciendo que los congresistas deben tener una instrucción mínima? O sea, ¿está diciendo que deberían tener siempre una educación pequeña, limitada y pobre? Lo que Aldo Mariátegui ha querido decir, claro, es que los congresistas deberían satisfacer por lo menos un nivel mínimo de educación, como requisito.

(Estamos hablando de sintaxis, así que no vale la pena ya repetir que la idea misma es antidemocrática tal como está planteada).

7. El mismo error del punto 1 se repite, más claramente, aquí, por partida doble: "Como remedio, sugeríamos que se exija un grado académico y que se instaure el voto voluntario". La
consecutio temporum dice que la frase correcta en la norma culta debería ser: "Como remedio, sugeríamos que se exigiera un grado académico y se instaurara el voto voluntario".

Añadiré que en la página de entrada del sitio web de Correo aparece la palabra Perú escrita a veces con tilde y una vez sin tilde. En todos los casos, la palabra está completamente en mayúsculas, así que hay que reconocer que Mariátegui sí sabe que la obligatoriedad ortográfica de la tilde no se suprime cuando se usan mayúsculas: PERU sin tilde es un error
siempre.

Agrego algo más. Hoy, Mariáteguii, hipócritamente, escribe: "Lejos estaba de nosotros cualquier tipo de menosprecio, racismo o burla hacia Supa". Y se da el lujo de criticar la defensa de Supa llevada a cabo por los demás congresistas. Dice Mariátegui que sus colegas protegieron a la congresista "como si fuera una menor de edad que no pudiera defenderse, actitud que más bien me pareció hasta racistoide".

Ok. En la primera plana de ayer en Correo, que pueden ver en mi post anterior, Mariátegui escribió: "Un Coquito para congresista Supa". Si eso no es afán de burla y menosprecio, no sé qué es. Y si eso no es, precisamente, y según los mismos estándares de Mariátegui, una infantilización racista de la congresista, explíquenme, por favor, de qué se trata.

Una vez más, repito: no me interesa andar corrigiéndoles errores a los demás, y estoy completamente convencido de que no hay conclusiones que se puedan sacar sobre la inteligencia de una persona a partir de su sintaxis. Imagino que a Mariátegui le conviene aceptar, de ahora en adelante, esta misma premisa. No vaya a ser que le pidan satisfacer un nivel mínimo de sintaxis culta para dirigir un diario.

23.4.09

Así funciona el racismo

Por una fina cortesía de Aldo Mariátegui

En el diario Correo, que él dirige, Aldo Mariátegui ha publicado hoy --como si se tratara de la prueba material de una denuncia terrible-- una fotografía que muestra la aparente flaqueza ortográfica de la congresista Hilaria Supa, su poco dominio del español criollo y de la llamada norma culta.

Como todos los racistas del mundo, Mariátegui dos veces se cura en salud (o en mal reprimida enfermedad, para mayor precisión), anunciando que, por si acaso, él no habla desde el prejuicio, sino desde la ecuanimidad más pragmática.

Pero, de allí en adelante, Mariátegui procede a proporcionarnos un ejemplo transparente de cómo funciona la mente de un racista a carta cabal. Primero, nos presenta su supuesta evaluación de la congresista a partir de un dato equívoco, parcial y prejucioso: diagnostica la personalidad de Supa a partir de su manejo del español escrito:
"Una persona así posiblemente sólo se va a limitar a repetir lugares comunes, a oponerse a todo sólo por oponerse, a estar a la defensiva ante cualquier idea nueva, a ser prejuiciosa, a buscar llamar la atención mediante el escándalo antes que por la excelencia de sus iniciativas, a descalificar al adversario con el eterno recurso de victimizarse, a ser agresiva..."
De inmediato, extiende la misma conclusión a un sector numeroso del pueblo peruano:
"No estamos en contra de que las personas elijan a congresistas con quienes se identifiquen, pero tampoco se puede ir a extremos..."
Para Mariátegui, quienes votan por Supa se identifican con ella, son como él piensa que es ella: torpes, negativos, prejuiciosos, escandalosos, agresivos, con una tendencia perenne a dar la contra sin motivo y a fingirse víctimas de los demás.

Porque, recordemos, todas esas conclusiones las alcanza Mariátegui a partir de un solo dato: los errores ortográficos y sintácticos que descubre en una nota manuscrita de Supa. Supa, claro está, no hace sino escribir el español como casi cualquier otro peruano que tiene al quechua como primera lengua. Ya sabemos a quiénes considera Mariátegui torpes, agresivos, etc.

Ahora, bien: ¿cómo se le llama a una persona que, a partir de un dato irrelevante y caprichoso, juzga la idiosincrasia de toda una colectividad étnica en términos negativos? Ustedes lo han dicho: se le llama racista.

Algo más: en el punto al que han llegado desde hace mucho los estudios en el campo lingüístico, hay que ser
profundamente ignorante para sugerir la idea de que la performance de una persona en su uso de la lengua es un índice de su inteligencia.

(A propósito, leer a Stephen Pinker y su extraordinario y tremendamente didáctico The Language Instinct).

