28.6.06

Mnemósine y la precocidad

Entre las decenas de autores que han enviado muestras de su trabajo a Quipu, ninguno ha sido más joven que Jorge Ávila Chávez, un limeño de apenas diecisiete años, aún en el colegio, que un año atrás terminó de escribir una novela concebida ya cuando tenía apenas catorce.

La novela lleva el título de
Mnemósine, el nombre de la diosa griega de la memoria a la que el prerrafaelista Dante Gabriel Rossetti diera rostro definitivo en la segunda mitad del siglo diecinueve (el rostro que ilustra este post, por cierto).

El texto está dividido en treintiséis partes, que
Jorge no quiere llamar ni capítulos ni acápites ni nada perecido, pues dice que en verdad son "híbridos de capítulo y cuento", y prefiere llamarlos"avatares".

El último avatar, nos cuenta Jorge, es un experimento dramático de tono surreal, mientras que los demás, que conducen a él, son mixturas de muchos géneros, narradas en diversos estilos y a través de varias voces.

No sé si
Jorge sea el llamado a escribir en un futuro la novela outsider, extratradicional y pretercomercial, que parecía reclamar Rodrigo Quijano hace unas semanas (tema al que se han referido Abelardo Oquendo y Paolo de Lima en relación con un texto inédito de mi arequipeño y peleón amigo César Gutiérrez).

Lo que sí me queda claro es que, con estos fragmentos de
Mnemósine, Luis Hernán Castañeda, Edwin Chávez, Daniel Alarcón, Ezio Neyra y nuestros demás autores jovencísimos pasan casi oficialmente a ser miembros de la penúltima generación de las letras peruanas...

Geishas y prostitutas

Una casualidad: esta semana vi dos películas del año pasado que, pese a diferir enormemente en sus estéticas y ostentar objetivos muy diversos, se asemejan, sin embargo, en mucho, al menos temáticamente: la cinta indo-canadiense Water, de Deepa Metha, y la norteamericana Memoirs of a Geisha, de Rob Marshall.

Metha completa con Water una trilogía iniciada con Fire y Earth, cintas que se centran en relaciones amorosas entre individuos sumergidos en una sociedad tradicionalista que enfrenta una modernización y una modernidad incipientes y periféricas. La trilogía ha colocado a la directora al frente de una nueva generación de cineastas de la India. Marshall, en cambio, venía avalado por el éxito comercial de la sonora e insoportable Chicago, de modo que es fácil suponer la enorme distancia artística entre las dos películas.

Y, sin embargo, como digo, hay coincidencias. En ambas cintas, por ejemplo, las vidas de los personajes atraviesan un periodo histórico de profunda tranformación sociocultural (la segunda guerra mundial y la americanización de Japón en la postguerra, en Memoirs of a Geisha; la revolución de la resistencia pasiva de Ghandi en Water).

En ambas, igualmente, la protagonista inicial es una niña cuyo padre ha abdicado de la patria potestad, de modo que la criatura acaba viviendo en un espacio cerrado y poblado exclusivamente por mujeres, y finalmente transformada en una suerte de esclava (en Water, el lugar es un reclusorio para viudas; en la otra se trata de una casa de geishas a la cual el personaje principal llega originalmente como aprendiz).

En las dos películas, el destino de las protagonistas queda condicionado desde su infancia, debido, sobre todo, a una suerte de condena cultural que en el fondo es económica: en Water, la niña ha sido casada a los siete años, y ha enviudado a los nueve, convirtiéndose en una carga nuevamente para sus padres, que se desprenden de ella entragándola al reclusoria para viudas. En Memoirs, la criatura es vendida por su padre, que modera con la venta sus apremios financieros y, de paso, coloca a su hija en situación de mejorar sus condiciones materiales de vida, al hacerla pasar de la pobreza extrema del campo a la crianza en una ciudad, con todos los aprendizajes que la tradición determina para una geisha.

En ambas historias sobreviene un momento crucial: las dos protagonistas, en cierto momento, venden su virginidad por dinero. En Water, es una cantidad minúscula y va a parar a las manos de la regenta de la casa de viudas; en Memoirs es una cantidad enorme y sirve para asegurar la prominencia de la chica en la jerarquía de las geishas locales.

Y allí empiezan las mayores diferencias. Water denuncia la forzosa prostitución escondida tras las formas tradicionales: las viudas son consideradas impuras, todo contacto con ellas es ofensivo, de modo que les es casi imposible mantenerse económicamente; su única posibilidad de ingresos está, paradójicamente, en prostituirse con aquellos hombres que no le teman al tabú que pende sobre ellas, es decir, entre otros, con quienes han dejado en el olvido las prohibiciones de la tradición, pero también los líderes religiosos que modelan esas creencias a su antojo.

En Memoirs of a Geisha, en cambio, no parece existir denuncia alguna: la protagonista alcanza la felicidad final al volverse la preferida de un individuo al que ella ama desde niña, el mismo que, silenciosamente, se ha encargado de que ella fuera transformada en geisha, cultivada para entretener a los hombres, entrenada para servir, el mismo individuo por el cual ella se ha prostituido y al cual reverencia desde siempre.

Se podrá alegar que la mía es una mirada muy occidental y que no comprendo las formas culturales japonesas. El problema para esa crítica es que tanto la película como la novela en la cual se basó son productos eminentemente occidentales: Arthur Golden, el autor del libro, es un norteamericano de Tennessee, compatriota del director de la cinta.

A mí, más bien, me suena a que es el enésimo eslabón en una vieja cadena (la misma de la que, refiriéndose a otro Oriente, hablaba Edward Said): la de las instancias en que, desde el mundo occidental, se construye a "Oriente" como el escenario de las mayores fantasías, donde puede ocurrir todo aquello que el occidental no se atreve a ligar directamente consigo mismo. En otras palabras: "ya que una abierta fantasía hipermachista norteamericana sería acaso mal recibida, hagamos una que transcurra en Japón".

Imágenes: Ziyi Zhang y Gong Li (la extraordinaria actriz de casi todas las cintas de Zhang Yimou), en Memorias de una Geisha; debajo: la indo-canadiense Lisa Ray es la prostituta con corazón de oro en Water.

27.6.06

Estar en el mapa

Leo una edición ("puesta al día y expandida", según dice la solapa) del célebre Dictionary of Imaginary Places, de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi, cuya primera versión vio la luz hace más de un cuarto de siglo, en 1980.

El libro, en sus más de setecientas páginas, no sólo enumera y explica la existencia ficcional de centenares de lugares imaginarios, nacidos en la literatura, sino que, además, liga unos con otros, muestra sus vínculos, sus contactos y sus influencias: el modo, por ejemplo, en que una cueva de Las mil y una noches es germen de una casona inglesa fantasmal de principios del siglo pasado, y una villa medieval italiana da lugar a un tenebroso condado del sur de los Estados Unidos.

Las entradas de este diccionario registran, en orden alfabético, desde Abaton, la ciudad traslaticia del irlandés Sir Thomas Bulfinch, hasta Zuy, un reino mágico perdido en algún lugar de los Países Bajos e historiado por Sylvia Townsend Warner en Kingdoms of Elfin, en 1972. Entre uno y otro aparecen los sitios más previsibles, como la Utopía de Moro (cuyo mapa reproduzco aquí), la Tierra de Oz, de Frank Baum, y la Lillliput de Jonathan Swift, junto a otros menos esperables, como la curiosa Libertinia, de Jules Verne, y el trágico y mortuorio Spoon River, de Edgar Lee Masters, pueblito de New England (aquí cerca) que es "famoso por su cementerio", según bromean los autores.

