31.3.08

Quipu 2

El jardín de los onanistas, de Álvaro Díaz Ávila

El segundo autor elegido en esta nueva etapa del Proyecto Quipu es Álvaro Díaz Ávila, chiclayano de veinticuatro años, que estudió periodismo y que ahora dice dedicarse a algo “que no tiene nada que ver con eso”. Para esta quincena los jurados fuimos Daniel Salas y yo. Se le recuerda a quienes quieran participar que pueden enviar sus cuentos o poemas al correo gfaveron@gmail.com. Los cuentos no seleccionados para una quincena serán considerados para las quincenas siguientes.

EL JARDÍN DE LOS ONANISTAS

Álvaro Díaz Dávila

¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué soy yo aquí? Soy un pincho parado.
(Fue lo que dijo el poeta chiclayano Juan Ramírez Ruiz en una reunión de amigos una noche cualquiera).

Bruno ha desaparecido y nadie sabe dónde está. Hace meses que salió de su casa y se perdió para siempre de la vida de todos. Hasta ahora lo siguen buscando, pero creo que ya sin esperanzas de encontrarlo. A medida que los meses han ido avanzando, el recuerdo de Bruno se ha convertido en un fantasma que se filtra en nuestras vidas, en nuestras conversaciones y en nuestros sueños. Ayer soñé, por ejemplo, que a Bruno se lo llevaba un cohete espacial que decía con letras negras “La Incertidumbre”. Por eso, yo al menos, no he dejado de pensar en él ni en las posibles razones de su desaparición; una desaparición que al principio resultó extraña, pero que después regresa a nuestras especulaciones como una escalofriante consecuencia lógica, como si el destino de Bruno se hubiera condenado a sí mismo a evaporarse, a desintegrarse voluntariamente en su propio y patético drama de un artista que no sabe quién ser.

(Continúa leyendo aquí; visita la página central del Proyecto Quipu aquí).

La literatura es flores

Sobre el romance de Vargas Llosa y García

Durante el primer gobierno de Alan García, Mario Vargas Llosa pasó de ser el anunciado francotirador de La literatura es fuego, dispuesto a lanzar todos los petardos desde la altura inmaterial donde viven los intelectuales, a ser un soldado en la primera frontera del reclamo antiautoritario desde dentro del sistema democrático. Lo hizo en el momento en que García atentó contra el derecho a la propiedad de los empresarios banqueros.

En este segundo gobierno de
García, el Apra y su presidente han atentado ya contra un número extenso de principios democráticos y libertades ciudadanas, además de no haber pagado nunca por los gruesos atentados cometidos en el periodo 1985-1990. Ha habido muertos, ha habido presos, ha habido perseguidos, ha habido excesos: los empresarios no han sido los grandes afectados esta vez; lo han sido los sindicatos, los trabajadores, los estudiantes.

Vargas Llosa se ha convertido en una máquina de lanzar elogios a Alan García y a lo que él llama su perfecto respeto a la democracia. Alan se preocupa por lanzarle a Vargas Llosa unos cuantos elogios en pago por los del escritor; se visitan mutuamente; Vargs Llosa es invitado a Palacio de Gobierno. La empresa estatal de noticias Andina le dedica un muy merecido homenaje, que veinte años atrás hubiera sido igualmente merecido pero que hubiera sido felizmente insólito y ahora, lamentablemente, no lo es más [1].

Vargas Llosa
escribió hace cuarenta y un años, inspirando a varias generaciones, un famoso texto que quiero citar parcialmente:
"Las cosas son así y no hay escapatoria: el escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar su naturaleza airada, díscola, fracasarán. La literatura puede morir pero no será nunca conformista. Sólo si cumple esta condición es útil la literatura a la sociedad. Ella contribuye al perfeccionamiento humano impidiendo el marasmo espiritual, la autosatisfacción, el inmovilismo, la parálisis humana, el reblandecimiento intelectual o moral. Su misión es agitar, inquietar, alarmar, mantener a los hombres en una constante insatisfacción de sí mismos: su función es estimular sin tregua la voluntad de cambio y de mejora, aun cuando para ello daba emplear las armas más hirientes y nocivas. Es preciso que todos lo comprendan de una vez: mientras más duros y terribles sean los escritos de un autor contra su país, más intensa será la pasión que lo una a él. Porque en el dominio de la literatura, la violencia es una prueba de amor".
Vargas Llosa sigue escribiendo. La fiesta del chivo y Travesuras de la niña mala son una evidencia indiscutible de que, además, sigue escribiendo con gran maestría y enorme vitalidad. Sigue, para ponerlo en sus términos, irreconciliado con el mundo. Pero, aparentemente, una de las cosas del mundo que no lo perturban ya más es la evidente tendencia autoritaria del gobierno de Alan García, que no hará otra cosa que irse acentuando con el paso del tiempo, del mismo modo en que ocurrió con su primer gobierno, del mismo modo en que ocurrió con el gobierno de Fujimori, etc.

Los lectores devotos de
Vargas Llosa, los que no nos perdemos ni siquiera sus columnas a pesar de la eventual repetición de ideas y el descuido en que las deja por temporadas, querríamos leer al viejo Vargas Llosa, es decir el joven Vargas Llosa, el que escribía vehementemente contra su país, sabiendo que esa era una prueba de amor.
_____

[
1] El homenaje ha sido escrito por una mano enemiga, sin embargo, puesto que contiene frases como la siguiente: "[Vargas Llosa] ha logrado posicionar al Perú dentro del misticismo de las letras mundiales". Premio al exégeta que me diga qué diablos significa eso.

Imagen: Heduardo en Caretas y los viejos tiempos.

30.3.08

Es facho pero es bueno

Hitchens sobre Moody sobre Pound

En una reseña publicada en The Atlantic Monthly, el siempre discutido y discutible, pero también siempre interesante Christopher Hitchens comenta el reciente libro de A. David Moody titulado Ezra Pound: Poet, Volumen I: The Young Genius, 1885-1920, primera de dos partes que conformarán este complejo estudio biográfico de Pound a cargo del profesor emérito de la University of York, reconocido desde hace años, entre otras cosas, por un tomo previo: T.S. Eliot: Poet.

Aunque el libro de
Moody es sobre todo una revisión de los años iniciales de Pound, su juventud y su viaje a Inglaterra (es decir, también, los años inciertos de su primera cercanía al fascismo y a otros proyectos radicales de la época), la reseña de Hitchens está claramente inclinada a leer el libro como una suerte de arqueología del antisemitismo de Pound, que estallaría en años posteriores, casi al mismo tiempo de la transformación de su poesía en cada vez un tanto más panfletaria y de su personalidad en cada vez un tanto más excéntrica e inestable.

Hay una suerte de principio ético-estético cada vez más dominante, según el cual un escritor debe de ser siempre valorado por las victorias de su arte aún cuando discursivamente, en sus estratos ideológicos, su obra sea el lugar de reunión de las ideas más abyectas (o al menos de lo que uno juzga como ideas abyectas). La enésima recuperación de Céline y la primera recuperación de los fascistas españoles de los años veintes y treintas, por ejemplo, serían casi imposibles sin esa noción.

Se me ocurre, sin embargo, que el asunto no puede nunca ser tan sencillo: es difícil para mí comprender cómo podría uno apreciar y estimar la poesía fascista sin apreciar necesaria y simutáneamente, y acaso involuntariamente (que es como se aprecian todas las cosas), ciertos rasgos inherentes al fascismo propiamente. Después de todo, el fascismo es también una teoría estética, no sólo una ideología o un conjunto de programas políticos. Ya hace años, en el primer capítulo de su libro
The Modernism of Ezra Pound, Martin Kayman se preguntó al respecto: ¿cómo es posible que nos guste la poesía fascista y por qué tantos grandes poetas occidentales son fascistas?