La mejor prueba, claro está, la encontramos en la columna en que Mariátegui toca el tema de Supa: no hay un solo error sintáctico u ortográfico en el texto de Mariátegui, y, sin embargo, todas y cada una de sus ideas son de una vergonzosa imbecilidad.

Supa es una quechuahablante nativa que conoce el español como segunda lengua. Habla el quechua con la fluidez con que yo hablo el español o Mariátegui el glúfico.

El español lo conoce con los rasgos de una lengua adquirida posteriormente: es hoy una mujer bilingüe que ha sido capaz de llegar, en función de los mecanismos de la democracia, hasta el Congreso de la República, en una sociedad donde su idioma materno es secularmente despreciado.

En efecto, es probable que haya llegado hasta allí por la identificación que siente hacia ella un número crecido de peruanos. Hasta donde sé, de eso también se trata el asunto en las democracias, sobre todo en una que tiene que lidiar con el tema de la heterogeneidad cultural. ¿Quiénes son los peruanos que se identifican con la opción de Mariátegui, la de denigrar, menospreciar e insultar a la gente en función de su origen o su pertenencia étnica?

Mariátegui dice que elegir a Supa para el Congreso es una "exageración" de la democracia. Como si la igualdad debiera tener límites o la libertad una tarjeta de ingreso vip. La solución para el nivel educativo de la clase política no está en la marginación de quienes no tienen títulos o estudios superiores: la única respuesta solvente es elevar la eficiencia del sistema educativo y su accesibilidad.

Si las clases dirigentes del Perú hubieran hecho eso, la congresista Supa habría, sin duda alguna, tenido y aprovechado la oportunidad de una universidad, un título, una educación diferente. No ha sido así. Y quienes le han negado la educación se sienten con derecho a negarle también la agencia y la visibilidad política. Hay que ser hipócrita o hay que ser idiota, o hay que ser ambas cosas a la vez para pensar de esa manera.

La ofrenda

Una lectura de La teta asustada, de Claudia Llosa

(Eduardo González Cueva recuerda episodios de su trabajo con la Comisión de la Verdad y los conecta con sus impresiones luego de ver la última película de la cineasta peruana Claudia Llosa. Es el comentario más inteligente, perceptivo e informado que he leído sobre la cinta. El texto apareció originalmente en el blog de Eduardo).

Por Eduardo González

En Enero de 2002, acompañé brevemente a los forenses que condujeron la exhumación de ocho cuerpos en Chuschi, Ayacucho, como parte del trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Uno de los recuerdos más claros que tengo es el de un evento que ocurrió antes de –no durante— la exhumación.

Habíamos viajado por horas, desde Huamanga, siguiendo una carretera sinuosa y tercamente ascendiente cuando, apenas pasada un abra, uno de los miembros del equipo forense anunció que habíamos llegado a un buen lugar para hacer la ofrenda. “¿Qué ofrenda?” pregunté. “El pago que vamos a hacer para que el trabajo salga bien”, fue la respuesta.

Apartándonos un poco del camino, encontramos un pequeño prado donde nos sentamos en círculo y mascamos coca, mirando a los apus de la zona, a lo lejos. Al tiempo, uno de nuestros colegas abría un hoyo en la tierra mientras cantaba una letanía en quechua. Luego, en tanto todos observábamos, colocó cuidadosa, tiernamente, en el hoyo hojas de coca, caramelos, miel, aguardiente y el feto momificado de una llama. Cubrimos el lugar con tierra y pasto y, cumplido el pago, seguimos el camino hacia la que sería la primera exhumación de la Comisión de la Verdad.

La tierra, que en alguna parte de estas montañas, había acogido por casi veinte años los cuerpos de ocho campesinos asesinados por el Ejército Peruano, recibía así, antes de entregar los cuerpos, una ofrenda. En los años que han pasado desde esa primera exhumación, muchos otros cuerpos han sido devueltos por la tierra que los protegió, para que las familias ejerzan el derecho de llorar a sus muertos y para que el país se purifique.

Claudia Llosa ha optado en “La teta asustada” por contar una historia de entierros y florecimientos, de bultos que se ocultan en el vientre de la tierra o en el de una mujer, con la ilusión de proteger o la esperanza de florecer. Como lo hicieron durante los 80 Jaime Higa y Eduardo Tokeshi, o como lo hiciera Yuyachkani al poner en escena “Adiós Ayacucho”, Llosa explora la idea de los fardos mortuorios que no guardan precisamente podredumbre, sino la angustia y la inquietud de un vientre del que algo va a surgir.

Fausta (Magaly Solier) es, en la historia, una hija empeñada en cumplir con el mandato más básico de la piedad filial, que es dar sepultura digna a su madre. Fausta se niega a un entierro apurado en el patio de la casa, en una Lima en la que no reconoce más que un refugio. Anuncia a su familia que hará todo lo que sea necesario para llevar el cuerpo de la madre al pueblo y las mujeres de la familia la ayudan ungiendo el cadáver con óleos que han de preservarlo hasta que llegue el momento del regreso a su tierra (y a la tierra).