Dada la erudición del volumen, sorprende comprobar la ausencia de algunos lugares imaginarios que los lectores latinoamericanos solemos tener presentes, por no decir que los llevamos dentro: la Casa Verde de Vargas Llosa, por ejemplo, o la Santa María de Onetti, o Comala, el pueblito de Pedro Páramo, o, qué olvido tan imperdonable, Tlön, la tierra enciclopédica de Borges. Si no fuera porque aparece Macondo, nuestra pequeña parcela del tercer mundo (nuestro Orbis Tertius) estaría ausente en este libro estupendo pero ferozmente eurocéntrico.

25.6.06

Simetrías

Todos conocemos la tragedia de Juan Dahlmann: al final de un largo viaje en tren, tras descender del vagón en una estación desconocida, en medio de la nada, en el sur argentino, una provocación estúpida lo condujo a una muerte inexorable (aunque, quizá, todo fue un sueño). Es el final del ciudadano casi voluntariamente atrapado por una barbarie romántica y fatal.

En 1959, Ray Bradbury (en la foto) publicó un libro llamado A Medicine for Melancholy, del que formaba parte un cuento titulado "The Town Where No One Got Off". El relato transcurre en un pueblito minúsculo, extraviado en algún lugar de Iowa, y atravesado por la línea del tren que une dos grandes centros urbanos, Chicago y Los Angeles.

En el pueblito, Rampart Junction, vive un anciano, el rostro cubierto de manchas y cicatrices, el pelo ceniciento. Es un hombre que ha pasado veinte años en la estación ferroviaria, sentado, con las espaldas vueltas a la plataforma, rumiando amarguras y sórdidas frustraciones personales, acumulando unas ansias de violencia y venganza debidas a su propia marginalidad, a su propio abandono, unas ansias que no sabe contra quién dirigir.

Finalmente, decide reunir su rabia contra un extraño: asesinar al primer desconocido que baje del tren, sin esperar una razón verosímil, sin fingir siquiera un entredicho que justifique esa muerte.

Es curiosa la simetría: en el sur argentino, un escritor latinoamericano, Borges, situó la historia del individuo metropolitano aniquilado por una violencia provinciana cuyo origen le es desconocido. En el norte de los Estados Unidos, un escritor norteamericano, Ray Bradbury, imagina el proceso íntimo de la acumulación de esa violencia soterrada y sostenida, macerada por años, que lleva al marginado a un estallido en apariencia irracional contra un forastero cualquiera.

Se diría que Bradbury escribió la historia del gaucho que un día decidió matar a Juan Dahlmann, como podría haber decidido matar a cualquiera.

22.6.06

¿Abril azul y la hora roja?

En Domingo de La República, el pasado fin de semana, apareció un artículo de Pepi Patrón, profesora de filosofía de la Universidad Católica y ex presidenta de Transparencia, referido a las novelas La hora azul, de Alonso Cueto, y Abril rojo, de Santiago Roncagliolo. O referido, más bien, a la experiencia que había significado para ella enfrentarse a ambos libros.

Patrón anuncia que la suya no es una crítica literaria, sino un testimonio de su lectura. Diré una cosa más: la suya no sólo no es una lectura crítica, sino que es una lectura acrítica. Es decir, una en la que nada es contrastado, nada es interpretado y sobre nada se reflexiona.


Parece un ejemplo de lectura inconducente: Pepi Patrón lee dos libros ideológicamente distintos (el de Cueto ve el fenómeno de la violencia como suceso en la historia, el otro como misterio inexplicable), estéticamente divergentes (el primero es instrospectivo y derivativo, guiado por ideas; el segundo se centra en lo argumental y casi se reduce a la construcción de un enigma); genéricamente alejados el uno del otro (el primero hace variaciones sobre el melodrama, el segundo sobre la novela negra), y, sin embargo, todo lo que Patrón tiene que decir sobre ellos es idéntico en todos los puntos: que "la lectura ha implicado confrontar la importancia de mirar de frente aquello que todos vivimos y padecimos en la guerra".

Está claro que ese es uno de los temas centrales de la novela de Cueto: la necesidad de confrontación con el pasado, el descubrimiento del lugar de uno en la genealogía del horror. Pero, ¿cómo es que se puede decir eso mismo sobre la novela de Roncagliolo, sobre todo teniendo en cuenta su propio desenlace, en el que toda relación, directa o aunque sea paradójica con entre el crimen y el fenómeno de la violencia social parece eludirse a propósito?

Es más: dado que tanta gente insiste en que la novela de Roncagliolo dice algo sobre la violencia política en el Perú: ¿no sería hora de que alguien señalara qué es ese algo?

El artículo de Patrón parece plantearse ese objetivo, pero de manera tangencial y caprichosa: atribuyendo a la novela de Roncagliolo los temas e ideas de la novela de Cueto, lo que, al final, ilumina por contraste las carencias de Abril rojo.

Pero hay algo más: en un movimiento injustificado la comentarista se refiere a ambos libros, citando a Hegel, como "novelas que nos narran (...), a nosotros los peruanos", y con ello pasa por alto y diluye dentro de una nebulosa idea de peruanidad, precisamente, ese precipicio de diferencias sociales, étnicas, culturales, etc., que el libro de Cueto se esmera en señalar, y a las que incluso el de Roncagliolo apunta: que "los peruanos" es un concepto demasiado abstracto, demasiado volátil, demasiado insuficiente; que el asunto no es aprender a mirarnos a nosotros mismos, sino aprender a mirar a los demás, a los otros, incluso a esos otros que a veces, abusivamente, queremos imaginar como atravesados por los mismos problemas que nos atraviesan a nosotros.

19.6.06

El Quijote en quechua

Hace unos días me enviaron de El Comercio un sobre con ejemplares de los dos números recientes de Somos en que han aparecido artículos míos y, además, me hicieron llegar el último volumen de cuentos de Edgardo Rivera Martínez, con la idea de que escribiera una reseña.

En uno de los Somos encontré un aviso a página entera de la edición de Yachay Sapa Wiraqucha Dun Quixote Manchamantan, el Quijote laboriosa y necesariamente traducido al quechua por Demetrio Túpac Yupanqui.

La publicación se anunciaba como "un esfuerzo editorial del diario El Comercio". Su precio de venta: poco más de 200 soles, o, para decirlo como lo dice el aviso: US$ 60.


Pregunta ingenua: ¿cuántos hablantes de quechua pueden destinar esa cantidad a la compra de un libro? Si la respuesta es "poquísimos", entonces podemos estar seguros de que ese libro, con toda la dedicación y el acierto que su traducción supone, y pese a todo el valor simbólico integrador que se le quiera dar, no es, en verdad, un libro, en tanto no está destinado a ser leído. Es un adorno, un enorme pisapapeles para la mesa de la sala. Uno más de los muchos souvenirs en que los peruanos transformamos los elementos de una cultura que llamamos nuestra al mismo tiempo que la desconocemos y la marginamos. Si algún sentido tiene ese
Quijote, si en algo nos debería hacer pensar, es en la cantidad gigantesca de compatriotas que jamás podrán tenerlo ni conocerlo, y a quienes, peor aun, jamás sabremos entender ni conocer.

Quizá, ojalá, haya una edición popular por allí, una de la cual yo no haya oído. Quizá haya, también, una edición popular de
Yuyanapaq, de la que yo tampoco haya escuchado. Quizás, pero me temo que no sea así, y que, en el fondo, muchas de nuestras reconciliaciones se dan en estricto privado.

Imagen: El Quijote según Jack Bice.

18.6.06

El destino de Pérez Huarancca

En el interesantísimo blog de Paolo de Lima, que consulto siempre que quiero descubrir la verdad sobre cualquier tema, leí hace unos días un comentario en el que el blogger aclaraba, para mi sorpresa, que el escritor y ex líder senderista Hildebrando Pérez Huarancca estaba vivo y preso en un penal de alta seguridad.

