Hay que acabar con la mediocridad
Mirando los resultados electorales, uno se encuentra un número de verdades evidentes, que, de tan visibles, hieren.
Una es que una gran porción de las clases altas limeñas, que en el pasado apoyó a diversas dictaduras, a lo largo de décadas, incluyendo a la dictadura de Alberto Fujimori en los noventas, sigue empecinadamente enamorada de las soluciones autoritarias.
Otra es que un elevado porcentaje de la población limeña no sólo olvida consuetudinariamente la situación económica y de miseria social del resto del país, sino que no teme mantenerla, ahondar el centralismo, la desvinculación de la capital y el interior, que nace de la incapacidad de reconocer los problemas de los otros. Lima está conforme con el falaz crecimiento de una parte de su propia economía y los reclamos que vienen del resto del país no la conmueven.
Ante la victoria de Ollanta Humala hay quienes deseamos que su gobierno sea conciliador y concertador. Los parásitos de la televisión, anoche mismo, estaban ya deformando esa noción, convirtiéndola en una idea de "reconciliación" con "ese 50% de electores que preferían el fujimorismo". Esa, si no es una falacia o una simple mentira, es al menos una deformación maniquea de la realidad (la mitad de quienes votaror por Keiko Fujimori ayer no votaron por ella en primera vuelta).
El gobierno de Humala debe concertar, sí. Pero eso significa una negociación con todas las fuerzas democráticas del país, que son las que garantizarían la eliminación del riesgo autoritario. ¿Qué cosa pueden aportar los actores de la dictadura fujimorista a esa coalición? ¿Qué valor democrático se reafirmaría colocando al presidiario Alberto Fujimori o a sus testaferros en la mesa de negociaciones?
Más de un 30% de los electores peruanos prefirieron a Humala en primera vuelta, con su discurso al estilo Lula da Silva, con su versión moderna y puesta al día de una propuesta de izquierda más o menos moderada. Un 20% más, en segunda vuelta, prefirió eso antes que el regreso de la dictadura. El mandato de Humala, encontes, es claro:
Debe gobernar desde una izquierda moderada. Pero no debe, de ninguna manera, convertirse en ninguna de las dos cosas que la mayoría de los peruanos han rechazado a lo largo del proceso: ni un presidente rutinario, que se dedique a administrar la medianía sin expandir la agencia y el bienestar de los más pobres ni diversificar la economía del país; y no debe, de ningún modo, transformarse en un autócrata violentista y avasallante como lo fue Alberto Fujimori y como lo iba a ser, sin la menor duda, Keiko Fujimori, como títere de su padre y de su mafia.
La elección de Ollanta Humala no me deja feliz, claro. Hay muchas otras cosas que serían necesarias para la felicidad de los peruanos. Pero estoy convencido de que el resultado de ayer era el requisito necesario para el logro de todas esas cosas. Nada bueno hubiéramos conseguido recolocando a un criminal convicto en el poder, ni directamente ni por intermedio de sus herederos políticos.
Quizá, con el tiempo, quienes hoy se pasean por las calles del Perú con el hígado en la mano, lamentando la derrota de una banda de delincuentes, entiendan eso. Quienes hoy miran con ira a los votantes de Humala, deberán comprender que esos millones de peruanos les han salvado la dignidad por los próximos años. Pero, en el futuro, deberían aprender a salvársela solos: es inaceptable y vergonzoso que una masa numerosa de ciudadanos pretenda depositar el porvenir del país en manos de criminales y socios políticos de criminales. Se llama complicidad.
El fujimorismo no es un valor en el espectro político peruano, sino una mácula. En los próximos años intentará, porque eso es lo que le queda ahora, transformarse en una fuerza partidaria perdurable. La observación la hizo anoche Steve Levitsky en una entrevista televisiva (y Jaime de Althaus se cogió de ella para consagrar al fujimorismo como uno de los ejes duraderos y legítimos de la nueva política peruana). Si eso ocurriera estaríamos enfermando nuestra política por muchos años.
Un partido cuyos móviles son el delito, el robo, el asesinato, el abuso de los derechos humanos y la posterior excarcelación de los perpetradores, y que ni siquiera tiene el pudor (ni la inteligencia) para ocultar esos móviles detrás de la articulación de un sistema de ideas, es ponzoñoso, es una herida abierta. O es, peor aun, la marca supurante de la descomposición de otras heridas abiertas: la desmoralización de nuestra escena pública, la devaluación de nuestros marcos éticos, el hundimiento de nuestros sistemas de valores.