Pero el entierro del cadáver es una historia paralela a otro entierro: el que Fausta ha llevado a cabo en su propio cuerpo. Su madre, violada durante la guerra, le ha contado que una mujer en el pueblo decidió colocarse una papa en la vagina como protección contra la violación. “Asco daba” dice Fausta, y en razón de ese asco (no del obstáculo físico), la mujer se salvó de la violación para, después de la guerra, casarse y tener hijos. Fausta, que tiene miedo de todo y que no puede ir sola a ninguna parte, ha tomado la decisión de imitar a la mujer del pueblo y defiende su decisión en dos ocasiones: cuando un médico ofrece retirar el objeto y cuando Noé (Efraín Solís), el jardinero, que proviene de su misma región y habla su lenguaje, la critica oblicuamente diciendo que la papa es una planta común, que da flores comunes y esto rara vez.

En su empeño de conseguir algo de dinero para sepultar a su madre, Fausta vence su miedo y obtiene empleo trabajando en la casa de la señora Aída (Susi Sánchez), una encarnación moderna y femenina de Humberto Grieve, el blanco abusador que se aprovecha de Paco Yunque en el clásico cuento de Vallejo. La señora Aída es una artista que no puede crear; vive en una inmensa casa vacía, rodeada de una Lima que ha cambiado y que ya no le pertenece; está permanentemente deprimida y es incapaz de comunicarse con nadie, excepto para dar órdenes. De hecho, Fausta y su madre muerta tienen una relación más íntima que la señora Aída y su hijo.

Frente a la oferta de un intercambio justo, Fausta acepta alimentar con sus canciones a la artista. Para Fausta, las canciones no son una propiedad: son la forma que tiene de comunicarse con otros y consigo misma, como ocurre al inicio de la historia, durante la agonía de la madre. Por cierto, la intensa música de Selma Mutal merecería una reseña que no estoy en capacidad de ofrecer.

Para la señora Aída, una especie de pishtaco que vampiriza la música de Fausta, las canciones son un instrumento de prestigio, la única posibilidad de encontrar un respiro a su permanente depresión. Ella también tiene un entierro en su pasado: en una de las escenas más profundamente conmovedoras de la película, la señora Aída descubre en el jardín la muñeca de infancia. “Me dijeron que si la enterraba se iría a otro lugar y no volvería” dice, con amargura. “¡Mentirosos!” La ofrenda de la señora Aída no ha florecido, no ha propiciado una buena jornada. Su dueña ha vivido una vida marcada por el dominio sobre los otros, la adulación, el aislamiento del poder, pareciera que la tierra no quiere nada con ella y le devuelve el pago que hiciera cuando niña.

La tensión permanente en la historia –qué ocurrirá con el cadáver de la madre, podrá Fausta sacar de su vientre el bulto que simboliza su miedo- se resuelve en una confrontación entre Fausta y la señora Aída. Humillada porque Fausta le recuerda oblicuamente que ha presentado como propia una obra ajena, la señora rompe el trato y abandona a Fausta. Fausta, luego, al cabo de una escena terrible en la que siente miedo de ser violada por su tío (Marino Ballón) que sólo intenta demostrarle que aún en las peores circunstancias, ella quiere vivir, corre a la casa de la patrona y toma sin permiso las joyas que le habían sido prometidas a cambio de sus canciones.

Ese acto de justicia a mano propia, es desencadenado por el miedo y se lleva a cabo en el miedo. Pese a la foto amenazante del militar en el cuarto de la señora Aída, Fausta toma del suelo, una por una, las perlas prometidas y escapa. Sólo entonces, agotada, colapsa y le pide a Noé que la ayude “¡Sácalo, sácalo de mi cuerpo, por favor!”

Noé la lleva al hospital y el tío Lúcido la atiende, luego de la operación. Con las perlas de la señora, llevan el cuerpo de la madre al pueblo. Un bulto ha sido removido para que el vientre de Fausta quede libre de miedo; un bulto tiene que ser entregado al otro vientre, el de la tierra. En el camino, sin embargo, Fausta –que ahora es libre del miedo que la atenaceaba durante toda la historia—decide que la madre no tiene que ser enterrada en el pueblo, después de todo. En un acto que yo leo como una reconciliación con la costa y una reivindicación histórica, Fausta le confía el cuerpo de la madre a las arenas del desierto, frente al mar. Tal vez, en esa aridez, el cuerpo ayude a que algo germine, del mismo modo que sobre el cascarón de la Lima señorial ha florecido una ciudad chola, kitsch e insolentemente feliz. Del mismo modo que, en la última escena, las papas que deja Noé en la puerta de Fausta han dado una bella flor amarilla.

Llosa cuenta su historia combinando estilos y narrativas que hubieran aplastado a otro director con menos capacidad de motivar a sus actores y de mantener una visión consistente. La historia de Fausta es contada en permanente contrapunto a la historia de la Lima chola, que se construye con ingenio y con exceso, sin más transición entre uno y otro registro que símbolos como una larga escalera que comunica la parta baja y la parte alta de un cerro. El estilo cholo que algunos críticos criollos han considerado degradante o condescendiente (delatando de este modo su propia condescendencia) es, en realidad, una explosión creativa de optimismo contra toda demostración en contrario, en el que se advierte una dirección de arte en la que Susana Torres abraza el kitsch sin ironía.