Además, Paolo de Lima hacía ver que si alguna vez él mismo había afirmado lo contrario (que Pérez Huarancca estaba muerto desde hacía muchos años), eso se debía a una aseveración errónea del profesor Ricardo González Vigil, según el cual Pérez Huarancca había fallecido en los años ochentas, durante su tiempo en Sendero.

Para contradecir a González Vigil, de Lima citaba una noticia aparecida en el diario El Comercio. En verdad, la noticia era sumamente ambigua (entre la incapacidad investigativa y la redacción formulaica, pocos diarios peruanos resultan confiables), y no era de ninguna forma fundamento suficiente para decir que González Vigil había caído en un error tan elemental como afirmar que un autor vivo estaba muerto, o, como es el caso, presumiblemente muerto.

Ayer, el escritor Dante Castro, a pedido mío, tuvo la amabilidad de hacerme llegar un mensaje en el que aclara bastante mejor el asunto (asunto que absolutamente nadie parece tener cien por ciento explicado). Lo transcribo casi en su totalidad:

"El caso de Hildebrando es una de las muetras más patéticas de cómo la espiral de violencia arrastra a seres humanos que no se plantearon de antemano ese camino. HPH no era senderista, pero según los sabios investigadores de la fenecida PIP, todo rojo de verbo radical tenía que ser culpable del derribo de torres de alta tensión. Así lo llevaron al entonces militante de la UDP y tras una serie de torturas y amenazas de muerte lo condujeron al CRAS de Ayacucho. Fue como llegar al cielo, pisar celdas y
pabellones, patio de tierra y ventana con rejas, pero ya no más la capucha maloliente con que lo tuvieron semanas y días. HPH, como sabes, fue liberado por el ataque senderista al CRAS de Ayacucho. Desde allí, sólo tenía un camino viable para salvar el pellejo. Tuvo que guardarse sus discrepancias ideológicas con el fundamentalismo gonzalista y tomar por ese único camino de supervivencia. No podía dar marcha atrás, nuevamente a la sala de torturas o a la ejecución extrajudicial. Se afilió a SL y se convirtió en uno de sus mejores cuadros de combate.

"Creo que eso sí lo sabes, como mucha gente. Pero pocos recuerdan que yo me enfrenté con Lucho Nieto Degregori justamente por el respeto a la memoria de HPH, quien ya había fallecido cuando Nieto publica ese cuento zahiriente [aquí Dante Castro se refiere al relato 'Vísperas", en el que un profesor de la Universidad de Huamanga intenta explicarse el destino de un colega, maestro y escritor, que entra a formar parte de Sendero] y lo hace figurar como Grimaldo Rojas Huarcaya.

"Sucede que HPH hizo todo lo posible para que su hijo de 15 años no fuese arrastrado por el torbellino de violencia, pero el muchacho se metió a SL y escaló posiciones hasta que lo mataron en un combate. Las semanas siguientes, HPH empezó a descuidar sus medidas de seguridad, a echarse unos tragos y a actuar como si buscase quien le diera muerte. Sentimientos de culpa, ganas de reunirse con su hijo, etc., son cosas que imagino han pasado por su cabeza. No tardó en caer en una emboscada. Murió sin ser hecho prisionero, según me cuentan.

"Con quien nunca he hablado sobre este tema es con su hermano, el escritor ayacuchano Julián Perez H. Por delicadeza, no toco ese asunto. En síntesis, si Hildebrando estuviera vivo en un penal de máxima seguridad, lo sabríamos. Ya hubiéramos interpuesto una denuncia al PEN o algo parecido, no por conciliar con quienes acabaron con nuestros alcaldes y dirigentes campesinos, sino por un acto de humanidad con el colega".

Hasta allí la carta de Dante Castro, que parece aclarar bastante el destino de Pérez Huarancca, destino que nunca será enteramente conocido mientras no aparezca un cuerpo. Vale la pena recordar, siempre, que según numerosos testimonios recogidos en el Informe Final de la CVR, Pérez Huarancca fue, lamentable, atrozmente, el líder principal de las horrorosas masacres de Lucanamarca.

Imagen: ronderos en Chuppac, organizados por el Estado tras una masacre. Archivo CVR.

Sandra Bullock, la borgiana

Hace años que a Borges, en Hollywood, lo diluyen, lo pasan por agua tibia y le sacan las espinas como a un vulgar lenguado platense, si tal cosa existe.

Lo han hecho en películas que no se resignan a perder la dignidad y un cierto barniz culturoso, como The Matrix y sus retoños, y también en otras que, quizá porque sí renuncian al aire intelectual, caen menos espesas, como Total Recall, la aventura interplanetaria que el holandés Paul Verhoeven filmó con Arnold Schwartzenegger y una, entonces, jovencísima Sharon Stone.

Desde la ciencia ficción hasta la intriga política y el Holocausto, diversos temas han merecido del cine tratamientos borgianos y seudoborgianos (están también las plausibles pero casi ininteligibles adaptaciones de Alex Cox y Bertolucci). Faltaba un género, al menos, según mis cuentas: la comedia romántica.

Difícil, pero no imposible: Alejandro Agresti, un argentino a quien conocíamos por una dulcísima y oficiosa, pero no interesante, historia de amor infantil (Valentín) y por la adaptación de Una noche con Sabrina Love, se ha internado en el mercado hollywoodense con una comedia romántica protagonizada por dos megaestrellas de la taquilla, Sandra Bullock y Keanu Reeves (el segundo es tan malo, que la primera parece una actriz extraordinaria en esta cinta).

La película se llama The Lake House (La casa del lago), y no hace falta nada más que los primeros cinco minutos, o, para tal caso, el trailer de la cinta, para darse cuenta de que tras la historia de amor entre un hombre y una mujer que habitan tiempos distintos se esconde la idea básica de El otro, el célebre cuento borgiano del anciano que se encuentra consigo mismo en su juventud. Incluso hay una escena con ambos protagonsitas sentados en una banca que está en dos tiempos diferentes.

La película es digna de ser olvidada de inmediato, pero no así el fenómeno de Hollywood invirtiendo en películas americanas dirigidas por cineastas latinoamericanos: al brasileño Fernando Meirelles, de Ciudad de Dios, se le dio la dirección de The Constant Gardener, con resultados más que apreciables; al ecuatoriano Sebastián Cordero, el autor de la cinta más exitosa en la historia cinematográfica de su país (Ratas, ratones, rateros) se le financió Crónicas, una muy dura y muy interesante mirada a la violencia social y la justicia pueblerina ante la incapacidad de las leyes en América Latina, con el brillante John Leguizamo como el periodista corrupto que acaba lapidado por una turba; ya antes, el mexicano González Iñárritu y su gionista Guillermo Arriaga, los cerebros de Amores perros, crearon 21 Grams en la máquina hollywoodense. Y parece que se vienen varios más (de los que, quizá, algún comentarista informado nos pueda dar razón).

Lo interesante es que, créase o no, ese movimiento viene perfilando un hecho casi insólito en Hollywood, incluso más significativo que lo sucedido en los años treintas y cuarentas con la convocatoria de cineastas germánicos a trabajar en California: los nuevos directores están llegando a Hollywood sin abandonar sus estéticas, ni sus temas, ni sus personalidades autoriales: 21 Grams era de hecho un ladrillo más en una trilogía, y no desentonó; Crónicas regresa al asunto de la violencia y la delincuencia y su vínculo general con la pobreza tercemundista; e incluso The Constant Gardener alcanza sus mejores momentos cuando el cienasta, cámara al hombro, se interna en el laberinto infernal y olvidado de los barrios más pobres de Kenya, con el mismo espíritu de denuncia y reivindicación con que lo había hecho en las calles de la Ciudad de Dios.

Lo de Agresti, es cierto, es un retroceso en esa nueva forma de vinculación, pero, viendo sus películas anteriores, se entiende: el argentino era ya un director hollywoodense aun antes de salir de Buenos Aires.

