28.12.10

El callejón oscuro en la era del Twitter

Y el regreso de los maniqueos y los maniquíes

Quien lea en Facebook o Twitter la manera en que mucha gente viene comentando la última columna de Ricardo Vásquez Kunze pensará que el hombre se ha declarado caníbal, confesado una serie de crímenes abominables o, quizás, que lo han descubierto complotando para volar en pedazos la Cámara de los Lores.

En Facebook, los epítetos contra Vásquez Kunze van de "matón" a "fascista", de "maricón" a "cavernícola" y de "fujimoirsta" a "filo-pepecista". No me culpen, por favor, de lo arbitrario y lo errático de las etiquetas: así piensa la intelligentsia virtual, virtualmente exenta de inteligencia: hidra de muchas cabezas y un solo gran rabo de paja (con el que piensa, en días como hoy).

En Twitter (ese callejón oscuro de la convivencia social) una persona anuncia que ha encontrado la dirección de Vásquez Kunze; otra publica su dirección de correo electrónico; otra, su fotografía; una más, los datos de su Documento Nacional de Identidad; un par de anónimos declaran que ya lo están acosando; alguien con nombre propio observa que los actos de Vásquez Kunze "no deben quedar impunes".

Aclaremos que tanto los adjetivos como las poco veladas amenazas son usadas en supuesta defensa de la libertad. ¿De qué libertad? Al parecer, estamos hablando de la libertad de grupos de púberes y adolescentes para destruir la propiedad pública, obligar al Serenazgo de Surco a perder tiempo y recursos en movilizarse para dispersarlos una y otra vez, e insultar abiertamente a un vecino cuando éste les informa que lo que hacen está mal.

O quizá no están defendiendo eso, sino solo la libertad de esos grupos de chicos para hacer todo lo anterior sin que nadie patee uno de sus skateboards y le dé dos cachetadas a un adulto que sale en defensa de ellos... Y no: no le estoy poniendo zancadillas a mi propio argumento: no me interesa defender a ningún personaje en esta historia.

Porque, para mí, en el relato de Vásquez Kunze no hay nadie a quien valga la pena defender: es una barbaridad emprenderla a golpes contra alguien porque discute con uno; pero también es una barbaridad destruir la propiedad pública y obligar a la fuerza de seguridad de un distrito a perder el tiempo rutinariamente en imbecilidades, gastando dinero municipal y desprotegiendo otras partes del distrito que podrían aprovechar mejor el esfuerzo.

Y también es una barbaridad (que me interesa más en este instante) acusar al violento sin detenerse un minuto a criticar la actitud de los vándalos. Como si en verdad un vecino no tuviera más derecho que el de resignarse a perder su tiempo y la paz de su entorno en la rueda eterna de las llamadas a Serenazgo. Es una barbaridad llamar represor al que quiere simple orden y, a la vez, no darle nunca ninguna garantía de que su esperanza de tranquilidad pueda ser garantizada por alguien más.

Pero, ¡adivinen qué cosa es más fácil que observar los errores de ambos lados! Pues, observar sólo los de uno y obviar completamente los del otro. O sea, como siempre, dividir el mundo en buenos y malos. No quiero repetir aquí lo que dije hace poco en relación con otro asunto, pero la idea es la misma: hay demasiada gente para la cual el mundo sólo es inteligible si se pueden concentrar todas las culpas en un mismo punto y alucinar que el resto es bueno, buenísimo, inocente, vital y libre.

(Así, en las versiones que leo en Twitter, el joven de 18 años es "un niño", Vásquez Kunze es un "abusador de menores", defender la propiedad pública es "represión" e invadir una pérgola dañándola sin el menor remordimiento es "hacer deporte". Tonterías, todas, sin excepción).

Lamentablemente, creo que la respuesta pública a la columna de Vásquez Kunze es muy sintomática: es el rastro de una sociedad que, cuando quiere o cree defender la libertad, defiende arbitrariamente cualquier ruptura de las normas de convivencia excepto las más ridículamente obvias: una cachetada sí se ve como un ataque, pero un insulto, una amenaza, el asalto a la paz de un vecindario, la destrucción de la propiedad pública, la desobediencia permanente a una regla comunitaria, eso no: no se capta como negativo, no se percibe.

Por supuesto, ahora que ya ocurrió el apocalipsis*, y sin embargo el mundo sigue igual, los filósofos de Facebook, cuya capacidad de atención suele rondar el cero, tienen que buscar otros escándalos en qué concentrarse por el tiempo que les sea posible (tres, dos, uno...). Necesitan nuevos demonios que exorcizar y nuevas batallas que los enfrenten contra el mal puro. Los psicoanalistas de Twitter necesitan alguien a quien llamar tanático para continuar con su ritual masturbatorio de seudo-gurúes universales.