Quizá, al menos en el caso de la poesía de
Pound, la respuesta la termine encontrando en un libro que quiero empezar a leer en estos días: Pound in Purgatory: From Economic Radicalism to Anti-Semitism, de Leon Surette. Lo que está muy, pero muy claro, es que quienes patean el tablero ante este tipo de interrogantes, y se van por la tangente con respuestas del tipo: "lo importante son las virtudes literarias de una obra, no las cosas extraliterarias", están básicamente haciendo una exhibición de ignorancia ante una de las certezas más primarias de la literatura; a saber: que cualquier cosa que llamemos "lo literario" no es jamás extraideológico.

29.3.08

Tiempo

Los arrestos y el chavismo

Ha pasado un tiempo más que razonable para que el Estado diga a las personas arrestadas semanas atrás, a su regreso de una más que sospechosa reunión política en Ecuador, las razones específicas de su captura. Al parecer, esas razones no han sido declaradas; los capturados siguen en prisión y sin conocer los cargos que penden sobre ellos.

Esa situación es evidentemente irreconciliable con el estado de derecho y debe terminar de inmediato. O se presentan pruebas, o se explicita la acusación, o se libera a los detenidos: no tiene nada que ver ni con la edad, ni con las inquietudes culturales, ni con la simpatía de ninguno de ellos: se llama ley y debe ser siempre la misma para todos.

Una consecuencia lamentable del abuso de derecho del gobierno en este caso es que los medios hayan comenzado a insistir más en la arbitrariedad del arresto que en el peligro evidente y real que representan las coordinaciones pancontinentales del chavismo y su conjura por extender su poder a países donde su presencia es indeseada e indeseable.

27.3.08

Sueñitos

La esperanza nacional

A la empresa Toronja ya le dieron con palo meses atrás, cuando se publicó el afiche que preparó para el Festival de Cine Latinoamericano de la PUCP. La atacaron por una sutileza poco sutil que fue entendida como una grosería por quienes piensan groseramente: por hacer notar en la publicidad del mismo festival la naturaleza elitista que el cine y sus círculos ostentan en el país y en el continente. La atacaron, además, las mismas élites de diletantes que nada hacen por combatir las verdaderas manifestaciones racistas del Perú.

Ahora se le tiran encima por decir que los futuros profesionales deben tener grandes aspiraciones, en vez de sueños de segundo escalón. Mi opinión es que solamente en sociedades de esperanza miserable y expectativa paupérrima se puede calificar de arrogante el discurso del comercial que Toronja ha preparado para la Universidad San Martín de Porres. El comercial es este (véanlo y seguimos hablando, debajo):



Nada más pobre y nada más miserable que condenar la audacia de los sueños ajenos, bajar la varilla a las expectativas de los demás o suponer que todos debemos, para no herir la sensibilidad de quienes ejercen oficios subalternos, pensar siempre como subalternos y fijarnos siempre las metas más breves y los objetivos más moderados.

Para sentirse herido por ese comercial, además de una enorme carencia de miras, hay que ser un poquito hipócrita. Es absolutamente cierto que nadie va a la universidad soñando con un título de periodista para hacer periódicos murales, o de ingeniero para pintar paredes, o de psicólogo para leerle el tarot a los vecinos. También es cierto que los sueños de toda persona son siempre, de alguna manera u otra, más grandes que su realidad. Si alguien piensa que el barrendero de su cuadra soñó toda su vida con ser barrendero, pues es muy probable que se equivoque; si alguien piensa que el barrendero se ofenderá de saber que uno cree que su trabajo no es el mejor, pues está menospreciando la inteligencia de ese barrendero de manera vergonzosa.

Me corrijo: sí hay quienes se plantean sueños muy pequeños, ridículamente pequeños. Y no me refiero, claro, a quienes lo hacen por realismo, porque les ha tocado empezar muy abajo en la vida. Me refiero a quienes tienen todas las armas del mundo para aspirar a sueños mayores y aun así no lo hacen.

No solo existen: abundan. Allí están nuestros congresistas, que suponen que llegar al Congreso es un fin en sí mismo, traducible en un sueldo y un poder inmediato, y son incapaces de verse a sí mismos como legisladores y constructores del país; allí están los futbolistas profesionales que prefieren entrenar un día menos y echarse al abandono un día más, aunque eso signifique el resto de la vida en la mediocridad.

Hace tiempo deberíamos haber superado ese complejo de entenados que nos hace suponer que siempre debemos ser los segundones en todo: estudiar periodismo para acabar de panfletero chicha contando chismes y esparciendo rumores; estudiar derecho para entrar al Poder Judicial a mordisquear coimas y mover palanquitas; estudiar literatura para publicar críticas anónimas en websites olvidables y vaciar en ellas la bolsa de frustraciones que es el hígado de los baldados mentales.

26.3.08

Paco Yunque gore

El alma de los pueblos

A quienes sienten inclinación por comparar los "espíritus nacionales" de los pueblos (cualquier cosa que eso signifique), aquí les dejo un documento invalorable para el contraste entre el alma argentina y el alma peruana.

Se trata del relato El niño proletario, de Osvaldo Lamborghini (en la foto), cuento que, décadas mediante y súper mutatis mutandi, vendría a ser algo así como el Paco Yunque rioplatense. Claro: un Paco Yunque gore, como verán los valientes que se aventuren en él.

EL NIÑO PROLETARIO
Osvaldo Lamborghini

(Tomado del libro "Sebregondi retrocede", publicado en 1973 © herederos de Osvaldo Lamborghini).

Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria.

Me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario.

El padre borracho y siempre al borde de la desocupación, le pega a su niño con una cadena de pegar, y cuando le habla es sólo para inculcarle ideas asesinas. Desde niño el niño proletario trabaja, saltando de tranvía en tranvía para vender sus periódicos. En la escuela, que nunca termina, es diariamente humillado por sus compañeros ricos. En su hogar, ese antro repulsivo, asiste a la prostitución de su madre, que se deja trincar por los comerciantes del barrio para conservar el fiado.

En mi escuela teníamos a uno, a un niño proletario.

Stroppani era su nombre, pero la maestra de inferior se lo había cambiado por el de ¡Estropeado! A rodillazos llevaba a la Dirección a ¡Estropeado! cada vez que, filtrado por el hambre, ¡Estropeado! no acertaba a entender sus explicaciones. Nosotros nos divertíamos en grande.

Evidentemente, la sociedad burguesa, se complace en torturar al nino proletario, esa baba, esa larva criada en medio de la idiotez y del terror.

Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una cosa. Contrae sífilis y, enseguida que la contrae, siente el irresistible impulso de casarse para perpetuar la enfermedad a través de las generaciones. Como la única herencia que puede dejar es la de sus chancros jamás se abstiene de dejarla. Hace cuantas veces puede la bestia de dos espaldas con su esposa ilícita, y así, gracias a una alquimia que aún no puedo llegar a entender (o que tal vez nunca llegaré a entender), su semen se convierte en venéreos niños proletarios. De esa manera se cierra el círculo, exasperadamente se completa.

¡Estropeado!, con su pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo y los periódicos bajo el brazo, venía sin vernos caminando hacia nosotros, tres niños burgueses: Esteban, Gustavo, yo.

La execración de los obreros también nosotros la llevamos en la sangre.

Gustavo adelantó la rueda de su bicicleta azul y así ocupó toda la vereda. ¡Estropeado! hubo de parar y nos miró con ojos azorados, inquiriendo con la mirada a qué nueva humillación debía someterse. Nosotros tampoco lo sabíamos aún pero empezamos por incendiarle los periódicos y arrancarle las monedas ganadas del fondo destrozado de sus bolsillos. ¡Estropeado! nos miraba inquiriendo con la cara blanca de terror

oh por ese color blanco de terror en las caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas, por verlo aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado nuestros palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía de dorado color.