16.6.06

¿A quién rescatar?

Todos recuerdan el famoso discurso de Mario Vargas Llosa al recibir el premio Rómulo Gallegos, "La literatura es fuego". Allí, Vargas Llosa defendía su idea del escritor como permanente y desconfiable francotirador, como crítico perpetuo.

La izquierda de los sesentas saludó e hizo suya esa noción --que Vargas Llosa ya había defendido antes-- hasta que sobrevino el caso Padilla, momento en el que, siguiendo las órdenes del árbitro cultural cubano Roberto Fernández Retamar, los escritores cobijados bajo la sombra de Fidel Castro empezaron a considerar que el dichoso concepto era de un romanticismo demasiado burgués y en verdad promovía la figura de un escritor incapaz de formar parte de un proyecto revolucionario.


Todos recuerdan, también, que ese discurso de Vargas Llosa tuvo un efecto adicional, acaso más perdurable que el primero: el de rescatar para siempre del olvido la imagen y, crucialmente, la obra de uno de los grandes poetas del vanguardismo latinoamericano: Carlos Oquendo de Amat (en ambas fotos).

Pues bien: de eso les quería hablar. Desde hace meses, quizá años, algunos amigos míos han venido hablando, cada quien por su lado, acerca de la idea de lanzar un pequeño sello editorial, dedicado a promover escritores peruanos jóvenes y a publicar en el Perú libros de autores extranjeros que no suelen llegar a nuestras estanterías. En estos días, me ha empezado a rondar la idea de inaugurar un sello así con alguna de esas obras peruanas publicadas malamente, o escasamente, o hace mucho, y acaso nunca reeditadas, es decir, empezar el sello con un rescate.

A eso alude la pregunta que da título a este post: ¿a quién rescatar? Agradeceré muchísimo a quienes quieran responder esa pregunta, mencionando libros o autores que, a su juicio, merezcan regresar a nuestras librerías, corrigiendo de esa manera alguna mezquindad, sin duda involuntaria, de nuestro mercado editorial. Además de dejar abierto el post para que contesten quienes quiran, pienso mandar e-mails a escritores y críticos consultando directamente sobre el tema.

El Crack y Ollanta

En la narrativa latinoamericana de penúltima generación, dos son los nombre colectivos que más suenan: McOndo y el Crack. Ambos son enormemente distintos en lo que reivindican y lo que abominan: en sus discursos existe, como coincidencia, una defensa del cosmopolitismo, pero el Crack lo entiende pitolesca o borgianamente, como una suerte de inmersión en las grandes tradiciones culturales de Occidente (el crack es de un europeísmo extremo), mientras que McOndo es casi siempre una celebración del universo pop norteamericano --al que parece confundir con la cultura occidental-- y de la globalización asimétrica --a la que confunde con el multiculturalismo.

También se distinguen en que, a pesar de llevar nombres colectivos (el Crack y McOndo, se supone, son grupos, movimientos) no es cierto que ambos sean esfuerzos cooperativos: McOndo es, más bien, como una de esas bandas de rock en las que sólo un miembro es estable y los demás rotan con una velocidad tal que nunca llegan a formar parte del combo (Jethro Tull, The Alan Parsons Project, The Elephant Memory Band). Alberto Fuguet es ese solista asolapado tras la falsa colectividad (y hasta ahora no he encontrado jamás a un sólo escritor "macondino" que defienda con demasiado ardor las arengas que Alberto coloca en los prólogos y las notas alusivas a McOndo).

El Crack mexicano, en cambio, es un grupo, con manifiesto pentacefálico y todo, y ahora, además, desde hace un tiempo, con revista propia: Revuelta, en la que todos los miembros del grupo tienen un rol protagónico: Pedro Ángel Palou, Ignacio Padilla, Eloy Urroz, Ricardo Chávez, Jorge Volpi (en la foto). Precisamente, fue Jorge, un tipo simpático, tímido, silencioso y muy trabajador, quien se encargó, durante sus seis meses en Ithaca, el año pasado, de reclutar a más de un colaborador peruano para la revista, y en este número, por eso, aparece un artículo de dos compatriotas, Martín Oyata y José Falconí, acerca de Ollanta Humala y la lógica de su aparición en nuestro espectro político.

Lamentablemente, me cuenta Martín que hubo un error en la mesa editorial de Revuelta, y el artículo que salió fue la versión preliminar, anterior a la certeza de que Alan García ganaría la elección. Con el permiso de los implicados (permiso que no he pedido, por cierto), colocaré aquí la versión que debió aparecer... Pero no dejen que este tropezón los aleje de la lectura de Revuelta, una revista a la que vale la pena darle una mirada: en estos tres primeros números han aparecido ya textos de otros peruanos (Ximena Briceño, Fernando Iwasaki, Santiago Roncagliolo) y la nómina de colaboradores va desde Jurgen Habermas hasta Martha Nussbaum, pasando por latinoamericanos como Rodrigo Fresán y Edmundo Paz Soldán.

15.6.06

Piconazos

Hace unos días publiqué un post acerca de cierto poeta y profesor universitario, súbito humalista, que se dedicaba a llenar mi correo, y el de otras muchas personas, con mensajes victoriosos en favor de su comandante, incluyendo encuestas falsas, fraguadas por una fantasmagórica empresa chavista, y destinadas a confundir a la opinión pública un par de días antes de las elecciones.

Nadie dio en el clavo, entre los varios amigos que me enviaron correos intentando develar la identidad del incógnito. Y como noté que la sombra estaba cayendo sobre gente que nada tenía que ver en el asunto, prefiero contar de quién se trataba.

Era Winston Orrillo Ledesma, que ahora ha vuelto a la carga colocando en mi bandeja de entrada un mensaje que vale la pena recordar, ya que viene de alguien comprometido con la maquinita humalista.


Se trata de un artículo breve y opaco de Ángel Guerra Cabrera, que Orrillo reenvía; un artículo que concluye con una gozosa profecía (gozosa, al parecer, para su autor): que Alan García no terminará su periodo de gobierno, que será echado por la fuerza cuando llegue "la hora de Humala".

Yo prefiero pensar que la verdadera "hora de Humala" será el día que responda por la cada vez más vergonzosa montaña de denuncias y sospechas delincuenciales que penden sobre él. Mientras tanto, me despierto cada mañana y corro a Internet a averiguar si el comandante picón ya juntó la estabilidad emocional suficiente para tomarse un taxi y saludar al candidato que ganó las elecciones. Si no sabe qué decir en una oportunidad así, quizá uno de sus poetas amigos pueda apuntarle el guión.

14.6.06

Barcelona F.C.

Antes que nada, un aviso: este post lo escribo yo, pero los nombres seleccionados y los libros recomendados son casi todos preferencias de mi enamorada, Carolyn Wolfenzon, que hace unos minutos asomó de debajo de su pila de libros (está escribiendo la tesis doctoral) para mencionar estos doce nombres y regresar, de inmediato, a la cárcel libresca.

Esta es, pues, en su mayoría, su
Selección Catalana del Siglo XX; los jugadores están nombrados sin seguir ningún orden particular:

Juan Goytisolo y Juan Marsé, que fueron ya incluidos en la Selección Ibérica, y por ello paso por alto el comentario particular. Me recuerda Carolyn, eso sí, que se nos ha pasado ver la adaptación cinematográfica que Vicente Aranda hizo de Si te dicen que caí: queda pendiente.

Pere Calders. La novela a conseguir se llama
Ronda naval bajo la niebla (1966), la historia de un encierro colectivo en un barco a la deriva, con un cierto toque de El ángel exterminador.