Y, más en general, los anónimos y seudónimos, cuya vida entera parece no alcanzar los 140 caracteres, necesitan alguien a quien matonear en defensa de la libertad. Vásquez Kunze los tendrá ocupados hasta la fiesta de año nuevo, luego de la cual (o antes) dejará de existir.

* WikiLeaks. ¿Se acuerdan, no?

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17.12.10

El premio Nobel a la existencia

Sobre una columna de opinión en El Comercio

Cuando estoy fuera del Perú casi no leo la prensa limeña; pero cuando vengo de visita, como ahora, los diarios me saltan a las manos, casi siempre con siniestras consecuencias. Hoy, por ejemplo, me cayó encima, como en una emboscada, la columna de opinión de Francisco Miró Quesada Cantuarias,  en el diario El Comercio.

Bajo el título "Mario Vargas Llosa y el entusiasmo del Perú", Miró Quesada presenta una simple celebración del premio del novelista arequipeño y lo salpica de observaciones y datos bastante azarosos, arbitrarios e irrelevantes: cuál es el origen de la palabra "premio"; cuál es, a su juicio, la mejor novela de Vargas Llosa (La guerra del fin del mundo: no dice por qué); o, en el extremo de la analogía innecesaria, que el premio de Vargas Llosa ha sido más celebrado en el Perú que el empate de la Bombonera en 1969.

Luego, a los datos irrelevantes, agrega otros, esta vez simplemente errados:

Dice que los premios Nobel son otorgados por "las academias suecas" y que este en particular es dado por la Academia Sueca de Literatura. No es así: no existe la Academia Sueca de Literatura, sino simplemente la Academia Sueca; los otros premios son decididos por la Real Academia Sueca de las Ciencias (química, física y economía), el Instituto Karolinska (fisiología y medicina) y el Comité Noruego (no sueco) del Nobel (el de la Paz).

Dice que los autores latinoamericanos que han recibido el Premio Nobel de Literatura antes de Vargas Llosa son solamente Gabriela Mistral, Pablo Neruda y Gabriel García Márquez. Se le borran de la memoria Miguel Ángel Asturias y, obviamente, el mexicano Octavio Paz.

A los datos irrelevantes y los equivocados, Miró Quesada añade, para terminar, una reflexión fuera de lugar, pensada en los términos de un absoluto servilismo neocolonial. Dice, literalmente:

"Uno de los aspectos más importantes del premio otorgado a Vargas Llosa es que el lenguaje que se usa en el Perú, por lo menos el que él utiliza, es reconocido en España. Junto con los otros premios Nobel de Literatura, Gabriela Mistral, Pablo Neruda y Gabriel García Márquez, la manera de expresarse latinoamericana es apreciada en el mundo español".

Alguien puede, por favor, explicarme cómo es que la lengua de los peruanos necesita validarse ante los ojos de los españoles o por qué esa supuesta validación es uno de los puntos relevantes del Nobel. ¿Hasta cuándo subsistirá ese pensamiento retrógrado (explicable acaso en el circuito colonial, allá por el siglo diecisiete, en la relación ultramarina entre criollos y peninsulares*), según el cual el uso de la lengua castellana en América aún anda a la búsqueda de reconocimientos metropolitanos?

No escribiría este post si no me resutlaran escalofriantes las palabras que aparece en los créditos del artículo, debajo del nombre del autor: "Codirector general". Francisco Miró Quesada Cantuarias es uno de los directores de El Comercio, el más prestigioso y tradicional medio de prensa del Perú. Y no sólo es de los que festejan cualquier fantasmagórica y anacrónica validación que nos llegue desde el "centro del mundo": es de los que la inventan incluso cuando nadie más la ve.

* Tema sobre el cual escribió, entre otros, oh sorpresa, Octavio Paz.

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12.12.10

Maniqueos y maniquíes

El problema de pensar en cuadraditos

La juventud del planeta sale a las calles a reclamar la liberación del protomártir Julian Assange. En el Perú, los organizadores de la multitudinaria protesta forman un colectivo al que llaman Fuenteovejuna, y, como sus pares del resto del globo, usan unas mascaritas de Guy Fawkes modeladas según la versión de la novela gráfica V for Vendetta.

Guy Fawkes fue un rebelde contra la corona inglesa, no necesariamente un antimonárquico en general ni un enemigo del absolutismo (como su avatar ficticio en la novela de Alan Moore). Fue, en todo caso, un opositor a la monarquía protestante, pero había luchado, en cambio, a favor de los reyes de España y era un católico ferviente.

(La fiesta británica llamada Guy Fawkes Night, una suerte de carnaval nacionalista, en la que las máscaras de Guy Fawkes se hicieron populares, originalmente no lo tuvo como héroe, sino como villano: su efigie se quemaba en protesta contra la frustrada traición de los papistas).