La parte de la sociedad peruana que ha rechazado al fujimorismo democráticamente, que se ha movilizado para rechazarlo mediante la acción elemental de depositar votos para expresar su voluntad, sin orquestar inmundas campañas de desprestigio, sin caer en los métodos del fujimorismo, no debe perder esta oportunidad para dejar en claro, meridianamente, que ayer el fujimorismo ha sido derrotado, no importa por cuán estrecho margen. En la elección más crucial que ha enfrentado esta generación de peruanos, la dictadura pasada y la potencial han sido sofocadas, rechazadas, puestas en su sitio.
Ese sitio no es el escaño de una negociación pendiente. Alberto Fujimori está en la cárcel: ese es su sitio. Montesinos está en la cárcel: ese es su sitio. Keiko Fujimori está corriendo a la prisión a llorar en el hombro de un criminal: ese es su sitio. El elenco de prepotentes fujimoristas que han regresado al parlamento son una resaca del pasado, y así deben ser vistos. Y la siguiente ola debe limpiarlos, debe limpiarnos de ellos.
Hoy es un buen día. Pero en la historia política de los países, los buenos días no aseguran la bondad de los días futuros. Humala tiene muchos aliados, y no todos serán positivos; tiene muchos rivales, radicales o circunstanciales, y no todos querrán cooperar en la construcción de una mejor sociedad. Tiene muchos observadores, muchos que votaron por él y comprometieron su vigilancia: esos son los que más valdrán a la larga. Porque Humala tiene dentro otro rival más grande: el Humala anterior, el de las ideas trasnochadas y los planes catastróficos.
Y Humala también tiene, en el fujimorismo, un enemigo corrupto, de todos los tipos de corrupción, que debería ser visto como el peligro común, para los que quieren ayudar a Humala y para los que esperan que Humala haga un gobierno que esté por encima de las expectativas, buenas y malas, que ha generado. ¿Qué tiene a su favor? Una cosa sobre todo: el respiro que significará verlo jurar este 28 de julio sabiendo que en su lugar pudo haber estado el terrible fantasma del pasado, el grotesco fantasma de la vieja dictadura.
Salimos de esta primera encrucijada; ojalá no se repita la amenaza nunca más. El Perú merece que el año 2016 no haya un Fujimori en una segunda vuelta, ni un Alan García. El Perú merece partidos serios y tiene poco tiempo para construirlos. Esa construcción debe generarse, sobre todo, fuera del parlamento, donde se congregarán por cinco años más las sombras de caudillaje, las sombras del clientelismo, las sombras de la corrupción y del personalismo. Ya es tiempo de volver a ser un país, si alguna vez lo hemos sido, y dejar las payasadas para el circo.
Una sola cosa más. Nuestra verdadera revolución llegará por la educación. El Perú insiste en verse a sí mismo como el país de los mediocres gacetilleros al estilo de Aldo Mariátegui, los panfletarios sin escrúpulos al estilo Jaime Bayly, los clowns irremisibles al estilo Raúl Romero, los propagandistas bajo la mesa al estilo Nicolás Lúcar.
El Perú no es eso. Y si lo es, no debe serlo. El Perú debe volver a ser el país de José María Arguedas, Manuel Gonzalez Prada, Clorinda Matto, José Carlos Mariátegui, César Vallejo, Martín Adán, Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro, Blanca Varela; el país de Unanue, Leoncio Prado, Miguel Grau, Micaela Bastidas, Francisco Bolognesi, Maria Helena Moyano.
La fujimorización mató a ese país, tras mucho tiempo en que la sociedad oficial lo mantuvo malherido, convirtiendo a esas imágenes en retórica hueca y en figurillas de álbum. Detrás de esos nombres están las ideas que nos redimirán. Hay que volver a esos nombres, a esos libros, a esos ejemplos. No somos un país de mediocres; no tenemos que convivir para siempre con toda esta mediocridad.
......
6.6.11
3.6.11
La fujimorización
Y por qué está en todas partes
Queremos suponer que la "fujimorización" del Perú es una suerte de enfermedad que sólo afecta, de manera específica, a quienes desperdician la posibilidad democratica votando por el fujimorismo. Lamentablemente, no es así. Lo que llamamos "fujimorización" no se circunscribe a los votantes fujimoristas; afecta a los peruanos mucho más allá de ese límite. La manera más discreta y breve de descrfibir la "fujimorización" es señalarla como un proceso de pérdida de vergüenza ante los hechos que más obviamente deberían avergonzarnos.