A empujones y patadas zambullimos a ¡Estropeado! en el fondo de una zanja de agua escasa. Chapoteaba de bruces ahí, con la cara manchada de barro, y. Nuestro delirio iba en aumento. La cara de Gustavo aparecía contraída por un espasmo de agónico placer. Esteban alcanzó un pedazo cortante de vidrio triangular. Los tres nos zambullimos en la zanja. Gustavo, con el brazo que le terminaba en un vidrio triangular en alto, se aproximó a ¡Estropeado!, y lo miró. Yo me aferraba a mis testículos por miedo a mi propio placer, temeroso de mi propio ululante, agónico placer. Gustavo le tajeó la cara al niño proletario de arriba hacia abajo y después ahondó lateralmente los labios de la herida. Esteban y yo ululábamos. Gustavo se sostenía el brazo del vidrio con la otra mano para aumentar la fuerza de la incisión.

No desfallecer, Gustavo, no desfallecer.

Nosotros quisiéramos morir así, cuando el goce y la venganza se penetran y llegan a su culminación.

Porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación.

Porque Gustavo parecía, al sol, exhibir una espada espejeante con destellos que también a nosotros venían a herirnos en los ojos y en los órganos del goce.

Porque el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado.

Esteban se lo arrancó y quedaron al aire las nalgas sin calzoncillos, amargamente desnutridas del niño proletario. El goce estaba ahí, ya decretado, y Esteban, Esteban de un solo manotazo, arrancó el sucio tirador. Pero fue Gustavo quien se le echó encima primero, el primero que arremetió contra el cuerpiño de ¡Estropeado!, Gustavo, quien nos lideraría luego en la edad madura, todos estos años de fracasada, estropeada pasión: él primero, clavó primero el vidrio triangular donde empezaba la raya del trasero de ¡Estropeado! y prolongó el tajo natural. Salió la sangre esparcida hacia arriba y hacia abajo, iluminada por el sol, y el agujero del ano quedó húmedo sin esfuerzo como para facilitar el acto que preparábamos. Y fue Gustavo, Gustavo el que lo traspasó primero con su falo, enorme para su edad, demasiado filoso para el amor.

Esteban y yo nos conteníamos ásperamente, con las gargantas bloqueadas por un silencio de ansiedad, desesperación. Esteban y yo. Con los falos enardecidos en las manos esperábamos y esperábamos, mientras Gustavo daba brincos que taladraban a ¡Estropeado! y ¡Estropeado! no podía gritar, ni siquiera gritar, porque su boca era firmernente hundida en el barro por la mano fuerte militari de Gustavo.

A Esteban se le contrajo el estómago a raíz de la ansiedad y luego de la arcada desalojó algo del estómago, algo que cayó a mis pies. Era un espléndido conjunto de objetos brillantes, ricamente ornamentados, espejeantes al sol. Me agaché, lo incorporé a mi estómago, y Esteban entendió mi hermanación. Se arrojó a mis brazos y yo me bajé los pantalones. Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que enceguecía con el sol. Esteban la comió y a sus brazos hermanados me arrojé.

Mientras tanto ¡Estropeado! se ahogaba en el barro, con su ano opaco rasgado por el falo de Gustavo, quien por fin tuvo su goce con un alarido. La inocencia del justiciero placer.

Esteban y yo nos precipitamos sobre el inmundo cuerpo abandonado. Esteban le enterró el falo, recóndito, fecal, y yo le horadé un pie con un punzón a través de la suela de soga de alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le corté uno a uno los dedos mugrientos de los pies, malolientes de los pies, que ya de nada irían a servirle. Nunca más correteos, correteos y saltos de tranvía en tranvía, tranvías amarillos.

Promediaba mi turno pero yo no quería penetrarlo por el ano.

-Yo quiero succión -crují.

Esteban se afanaba en los últimos jadeos. Yo esperaba que Esteban terminara, que la cara de ¡Estropeado! se desuniera del barro para que ¡Estropeado! me lamiera el falo, pero debía entretener la espera, armarme en la tardanza. Entonces todas las cosas que le hice, en la tarde de sol menguante, azul, con el punzón. Le abrí un canal de doble labio en la pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó al desnudo. Era un hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso, crispados los nódulosfalanges aferrados, clavados en el barro, mientras Esteban agonizaba a punto de gozar. Con mi corbata roja hice un ensayo en el coello del niño proletario. Cuatro tirones rápidos, dolorosos, sin todavía el prístino argénteo fin de muerte. Todavía escabullirse literalmente en la tardanza.

Gustavo pedía a gritos por su parte un fino pañuelo de batista. Quería limpiarse la arremolinada materia fecal conque ¡Estropeado! le ensuciara la punta rósea hiriente de su falo. Parece que ¡Estropeado! se cagó. Era enorme y agresivo entre paréntesis el falo de Gustavo. Con entera independencia y solo se movía, así, y así, cabezadas y embestidas. Tensaba para colmo los labios delgados de su boca como si ya mismo y sin tardanza fuera a aullar. Y el sol se ponía, el sol que se ponía, ponía. Nos iluminaban los últimos rayos en la rompiente tarde azul. Cada cosa que se rompe y adentro que se rompe y afuera que se rompe, adentro y afuera, adentro y afuera, entra y sale que se rompe, lívido Gustavo miraba el sol que se moría y reclamaba aquel pañuelo de batista, bordado y maternal. Yo le di para calmarlo mi pañuelo de batista donde el rostro de mi madre augusta estaba bordado, rodeado por una esplendente aureola como de fingidos rayos, en tanto que tantas veces sequé mis lágrimas en ese mismo pañuelo, y sobre él volqué, años después, mi primera y trémula eyaculación.

Porque la venganza llama al goce y el goce a la venganza pero no en cualquier vagina y es preferible que en ninguna. Con mi pañuelo de batista en la mano Gustavo se limpió su punta agresiva y así me lo devolvió rojo sangre y marrón. Mi lengua lo limpió en un segundo, hasta devolverle al paño la cara augusta, el retrato con un collar de perlas en el cuello, eh. Con un collar en el cuello. Justo ahí.

Descansaba Esteban mirando el aire después de gozar y era mi turno. Yo me acerqué a la forma de ¡Estropeado! medio sepultada en el barro y la di vuelta con el pie. En la cara brillaba el tajo obra del vidrio triangular. El ombligo de raquítico lucía lívido azulado. Tenía los brazos y las piernas encogidos, como si ahora y todavía, después de la derrota, intentara protegerse del asalto. Reflejo que no pudo tener en su momento condenado por la clase. Con el punzón le alargué el ombligo de otro tajo. Manó la sangre entre los dedos de sus manos. En el estilo más feroz el punzón le vació los ojos con dos y sólo dos golpes exactos. Me felicitó Gustavo y Esteban abandonó el gesto de contemplar el vidrio esférico del sol para felicitar. Me agaché. Conecté el falo a la boca respirante de ¡Estropeado! Con los cinco dedos de la mano imité la forma de la fusta. A fustazos le arranqué tiras de la piel de la cara a ¡Estropeado! y le impartí la parca orden:

-Habrás de lamerlo. Succión-

¡Estropeado! se puso a lamerlo. Con escasas fuerzas, como si temiera hacerme daño, aumentándome el placer.
A otra cosa. La verdad nunca una muerte logró afectarme. Los que dije querer y que murieron, y si es que alguna vez lo dije, incluso camaradas, al irse me regalaron un claro sentimiento de liberación. Era un espacio en blanco aquel que se extendía para mi crujir.

Era un espacio en blanco.

Era un espacio en blanco.

Era un espacio en blanco.