Fuenteovejuna, como sabemos, es una obra teatral de Lope. Su espíritu dista mucho de ser contestario ante el poder monárquico: es, más bien, una defensa de la monarquía y de la ejecutoria del pueblo llano como valedor y hasta garante del poder del rey: los habitantes de Fuenteovejuna tienen agencia, sí, pero se levantan contra los abusos de los funcionarios de la administración real, para corregir el error y perfeccionar, con ello, la jerarquía monárquica y su ejecutoria. Lope de Vega era un poeta cortesano en un periodo absolutista, no hay que buscar en él conspiraciones contra la autocracia.

Por supuesto, el colectivo Fuenteovejuna  y sus miembros enmascarados de Guy Fawkes no tienen por qué saber nada de esto: ellos no ponen en juego los referentes históricos, sino otros dos, que son, digámoslo así, versiones pop de los originales: una compleja obra teatral convertida en refrán y una figura histórica multidimensional transformada en superhéroe. Finalmente, es probable que no hayan leído a Lope ni les interese la historia de Inglaterra y que incluso las complejidades relativas de Moore les resulten un tanto ajenas.

Pero entonces, queda preguntarse: ¿qué los mueve?

Primera aclaración: en realidad no los mueve nada porque casi nadie fue movido por la convocatoria: la multitud no llegó a las dos decenas de personas y cualquier desprevenido que haya pasado cerca habrá pensado que alguien andaba repartiendo tickets para Kick-Ass 2 o alguna cosa por el estilo. Segunda aclaración: no todos quienes movieron a las dos decenas de nerds allí presentes se movieron ellos mismos: los bloggers que promovieron el evento y aconsejaron acudir a él no se aparecieron.

Pero olvidemos la cantidad y vayamos a la calidad: ¿por qué Julian Assange y WikiLeaks merecen esta protesta en las calles de Miraflores de parte de quienes probablemente no hayan dicho ni hecho mucho en casos más cercanos, que hayan implicado, por ejemplo, la vida y la muerte de personas en su propio país?

Mi intuición es que aquí reaccionan porque esto es bastante más reductible a un esquema cómico (de cómics, pero también de comedia): existe el bien, que sufre y es libertario y es perseguido y lucha contra el mal y se encarna en un individuo de misterio casi legendario; existe, por tanto, el mal, que trama y confabula y es autoritario y persigue y reprime y quiere dominar el mundo y se personifica en rasputines hipócritas y se hace pasar por decente y legítimo.

El problema, claro, es que los cómics de superhéroes suelen tener esa poética maniquea y con frecuencia les es imposible escapar de ella, lo que los conduce a simplificar el mundo hasta darle contornos de caricatura.

Pero afuera sigue existiendo un universo que ellos no explican: los cómics de superhéroes suelen ser consolatorios, escapistas, formulan soluciones insólitas por inaplicables y, en sus mejores casos, cuando acceden a cierta complejidad, aunque sea sólo estructural, sólo narrativa, no lo hacen generando cosmos más analogables con el orden de las sociedades reales, sino diseñando otros cada vez más delirantes y más y más maniqueos.

Y un mundo extremadamente maniqueo es un mundo cada vez más fascistoide, donde cada quien tiene un lugar predeterminado e indeludible, todas las batallas son fundamentales y fundamentalistas y todas las verdades son siempre las propias. La mecánica por la cual la gente de a pie se relaciona con los superhéroes, dentro de las ficciones gráficas, suele ser, por ello, elementalísima: las personas adoran a los héroes con demencia y luego los odian con furor, los aman como a un mesías y después los rechazan como al demonio mismo.

Nunca hay una afinidad intelectual, nunca se establece un vínculo que responda siquiera a la sombra de un juicio de valor; dentro de un cómic toda reacción es visceral. Eso es lo que estas protestas reproducen en la vida real: los defensores de Assange celebran una revolución mundial promovida por un sólo individuo superpoderoso sin detenerse a juzgarlo un instante, y declaran la revolución inevitable o, incluso, consumada, sin parar un minuto a mirar si en verdad algo ha sido transformado allá afuera.

Por eso, cualquier acusación que se levante contra Assange es rechazada de antemano: tiene que ser un engaño diabólico, tiene que haber una mano negra. Los convocantes de las protestas, en el resto del planeta, invaden los websites de empresas privadas que se niegan a negociar con WikiLeaks, y los sitios web de los abogados de las dos mujeres que han denunciado a Assange por delitos sexuales se vuelven también sus blancos.

(Una de esas mujeres es una activista cristiana de izquierda, promotora de Assange en Suecia, que hace unos días viajó a Palestina a seguir sus mediaciones para conseguir la paz en esa región: pero ella también es una villana, porque, si no, ¿qué otra cosa sería?).

Y con una máscara, un nombre llamativo, una fugaz aparición en la vía pública y la cámara ubicua de un amigo, saltando de su hemeroteca a una esquina miraflorina, los críos peruanos de Anonymous sienten que ellos también son superhéroes, superpotentes, superhumanos.