Antes de la primera elección de Alberto Fujimori, en 1990, los peruanos les pedíamos a nuestros políticos un cierto grado de decencia. Nada extremo: la política siempre ha perdonado demasiado. Pero no elegíamos gobernantes que fueran evidentemente vergonzosos o vergonzantes; si resultaban serlo, eso lo descubríamos en algún momento de los siguientes años, no durante el tiempo de sus candidaturas. O se trataba de gobernantes arribados a una posición de poder por la fuerza de las armas, la manipulación, los juegos de influencia; no convertíamos alegremente en dignatarios a los maleantes por voto popular.
Hoy, Keiko Fujimori puede decir en un débate público que "la mayoría" de sus asesores "son intachables" y eso no ocasiona un escarnio multitudinario. Unos observamos el lapsus de mediana transparencia; otros, le critican la falta de tino para expresarse; otros, una gran parte, no se fijan, no ven nada extraño. La verdad es que a Keiko Fujimori le basta con decir que un cierto asesor no ha sido condenado para volverlo viable. "Intachable", en la lengua del fujimorismo, es un adjetivo que puede designar a alguien que escapó de la justicia por un pelo. Para hacer política en el Perú con aire de legitimidad basta con estar fuera de la cárcel. Y, como sabemos, ni siquiera esa es una condición necesaria.
Pero la "fujimorización" va más allá. Los peruanos hemos aprendido a convivir con muchas más cosas. Un cardenal puede ridiculizar la democracia y los derechos humanos, y servir descaradamente a los afanes políticos de una banda inmoral, sin que eso socave su posición como jefe de la Iglesia en el Perú. Puede perseguir a una universidad, instrumentalizando a la justicia con la ayuda de sus aliados autoritarios, sin que el asunto sea entendido como una afrenta contra la libertad de pensamiento y como una humillación contra la moral cristiana.
Los periodistas pueden torcer cualquier verdad sin esperar que su deshonestidad les acarre un castigo de ninguna especie. Los dueños de un medio de comunicación pueden adelantarse a la cooptación de la futura dictadura y obsequiársele de cuerpo y alma aun antes de que el régimen sea nuevamente realidad. Un enorme sector del país cierra los ojos voluntariamente ante la evidencia de esa vileza y olvida cualquier estándar ético o moral: hasta que pasen las elecciones y se aseguren cinco años de un modelo económico que les permita vivir sin mirar alrededor, están dispuestos a colocar sus principios (incluso si esos principios son fingidos y superficiales) en la congeladora.
El otro vector de la "fujimorización" es la estupidez. Lamentablemente, ella atañe también a muchos de quienes se oponen al regreso del fujimorismo. Gran parte de la oposición (porque, en la práctica, quien se enfrenta al fujimorismo en el Perú ya está en la oposición) ha olvidado que la defensa de la moral nacional no es una bandera ridícula. Tras años de llamar, despectivamente, "moralistas", a cualquiera que propusiera unas formas de convivencia no sólo legal sino realmente civilizada, ahora les es totalmente ajena la noción de defender la legalidad en nombre de la ética y la moral.
Una parte de eso la he visto yo de cerca: la blogósfera, por ejemplo, fue capturada hace años por una parvada de tontos disfuncionales a los que la propuesta de cualquier norma de respeto mutuo les parecía "autocrática" o "autoritaria". En la práctica, instituyeron un espacio en el que la pose de defensa democrática conviviía con todas las formas imaginables de desprecio por el otro, desde la campaña de desprestigio hasta la irrupción en la privacidad ajena, desde el chantaje hasta la censura a quienquiera que se atreviera a responder. A cambio de columnas en diarios que hoy son poco menos que voceros del fujimorismo, o de cachuelos payasescos en programas de televisión, esos bloggers convirtieron un espacio potencial de respuesta al fujimorismo en uno más de sus frutos. Basta ver la manera en que tratan la coyuntura actual, como si las elecciones de este domingo fueran un partido de fútbol o el siguiente número de un cómic.