Pero también vendrá por mí. Mi muerte será otro parto solitario del que ni sé siquiera si conservo memoria.
Desde la torre fría y de vidrio . Desde donde he contemplado después el trabajo de los jornaleros tendiendo las vías del nuevo ferrocarril. Desde la torre erigida como si yo alguna vez pudiera estar erecto. Los cuerpos se aplanaban con paciencia sobre las labores de encargo. La muerte plana, aplanada, que me dejaba vacío y crispado. Yo soy aquel que ayer nomás decía y eso es lo que digo. La exasperación no me abandonó nunca y mi estilo lo confirma letra por letra.

Desde este ángulo de agonía la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y natural. Es un hecho perfecto.

Los despojos de ¡Estropeado! ya no daban para más. Mi mano los palpaba mientras él me lamía el falo. Con los ojos entrecerrados y a punto de gozar yo comprobaba, con una sola recorrida de mi mano, que todo estaba herido ya con exhaustiva precisión. Se ocultaba el sol, le negaba sus rayos a todo un hemisferio y la tarde moría. Descargué mi puño martillo sobre la cabeza achatada de animal de ¡Estropeado!: él me lamía el falo. Impacientes Gustavo y Esteban querían que aquello culminara para de una buena vez por todas: Ejecutar el acto. Empuñé mechones del pelo de ¡Estropeado! y le sacudí la cabeza para acelerar el goce. No podía salir de ahí para entrar al otro acto. Le metí en la boca el punzón para sentir el frío del metal junto a la punta del falo. Hasta que de puro estremecimiento pude gozar. Entonces dejé que se posara sobre el barro la cabeza achatada de animal.

-Ahora hay que ahorcarlo rápido -dijo Gustavo.

-Con un alambre -dijo Estebanñ en la calle de tierra donde empieza el barrio precario de los desocupados.

-Y adiós Stroppani ¡vamos! -dije yo.

Remontamos el cuerpo flojo del niño proletario hasta el lugar indicado. Nos proveímos de un alambre. Gustavo lo ahorcó bajo la luna, joyesca, tirando de los extremos del alambre. La lengua quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación.


24.3.08

Canónica voluntad

Qué leíamos en los ochentas

No es lo mismo el canon que el conjunto de libros y autores que una persona en particular sigue, lee, repasa, revisa y vuelve sus favoritos. Y a veces el mecanismo de transmisión de ese canon privado, por llamarlo de algún modo, resulta más complejo que el mecanismo de transmisión de los grandes cánones nacionales.

En mis años en la Católica, por ejemplo, puedo decir sin la menor duda que cualquier cosa similar a un canon peruano me fue transmitida enteramente por una sola persona:
Ricardo González Vigil, que fue mi profesor en todos los cursos de literaura latinoamericana contemporánea, incluyendo los de literatura peruana.

En las clases de narrativa peruana del profesor
González Vigil, aunque no abundaran las referencias a escritores como Oswaldo Reynoso o Miguel Gutiérrez, cuando llegaban solían ser elogiosas. Pero esos escritores estaban ausentes de las lecturas de clase, que se reducían a un núcleo de eminentes consagrados: Ciro Alegría (El mundo es ancho y ajeno), José María Arguedas (Los ríos profundos), Julio Ramón Ribeyro (cuentos de La palabra del mudo), Mario Vargas Llosa (La casa verde, La guerra del fin del mundo) y Alfredo Bryce (Un mundo para Julius).

Recuerdo también, aunque quizá con menos precisión, la poesía que leímos en esos cursos.
Oquendo de Amat, Vallejo, Eguren, Martín Adán, Westphalen, César Moro, Sologuren, Eielson, Belli, Cisneros, Hinostroza, Verástegui. Una lista segura, casi irreprochable, aunque, como nada es irreprochable por completo, se le puede objetara que fuera una nómina mayoritariamente limeña y cien por ciento masculina. (O quizá estuvo Blanca Varela y la he borrado de mi memoria).

La cosa andaba a ese ritmo en cuanto a literaturas latinoamericanas:
Borges, García Márquez, Sabato, Cortázar, Donoso, Fuentes; Huidobro, Neruda, Paz, etc. Otra vez una lista masculina por completo. Para ser sincero, jamás eso me pareció un problema. Mis cursos de siglo de oro y literatura medieval no fueron más novedosos en nombres. Ahora, en retrospectiva, me hubiera gustado leer entonces a María de Zayas o a Rosario Castellanos o a Elena Poniatowska, pero sé que los sílabos y la duración de los semestres son asuntos tiránicos.

¿Literatura en otras lenguas en la PUC de aquel entonces (que todavía no era la PUC
P)? Llevé un pésimo curso de literatura francesa del que solo recuerdo haber leído relatos de Flaubert y Maupassant, y que el profesor, un parisino aburridísimo, era incapaz de entender una ficción como algo más que un cuadro semiótico. Y llevé un curso de literatura comparada con Horst Nitzschack en el que leímos buenas cosas, aunque pocas (y Jean Genet fue el punto culminante). Eduardo Chirinos dio un taller de poesía una vez, en el que estudiamos durante cuatro meses a Cavafis, Pessoa y Apollinaire: Eduardo era un profesor muy joven y sus favoritos eran los favoritos de muchos de nosotros.

Pero, claro, otras cosas circulaban de mano en mano y tenían finalmente más influencia sobre uno.
Luis Hernández era el poeta de moda, y de culto, en una época en que sólo existía de él una cantidad limitada de ejemplares del volumen violeta de Campodónico, el de las hojas de papel biblia. Estos 13 seguía siendo un libro que se leía con mucho interés. Alejandra Pizarnik era un descubrimiento constante. También había plagas: Benedetti andaba en boca de todo el mundo (tanto así, que un personaje de Carmín lo recitaba mañana, tarde y noche); el horroroso Eduardo Galeano; Herman Hesse, Milan Kundera, etc.

Luis Jaime Cisneros era un magnífico traficante de entusiasmos: repartía desde su casa o desde su pequeña oficina pegada a la rotonda de Letras libros de Felisberto Hernández, Horacio Quiroga, Roberto Arlt, Juan José Arreola. Quería contrarrestar la atropellada generativista de Mario Montalbetti dándole a cada quien una dosis de George Steiner.

Llegaban pocos escritores a dar conferencias:
Luis Alberto Sánchez y Ernesto Cardenal, por ejemplo, que tenía el pelo más celeste que blanco, e incluso un poco amarillento; y Alfredo Bryce, que llegó con un cognac extra a su charla de las diez de la mañana. Esos escritores hablaban de otros y uno salía corriendo a conseguir ejemplares de Alfredo González Prada porque Sánchez lo había mencionado; o de Pound porque Cardenal se había detenido en él; o de Céline porque Bryce decía amarlo y odiarlo al mismo tiempo.

Mi amigo David Colmenares fue quizá más definitivo que cualquiera en marcar mis propios gustos: David, aficionado a la literatura anglosajona, nos reunió a un grupo de estudiantes de su mismo código --Félix Reátegui, José Luis Gastañaga, Daniel Salas, Fernando Aguirre, Julio del Valle, Tito del Piélago, Miguel Rodríguez Mondoñedo y Martín Monsalve (luego, hacia el final, entró Sandro Patrucco)-- en un círculo de lecturas norteamericanas e inglesas. Nos juntamos religiosamente, una vez cada semana o quince días, durante mucho tiempo, quizás un par de años. Y leímos novelas de Defoe, Swift, Walpole, Beckford, Scott, Thackeray, Austen, Brontë, Melville, Poe, Conrad, London, etc, etc. Sin ningún profesor de por medio, quizá haya sido la mejor escuela a la que asistí. Y la más divertida.