Encuentro extraordinaria también la capacidad de Llosa de crear una historia tan intensa y activa a través de planos generales en los que la cámara escasamente se mueve. Ya sea que el personaje es Lima, el rostro de Fausta, o las manos de Noé, la puesta en escena parece más propia del teatro que del cine. Pero en esto, como en su simbolismo fértil, Llosa muestra ecos de Buñuel y de Jane Campion. Por momentos, es un simbolismo que asalta al espectador y vence cualquier capacidad de desciframiento: Fausta lleva una cucarda florecida en la boca, mientras espera a Noé, una nave intenta cruzar un túnel, un piano destrozado arde en el jardín de la casa, una posible tumba se convierte en una piscina. Es una opción que, sorprendentemente, no convierte “La teta asustada” en una película barroca o sobrecargada como lo fue, por momentos, “Madeinusa” y en la que se aprecia una dirección diestra.

Durante el estreno de la película en Nueva York, Llosa dijo que el trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación había sido un referente para su historia, del mismo modo que el trabajo etnográfico de Kimberly Theidon, a quien debe el hallazgo del síndrome de la “teta asustada”. La historia que nos cuenta, entonces, interviene en la actual batalla de la memoria que se libra en el Perú: toma partido por quienes optan por enfrentar el bulto, el fardo inquietante que tenemos en casa y del que no algunos no quieren hablar. Del mismo modo que hace siete años asistí a un entierro propiciatorio y a una exhumación, he sentido al ver “La teta asustada” que asistía a un pago propiciatorio que nos ha de ayudar en el enorme ejercicio de develamiento al que los peruanos estamos llamados.

21.4.09

Misterio

La enfermedad del olvido voluntario

El senador americano Russ Feingold se ha referido a ciertas recientes declaraciones de la periodista conservadora Peggy Noonan como "the most disturbing thing" que él haya oído jamás. ¿Qué dijo Noonan?

El contexto fue una discusión acerca de la decisión reciente de Barack Obama de hacer públicas las comunicaciones sostenidas en el seno del gobierno anterior entre abogados y funcionarios que buscaban justificar ciertas formas de tortura en el trato a prisioneros. Noonan criticaba ferozmente a Obama.

Cuando se le objetó que el gobierno demócrata no ha hecho sino poner en conocimiento público los documentos que prueban la suciedad moral a la que llegó el régimen previo, es decir, confirmar una verdad, Noonan dijo que no siempre era bueno saber la verdad. Su frase siguiente fue, en verdad, tenebrosa: "Algunas cosas en la vida necesitan ser misteriosas".

La afimación es como la tomografía de una mentalidad que no es infrecuente: la de aquellos que quieren confortar su consciencia, o al menos alienarla tras la máscara de la democracia y la libertad, aun sabiendo que viven en una sociedad que puede contradecir esos principios violentamente y que, en efecto, a veces lo hace.

No es siquiera la inconsciente represión o negación del lado oscuro de uno mismo o del colectivo al que uno pertenece: es la represión y la negación en absoluto y tangible conocimiento de aquello que se quiere reprimir o negar.

Tristemente, claro, no es un fenómeno exclusivo de una sociedad, ni mucho menos. Es el mismo fenómeno (una forma corporativa y, en algunos sectores, casi consensual de hipocresía) que los peruanos vemos y oímos día a día, entre quienes criticaron y critican, por ejemplo, el trabajo de la Comisión de la Verdad o la creación del Museo de la Memoria.

El resumen de esa actitud puede ser muy simple: "prefiero seguir actuando como si mi conciencia estuviera limpia, a pesar de que sé perfectamente que no es así". ¿Qué es exactamente lo perturbador de esto, además de la hipocresía?

Creo que es lo siguiente: quien piensa de esa manera es en el fondo un aliado del crimen, un cómplice, si es que no un criminal, y uno que perdonará o ejecutará otros actos similares cada vez que lo crea conveniente. Porque para defender una idea de ese tipo hay que estar convencido de que la propia conveniencia es más imperativa que cualquier noción del bien moral, cualquier noción de justicia y cualquier noción de respeto a la vida ajena.

Recordar no es fácil, pero es bastante más natural que precipitar el olvido. "Los sueños de la razón producen monstruos", es verdad. Pero el olvido total y voluntario nos puede hacer monstuos a nosotros mismos.

20.4.09

A la vena

Galeano sale del sarcófago

Hugo Chávez le regala a Barack Obama un ejemplar de
Las venas abiertas de América Latina, del uruguayo Eduardo Galeano.

La traducción al inglés del libro salta, en apenas dos días, del puesto 60 mil al puesto 3 del ránking de volúmenes más vendidos en el catálogo online de Amazon.

(Dicho sea de paso: apenas en el post anterior preguntaba por el poder de la literatura en la política y, si no me equivoco, todos los comentaristas me dijeron que tal cosa no existe. Imagino que no es igual en todas partes).

Chávez ha pretendido que el gesto cobre más de un sentido simultáneo: en primer lugar, es una supuesta lección de historia; luego, quiere sugerir que la lectura de Galeano debería ayudar a Obama a comprender a la región y su relación con los Estados Unidos; finalmente, es una reivindicación de sus fuentes ideológicas: el antiimperialismo y el discurso latinoamericanista.