Quim Monzó. Extravagante. Complicado en uno que otro lío por acusaciones de plagio en artículos periodísticos. Monzó es un postmo con un rollo propio, cosa infrecuente. Doy fe de sus cuentos notables, y Carolyn recomienda su novela
Gasolina, un relato delirante sobre la despersonalización de la vida contemporánea.

Merce Rodoreda. Complicada como ella sola. No la mejor lectura para pasar un momento de esparcimiento.
La muerte y la primavera, con la metáfora hermética de los muertos enterrados en árboles, y La plaza del diamante, son dos de sus novelas canónicas. Parte de su obra es un hito sui generis en la representación literaria de la guerra civil.

Josep M. Benet i Jornet. El teatro catalán es uno de los universos culturales más dinámicos de España, y Benet i Jornet uno de sus pilares. Su drama
Testamento, llevado a la pantalla por Ventura Pons bajo el título Amigo amado (que a su vez cita el título de un libro de Ramon Llull), establece una conexión entre la Cataluña contemporánea y uno de los centros de su canon histórico (precisamente, Llull).

Sergi Belbel. Otro gran dramaturgo actual, menor que Benet i Jornet, que representa, de algún modo, el recambio generacional. Belbel se enfrenta a los grandes temas del teatro clásico sin temores:
Morir (en la foto), una de sus obras más aclamadas, por ejemplo, trata sobre el deseo de autoaniquilación de siete diversos personajes. Carolyn recomienda: Después de la lluvia.

Llorenc Villalonga. Los nacionalistas estrictos dirán que esta es literatura mallorquí. A mí no me alcanza para tanto el discernimiento: Llorenc Villalonga es, en todo caso, autor de una de las novelas que más interesantemente retrata el fin del antiguo régimen en España:
Bearn o la sala de las muñecas.

Eduardo Mendoza. Este debió entrar en mi Selección Ibérica, pero se me pasó. Aquí es indiscutible. Es por lo menos recomendable leer
La verdad sobre el caso Savolta, pero es del todo indispensable su novela La ciudad de los prodigios, la voluminosa historia de un ascenso social heterodoxo en la Barcelona del paso del siglo XIX al XX. Los que quieran entrarle por el lado más sencillo, tienen un puñado de novelitas policiales a su disposición.

Josep Pla. El ombligo del canon catalán en el siglo XX, Pla aparece en esta lista como representante central de esa nómina de intocables que Carolyn y yo, sin embargo, no solemos leer: Eugeni D`Ors, Salvador Espriu, Pere Gimferrer, etc., etc. Pla, mitad proustiano, mitad stendhaliano, escribió volúmenes interminables y gozó de una popularidad fenomenal, que en el caso peruano sólo podría compararse, en su momento, con la de Palma. También se parece al tradicionista en que ambos son autores de obras prolíficas, abarcadoras en el tiempo y fragmentarias.

Carme Riera. Otro problema entre catalanes y mallorquines: Riera tiene un poco de cada cual, y las conversaciones sobre ella suelen terminar en el tema inconducente de si el mallorquí y el catalán son lenguas distintas. Su novela En el último azul, que recoge la historia de la expulsión de los judíos de Mallorca, es una apasionante reconstrucción, histórica y lingüística, de una época convulsa y confusa.

13.6.06

Los blogs basura y sus socios

Por fin queda claro a qué se debe la necesidad de un seudónimo para encubrir la personalidad del reseñador que firma como La Vaca Profana.

Y queda claro también el acierto de ese nombre de pluma: el mencionado animal es un rumiante que vive de regurgitar prejuicios; es, además, visiblemente cuadrúpedo, como queda demostrado cada vez que mete las cuatro, o sea, en mayor o menor medida, semanalmente; es, en muchos sentidos, un mamífero, como ha probado cuando le ha sido necesario escribir textos complacientes; y todo cuanto consume lo transforma en una excreción oscura e informe, aunque, gracias a Dios, biodegradable, que atrae a las moscas durante los primeros momentos y poco a poco empieza a desaparecer.

Y no, no digo esto debido a que la bestia con cencerro haya escrito una reseña negativa del libro de relatos de viajes antologado por Iván Thays y publicado por Seix Barral, Pasajeros perdurables. Historias de escritores viajeros. No he leído la antología y no tengo, por tanto, ni el interés intelectual ni las armas mínimas para defenderla. Por eso es que no lo hago, ni digo, tampoco, nada en contra de ella. Es más, perfectamente podría ser el caso que, tras leer el libro, yo concuerde con algunas de las cosas mugidas por la doctora Clarabella. Hasta que eso ocurra, entonces, yo no defiendo ni a Iván ni a los antologados, y cuando ocurra quizá tampoco los defienda. Pero hay otras cosas que comentar, más allá de las escasas opiniones literarias de esta escribidora de retablo.

Mi preocupación central es ésta: luego de unas semanas pasando solapa, la becerra letrada ha descubierto graciosamente, si no su identidad, si, al menos, su dirección: ella es una habitante más de los establos de Augías, los míticos criaderos colmados de bosta que Hércules debió limpiar como parte de sus trabajos. Y el establo de Augías al que aludo es, obviamente, el mundo de los blogs basura, de los que la lechera vacuna extrae sus argumentos.

Tras preguntarse por el criterio de selección de Thays, la cuadrúpeda anota: "cualquier posible respuesta a esta interrogante supone especular sobre la exclusión por motivos personales y eso jamás debiera ser el tema de la crítica". Curiosamente, tales especulaciones ocupan la mitad de su comentario. Y sus conclusiones son que, en lugar de incluir a Ampuero, Cueto, Roncagliolo, Idelfonso o Díaz, Thays debió colocar textos de Daniel Alarcón, Marco García o Carlos Gallardo. (Me gustaría saber cuáles podrían ser los motivos personales por los que Iván dejara de lado a Alarcón, a quien admira y promueve en su blog; o, llegado el caso, que de seguro llegará, cuáles serían mis motivos personales para defender la inclusión de Roncagliolo).

¿Y cuál es la razón contundente por la que se debería excluir a Cueto? Al parecer, que no es suficientemente jamesiano. Así de ridículo. ¿Y a Ampuero? Porque "renuncia a la alegoría, el símbolo o la urgencia explicativa de interés". Alucinante. Dejemos de leer también a Diez Cnaseco o a Ricardo Palma, por su carencia de alegorías y símbolos... ¿Y por qué excluir a Guillermo Niño y a Rocío Silva? Porque sus cuentos ilustran "las peripercias románticas de mujeres desajustadas". Anoten: eso también queda prohibido.

En un exabrupto alucinante, la ternera con lapicero dice que no incluir a Carlos Gallardo constituye un caso de censura. No sé en qué momento Gallardo se volvió un miembro incuestionable del canon nacional, pero sí sé algo sobre Gallardo que me permite ingresar en el tema central de mi comentario: Gallardo es el blogger inconsciente que administra un sitio web en el que está permitido escribir anónimamente lo que uno quiera: con su auspicio, hay en Internet, en su propia página, comentarios racistas, antisemitas, misóginos, degradantes, e incluso amenazas y defensas del genocidio, además de un sinfín de calumnias que Gallardo recibe gozoso y almacena para felicidad de todos los trogloditas cibernéticos. No es que su estolidez intelectual y su falta de escrúpulos lo vuelva inelegible, pero sí es claro que la defensa de Gallardo nos da un indicio de por dónde viene la cosa.

Porque no está de más recordar cómo es que la famosa mamífera blanquinegra se hizo relativamente popular en Internet: sus primeros artículos fueron publicitados copiosamente en todos y cada uno de los blogs basura existentes cuando su columna empezó a salir, con elogios que recibían a esos textos como si marcaran el advenimiento de un crítico de oficio y transparencia indudables. ¿Quién puede considerar transparente a alguien que, en el absoluto anonimato, reparte casi invariablemente críticas negativas y que deja traslucir motivaciones que nada tienen que ver con la literatura? Pues, otros anónimos igualmente "honorables".