21.3.08

Cholo soy

Un flashback con Luis Abanto Morales



De los años del velasquismo mucha música peculiar queda. Este himno del antihispanismo, que además parece un resumen de cierta teoría postcolonial (la del profesor Miguel Angel Huamán es menos densa), es también, curiosamente, la defensa de un indigenismo conservador hoy casi desaparecido. También, sin embargo, es un canto del cholo en terno que toca música criolla andinizada en instrumentos electrónicos, en los mismos años en que se iba gestando la revolución de la chicha dura.

La canción dice cosas como "déjame en la puna vivir a mis anchas" y habla del deseo de pasar los días "pastando mis cabras". En esos pasajes parece abogar por la reinstauración de un mundo andino puro e incontaminado de valores occidentales. Sin embargo, la canción misma es lo más aculturado (o transculturado) que quepa imaginar. El momento más interesante: la letra pide que dejen al indio "echar a los vientos la voz de mi quena". En la canción, sin embargo, la quena es reemplazada por un sintetizador.

¿Ustedes cómo la ven?


19.3.08

Stanford, Rodin & White

Primer momento surrealista

En circunstancias normales, nuestro hallazgo de esta mañana habría sido el gran momento surrealista del día: un jardín en medio de una plaza de estilo vagamente español, atravesado por enormes esculturas de Auguste Rodin, todas mirando en dirección a la célebre y monumental Puerta del Infierno, del mismo artista, cerrada en un costado exterior del museo de la universidad. Y en la sala de atrás, el negro y verdoso Pensador, vaciado en 1973 del molde original.

Y sin embargo, el verdadero momento surrealista vino después, cuando la coordinadora académica del departamento me preguntó si me molestaría compartir una misma oficina con otro profesor. Le dije que no me importaba en lo más mínimo. Me dijo que qué bueno y que además se trataba de un profesor muy simpático que no viene al despacho con demasiada frecuencia porque ya está semi-retirado. Pregunté su nombre. Me dijo: Hayden White.


Veamos: yo pienso usar mi tiempo en Stanford, entre otras cosas, en redondear mi próximo libro, cuyos temas centrales son la narración literaria, la historia y los encuentros y desencuentros retóricos entre discursos literarios y discursos históricos (en ciertos textos del siglo diecinueve). ¿Me molestará compartir la oficina de quien tal vez es el intelectual más influyente en ese campo académico en todo el mundo en los últimos treinta años?

Imagen: Las puertas del infierno, de Rodin, en Stanford.

Matador

Museo de los esfuerzos inútiles

Un amigo me acaba de hacer llegar, desde el pasado remoto, las pruebas de que mi enfrentamiento con la Vaca Profana viene de hace décadas. Ya entonces, como se observa en el documento gráfico, la cuadrúpeda respondía con inmóvil asombro. El escenario puede ser Santa Rosa de Quives, pero no pongo la mano en el fuego por el dato. Lo podrá aclarar el fotógrafo, Eduardo González Cueva.

Ya hablando del presente: acabo de llegar a California, dar una vuelta por San Francisco, conocer Stanford. Mañana a South Beach, siguiendo consejos, y a buscar la mejor tienda de cómics de la zona.

17.3.08

Racismo e fortuna

Martín Tanaka sobre el choleo

Recomendable el último post de Martín Tanaka, Más sobre "Nos habíamos choleado tanto", en su blog Virtù e Fortuna. Martín aclara allí su punto de vista acerca de muchas de las cosas sobre las que pregunté en en mi post Silenciosa vigilancia hace un par de días.

PD: No dejen de revisar los cuentos de Quipu, justo debajo de este post.

Primer Quipu

Dos cuentos de Julio Meza

Para la primera edición quincenal de esta nueva etapa de Quipu, se recibieron seis decenas de textos de jóvenes autores (no todos llegaron a ser revisados, muchos de ellos se juntarán con otros cincuenta textos llegados en los últimos quince días). Los jurados encargados de esta primera selección fueron Javier Gárvich y Ernesto Carlín, quienes eligieron de común acuerdo los dos cuentos enviados por Julio Meza, subrayando sobre todo uno de ellos, “El árbol”. Julio Meza (Lima) tiene veintisiete años, es un abogado graduado en la PUCP que ahora se dispone a estudiar literatura en esa misma universidad. Ha publicado un libro de cuentos, Tres giros mortales, en la editorial Casatomada que dirige Gabriel Rimachi. Administra un blog de crítica de rock llamado Atrapa la Luz (www.atrapalaluz.blogspot.com).


El árbol

Al este de un cielo de nubes blanquecinas, el sol se levantaba con su característico vigor matutino (parecía un hombre luminoso que se despereza exhibiendo una panza abultada) y, con su fuerza natural, lanzaba sus rayos amarillos que producían iridiscencias en las rocas de los cerros imponentes. Varios metros más abajo, en el pueblo, las tejas rojizas y las ventanas de las fachadas brillaban por el emerger de la mañana, y estos pequeños resplandores formaban raras constelaciones que podían verse desde las lejanías. En la plaza, la iglesia mayor proyectaba una sombra alargada, que aumentaba de tamaño hasta atravesar el asfalto, ingresar al jardín central y refrescar la banca de madera que acogía a un mendigo. A una cuadra, en la calle que conducía al río de aguas tranquilas, se encontraban las casas de las personas más pudientes, y, por ello mismo, el sector más cuidado y agradable de todo el valle. Una de esas construcciones, que se ubicaba en una esquina concurrida, era la del señor, un hombre de edad avanzada, pero con un cuerpo tan recio que daba la idea que los años, en vez de afectarle, le habían dado una fibra invencible. Frente a su puerta principal, por donde recibía las visitas de sus pares, se ubicaba el resultado de las décadas completas que había llevado en ese lugar: un árbol de raíces profundas, tronco grueso y firme, y ramas y hojas de una gran abundancia.

-¡Cuánto se demora este bruto! -dijo el señor, saliendo a la vereda para buscar al jardinero.

A una centena de metros, el jardinero venía caminando lentamente, como si reflexionara con paciencia antes de dar cada paso. Sobre su espalda encorvada, y en una bolsa de rafia, llevaba sus herramientas de trabajo, algunas ropas y un frasco con gasolina. “Pero qué rico”, pensó, luego de sentir el calor del ambiente en su cuerpo, y se puso a silbar. La melodía que brotaba de sus labios era en apariencia alegre, pero tenía una corriente subterránea que la tornaba melancólica y, en algunos momentos, hasta vertiginosamente triste. Por más que se esforzó (puso un dedo en su boca y junto los dientes), no logró evitar el aire oscuro de su música. “Parece que mi interior me manda un mala señal”, caviló, y, sin embargo, continuó soplando con ritmo.

Luego de pasar por una bocacalle, vio al señor, que exhibía un rostro de exasperación, y recién avanzó con rapidez, pues entendió que estaba llegando tarde. “Uy, el señor está amargo, creo”, pensó.

Ya delante de su patrón, bajó sus cosas y saludó con verdadero cariño: - Señorcito, buenos días. ¿Cómo se encuentra hoy?

-A ti que te importa cómo estoy -respondió el señor, agresivamente-. Debiste aparecer hace media hora.

-Sí, señorcito -dijo el jardinero, bajando la cabeza-. Pero no se moleste. Al fin y al cabo, he llegado ya, ¿no?… Dígame, ¿para qué soy bueno?

-Primero, la próxima preséntate más temprano -manifestó el señor-, porque de lo contrario no te daré ningún encargo -y, relajando su mal carácter, señaló el árbol-. Bueno, ¿ves a ese?

-Sí.

-Deseo que lo hagas caer.

-Pero… -dijo el jardinero, mirando el árbol por un momento- ese está sano y fuerte. ¿Por qué quiere que lo baje?

-¡A ti qué te interesan mis razones! -el señor volvió a encolerizarse-. ¡Sólo córtalo!