La "fujimorización" de la sociedad peruana es la que convierte a mediocres en estrellas. Está en la televisión de Lúcar, de Pérez Luna, de Magaly Medina, de Bayly, de Beto Ortiz, de Aldo Miyashiro. No importa si circunstancialmente alguna de esas personas está en favor o en contra del fujimorismo: sus vaivenes y sus zigzagueos son el fruto de la perversa educación en la banalidad que inició Alan García en 1990 y que prolongaron e hicieron costumbre Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos, Martha Chávez, Luz Salgado, Luis Delgado Aparicio, Jorge Trelles, Martha Hildebrandt, Luisa María Cuculiza, etc., la misma que hoy representa Keiko Fujimori.
Es irónico: uno ve las columnas publicadas por los bloggers de mentalidad infantil, los libros escritos por los novelistas del fast-food a destajo, los programas de televisión que engendra tanto payaso bidimensional, y luego uno ve a Keiko Fujimori como candidata presidencial, y uno se da cuenta de que todo es lo mismo: por encima de cualquier otra cosa, es la desvergüenza de la idiotez, la admiración por la mediocridad, la insólita y orgullosa victoria de la inpacapacidad de reflexión.
Más allá de que este domingo gane Ollanta Humala o gane Keiko Fujimori, el hecho de que no haya ningún partido político real y suficiente detrás de ninguno (ni detrás de ninguno de los candidatos que quedaron en la carrera) ya es una victoria de la "fujimorización".
Obviamente, será peor si además gana el fujimorismo. Pero sería un gran error creer que el fujimorismo político es el único rival. El proceso de pérdida de la vergüenza y de pérdida del orgullo, el proceso de creciente desamor por la inteligencia y por la actividad intelectual, el proceso de desvanecimiento de los límites éticos y de la conducta moral, todo eso a lo que llamamos "fujimorización", sigue adelante, y es el rival trascendente, el que deberemos derrotar, sin importar cuál sea el resultado de la elección.
La sola coyuntura de elegir entre dos opciones y que una sea una mafia, y que esa mafia tenga el apoyo de millones de peruanos, ya es una derrota, de la que tendremos que resarcirnos pronto si queremos ser un país viable.
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Queremos suponer que la "fujimorización" del Perú es una suerte de enfermedad que sólo afecta, de manera específica, a quienes desperdician la posibilidad democratica votando por el fujimorismo. Lamentablemente, no es así. Lo que llamamos "fujimorización" no se circunscribe a los votantes fujimoristas; afecta a los peruanos mucho más allá de ese límite. La manera más discreta y breve de descrfibir la "fujimorización" es señalarla como un proceso de pérdida de vergüenza ante los hechos que más obviamente deberían avergonzarnos.
Antes de la primera elección de Alberto Fujimori, en 1990, los peruanos les pedíamos a nuestros políticos un cierto grado de decencia. Nada extremo: la política siempre ha perdonado demasiado. Pero no elegíamos gobernantes que fueran evidentemente vergonzosos o vergonzantes; si resultaban serlo, eso lo descubríamos en algún momento de los siguientes años, no durante el tiempo de sus candidaturas. O se trataba de gobernantes arribados a una posición de poder por la fuerza de las armas, la manipulación, los juegos de influencia; no convertíamos alegremente en dignatarios a los maleantes por voto popular.
Hoy, Keiko Fujimori puede decir en un débate público que "la mayoría" de sus asesores "son intachables" y eso no ocasiona un escarnio multitudinario. Unos observamos el lapsus de mediana transparencia; otros, le critican la falta de tino para expresarse; otros, una gran parte, no se fijan, no ven nada extraño. La verdad es que a Keiko Fujimori le basta con decir que un cierto asesor no ha sido condenado para volverlo viable. "Intachable", en la lengua del fujimorismo, es un adjetivo que puede designar a alguien que escapó de la justicia por un pelo. Para hacer política en el Perú con aire de legitimidad basta con estar fuera de la cárcel. Y, como sabemos, ni siquiera esa es una condición necesaria.
Pero la "fujimorización" va más allá. Los peruanos hemos aprendido a convivir con muchas más cosas. Un cardenal puede ridiculizar la democracia y los derechos humanos, y servir descaradamente a los afanes políticos de una banda inmoral, sin que eso socave su posición como jefe de la Iglesia en el Perú. Puede perseguir a una universidad, instrumentalizando a la justicia con la ayuda de sus aliados autoritarios, sin que el asunto sea entendido como una afrenta contra la libertad de pensamiento y como una humillación contra la moral cristiana.