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9.12.10

El síncope de Estocolmo

Sobre el discurso de Vargas Llosa ante la Academia Sueca

A juzgar por lo que dicen la prensa, los blogs, las redes sociales (e incluso los emails de mis amigos más infalibles), da la impresión de que, por primera vez, virtualmente todos los peruanos están de acuerdo en elogiar un texto de Mario Vargas Llosa. Me refiero, claro, al discurso con el que anteayer, en Estocolmo, aceptó el Premio Nobel de Literatura.

Reconozco que no es el mejor momento para dar la contra; puede sonar mezquino. Pero, teniendo en cuenta que, hace no muchos años, una voluminosa mayoría de sus ahora rendidos admiradores lo llamaba traidor y cobarde y celebraba a cualquier voluntario que le lanzara un insulto, y teniendo en cuenta también que yo nunca me he contado entre esas impúdicas veletas, me voy a permitir estar en desacuerdo, y si alguien quiere llamarme mezquino, adelante.

El texto que leyó Vargas Llosa ayer no sólo fue repetitivo y caótico: fue también bastante superficial y errático: parecía que alguien le hubiera impuesto la necesidad de hablar sobre mil cosas distintas a la vez sin detenerese en ninguna. Fue una versión desdentada y, a decir verdad, poco eficaz de su vieja definición de la literatura como territorio alternativo, construido por lectores y escritores como respuesta a la pobreza trágica de vivir una sola vida en un solo universo.

Pero antes, esa idea venía siempre acompañada, en Vargas Llosa, por una noción complementaria: para él, la ficción no era solo un mundo alterno, sino un espacio crítico; hoy, no parece haber ese matiz crucial: los espacios de la ficción, los define exclusivamente como bellos, brillantes, dulces; difícil reconocer en eso su propia obra.

Donde el Vargas Llosa de hoy parece definir la literatura sólo como una aventura individual, un escape, un ejercicio que nos extrae de la finitud del tiempo y el espacio al que estamos condenados, el Vargas Llosa de antes suponía que la ficción era, además, un sitio donde generar dialógicamente una mejor comprensión de nuestro mundo: no un refugio adonde escapar, sino un punto de vista para el escritor-francotirador; no un salto al costado sino una inmersión: ¿recuerdan la idea del escritor como buitre?

Ahora, en cambio, incluso cuando rinde homenaje a Camus, Malraux, Orwell y Sartre, cuatro de los dioses constantes de su parnaso, lo hace de una forma tal que, en verdad, parece estar limándoles los dientes al Camus, el Malraux, el Orwell y el Sartre que admiró en su juventud: ya no subraya en ellos, como antes, la constante disidencia del crítico, sino el deber moral de defender "las mejores opciones".

Es como si esos mentores intelectuales hubieran dejado de impulsarlo a la contradicción y la contienda, y ahora sólo aprendiera de ellos, más apaciblemente, a sostener la razón de las verdades propias. Eso se parece bastante a lo que me pareció notar en su última novela, por cierto: ideas entendidas, asumidas, expuestas y defendidas, pero no puestas en juego.

Y la escritura del discurso, por otra parte, es tan descuidada que hace decir a Vargas Llosa cosas que, está claro, él habría preferido evitar si se hubiera sentado a corregir el texto. Como aquello de enumerar, entre las cosas de las que se "enorgullece" cuando piensa en el Perú, el hecho de que "con España llegara también el África". Es decir, una pequeña celebración de la esclavitud.

Será porque no vi el discurso ni escuché una de las mil grabaciones que circulan por ahí, sino que leí el texto; será porque al hacerlo así me perdí las voces quebradas y las cálidas arbitrariedades del romanticismo. El asunto es que a mí me pareció un texto olvidable, muy por debajo de lo que habría cabido esperar del mayor novelista contemporáneo de la lengua española.

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8.12.10

Los otros Lugones

La tortura como marca familiar

Yzur es uno de los cuentos más célebres de Leopoldo Lugones. Su historia es la de un viajero aficionado a la ciencia que un día compra un chimpancé de circo y decide probar en él una hipótesis demencial que le ha sido sugerida por las creencias de una tribu javanesa.

Lo que el hombre cree es que los chimpancés son producto de una suerte de involución voluntaria: simios que un día tuvieron un lenguaje similar al de los humanos, pero que decidieron abandonarlo para colocarse fuera de los rigores de la esclavitud: hacerse inútiles para no ser explotados.

Ahora, el científico amateur experimentará con su mascota, Yzur (y la narración parece sugerir que el nombre del animal, de alguna manera misteriosa e inexplicable, es una palabra sobreviviente del antiguo idioma): intentará regresarlo a un estado tal que recupere la capacidad lingüística extraviada milenios atrás.

Lo que se inicia como un errático experimento, termina convertido en una verdadera sucesión de torturas, que le cuestan al animal el equilibrio mental y la estabilidad física. Agonizante, en su último aliento (pero esto nunca queda como una completa certeza), Yzur parece articular una frase final.