-Como desee, entonces -aceptó el mandado el jardinero -. Lo haré lo más pronto que pueda.

-Espera -agregó el señor, rascándose la cabeza-. Si te lo cuento, tal vez trabajes con más ganas.

-A ver, señorcito.

-Mira, sucede que mi mujer está muy enferma -se explicó el señor-. Ella cree que va a morirse. Pero considera que eso no sucederá hasta que cante un ave de mal agüero. Y en el único lugar en que se puede colocar dicho animal es en ese árbol. Por lo tanto, mientras no exista esa planta fregada, ningún pájaro se hará escuchar.

-Entiendo, señorcito -dijo el jardinero, respetuosamente.

-Bueno, ahora me voy -finalizó el señor-. Tú ya sabes cuál es tu trabajo.

Mientras se retiraba el señor, el jardinero se paró delante del árbol y lo observó con atención: bajo el sol intenso, tenía un aire majestuoso y superior, como de alguien importante. “Además”, pensó él, “parece de ánimo duro y voluntad terca, igual que un señorón de esos”. De inmediato, el jardinero se acobardó, y contrajo el cuerpo hasta juntar la quijada con el pecho. Su meditación le indicaba que debía mostrar respeto, pues no estaba tratando con un igual. Pero, luego de unos segundos, cuando se dio cuenta que estaba frente a un árbol, se irguió por completo, se colocó en posición de pelea, y dijo en tono desafiante: -No me vencerá ni con su porte de señor ni con nada… ¡Y, por último, no permitiré que le haga daño a la señora!

Desde la perspectiva del jardinero, el árbol pareció responder a sus palabras: se agitó ligeramente, como si se estuviera riendo ante su amenaza.

***

-Ha llegado su fin, señor árbol -se animó el jardinero, levantando la tijera de podar-. Ahora sabrá de mi oficio.

Con una minuciosidad de artista, y sobre su escalera de tablas, empezó cortando las ramas más pequeñas. Para alguien no avisado, daba la sensación de estar realizando una labor de peluquería, pero trasuntada a los oficios que requieren las plantas. Luego de varios minutos, cuando terminó con su tarea, y dejó al árbol sólo con su enramado grueso, tomó el machete y, con golpes secos, acabó por tirar abajo esos brazos marrones y tortuosos. Ya con la cara y el pecho manchados de tierra, descendió al suelo, y procedió a alistarse para el trabajo más arduo: quebrar el tronco. Empuñando el hacha con ambas manos, taló una y otra vez, deteniéndose a ratos para secarse la frente o beber agua de una botella de vidrio. Media hora después, cuando estuvo a punto de concluir (sólo faltaban tres o cuatro hachazos), cogió la soga y, con mucha precisión, la envolvió a un lado del tronco. A continuación, tiró con potencia, hasta que, tras el grito “¡cuidado abajo!”, el árbol cayó vencido, desplomándose en su integridad.

-Le dije que acabaría con usted -soltó el jardinero, dibujando una media sonrisa-. Ahora, pues, le verá el señor.

Mientras tanto, el sol seguía gobernando con ímpetu, lanzando sus rayos como si estuviera dando su bendición a todos los seres existentes. En respuesta, las flores abrían sus pétalos de colores, invitando a que cayera en su interior un poco de la energía dorada que se desperdigaba por el campo; y los animales, con una alegría que manifestaba éxtasis, jugaban desplazándose de un lugar a otro y produciendo una bulla disonante pero feliz. Más allá, sin embargo, un conjunto de nubes albas, que poco a poco se volvían de un gris espectral, acechaban como fantasmas, y expandían su sombra tensa por algunos bastos territorios. A su vez, el viento, al que parecía fastidiarle la claridad del día, exhalaba hacia el este, ora con suavidad, ora con una potencia desgarradora, y, lentamente, desplazaba a los copos blancos del cielo a su encuentro con el astro rey.

Avanzando sin apuro, el jardinero se acercó a la casa y tocó la puerta. De inmediato, el señor se asomó y preguntó qué deseaba.

-Ya he acabado, señorcito -dijo el jardinero, con tono alegre-. Puede decirle a su señora que esté tranquila. Nada le va a pasar.

-Oye, ¿pero tú estás bruto? -se molestó el señor y, estirando un dedo, indicó-. ¡El árbol sigue allí!

-¿Qué? -se impresionó el jardinero, volviéndose-. Pero si hace un rato…

-¡Cumple con tu tarea, so vago! -concluyó el señor, y lanzó la puerta.

Estupefacto, el jardinero le puso los ojos al árbol con una cólera ardiente: este se hallaba con su tronco intacto, sin ninguna rama quebrada y con su mechón de hojas llenas de una vida arrogante.

-No me la va a hacer -reventó el jardinero, colérico-. ¡A mí no me la va a hacer!

***

En las alturas, el viento, que había soplado con una fuerza liberada, empujó las nubes a lo largo de varios de kilómetros y, habiendo logrado su propósito inicial, oscureció el ambiente de tal forma que todo se tiñó de una coloración ceniza. Las nubes, con su naturaleza ahora abultada y negra, expedían relámpagos incesantes y provocaban la sensación que, de un momento a otro, iban a explotar definitivamente. El sol, del que ya sólo se podía observar cierto resplandor y algunas de sus lanzas brillantes, moría sin luchar y estático, como si le hubiera sido suficiente su breve reinado.

-Con que sí, ¿no? -dijo el jardinero, destilando amargura.

Con movimientos presurosos, se sacó la chompa y el polo, y se amarró una faja de cuero alrededor de la cintura. Sin esperar un instante, cogió su hacha y, furiosamente, golpeó el árbol en su base. Repitió este acto numerosas veces, sin descanso ni para tomar un suspiro, hasta que logró dejar al aire libre el centro mismo del tronco. “Tendrá que derrumbarse”, pensó el jardinero, dirigiéndose al árbol. “A las buenas o a las malas”. Prosiguió con rabia cada vez más intensa, como si, en un arranque de locura, estuviera asestándole cuchillazos homicidas a una víctima que estuviera a punto de fenecer. Luego de uno minutos, con su entorno lleno de astillas de madera, el árbol empezó a inclinarse hacia la izquierda. Dejando la cuerda que uso anteriormente a un lado, lanzó terribles puntapiés contra la corteza pelada, y, rechinando estremecedoramente, el árbol se derrumbó.

-¡Le dije que no podría conmigo! -se exaltó el jardinero-. ¡Se lo dije!

Para que no haya duda de su logro, siguió asestándole tajos al árbol caído. Con el rostro y la espalda húmedos de sudor caliente, le dio duro a las ramas, casi sin distinguir las que eran pequeñas de aquellas de mayor tamaño. En quince minutos, y exhibiendo unos dedos encallecidos, tuvo a sus pies un enorme montículo verde y castaño. A continuación, aprehendió otro instrumento (una sierra), y prosiguió con el tronco desnudo. Sin conmoverse por la savia que se derramaba a manera de sangre, hirió progresivamente el cuerpo tendido, hasta sacar la primera rodaja de madera. Tres cuartos de hora después, no existía tronco, sino una docena de trozos circulares. “Aquí no acaba la cosa”, le dijo al árbol, mentalmente, mientras jadeaba de cansancio. “Sólo ha comenzado lo bueno”. Con el hacha, y ya gastando las últimas energías que le restaban, destrozó las mencionadas piezas y, como si fuera a prender una fogata, acumuló leña en grandes cantidades.

-¿Quién es el señor, pues? -dijo el jardinero, completamente cansado, pero orgulloso-. ¡Ahora dime quién es el señor!

-A quién le hablas, loco de mierda -gritó el señor, desde el interior de su casa.

El jardinero se volteó y, dirigiéndose al señor con un tono triunfante, le anunció: -¡Ya terminé! ¡Venga usted a ver cómo quedó!