Lamentablemente, también es una demostración pública del nivel de simpleza, de ceguera y de irresponsabilidad infantil de Chávez y sus pupilos regionales.

El libro de Galeano es una de las versiones más esquemáticas y maniqueas de la teoría de la dependencia, que pretende explicar todos y cada uno de los males de la América Latina contemporánea describiéndolos como culpa, responsabilidad y perpetración de los ingleses, primero, y los norteamericanos, después.

La teoría de la dependencia, claro está, al menos en esa versión caricaturesca (una elaboración posterior le dio mayor responsabilidad a la dominación de las élites internas que al imperialismo extranjero), no es vista con mucha seriedad ni siquiera en el seno de la intelectualidad de izquierda.

Pero lo de Galeano, como digo, no alcanza siquiera a ser una versión digerible de ese discurso:
Las venas abiertas de América Latina es un fantoche deforme de la teoría de la dependencia. Es la reducción de Latinoamérica al rol de una tierra de exacción y extracción; un ensayo seudo-histórico que pretende demostrar que el paso de la colonia a la república, en el fondo, no cambió nada en la relación entre la región y el resto del mundo.

Uno pensaría que, a estas alturas, treinta y ocho años después de su publicación original, ni el mismo Galeano seguiría creyendo en esas cosas. (Pero no: si para él nada había cambiado en los ciento cincuenta años anteriores, por qué tendría que pensar que algo ha cambiado en las últimas cuatro décadas). Pero que otra persona crea todavía en eso es ya demasiado.

Y resulta terrible que un país como Venezuela esté en manos de un líder que aún hoy basa su visión del mundo en la mirada trasnochada y fantasmal de la historia que Galeano acuñó en ese libro. Un líder que, al conocer al nuevo presidente de Estados Unidos, no tiene mejor idea que mandarle ese tomo como mensaje: tú y tu país son los responsables de mi atraso y mi pobreza.

Conclusión: la lectura es un arma de doble filo: lo saca a uno de la ignorancia, pero también lo puede sumergir mucho más. Igual, habrá que seguir caminando sobre ese filo.

14.4.09

¿Mal síntoma?

La ausencia de censura

Con justificadas razones, asumimos que el afán de censura en una sociedad es un rasgo de enfermedad política: la acción, por ejemplo, de un gobierno despótico que interrumpe el devenir de los discursos opositores, contradictorios o liberadores.

En la misma vena, asumimos, por el contrario, que la libre circulación de discursos contraventores es un indicio de respeto hacia ellos, una demostración de libertad, de la inexistencia de trabas y obstáculos para el pensamiento opositor o disidente.

En abstracto y sin datos positivos, asumimos que los periodos más obscuros de nuestra vida republicana han sido épocas de censura y restricción.

Y qué duda cabe, la censura ha existido en diversas variantes, sobre todo ejercida contra la prensa, mediante formas de presión financiera, cooptación o, directamente, a través de la confiscación de medios.


La censura literaria, sin embargo, tiene una historia menos nutrida en el Perú, al menos desde el siglo veinte en adelante, una historia tan escuálida que es casi inexistente: libros marxistas extranjeros, incautados e incinerados en la aduana, por órdenes de Luis Alva Orlandini, durante el primer gobierno de Belaunde, por ejemplo; o la célebre quema de ejemplares de
La ciudad y los perros en el Colegio Leoncio Prado, cuatro décadas atrás, que, sin embargo, no influyó en la difusión de la novela de Vargas Llosa (novela que sí había sido recortada, más bien, aunque someramente, por la censura española).

Pero, ¿qué obras literarias peruanas fueron privadas de publicación o difusión debido a una censura gubernamental activa y organizada?

¿En qué momento de nuestra historia más o menos contemporánea se ha llegado a instituir un mecanismo censor orgánico y abarcador, como, digamos, el de Franco en España, que declaraba a libros y a autores enemigos del Estado y prohibía la aparición pública de novelas y poemarios, o el montaje de obras teatrales, a través de los oficios de una junta constituida desde el Estado mismo?

Tengo la impresión de que tal cosa no ha sucedido. También tengo la impresión de que, habiendo pasado el Perú republicano un tiempo largamente mayor bajo el yugo de dictaduras que bajo regímenes democráticos, no es válido atribuir esa escasez de censura orgánica a una historia nacional vivida en el gozo liberal de nuestros derechos civiles.

Mi temor, más bien, es que la literatura, desde hace demasiadas décadas, al menos claramente después de concluido el proceso de la emancipación, no ha sido vista ni por gobernantes abusivos ni por líderes autoritarios ni por abiertos dictadores como un arma influyente sobre la conciencia de los peruanos ni como una amenaza palpable para la estabilidad de sus regímenes; así como, por otra parte, no ha sido vista tampoco como la posibilidad de un refuerzo para sus discursos.

La pregunta es: ¿han estado en lo cierto nuestros políticos? ¿Es en verdad un mundo inocuo, en cuanto a sus posibilidades de influencia social, el mundo de nuestra literatura? ¿Es un universo del cual hacen bien en despreocuparse, al menos coyunturalmente?

10.4.09

Que Fujimori no salga

Y que la otra Fujimori devuelva la plata que su padré robó

La condena a Fujimori, como es lógico, ha promovido reacciones de todo tipo.