Por eso no sorprende que La Vaca Profana cuestione la antología de Thays en los mismos términos en que se habla de Thays en todos los blogs basura: diciendo que su obra ha sido denostada por la crítica (pero sin mencionar un solo caso), asegurando porque sí que Thays carece de "potencia intelectual", llamándolo argollero en relación con el criterio con el cual Thays conduce su programa de televisión, el único que promueve la literatura peruana constantemente, desde hace ya muchos años, en un canal público. ¿Cómo es que esas cosas son pertinentes para un comentario puntual sobre un libro particular? No lo son, obviamente; son tan solo una repetición de las descaminadas y cobardes murmuraciones de los blogs basura. Anónimos todos ellos como anónima es su representante de corral.

Algo sintomático: el único texto que la mugiente articulista rescata, es el de Gastón Fernández, ya muerto, y lo hace en una ridícula postdata de dos líneas: un mínimo de pudor crítico tendría que haber bastado para que la reseñadora, si algún interés tuviera en ser justa, se dignara a entregar siquiera tres líneas al tema de la calidad de los relatos que le parecen apropiados. Pero no, para qué perder tiempo en eso si lo único que se quiere hacer es dejar de lado al libro para atacar al antologador.

Una cosa queda en evidencia tras ese exabrupto: la res, lectora asidua y quizá escribidora de los blogs basura, sólo tiene un camino si quiere perseverar en hacer de sus columnas ataques contra personas y no comentarios sobre libros: empezar a firmarlos con su nombre. ¿Cuál puede ser la razón de mantener el seudónimo una vez abandonado el objetivo de hablar sobre literatura? Esconder la mano que tira la piedra, eludir la responsabilidad de sus ataques extraliterarios, sevir de instrumento en esa campaña de insultos anónimos que conduce un grupo de cobardes resentidos en una serie de sitios de Internet. ¿Es eso crítica literaria? Lo es sólo en el País de Augías donde el rumiante rumia su pequeñez.

Borges, Bioy... ¿la dupla de oro?

Sabemos que Borges odiaba el fútbol y que durante la final del mundial de Argentina, en 1978, cuando sus coterráneos jugaban contra la naranja mecánica, él dio una conferencia, a unas cuadras del estadio, sobre el filósofo holandés Baruch Spinoza.

Pocos recuerdan, en cambio, que Borges y Bioy, bajo el seudónimo compartido de H. Bustos Domecq, escribieron un breve relato con tema futbolero, que publico aquí debajo.


Para servir mejor al lector, dejo también este link con un artículo de Tomás Eloy Martínez sobre el cuento y este otro con una entrevista a Borges y Bioy acerca de su alter ego común, Bustos Domecq.
(Por cierto, el título del cuento, Esse est percipi --algo así como "ser es ser percibido"-- es una célebre frase del filósofo George Berkeley).


Esse est percipi

Viejo turista de la zona Núñez y aledaños, no dejé de notar que venía faltando en su lugar de siempre el monumental estadio de River. Consternado, consulté al respecto al amigo y doctor Gervasio Montenegro, miembro de número de la Academia Argentina de Letras. En él hallé el motor que me puso sobre la pista. Su pluma compilaba por aquel entonces una a modo de Historia Panorámica del Periodismo Nacional, obra llena de méritos, en la que se afanaba su secretaria. Las documentaciones de práctica lo habían llevado casualmente a husmear el busilis. Poco antes de adormecerse del todo, me remitió a un amigo común, Tulio Savastano, presidente del club Abasto Juniors, a cuya sede, sita en el edificio Amianto, de avenida Corrientes y Pasteur, me di traslado. Este directivo, pese al régimen doble dieta a que lo tiene sometido su médico y vecino doctor Narbondo, mostrábase aún movedizo y ágil. Un tanto enfarolado por el último triunfo de su equipo sobre el combinado canario, se despachó a sus anchas y me confió, mate va, mate viene, pormenores del bulto que aludían a la cuestión sobre el tapete. Aunque yo me repitiese que Savastano había sido otrora el compinche de mis mocedades de Agüero esquina Humahuaca, la majestad del cargo me imponía y, cosa de romper la tirantez, congratulélo sobre la tramitación del último goal que, a despecho de la intervención oportuna de Zarlenga y Parodi, convirtiera el centro half Renovales, tras aquel pase histórico de Mutante. Sensible a mi adhesión al once del Abasto, el prohombre dio una chupada postrimera a la bombilla exhausta, diciendo filosóficamente, como aquel que sueña en voz alta:
-Y pensar que yo fui el que les inventé esos nombres.

-¿Alias?-pregunté gemebundo-. ¿Musante no se llama Musante? ¿Renovales no es Renovales? ¿Limardo no es el genuino patronímico del ídolo que aclama la afición?
La respuesta me aflojó todos los miembros.
-¿Cómo? ¿Usted cree todavía en la afición y en ídolos? ¿Dónde ha vivido don Domecq?
En eso entró un ordenanza que parecía un bombero y musitó que Ferrabás quería hablarle al señor.
-¿Ferrabás, el locutor de la voz pastosa? –exclamé-. ¿El animador de la sobremesa cordial de las 13 y 15 y del jabón Profumo? ¿Estos, mis ojos, le verán tal cual es? ¿De veras que se llama Ferrabás?
-Que espere –ordenó el señor Savastano.
-¿Qué espere? ¿No sería más prudente que yo me sacrifique y me retire? –aduje con sincera abnegación
-Ni se le ocurra –contestó Savastano-. Arturo, dígale a Ferrabás que pase. Tanto da…
Ferrabás hizo con naturalidad su entrada. Yo iba a ofrecerle mi butaca, pero Arturo, el bombero, me disuadió con una de esas miraditas que son como una masa de aire polar. La voz presidencial dictaminó:
-Ferrabás, ya hablé con De Filipo y con Camargo. En la fecha próxima pierde Abasto, por dos a uno. Hay juego recio, pero no vaya a recaer, acuérdese bien, en el pase de Musante a Renovales, que la gente lo sabe de memoria. Yo quiero imaginación, imaginación. ¿Comprendido? Ya puede retirarse.
Junté fuerzas para aventurar la pregunta:
-¿Debo deducir que el score se digita?
Savastano, literalmente, me revolcó en el polvo.
-No hay score ni cuadros ni partidos. Los estadios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los locutores ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña? El último partido de fútbol se jugó en esta capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman.
-Señor ¿quién inventó la cosa? –atiné a preguntar.
-Nadie lo sabe. Tanto valdría pesquisar a quienes se le ocurrieron primero las inauguraciones de las escuelas y las visitas fastuosas de testas coronadas. Son cosas que no existen fuera de los estudios de grabación y de las redacciones. Convénzase Domecq, la publicidad masiva es la contramarca de los tiempos modernos.
-¿Y la conquista del espacio? –gemí.
-Es un programa foráneo, una coproducción yanqui-soviética. Un laudable adelanto, no lo neguemos, del espectáculo cientificista.
-Presidente, usted me mete miedo –mascullé, sin respetar la vía jerárquica-. ¿Entonces en el mundo no pasa nada?
-Muy poco –contestó con su flema inglesa-. Lo que yo no capto es su miedo. El género humano está en casa, repatingado, atento a la pantalla o al locutor, cuando no a la prensa amarilla. ¿Qué más quiere, Domecq? Es la marcha gigante de los siglos, el ritmo del progreso que se impone.
-Y si se rompe la ilusión? –dije con un hilo de voz.
-Qué se va a romper –me tranquilizó.
-Por si acaso seré una tumba –le prometí-. Lo juro por mi adhesión personal, por mi lealtad al equipo, por usted, por Limardo, por Renovales.
-Diga lo que se le dé la gana, nadie le va a creer.
Sonó el teléfono. El presidente portó el tubo al oído y aprovechó la mano libre para indicarme la puerta de salida.