El señor abrió la puerta y quedó callado, como si estuviera pensando la manera más punzante de responder un insulto.

-¡Tarado! -soltó por fin, y agregó, con la mirada ardiente: -¡Pero si allí esta el árbol! ¡Acaso tratas de reírte de mí!

Estupefacto, el jardinero dirigió su cabeza hacia atrás y, con las articulaciones temblorosas, se encontró con el árbol íntegro, tan igual como lo había visto a su llegada.

-¡Carajo, termina de una buena vez o ya no querré más tus servicios! -indicó el señor, y se marchó golpeando la puerta.

El jardinero, jalándose de las crenchas, gritó: -¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡No le dejaré vencer! ¡No!

***

Explotando por un frenesí agresivo que le enfermaba la cabeza, el jardinero no reflexionó un momento, sólo se dejó llevar por el mero arranque del impulso, y empezó a empapar el árbol con la gasolina que tenía en una botella. Mojó la parte más expuesta, desde las zonas visibles de las raíces, hasta el tronco que se perdía por las ramas entreveradas. Como su pulso era descontrolado (no aguantaba la irritación que le producía haber sido derrotado dos veces por el árbol), manchaba el suelo y sus propios pies calzados con sandalias. Finalmente, empapó un trapo y, llevado por un afán piromaniaco, lo encendió con fósforos y lo arrojó al árbol. Este ardió como una antorcha gigante y crepitó sin cesar, expulsando densas humaredas negras.

-¡Le derroté! -saltó de alegría el jardinero-. ¡Ahora sí le derroté! -y se puso a reír con carcajadas enajenadas-: ¡Ja, ja, ja! ¡Ju, ju, ju!

El sol había desaparecido por completo, sin dejar siquiera un modesto rastro de su presencia. Las nubes, que eran las nuevas gobernantes del cielo, lucían un negro intenso y, además de reventar en fragorosos espasmos de luz, echaban rayos como si fueran brujos vengativos. El viento, perdiendo toda coordinación, soplaba a mansalva, entreverándose en desorden y careciendo de un sentido claro. De un momento a otro, se escuchó un tronar más fuerte que todos lo anteriores, y, por un instante, se vivió una atmósfera paralizada, como si el tiempo se hubiera detenido en una fotografía.

Y, con violencia, llovió.

-¡No! -chilló el jardinero-. ¡No se liberará de esta!

Las llamas del árbol, que habían crecido considerablemente, empezaron a apagarse, y el humo brotó en espirales como una serpiente encantada de su canasta. El jardinero, sin esperar un segundo, y con movimientos torpes por la desesperación, echó más gasolina, y, por casualidad, se empapó el pecho y las piernas.

¡No le dejare ganar! ¡No! -aulló, y, sin ninguna razón, volvió a lanzar risotadas-: ¡Ja, ja, ja! ¡Ju, ju, ju!

En seguida, prendió fuego. El árbol se envolvió en llamas, pero no con el mismo brío de antes. Con lo ojos desorbitados, el jardinero se puso a silbar, como lo hizo al principio del día. Pero ahora, acompañado de su música, también bailó, dejando huellas largas sobre el barro. Su tonada era exaltada, y hacía referencia a un triunfo supremo y una alegría espiritual. Era una melodía propia de fiestas carnavalescas, pues estaba compuesta de partes jubilosas y de un ánimo lujurioso. Pero, en lo profundo, tenía un aire lúgubre, que indicaba la melancolía que produce la proximidad de la muerte. Sonaba como el anuncio festivo y resignado de alguien que, pese a sus esfuerzos sobrehumanos, fallecerá.

El jardinero bajó mecánicamente la cabeza y, sin sorprenderse, descubrió que tenía la bota de su pantalón encendida. Ya sin cordura, se bañó con lo que restaba de gasolina, mientras expedía a grandes aullidos:- ¡Ja, ja, ja! ¡Ju, ju, ju!

Y, con el cuerpo en fuego a lo bonzo, gritó-: ¡Así usted morirá! ¡Morirá!

Y corrió a abrazarse al tronco del árbol: fuego y fuego se unieron y, hasta consumirse, no se apagaron.

***

No pasó mucho (de dos a tres horas) para que las nubes se desgastaran en su trance líquido, pues, a medida que evacuaban agua, se consumían al igual que cuerpos afectados por la hambruna. En un momento dado, desaparecieron del horizonte, y se presentó, con un aura renovada, quien gobernaba en un principio: el sol. Este, despidiendo su luz brillante, impartió una vida nueva a la atmósfera, que se mostró caliente y acogedora como una madre. El viento, por su lado, se relajó por completo, y únicamente se hacía sentir a manera de una brisa fresca que relaja los rostros y mueve con sutileza las cosas dóciles.

El señor salió de su casa y se encontró con una escena pavorosa: desperdigadas por el piso, había un hacha, una sierra, una soga, un recipiente y una tijera de podar; más allá, un cuerpo calcinado, que sólo mostraba como piezas intactas sus dientes blancos, se exhibía con un gesto furioso y tenso; y, al lado, el árbol se levantaba íntegro y con la vida lozana del que ha renacido.

-Pero… -se dijo el señor, sorprendido-. ¿Pero qué ha pasado?

De pronto, un ave negra se posó sobre una de las ramas gruesas del árbol. El señor, que la había visto llegar, cogió algunas piedras e intentó espantarla.

-¡Fuera! -decía-. ¡Fuera, monstruo!

Sin hacerle caso al señor, el ave negra abrió el pico y, haciendo primero unos gorgoritos, cantó con una sencillez sublime. Luego, esquivando uno de los proyectiles que le lanzaron, se marchó.

-¡Maldita! -le gritó el señor, alzando los puños-. ¡Maldita ave de mal agüero!

***

En la noche, bajo una luna colmada de reflejos, la esposa del señor murió luego de un vómito de sangre.


El día del al revés

-Ya te lo he dicho-, dijo el abuelo, acomodándose el chullo que cubría su caballera hirsuta y negra-. Lo que pasa es que no quieres creerme.

Una porción luminosa del sol, casi su tercera parte, despuntaba entre los cerros verdes señalando el comienzo de la jornada. Las nubes, que hacía sólo unas horas habían lucido oscuras y tumultuosas, pues durante la madrugada había llovido en toda la zona con una fuerza torrencial, ahora se mostraban livianas al igual que pequeños copos de algodón. Debido a esto, el cielo estaba sumamente despejado (tenía una transparencia relajante), y, sin mucho esfuerzo, se podía distinguir el color del pecho de las palomas que sobrevolaban en las alturas.

-Pero es que es imposible-, manifestó el niño, rascándose la cabeza-. Eso parece un cuento.

Disfrutando del ambiente, el abuelo y el niño se encontraban acomodados sobre unas bancas de madera, en un rincón del patio. En el contorno, había puertas que conducían a habitaciones de dimensiones pequeñas, que albergaban a los viajantes que llegaban al pueblo por las fiestas del santo patrón. El abuelo obtenía algún dinero por el alquiler de esos cuartos, pero, en vez de ser conocido por su faceta de arrendatario, la gente lo distinguía como aquél que había leído mucho y contaba relatos. Quizás, por ese motivo, su forma de hablar era como un hombre de la ciudad.

-Te lo repetiré- dijo el abuelo, fastidiado -. Cuando llega el 16 de enero, un pedacito del mundo se pone al revés.

-Hoy es esa fecha, y no ha pasado nada- manifestó el niño, con un gesto de suspicacia-. Te he chapado la mentira.

-Bueno, piensa lo que quieras- se cansó el abuelo. De forma maquinal, sacó una bolsa con hojas de coca, y se puso a masticarlas, mientras guardaba un silencio sepulcral. Luego de unos momentos, con el cachete hinchado por la acumulación de la hierba, continuó-: Te contaré lo que sucedió hace exactamente quince años. ¿Conoces el ataúd de los pobres?