Los periodistas pueden torcer cualquier verdad sin esperar que su deshonestidad les acarre un castigo de ninguna especie. Los dueños de un medio de comunicación pueden adelantarse a la cooptación de la futura dictadura y obsequiársele de cuerpo y alma aun antes de que el régimen sea nuevamente realidad. Un enorme sector del país cierra los ojos voluntariamente ante la evidencia de esa vileza y olvida cualquier estándar ético o moral: hasta que pasen las elecciones y se aseguren cinco años de un modelo económico que les permita vivir sin mirar alrededor, están dispuestos a colocar sus principios (incluso si esos principios son fingidos y superficiales) en la congeladora.
El otro vector de la "fujimorización" es la estupidez. Lamentablemente, ella atañe también a muchos de quienes se oponen al regreso del fujimorismo. Gran parte de la oposición (porque, en la práctica, quien se enfrenta al fujimorismo en el Perú ya está en la oposición) ha olvidado que la defensa de la moral nacional no es una bandera ridícula. Tras años de llamar, despectivamente, "moralistas", a cualquiera que propusiera unas formas de convivencia no sólo legal sino realmente civilizada, ahora les es totalmente ajena la noción de defender la legalidad en nombre de la ética y la moral.
Una parte de eso la he visto yo de cerca: la blogósfera, por ejemplo, fue capturada hace años por una parvada de tontos disfuncionales a los que la propuesta de cualquier norma de respeto mutuo les parecía "autocrática" o "autoritaria". En la práctica, instituyeron un espacio en el que la pose de defensa democrática conviviía con todas las formas imaginables de desprecio por el otro, desde la campaña de desprestigio hasta la irrupción en la privacidad ajena, desde el chantaje hasta la censura a quienquiera que se atreviera a responder. A cambio de columnas en diarios que hoy son poco menos que voceros del fujimorismo, o de cachuelos payasescos en programas de televisión, esos bloggers convirtieron un espacio potencial de respuesta al fujimorismo en uno más de sus frutos. Basta ver la manera en que tratan la coyuntura actual, como si las elecciones de este domingo fueran un partido de fútbol o el siguiente número de un cómic.
La "fujimorización" de la sociedad peruana es la que convierte a mediocres en estrellas. Está en la televisión de Lúcar, de Pérez Luna, de Magaly Medina, de Bayly, de Beto Ortiz, de Aldo Miyashiro. No importa si circunstancialmente alguna de esas personas está en favor o en contra del fujimorismo: sus vaivenes y sus zigzagueos son el fruto de la perversa educación en la banalidad que inició Alan García en 1990 y que prolongaron e hicieron costumbre Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos, Martha Chávez, Luz Salgado, Luis Delgado Aparicio, Jorge Trelles, Martha Hildebrandt, Luisa María Cuculiza, etc., la misma que hoy representa Keiko Fujimori.
Es irónico: uno ve las columnas publicadas por los bloggers de mentalidad infantil, los libros escritos por los novelistas del fast-food a destajo, los programas de televisión que engendra tanto payaso bidimensional, y luego uno ve a Keiko Fujimori como candidata presidencial, y uno se da cuenta de que todo es lo mismo: por encima de cualquier otra cosa, es la desvergüenza de la idiotez, la admiración por la mediocridad, la insólita y orgullosa victoria de la inpacapacidad de reflexión.
Más allá de que este domingo gane Ollanta Humala o gane Keiko Fujimori, el hecho de que no haya ningún partido político real y suficiente detrás de ninguno (ni detrás de ninguno de los candidatos que quedaron en la carrera) ya es una victoria de la "fujimorización".
Obviamente, será peor si además gana el fujimorismo. Pero sería un gran error creer que el fujimorismo político es el único rival. El proceso de pérdida de la vergüenza y de pérdida del orgullo, el proceso de creciente desamor por la inteligencia y por la actividad intelectual, el proceso de desvanecimiento de los límites éticos y de la conducta moral, todo eso a lo que llamamos "fujimorización", sigue adelante, y es el rival trascendente, el que deberemos derrotar, sin importar cuál sea el resultado de la elección.
La sola coyuntura de elegir entre dos opciones y que una sea una mafia, y que esa mafia tenga el apoyo de millones de peruanos, ya es una derrota, de la que tendremos que resarcirnos pronto si queremos ser un país viable.
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