Una curiosa es la de quienes, por un lado, cuando hablan de la rehabilitación de ex-terroristas y su reingreso en la sociedad civil, proponen el olvido y el perdón, pero que, en el caso de este otro delincuente, esgrimen sin mayor miramiento el lema "ni olvido ni perdón".

Si no otra cosa, esa actitud muestra por lo menos la falta de reflexión, el desequilibrio ético y el partisanismo ciego con que ambas ideas se manipulan: no basadas en principios sino en conveniencias y proximidades.

Más curiosa aún es la reacción violentista: la aparición de lemas que piden la muerte de Fujimori y de sus adláteres, como si un salvajismo
self-righteous, en apariencia vindicante, fuera mejor que un salvajismo delincuencial.

Y, por supuesto, también están las esperables --pero no por ello menos detestables-- orquestaciones de los grupos de poder que rodean a Fujimori y que empiezan ya la campaña por su indulto y su liberación.

Previsiblemente, en una zona del espectro político que, tras el afán criminal y cleptócrata, tiene el populismo como único remedo de discurso, los aleteos de esta parvada han comenzado con la presentación de encuestas que señalan, si se les ha de creer, que una mayoría de los peruanos piensa que la condena es injusta.

Obviamente, nadie espera liberar a Fujimori por plebiscito, o en función de su popularidad. Pero casi casi. Porque difundir la noción de que esa popularidad es notoria y acaso gigantesca es un primer paso para allanar la senda hacia el indulto o el perdón: justificar de antemano la posibilidad de que un presidente García o una presidenta Keiko Fujimori acaben por sacar al criminal de la cárcel.

¿Una presidenta Keiko? ¿En qué momento la presidencia del Perú se convirtió en una oficina abierta para cualquier oligofrénico sin oficio ni beneficio? ¿Por qué ha llegado a ser seria la posibilidad de que un cero a la izquierda sin ideas ni principios, una mujer criada con el botín robado por su padre criminal, aspire a conducir el destino de un país?

¿Por qué darle cabida en la élite del sistema público a esta mujer que, como absolutamente todos los miembros de su familia, ha construido su vida con dinero robado y jamás ha hecho siquiera el gesto simbólico de reconocerlo y regresar el dinero a su lugar legítimo? El puesto de capo de una mafia es hereditario, sin duda: ¿vamos a convertir definitivamente al Estado peruano en la Cosa Nostra?

Supongo que es papel de los políticos y los comunicadores que aún conserven una posición moral ante las cosas el propiciar la forma de que Fujimori permanezca en la cárcel hasta cumplir los veinticinco años de su condena, si la vida le dura hasta entonces.

Los que lidien con cosas más allá de la coyuntura --los intelectuales, por ejemplo-- algo deben hacer también para volver a difundir en el Perú una idea aparentemente extraviada en algún lugar, en estas últimas décadas, una idea simple y que sólo en apariencia todos parecemos aceptar:

Que ser criminal, ser inmoral, ser poco ético, ser un delincuente, ser un mafioso, ser un asesino, ser ladrón, intrigante, confabulador, tirano, mentiroso, manipulador, prepotente y autoritario no son atributos de un líder ni pecadillos que se deba pasar por alto, sino rasgos suficientes para descalificar y censurar a un servidor público de una vez y para siempre.

7.4.09

Fujimori según Bayly

En un día histórico para el Perú y el mundo

Ninguna novela de dictador que yo conozca termina con el tirano entre rejas. Y ningún dictador antes en la historia mundial ha sido juzgado y encontrado culpable, en su propia patria, por crímenes contra los derechos humanos. Esto es, hasta hoy.

La condena a Alberto Fujimori, que todos debemos celebrar, es inédita en la historia real e imprevista incluso en la ficción.

No todos festejan, sin embargo, que se haga justicia. Hace sólo un par de días, Jaime Bayly --no se sabe si en serio o en broma, ni si la diferencia todavía existe para él-- sostenía que si bien Fujimori debía ser culpado por sus delitos, debía ser perdonado de inmediato en virtud de las "cosas buenas" que hizo por el Perú.

Supongo que Bayly no cree que la moral y la justicia deba ser una para todos los mortales y otra para Fujimori, de manera que tomo su frase como un principio aplicable a cualquiera: un cierto número de "buenas acciones" compran la impunidad para un cierto número de "malas acciones".

Por supuesto, esa idea es la negación de cualquier forma aceptable de moral. La justicia no es un juego de cartas donde los puntos positivos rediman a los negativos. La limpieza y la iinocencia de una persona no se dicide comparando la columna del debe con la del haber.

¿Componer un proceso inflacionario me libera para asesinar, para forzar esterilizaciones, para robar, maltratar, engañar, abusar del poder? ¿Que la policía capture al líder de un grupo terrorista durante mi mandato me licencia
a mí para comportarme como cabecilla de una banda similar?

Y si fuera así, ¿cuántas buenas acciones me darían carta blanca para el genocidio o para el asesinato en masa? ¿Qué crimen quedaría realmente prohibido?