-¿Cuál es ése?- preguntó el niño, extrañado.

-Es ese ataúd que se encuentra en el velatorio de la municipalidad. Es el que sirve para llevar a los cadáveres de los indigentes desde la capilla mortuoria hasta la fosa común. Ese ataúd sólo se conserva en buen estado por sus duras tablas y su excelente barnizado… Bueno, el hecho es que los seres humanos son siempre los que van a ese ataúd. Hombres y mujeres, de todas las edades, se dirigen a su compartimiento, y lo ocupan por un lapso de tiempo. Pero, de repente, un 16 de enero, el ataúd fue hacia los hombres y las mujeres. Aunque no lo creas, el dichoso ataúd salió de su morada y empezó a perseguir a la gente por la calle. Abría y cerraba su tapa como si fuera una boca enorme, y volaba sobre su base de la misma forma que lo hacen los espíritus. Pese a que las personas huyeron en estampida, el ataúd atrapó a una viejita cegatona que barría la vereda. Sólo así tranquilizó su hambre maléfica. Al día siguiente tuvimos que enterrar a la viejita.

-Eso no ha sucedido- soltó el niño, e hizo una mueca de sorpresa tan graciosa que le provocó una risita al abuelo-. Tengo que ir a ver ese ataúd.

Sin despedirse, el niño partió en seguida, levantando una breve estela de tierra seca. Corrió a lo largo de tres cuadras, llegó a la plaza principal (en donde numerosas palomas comían migas de pan) y, esquivando las bancas y los jardines de flores vistosas, se dirigió hacia el velatorio. Cuando llegó a ese lugar, con mucha cautela, y respirando agitadamente, pues sentía que un miedo inevitable crecía en su interior, abrió su portón de metal. En la habitación, que, debido a las ventanas cerradas, tenía una atmósfera lúgubre, encontró el referido ataúd. Estaba colocado sobre un armazón de bronce, lo rodeaban unas lámparas de focos apagados y, cerca a la cabecera, tenía una cruz de ornamentación barroca.

“Pero el ataúd no vuela ni come gente”, pensó el niño. Iba a adentrase para ver de cerca al protagonista de la historia del abuelo, pero fue interrumpido por el guardián.

-¿Qué haces aquí?- le preguntó, con un rostro de amargura-. Éste no es un espacio para pequeños. Vete de una buena vez.

El niño miró al guardián, luego al ataúd, y se marchó sin decir una palabra.

De regreso en la casa, halló al abuelo en el mismo lugar, mascando coca y, como una iguana, calentando el cuerpo con los intensos rayos solares.

-Me has engañado- soltó el niño-. El ataúd ni siquiera tiembla.

El abuelo emitió una sonrisa, y respondió: -Por supuesto que el ataúd no se mueve. Te dije que eso sucedió hace quince años. Ahora el ataúd descansa tranquilo, como un animal sedado.

-Ah ya -dijo el niño, con ojos de molestia, pues percibía que le habían tomado el pelo-. ¿O sea que el ataúd se quedará quieto para siempre?

-No necesariamente -mencionó el abuelo- Mejor te cuento otro hecho que aconteció hace 25 años, en un 16 de enero tan similar al que vivimos hoy.

-A ver -dijo el niño, con un tono de suspicacia-. Comienza.

-Bueno -soltó el abuelo, metiéndose más coca en la boca-. ¿Conoces a la partera y la tendedera?

-Sí -respondió el niño, preocupado porque esta vez los personajes eran de carne y hueso-. Son amigas de mi mamá.

-Entonces podrás preguntarles a ellas si miento o no –dijo el abuelo, tranquilo y sin remarcar que planteaba un desafío-. Bueno, aquí va la historia… Lo que sucede siempre es que los individuos, para llegar a esta tierra, salen del vientre materno. Algunos con facilidad, otros con dificultad, pero todos pasan alguna vez por entre las piernas de sus madres. Pero un 16 de enero, en el que caía un aguacero con una furia espantosa, la partera fue llamada al hogar de la tendedera. Aquélla creía que iba a ayudar en un nacimiento común, uno semejante a los tantos otros que había visto pasar por sus experimentados ojos. Pero, cuando llegó a su destino, se encontró con algo monstruoso. Un recién nacido, todavía con el cordón umbilical intacto y con manchas de sangre en el cuerpo, pugnaba por introducir su cabeza en la vagina de su madre. “Ayúdeme”, le dijo la tendedera a la partera. “Haga que mi hijo se meta en mí”. La partera, aterrorizada porque nunca antes le habían hecho un pedido igual, se quedó quieta, sin saber cómo enfrentar la situación. “¡Ayúdeme, por Dios!”, agregó la tendedera. “¡Acaso espera que lo haga sola!”. La partera venció su temor e, impulsada por la fuerza del deber que exige todo oficio, puso las manos a la obra. A la mañana siguiente, cuando en el horizonte podía apreciarse un arco iris, la tendedera tenía a su hijo en su interior.

-No puede ser -dijo el niño, con un mohín que indicaba tanto escepticismo como perplejidad-. Tengo que comprobarlo.

Sin decir más, el niño partió de inmediato. Se dirigió al puesto de la tendedera, que se ubicaba frente a un descampado, en el cual se acumulaban las palomas, pues aprovechaban los charcos que había dejado el temporal para beber diminutos sorbos y mojar sus plumas. El niño llegó a su destino agitado, ya que había acelerado como si lo persiguiera el demonio. Desde una distancia de pocos metros, observó a la tendedera (una mujer entrada en años y con una contextura extremadamente delgada) que atendía con solicitud a sus clientes.

“Pero si no está embarazada”, caviló el niño, decepcionado. Por un instante quiso interrogar a la tendedera sobre lo que, según el abuelo, había pasado hacía 25 años. “Mejor no lo hago. Podría pensar que estoy loco. Pues lo más probable es que lo que me ha dicho el abuelo sea mentira”.

Pensativo, el niño retornó donde el abuelo. Tenía muchas preguntas que realizarle sobre el ataúd y la tendedera, y, sobre todo, deseaba saber por qué le contaba esos embustes.

Cuando retornó a la casa, el sol se había elevado de entre los cerros llenos de pasto y, con una potencia soberbia, brillaba en el punto más elevado, justo en la perpendicular a la tierra. Las escasas nubes que restaban se habían alejado gracias a un viento suave, que aliviaba a la gente del calor sofocante que se había apoderado de la atmósfera. Las palomas, en especial las jóvenes, dejaban los nidos y aprovechaban el ambiente agradable para ir de techo en techo jugueteando.

En el patio, el niño no encontró al abuelo. En el sitio que había ocupado, que aún estaba tibio por el calor de las sentaderas del viejo, sólo había algunas hojas de coca, ordenadas de una manera muy particular: formaban la frase 16 de enero.

***

Caminando por el atrio de la iglesia principal, el niño reflexionaba sobre los relatos que le había descrito el abuelo. Abstraído, se sentó en las escaleras de piedra y puso su cabeza sobre la palma de sus manos. Muy cerca, veía cómo un bebe, de aproximadamente dos años de edad, perseguía a las palomas, intentado agarrarlas sin conseguirlo. Saliendo de sus cavilaciones, el niño sonrió por la ingenuidad del bebe. Sin embargo, su gesto cambió de pronto. Sin que haya una advertencia previa, variaron los papeles en la escena que veía: las palomas empezaron a perseguir al bebe. Éste escapaba dando pasos zigzagueantes, hasta que, a causa de su torpeza, cayó de bruces al piso. Las palomas lo recogieron y, sujetándolo con sus patitas agudas, se lo llevaron, desapareciendo en el horizonte amarillo.