La idea de la tortura que aparece en ese cuento no es insólita en Lugones, ni mucho menos en la narrativa argentina, el inicio de cuya modernidad tiene uno de sus hitos en la escritura de El matadero, de Echeverría, con la tortuosa descripción de una tortura de la mazorca de Rosas.

El segundo Lugones

Leopoldo Lugones hijo, conocido como Polo Lugones, fue acusado de haber cometido, durante el gobierno de Marcelo Alvear (1922-1928) una serie de torturas y violaciones a adolescentes cuando ostentaba el cargo de director del Reformatorio de Menores de Olivera.

Se dice que, cuando Polo fue a juicio, durante la segunda presidencia de Yrigoyen, su padre tuvo que implorar de rodillas al mandatario que evitara la sentencia, para ahorrarle esa infamia a la familia Lugones. Otros dicen que su pedido no fue directamente al presidente, sino al general Uriburu, que más tarde sería gobernante de facto. Sea como fuere, el caso fue archivado, pero Polo se encargó de repetir y agravar la mancha, recurriendo en las torturas años más tarde.

En los años 30, el presidente Uriburu, que tenía entre sus aliados a Lugones padre, recolocó a Lugones hijo en una posición elevada dentro de la estructura de la represión gubernamental, donde permaneció también bajo el gobierno de Agustín Pedro Justo. Polo, como inspector de Policía, se encargó de resucitar los métodos de tortura de la antigua represión y creó algunos otros; según se dice, fue quien instauró el uso de la picana eléctrica.

La tercera Lugones

Leopoldo Lugones, el padre, se suicidó en 1938. Sus biógrafos, siguiendo la pista de algo dicho por Borges, atribuyen el suicidio a la depresión ocasionada por su enamoramiento de una chica más de treinta años menor que él. Algunos dicen que quien ocasionó esa depresión fue Polo, quien habría amenazado con llevar a su padre a un manicomio con tal de detener ese tardío romance.

Polo Lugones se suicidó también, en 1971. Había tenido dos hijas.Una de ellas, Susana Piri Lugones, amante del célebre periodista y escritor Rodolfo Walsh y amiga de aventuras de Manuel Puig (que se inspiró en ella para el personaje de Gladys, en The Buenos Aires Affaire), tuvo a su vez un hijo que se suicidó antes de cumplir los veinte años. Como ella, que tenía una malformación en las piernas, el hijo tenía una en los brazos (y sobre los hombros el peso alucinante del origen, del abuelo criminal.

Poco tiempo después de esa muerte, Piri misma, que era montonera y peronista, fue secuestrada por un comando de las Fuerzas Armadas, que la torturada y desaparecida (como Walsh, como la hija de Walsh, como los personajes de Walsh y de Puig).

Era 1977. Según se especula, el instrumento de tortura que se usó con ella fue la picana eléctrica por la que los militares argentinos seguían optando desde la época en que Polo Lugones, su padre, la había introducido entre sus prácticas clandestinas, para hacer hablar a sus víctimas, así como el personaje en el cuento del patriarca familiar intenta hacer hablar a Yzur, sólo que en este caso el torturador es el animal.

En algún lugar, en todo esto, hay una gran ironía, una gran paradoja, escondida debajo de la sentencia trágica que la familia Lugones pareció escribir o escuchar, construir o rehuir, por cuatro generaciones.

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7.12.10

Del progreso en la literatura

Sobre la literatura como exploración y sobre su avance

No sé cuál es el origen de la idea de que en el campo de la literatura no es aplicable la idea de progreso; todos la hemos oído alguna vez, o dicho, acaso, en alguna de sus muchas formas. A juzgar por cierto debate entre escritores latinoamericanos, sobre el cual se informa en el diario El País, no da la impresión de que muchos estén dispuestos a desafiar el lugar común.

Entiendo una cosa: cada época plantea una cierta variedad de ideales estéticos, y en cada una los creadores se aproximan en mayor o menor medida a coronarlos; en ese sentido, el logro estético está sujeto a innumerables accidentes y su enigma se puede resolver de mejores o peores maneras. No sé si eso significa necesariamente que sea imposible establecer una cierta idea de avance en el paso de una época a otras.

La noción de progreso no implica la aceptación de la necesidad de que éste sea constante: incluso en los terrenos en los que se supone que el progreso (o la aspiración a él) es un motor elemental, hay épocas de estancamiento, de crisis y también de repliegue.

En el marco del debate al que me refiero, la escritora colombiana Laura Restrepo afirma lo siguiente:
"En el arte y en cultura no se avanza. Parece que esa es una de las características del arte y de la cultura, que no se avanza, no estamos más adelante de lo que estábamos hace un siglo, es decir, no se producen mejores cosas de las que se producían..."
Alguien puede argumentar que la frase final se reduce a una afirmación estética: "no se producen mejores cosas de las que se producían" antes, sólo en el sentido de que nada hace a una obra literaria contemporánea estéticamente superior a una de hace, digamos, doscientos años, sólo por el hecho de responder a una estética posterior.