Ninguno. La idea de Bayly (que es reproducción fotográfica del discurso de los pinochetistas) es, en resumen, la justificación del derecho de todos los gobiernos de tiranizar a su pueblo, de someter las leyes a su capricho y los derechos humanos a su espíritu delincuencial; es una licencia para asesinar con la mano derecha siempre que se pueda blandir en la mano izquierda un libro de cuentas en azul o unas cifras macroeconómicas de tendencia positiva.

¿Y Bayly se dice liberal? ¿Qué liberalismo es ese que desecha los derechos de la humanidad con facilidad tan indolente? ¿O es que también la moral será cuestión de oferta y demanda para él, de sumas y restas, una moral sin impetativos categóricos, sin obligaciones, sin principios necesarios?

¿Qué liberal de pacotilla es ese que no cree en los derechos individuales, en los derechos civiles, en la necesidad de un gobierno transparente?

Obviamente Bayly no es un liberal. Es uno más en el rebaño estólido de amantes del mercado que, invadidos por todas y cada una de las taras de la vieja clase alta peruana, esconden su racismo, su indolencia ante lo popular, su sentimiento de superioridad ante el resto del país, tras la endeble máscara que han elegido llamar liberalismo.

La manera en que, dejando caer la careta por un rato, Bayly acaba de pedir la libertad del criminal, recurriendo a argumentos francamente inmorales, nos permite, por lo menos, señalarlo de manera indudable: Bayly es, a lo más, un payaso inimputable con demasiada tribuna para tan poca inteligencia, y es, por lo menos, un residuo de lo peor de nuestro viejo gamonalismo, hoy maquillado de intelectual, que gracias a dios tarde o temprano acabará de desaparecer en el Perú.

6.4.09

¿San Crumb?

El Génesis visto desde el underground

Si la madurez de una forma artística se puede medir según las dimensiones de los proyectos y la magnitud simbólica de los temas que trata, entonces, sin duda alguna, esta es una nueva gran oportunidad para que los escépticos empiecen a juzgar al cómic como un arte en pleno apogeo.

Robert Crumb, el padre de los
underground comix, historietista multifacético que ya pasó por el cómic de humor, el erótico, el autobiográfico y el histórico, y que además ha hecho algunas de las mejores adaptaciones de obras literarias a la lengua de la novela gráfica (pienso en sus versiones de Kafka), acaba de terminar, y publicará en octubre, su propia versión del Génesis, el primer libro de la Biblia.

Hasta ahora hay apenas rumores y breves entrevistas: el editor dice que el libro será polémico y que no se trata simplemente de una versión paródica, sino que intenta problematizar el lugar que ocupa la Biblia en las culturas occidentales hoy.

Crumb, por su lado, no habla demasiado sobre el libro; anuncia que está colmado de detalles extraños, "full of all kinds of crazy, weird things". Dice, eso sí, haber tenido problemas para imaginar cómo debía dibujar a Dios. Pensó en un rayo de luz, un resplandor, un espacio en blanco del que salieran los globos de diálogos.

En un sueño, sin embargo, se le apareció una figura bastante más convencional: un anciano de larga barba blanca. "Después de todo, Dios tuvo que ser un viejo judío renegón", dice. Finalmente, en el libro terminado, el rostro de Dios luce, según el dibujante, extrañamente parecido al de su padre.

La fotografía de la derecha, que fue publicada en el 2005 por
Indy Magazine, y republicada hace un mes en On-Panel.Com por el mismo editor de la revista, es la única imagen que se conoce de una página del original. Yale Press también dio a conocer, semanas atrás, una hoja de bocetos.

La fecha es el 19 de octubre de este año; la prensa, la blogósfera y los fans del género (los inteligentes, no los que andan mordiéndose las uñas ante cada patada al aire de Wolverine) especulan: ¿será una fecha clave en la historia reciente del cómic, o será, simplemente, una bomba de expectativa que estalla sin dejar muertos ni heridos?

Postdata: No olviden que ya hay una nueva convocatoria del Club de Lecturas de Puente Aéreo: una de las novelas más finas y misteriosas de la tradición anglosajona: Los papeles de Aspern de Henry James. Por información y para conseguir de inmediato los textos (en español o en inglés, como prefieran), vayan a este enlace.


3.4.09

Ocio y prisión

All work and no play makes Jack a dull boy

Apenas recibo mi nuevo ejemplar de Dubliners, de James Joyce, releo, después de tantos años, un cuento que me impresionó en el primer encuentro: "Araby".

Es la historia de un muchachito enamorado de la chica de la casa de enfrente y que desea complacerla comprándole un regalo en una pequeña feria comercial que estará abierta sólo esa noche.

Cuando el muchacho le pide a su tío dinero y permiso para ir al bazar, el tío le concede ambas cosas con una sola frase, un refrán popular: "All work and no play makes Jack a dull boy".

En el español de mi generación, eso es algo así como "mucho trabajo y nada de juego vuelven a Jack un chico monse".


Dull
, claro, tiene varios sentidos: soso, desabrido, aburrido, poco interesante, incluso estúpido, pero creo que la idea se entiende: monse.

En
The Shining (El resplandor), la novela de Stephen King, y en la extraordinaria película que Stanley Kubrick hizo a partir de ella, una escena clave juega con el sentido de esa misma frase: "All work and no play makes Jack a dull boy".