12.6.06

Las persas

Durante las últimas eliminatorias mundialistas, hubo un partido sui generis: el último de los que jugó Irán justo antes de clasificar. Fue especial porque en él se batió el record de asistencia de público en una fase previa: ciento diez mil personas en un estadio de Teherán. Fue especial, también, porque casi todas ellas eran hombres. Teniendo en cuenta que en el campo habría veintidós varones usando shorts, no estaba bien visto que las mujeres asistieran, como no está bien visto que asistan a una infinidad de cosas en Irán.

Ayer, mientras veía el partido entre México e Irán, no pude evitar pensar en ese dato, ni recordar la historia contada en los dos volúmenes de Persepolis, la estupenda memoria
-cómic de Marjane Satrapi, ni aquella otra de Dayereh (El círculo), la notable película de Jafar Panahi. Satrapi narra la forma en que la llegada de los fanáticos religiosos al poder en Irán precipitó el desborde de los abusos contra la mujer e instituyó legalmente unas costumbres feroces que de ninguna manera eran mayoritarias antes (de hecho, el movimiento de liberación de la mujer había tenido éxitos mayores ya en la década del treinta). Panahi hace una exposición inteligente y sensible de la situación de abusiva y criminal subordinación de la mujer persa en nuestros días (la película es de hace seis años).

Tampoco me fue posible dejar de pensar en una fotografía que vi hace tiempo, y que he podido encontrar en Internet ahora, para colocarla aquí, sin ánimo amarillista: la imagen de una mujer iraní, acusada de adulterio, a la que un grupo de personas entierra hasta los hombres para que sea más sencillo apedrearla hasta la muerte. En Irán, matar así a una adúltera es legal. Es ilegal, eso sí, hacerlo con piedras demasiado grandes, que puedan quitarle la vida rápidamente, o con piedras demasiado chicas, que no alcancen para asesinarla.

Fue Thomas Mann quien escribió que "la tolerancia se transforma en un crimen cuando se aplica al mal". ¿Qué se hace en Occidente para evitar ser tolerantes con los crímenes de la misoginia consuetudinaria iraní? Poco o nada. Lo más triste es que, por intereses muy diversos, tarde o temprano el gobierno americano invadirá Irán, y dirá que uno de sus motivos es la lucha por la libertad de las mujeres persas. Que gente como Bush cuente con ese tipo de excusas tiene mucho que ver con todos aquellos que, en nombre de un liberalismo o de un multiculturalismo mal entendidos, eligen ser tolerantes con este tipo de costumbres, claramente repugnantes no sólo para nosotros, sino también, sobre todo, y ciertamente, para sus víctimas.

11.6.06

Selección Ibérica

Esta es una verdad evidente: los equipos españoles son mejores mientras menos españoles jueguen en ellos. Allí tienen al Barcelona y al Real Madrid para probarlo. Y la larga serie de fracasos mundialistas de la selección peninsular. Y el hecho de que los jugadores estrella de su historia fueran un argentino (Di Stefano, en la foto inferior) y dos húngaros.

Hagámosle un favor a España, entonces, y pongamos en su selección literaria (así como colocamos un refuerzo brasileño en la hispanoamericana) a unos cuantos portugueses. El resultado será, acaso, la más idiosincrásica de mis selecciones, la que más abiertamente refleja mis gustos personales (siempre tomando el siglo veinte y lo que va del veintinuno como marco): mi mesa de noche ibérica.

No trato de dar en el clavo del canon, entonces: sólo listo mis preferencias, claramente inclinadas más a la narrativa ibérica que a su poesía (leo a los poetas del siglo de oro, pero difícilmente a los más contemporáneos; y como dato curioso, ahora noto que también las mujeres del siglo de oro hispano me llaman más la atención que las de hoy).

Aquí va la nómina, en todo caso; ya luego veremos en qué lugar de la cancha se paran los muchachos.

Antonio Lobo Antunes. La muerte de Carlos Gardel y Tratado de las pasiones del alma serían suficiente para hacer de Lobo Antunes el mayor novelista portugués del siglo. Sin embargo, como Roth en Estados Unidos, Lobo Antunes parece decidido a escribir mejor cada vez.

Luis Martín-Santos. En los años del Boom, editores y escritores hicieron lo imposible por colocar a Juan Goytisolo dentro de la ola, como representante peninsular. Bien habrían hecho en tratar con el autor de la mejor novela española del siglo veinte, Tiempo de silencio, el doctor Luis Martín-Santos, muerto antes de acabar la segunda novela de lo que se proyectaba como una trilogía.

Javier Marías. El menos hispano de los españoles, el más sutil de sus novelistas. Mi herejía personal es preferir sus cuentos y pensar que en ese género, Marías es el gran maestro español. Busquen especialmente relatos como "Mientras ellas duermen" y "Lo que dijo el mayordomo".

Juan Manuel de Prada. Difícilmente los devaneos fascistoides de Juan Manuel de Prada permitan que España reconozca su maestría como narrador, al menos a corto plazo. Esos devaneos, sin embargo, hacen violenta, y con ello, acaso, más interesante, la relación entre los libros de este joven escritor y sus lectores. La novela Las máscaras del héroe es única, extraordinaria, y su libro de cuentos El silencio del patinador, publicado a sus 25 años, es un derroche de inteligencia creativa.

Suso de Toro. Sobre las novelas La sombra cazadora y Ambulancia puedo dar fe: son de primer nivel. Ambulancia, en particular, es una reversión magnífica de la novela negra, una en que lo central es todo aquello que en la novela negra típica es marginal (la pura interioridad del criminal, el azar del delito, etc). Dicen, sin embargo, que Trece campanadas es muy superior.

Jose Saramago. Sus libros mayores, Memorial del convento, El año de la muerte de Ricardo Reis, Historia del cerco de Lisboa, son inobjetables. Lástima que los haya reducido a fórmulas y no se canse de aplicarlas, cada vez más simplificadas, en su obra posterior.

Albert Boadella. Lo acepto: pocos pondrían a este señor en una lista así. Pero esta es mi lista. Boadella es el director y cerebro del notable grupo teatral catalán Els Joglars, y, como tal, autor de los textos de piezas como las que componen la trilogía que empezó con Daaalí (que montaron en Lima alguna vez, en el marco de un festival de teatro que el brillante Castañeda Lossio mató para siempre), y siguió con La increíble historia del Dr. Floit y Mr. Pla y Ubú President.

Fernando Pessoa. Es cierto, Pessoa, más que un jugador, es todo un equipo de fútbol, incluyendo dirigentes y cuerpo técnico. Mi preferido entre sus avatares es Alvaro de Campos, y, a riesgo de sonar tópico, el poema suyo que retengo en la memoria es éste. (Dicho sea de paso, el primer link contiene más de mil poemas de Pessoa).

Bernardo Atxaga. El vasco Bernardo Atxaga (a quien, como me ocurrió con el gallego Suso de Toro, quizá no habría leído si no fuera por la recomendación de mi amigo y ex profesor, el catalán Joan Ramon Resina) tiene muchos libros, al menos uno de ellos genial: Obabakoak, a medio camino entre la novela y la colección de relatos. A buscarlo. Está traducido a veinticuatro lenguas y una de ellas es el español.

Juan Marsé
. Luego de haber leído, hace ya muchos años, Un día volveré, Si te dicen que caí y Últimas tardes con Teresa, tengo desde hace tiempo una deuda con el resto de la obra de este maestro de la densidad, nunca gratuito, nunca superficial.