Pero me sorprende la formulación que antecede a esa frase final. Primero, porque no alude sólo a la literatura, sino al "arte y la cultura", y es demasiado claro que cuando reflexionamos sobre "la cultura" (el singular me parece arbitrario e inconsistente), no nos limitamos a la idea estética.

No menos curiosa me parece la aceptación de la estasis: si en el arte y la cultura "no se avanza", ni nada es mejor o peor en la comparación entre una época y otra, entonces nada es mejor ni peor en la comparación entre ninguna época; es decir, el arte y la cultura no sólo "no avanzan" ahora, sino que viven eternamente en una misma especie de abstracto no-lugar, y como fuera del tiempo, o en la eternidad.

Pregunta metódica: si no hay posibilidad de asegurar la superioridad de la literatura de una época sobre la de otra época, ¿existe la posibilidad de asegurar la superioridad de una tradición literaria sobre otra? ¿O la superioridad, más llanamente, de la obra de un autor sobre la de otro? ¿O incluso la superioridad de una novela sobre otra?

Esas son cosas que hacemos todo el tiempo. Decimos que la tradición de la novela rusa es en general superior a la de la novela paraguaya (y si no lo decimos es porque no es necesario); decimos que la obra de Borges es superior a la obra de Allende; decimos que Tres tristes tigres es superior a Los últimos días de La Prensa. Cualquiera tiene derecho a opinar lo contrario en todos esos casos, pero, seamos francos, sería difícil argumentarlo.

Del lugar común que vengo comentando se desprendería que no podemos jerarquizar cuando comparamos periodos literarios. Pero, ¿no decimos, acaso, también, que la poesía española del siglo de oro es superior a la poesía española de la baja edad media o a la del siglo diecinueve? Y cuando decimos que el diecinueve fue el gran siglo de la novela europea, ¿no estamos diciendo que la producción novelística occidental en ese periodo alcanzó una cima que no había conocido antes? ¿Y no estamos diciendo con ello, más precisamente, que algo en su evolución dio un notorio salto hacia adelante?

Y el abogado del diablo dice: ok, pero en esos casos estamos hablando de líneas tradicionales más o menos demarcadas: la historia de la literatura española, no la literatura; la evolución de la novela, no la literatura. La respuesta para eso es clara: toda literatura se produce dentro de unos cauces genéricos y unas coordenadas históricas, de modo que, independientemente del tamaño de la muestra, la operación será la misma: sí jerarquizamos entre épocas distintas.

Siguiendo el mismo camino, se supondría que no podemos comparar los mayores o menores méritos de dos obras literarias particulares de dos periodos distintos. La razón sería que cada una ha sido escrita dentro de normas diversas, en marcos culturales distintos, bajo concepciones ideológicas discrepantes, etc. Bien, ¿pero acaso eso significa que no podemos asegurar que El Quijote sea superior a Abril rojo o que Cien años de soledad sea superior a El Periquillo sarniento? Yo creo que sí podemos, que tenemos el derecho a hacerlo y no nos faltará la forma de razonarlo.

Y aun así, curiosamente, aunque nadie dudaría del arraigo y la dependencia de cualquier literatura con respecto a un contexto histórico, y aunque nadie dudaría de que los géneros sufren una cierta evolución, y aunque pocos pondrían demasiados reparos a las comparaciones que he venido haciendo, el lugar común sigue imponiéndose: la literatura de una época, se dice, no representa una evolución ni un progreso con respecto a la de épocas previas.

Alguien podría objetarme lo siguiente: si existe algo así como una evolución que implica alguna forma de progreso en la literatura, ¿entonces por qué no se da el caso de que cada época, dentro de cada línea tradicional o dentro de cada marco histórico (por ejemplo, dentro de una misma literatura nacional), sea siempre "superior" a las épocas previas?

Para eso hay varias respuestas: porque el progreso no implica necesariamente el perfeccionamiento de los nuevos modos y los nuevos vehículos, ni mucho menos su perfeccionamiento inmediato; porque el progreso puede implicar, en cambio, el cruce a través de periodos de crisis; porque el progreso puede llevar incluso al abandono, el olvido y la desaparición de ciertas tradiciones y ciertos géneros literarios.

Nadie pensará que el decaimiento y la muerte del romance alegórico es un síntoma de debilitamiento general de la literatura de una época (en América Latina, el final del siglo diecinueve). Es, más bien, el producto de la necesidad de una época por construir otro tipo de forma artística, cuyo abordaje y formación implicará, posiblemente, por un tiempo más o menos prolongado, una apariencia de desmoronamiento y sequía.

Y eso suena peligrosamente a progreso.