Es lo que el protagonista, Jack Torrance, ya enloquecido (icónico Jack Nicholson), escribe innumerables veces a máquina, formando una montaña de papel, día y noche, cuando su esposa cree que está dedicado a componer una novela.

En la novela y la película, del trabajo al aburrimiento el paso es tan corto como el viaje del aburrimiento a la psicosis y la insania criminal.

El escenario es en gran parte responsable de la locura: un hotel cerrado durante el largo invierno de Colorado, sepultado en nieve, aislado del mundo, inmenso pero claustrofóbico y poblado de fantasmas, uno de los cuales, en cierta forma, parece encarnar o apropiarse de Jack, un escritor aspirante que ha tomado el empleo en compañía de su esposa y su hijo.

Hace años estuve en ese hotel, el Stanley Hotel, en Estes Park, a pocas horas de Boulder, Colorado. Quizás para evitar que el nombre se leyera como una alusión a sí mismo, Kubrick lo rebautizó en la película: el Overlook Hotel. En la tienda del
lounge principal compré una copia de la llave de la habitación maldita. Los administradores del Stanley rentan ese cuarto para lunas de miel.

Hace un par de meses, Phil Buehler, un artista neoyorquino admirador de King y Kubrick, publicó una edición de la seudo-novela de Torrance,
All Work and No Play Makes Jack a Dull Boy. Una copia de la carátula ilustra este post. El libro tiene ochenta páginas, en lugar de varios centenares. Cada página exhibe la misma frase del título, repetida decenas de veces. El libro está a la venta; cuesta unos diez dólares.

Irónicamente, el fruto de la locura del ficticio Jack Torrance se ha convertido en una obra de arte, una suerte de libro objeto.

Pero si uno lee la novela de King (que vive aquí en Maine, por cierto, vecino ilustre) o ve la película otorgándole a la frase un valor crucial, redescubre rápidamente una de las direcciones en que se encamina el sentido de la ficción.

Jack es incapaz de escribir porque está doblemente encerrado, en el hotel y en sí mismo, extirpado del mundo, literalmente enajenado, porque en un espacio clausurado en el que la ociosidad es obligatoria, el ocio le resulta indistinguible de la obligación.

Una vez que el mundo real queda abstraído, disuelto y eliminado, la página en blanco se le convierte a Jack en abismo y la ficción ya no es escape sino duplicación de la cárcel.

2.4.09

Chéjov y el otro

Sobre dos novelas cortas del autor ruso

Leí cinco novelas cortas de Anton Chéjov durante las últimas vacaciones. Dos de ellas me vuelven a la memoria mientras reviso
Los papales de Aspern, de su contemporáneo Henry James.

En
Los papeles de Aspern, un hombre se infiltra durante meses en una casa ajena bajo una falsa identidad, y oculta el propósito de su ingreso a la mirada de sus dos anfitrionas.

En las dos
nouvelles de Chéjov se produce también una suplantación. En La historia de un hombre desconocido (traduzco los títulos literalmente, a partir de las versiones inglesas), un activista político de origen aristocrático renuncia a su identidad para hacerse contratar como sirviente en la casa del hijo de un enemigo político.

En
Mi vida, el hijo de un arquitecto mediocre, pero de gran prestigio en su pequeña ciudad del interior, renuncia a su herencia y las posibilidades que le ofrece su posición en la burbuja de la nobleza provinciana, para buscar trabajo como obrero de una estación ferroviaria, primero, y como pintor de brocha gorda, después.

A diferencia de lo que sucede en la novela de James, en las de Chéjov el abandono de la identidad propia y la asunción de una nueva implica un tránsito en la escala social: de aristócrata a servidor doméstico, en una, de noble a proletario, en la otra.

Y en ambas esa metamorfosis se niega a ser sólo superficial: tanto el aristócrata activista vuelto sirviente como el heredero convertido en mano de obra barata se introducen en un proceso de aprendizaje social, y descubren lentamente, no sin atravesar penurias de índole diversa, de qué modo se ve el mundo desde una posición subalterna, marginal o sojuzgada.

En cierta forma, Chéjov dramatiza y pone en escena uno de los principios del realismo de su siglo: la capacidad de imaginar el mundo de las clases dominadas sin hacer de él una caricatura ni el blanco de un humor satírico o sardónico, ni una idealización sentimental o acaso romántica. Y da un paso más: imagina ese mundo desde los ojos de alguien que se introduce en él.

No es un retroceso ni un paso al costado con respecto a las novelas que se permitían contar el mundo asumiendo la perspectiva del marginal, que ya las había varias en ese tiempo; se trata, más bien, de incidir en el contraste mostrando ese universo desde los ojos de alguien que se va integrando a él pero que ha tenido su origen en otro.

Como tema, es un asunto moderno por excelencia; tiene que ver con el reconocimiento de las diferencias y la toma de conciencia de que el punto de vista ejerce un poder y acaso una violencia sobre el objeto observado. Como escaño en la tradición de la novela moderna, es un tópico que viaja desde
Heart of Darkness hasta El entenado o El hablador: las novelas de conversión que historian el tránsito de un sujeto entre dos mundos enfrentados.