Juan Goytisolo. Defensor de todas las causas perdidas en España durante tantos años (desde el reconocimiento de la influencia mora hasta los derechos de los homosexuales), Goytisolo parece haber empezado a ganar algunas, junto con el reconocimiento final de que él no es sólo el mejor escritor de su familia, sino, junto con Marsé y Martín-Santos, el gran renovador de la narración española en la segunda mitad del siglo veinte. Makbara, Juan sin Tierra, Reivindicación del conde don Julián (que conforman una trilogía) deben de ser lo mejor de su obra, aunque el gran pecado culpable en su bibliografía es Paisaje después de la batalla. Es uno de esos autores que, como Marsé, parecen haber sido asesinados por la ridícula medianía estética que impone el negocio editorial español.

Nota: el afiche al inicio de este post no es un intento de resarcirme por la cortedad de autores catalanes en mi lista, sino, más bien un anuncio de que mi enamorada, que ha puesto el grito en el cielo ante esa escasez, ha amenazado con colocar aquí, en los próximos días, un post con su propia Selección Literaria Catalana del Siglo XX.

9.6.06

Selección de América Latina

Al parecer es cierto: uno es el que asume la responsabilidad de hacer la convocatoria y luego todos se creen directores técnicos. Iván Thays ha convocado a una selección germánica que no le ganaría a la mía ni en una novela de ciencia ficción.

Reconozco que dejar a
Sebald fuera de mi alineación fue un error mayúsculo. Pero el D.T. Thays, que comete el craso error de confiar su portería a un poeta, no lo hace mejor que yo.

Los poetas deben ir al medio campo, como el gran
Cueto (César, no Alonso, que no es menos blanquiazul pero, seamos realistas, le falta cintura). Como el gran César Cueto, digo entonces, el poeta de la zurda, o como mi amigo Daniel Salas, el poeta de la absurda (quienes lo hayan visto jugar, sabrán por qué lo digo: el gordo es un jugador incomprensible, aunque tiene convocatoria: él solito llena cualquier estadio).

Veamos qué oponen mis adversarios a esta
Selección Latinoamericana del Siglo XX:

Arquero:
Jorge Luis Borges, no porque sea el fundamento sobre el cual casi todo lo demás se levanta, sino porque prefiero darle ese puesto a un ciego ya fallecido y enemigo del deporte antes que dárselo a un poeta lírico. Como he dicho, juntar el arco y la lira es un error que sólo se le ocurre cometer a Iván Thays y, claro, al egomaniaco de Octavio Paz, que por eso no ha sido convocado.

Defensas: al centro debe ir la sabia combinación de un duro y un ligero que le cubra las espaldas. Mi elección: Ricardo Piglia, el duro, y Pablo Neruda, el ligero. Es importante que sus enormes diferencias los hacen complementarios y que no se distraerán porque probablemente no tendrán nada de qué conversar el uno con el otro. Por los costados, en esta dúctil línea de cuatro, dos versátiles, capaces de cambiar de velocidad a su antojo: Julio Cortázar y Jorge Amado.

Mediocampistas: hace falta un sólo hombre que ponga el orden y la estructura, y ese es obviamente
Mario Vargas Llosa. Con él a sus espaldas, imaginen la libertad que tendrá para la filigrana este trío de constructores: Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, José Lezama Lima, un mismo vocabulario futbolístico, como dicen.

Delanteros: un dúo mortal, en tantos sentidos:
Juan Rulfo y César Vallejo. El primero porque sabe que la cosa, en situaciones difíciles, es anotar dos y asegurar. El segundo, porque, aceptémoslo, el gol en América Latina suele ser un pan que en la puerta del horno se nos quema.



Imágenes: futbol en el siglo XVIII, el grabado, cuya fuente exacta
no he podido identificar, parece ser portugués y podría ser
perfectamente falso. Abajo: fan de Jorge Amado en trance futbolero.

Selección germánica

Si hay un momento emocionante en la carrera de un árbitro, ese es un mundial. Teniendo en cuenta mi inclinación por la arbitrariedad, tantas veces cacareada por algunos, voy a dejar que el inicio del Campeoanto Mundial de Fútbol Alemania 2006 sea una excusa para ejercerla con más descaro que nunca: me propongo convocar a los once titulares de mi Selección de Escritores de Lengua Alemana, Siglo XX.

Aquí mi discutible nómina personal (y en unos días convocaré al equipo
Resto del Mundo). Luego del nombre de cada jugador, anoto mis razones privadas para considerarlo en la lista.

Heinrich Böll. Opiniones de un payaso fue la primera novela alemana que leí, y, salvo alguna excepción, me resulta difícil aún pensar en otra más dramática y más humana. Acaso, esa otra sea Billar a las nueve y media, del mismo Böll.

Bertolt Brecht
. Se planteó una tarea difícil y la resolvió con brillantez: cómo alejar al espectador de la obra lo suficiente para generar una nueva y paradójica proximidad emotiva e intelectual. El gran dramaturgo germano del siglo pasado redescrubrió que el intelectualismo podía ser incluso sentimental.

Friedrich Durrenmatt. Para mi gusto, Durrenmatt fue la verdadera cumbre de ese ramillete de tendencias teatrales que a mitad de siglo intentaron llegar a la razón mediante el absurdo y sus variantes. Dos cumbres que me hicieron descubrir el teatro: Hércules y los establos de Augías y La visita de la vieja dama. Sus novelas policiales no están por debajo.

Max Frisch
. Al tiempo que otros germanoparlantes lo hacían en la historia y la filosofía, el suizo Frisch se interrogaba sobre la naturaleza de la identidad personal ante las identidades gregarias en obras tan estupendas como No soy Stiller, Homo Faber y Barba Azul.

Gunter Grass. Son muchas sus novelas brillantes, aunque sólo una sea genial: El tambor de hojalata es la más turbia y perturbadora, y por eso acaso la más real de las ficciones que sitúan la aparición de los rasgos más oscuros del nazismo en la historia alemana, y no como una rara excepción o un accidente social.

Franz Kafka. No vale la pena tratar de meter a Kafka en una frase, aunque él haya sido el mago mayor en el arte de meter al mundo entero en una página. Kafka hizo del conocimiento de la angustia occidental del siglo veinte un atributo de su propio espíritu.

Thomas Mann. En La montaña mágica, Mann pareció tomar todos los hilos de la novela decimonónica y atarlos en una rienda para conducir el género hacia su forma del siglo veinte. La muerte en Venecia es uno de los más significativos retratos del artista y de la brecha que lo separa de la comprensión total de la belleza.

Rainer Maria Rilke. Cuando uno lee las Elegías de Duino junto con ciertos escritos filosóficos de Walter Benjamin, descubre por qué en su origen poesía y filosofía podían ser una misma cosa, y cómo es que puede haber belleza en el descubrimiento de una verdad, aunque sea ocasionalmente espantosa.

Georg Trakl. Si no lo han leído, busquen un breve poema suyo llamado "Humanidad", donde el espíritu bíblico desborda los límites del cristianismo para transformarse en algo así como el germen de una historia de la humanidad toda como tragedia.

Robert Walser. Además de Kafka, hubo un Walser cuya vida y cuya obra fueron kafkianas además de ser estrictamente walserianas. Jacob Von Gunten, su novela más recomendable, parece el bildungsroman donde se explicara la educación de Gregor Samsa.

Peter Weiss. Marat/Sade, de Weiss, podría ser una de las cuatro o cinco obras mayores del teatro mundial en el siglo pasado, si no fuera porque la puesta en escena de Peter Brook la completó y la enriqueció hasta ponerla por encima de cualquiera. Afortunadamente, Brook filmó su puesta y la convirtió en película, así que todos podemos seguir disfrutando de esa joya.

Imágenes. Óleo "Dinamismo de un jugador de fútbol", de Umberto Boccioni.
Glenda Jackson en el montaje de Marat/Sade dirigido por Peter Brook.