En verdad, de lo que se trata no es de medir los méritos absolutos o relativos de una época frente a otras sin tener ninguna piedra de toque para el paralelo. Uno no notará progreso si no empieza por preguntarse progreso con respecto a qué. No quiero decir sólo con respecto a qué corpus, sino a qué idea dominante.

Por ejemplo, si asumimos que un rasgo más o menos constante en la definición de lo literario es la noción de representación, en su sentido más amplio, que ha de incluir rasgos como la necesidad expresiva, la mímesis, la referencialidad, la representación ideológica, etc., se hace más plausible descubrir el sentido de una búsqueda sostenida, si no siempre, al menos sí en muchas épocas diversas.

Más aun, se puede argumentar que esas búsquedas determinan la evolución de la mayoría de las tradiciones literarias, muy limpiamente desde la temprana modernidad, pero a veces también antes.

Cada gran salto en la historia de la evolución de los géneros literarios que siguen vigentes ha estado definido por el esfuerzo de ampliar los límites de la representación en alguno de los sentidos que he mencionado, o en varios. La desaparición de los otros géneros ha sobrevenido cuando cada uno ha dejado de ser apto para ese tipo de exploración, es decir, cuando su capacidad de representación ha resultado insuficiente: los géneros mueren de agotamiento.

Sólo puedo decir con seguridad que no existe progreso posible en la literatura si empiezo por aceptar que no existe una finalidad objetiva para el ejercicio literario. Pero cada vez que suponga que la literatura es una forma de exploración y una forma de representar lo explorado, deberé suponer que esa búsqueda es expansiva, creciente, descubridora y que, en efecto, deben existir, entonces, mejores y peores maneras de realizarla, y, por tanto, en la medida en que el sentido de esa búsqueda no se agote, habrá en cada época un número de creadores capaces de hacerla crecer: de hacerla progresar. Sólo cuando eliminamos el posible telos, eliminamos la creencia de estar aproximándonos a él.

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5.12.10

Wiki-leaky

Julian Assange, el secretismo ajeno y el propio

Julian Assange, según dicen los más entusiastas, le ha dado un duro golpe al imperio americano al demostrar, entre otras cosas, que sus diplomáticos se comportan como espías. Para conseguir las evidencias de su acusación, Assange se ha valido de la vieja fórmula de ejercer el periodismo como otra forma de espionaje indiscriminado: revelar secretos porque son secretos, sin importar que sean relevantes o irrelevantes. Para algunos, no hay nada de malo en eso; según otros, implica el aumento de los riesgos para terceros en diversos escenarios del mundo.

Lo que hizo Assange fue impulsar a un soldado norteamericano (el cabo Manning, que contactó indirectamente a Wikileaks, y que atravesaba una profunda depresión, según se dice con impulsos suicidas) a traicionar a su institución y, en cierta forma, al fin y al cabo, a cometer una suerte de suicidio en cámara lenta: el cabo, de quien los celebrantes de Assange no se ocupan mucho, está preso en Estados Unidos y espera un juicio por traición que probablemente lo deje en la cárcel para siempre (hasta cincuenta y dos años).

Los defensores de Assange lo declaran el primer gran héroe del siglo veintiuno. Sostienen que lo que otros ven en él como megalomanía no es tal y que el australiano está libre de toda inclinación autopromotora: su única intención es la transparencia y la denuncia; su único objetivo es luchar contra los grandes poderes mundiales a los que pocos ponen en jaque y muchos menos cuestionan o denuncian.

El lado dudoso de Julian Assange

Esos celebrantes pasarían un rato difícil intentando explicar por qué la selección personal de Assange de los cables que serían conocidos en la primera remesa ha estado tan movida por el afán publicitario: chismes sobre la personalidad de ciertos líderes mundiales, las fiestas de Berlusconi, la acompañante de Gaddafi, la inseguridad de Merkel, el ego de Sarkozy, etc.

También encontrarán dificultades para justificar la precipitación de Assange: más de un voluntario de Wikileaks se ha apartado de él en los últimos meses, sosteniendo que Assange no tenía derecho alguno a publicar los documentos de sus dos casos anteriores (los referidos a Irak y Afghanistán) sin antes asegurarse de que los informantes civiles de Estados Unidos en esos países, cuya identidad es detectable en los documentos, estuviera a salvo de la venganza del Talibán.

En cada país hay una cierta cantidad de personas que ven en las acciones de Assange una revolución en temas de responsabilidad gubernamental, una reescritura de nuestras nociones sobre el secreto de estado, el advenimiento de una era de fiscalización global, la puesta al día de los grandes imperios con la necesidad de rendir cuentas ante la civilidad en la edad postmoderna.

Sin duda, hay un poco de todo eso: en la práctica, Assange y Wikilieaks van a conmocionar todo lo anterior. Sospecho que no para inaugurar una nueva era de transparencia, sino para que los gobiernos encuentren eficaces maneras de hacer que sus secretos sean más y más herméticos. Eso, claro está, no es culpa de Assange: es una dinámica evidente y siempre ha existido: su resultado paradójico es la completa estasis del secretismo, o su aumento.

La transparencia relativa

Assange ha sido encontrado culpable de diversos crímenes en el pasado, incluyendo veinticuatro cargos de hackeo a instituciones australianas; entre otras cosas, algunos de esos cargos fueron por violentar los registros privados de una de las muchas universidades donde estudió en su país de origen, en los años noventa.

En sus veintes, Assange fundó un grupo de hackers autodeniminado Subversivos Internacionales. En las décadas siguientes ha sostenido que él no es un hacker. Curiosamente, una de sus labores más conocidas fue la creación de un software que permitiera que las instituciones de defensa de derechos humanos pudieran mantener sus archivos en secreto absoluto ante cualquier posible intervención de terceros (incluyendo, obviamente, periodistas). Esas instituciones lo han premiado repetidas veces desde entonces. Por lo menos en uno de esos casos el premio ha sido muy merecido: se debió a los demoledores informes de Assange sobre las ejecuciones extra-judiciales en Kenya, aparecido el año pasado.

Aun con eso, está claro que la defensa de Assange de la transparencia absoluta y su ideal de que toda la información institucional en el planeta sea siempre abierta es bastante parcial: implica la creencia apriorística de que se debe hacer pública la información de quienes a su juicio son perjudiciales y mantener en reserva la de quienes, según él, están en el lado correcto de la historia: "History will win", declaró hace poco, en relación con los ataques virtuales al website de Wikileaks. En ese caso, cuando Assange dice "History", quiere decir  Assange.

Las fuentes de ingresos de Wikileaks, por ejemplo, son, en una inmensa medida, desconocidas; todos quienes trabajan allí declaran hacerlo como voluntarios ad honorem, comenzando por él mismo. Ese secreto, de alguna manera, es más lícito para Assange que el secreto de los cables de un funcionario de embajada que le escribe a otro sobre las costumbres de algún político europeo en sus ratos de ocio.

Estados Unidos y Wikileaks

Las reacciones a esta última y gigantesca filtración de información clasificada del Departemento de Estado norteamericano, por el lado de la institucinalidad estadounidense, han sido muy distintas. La Casa Blanca la ha condenado (sin que Obama personalmente se ocupe del caso); la secretaria de Estado, Hillary Clinton, se ha referido al hecho como un acto criminal; el gobierno, a través de su fiscal general, se ha reservado el derecho de interponer acciones judiciales; el departamento de Defensa viene interrogando al espía americano.

Los republicanos han sido, como es de esperar, mucho más radicales: el ex candidato presidencial Mike Huckabee y un par de líderes republicanos del Congreso han pedido ni más ni menos que la ejecución de los implicados. Sin llegar a decirlo, Sarah Palin y otras cabezas visibles del movimiento conservador (incluyendo a algunos de los todopoderosos hombres y mujeres de la radio) han apuntado a cosas similares, pidiendo que se declare a Assange un combatiente enemigo. Quienes creen, sobre todo fuera de Estados Unidos, que no hay diferencia entre demócratas y republicanos, podrían sacar conclusiones a partir de esas actitudes.

Más allá de eso, sorprende lo curiosamente indemne que va saliendo el gobierno americano de todo esto, salvo que en las remesas próximas aparezcan documentos de una índole totalmente distinta. Aparentemente, el Departamento de Estado americano ha venido actuando con mucha inteligencia en sus relaciones internacionales, y lo que han declarado como líneas públicas de actuación no difiere mucho de lo que los cables permiten entender como su ejecutoria real. Está, eso sí, la mancha de esa orden firmada por Clinton en la que pide a miembros del cuerpo diplomático que consigan información personal de los representantes de otros países ante las Naciones Unidas.

Ni siquiera las sorpresas lo son en verdad: una mayoría creciente de países árabes siente tanto rechazo y tanta inquietud ante la posibilidad de un Irán dueño de armas nucleares como la que sienten Estados Unidos e Israel. Miembros del gobierno y cabezas de Estado de más de uno de esos países ha pedido explícitamente a Estados Unidos que ataque a Irán, en lo que parecen ser exigencias de una guerra abierta.

Estados Unidos, sin embargo, se ha rehusado a la confrontación militar, ha preferido la articulación de una alianza anti-iraní que incluya a Rusia y a China, y ha avanzado con cierta seguridad para lograr un estado de cosas que permita esa coalición: por ejemplo, alcanzando lo que parece ser un compromiso para que Arabia Saudita abastezca a China del petróleo que ésta todavía recibe de Irán.

China, mientras tanto, se muestra cada vez más reacia a seguir haciendo la vista gorda ante las erráticas bravatas de Corea del Norte, lo que volvería su participación en la coalición anti-iraní incluso más relevante, por las ramificaciones que pueda tener luego en el otro frente.

Un aspecto crucial de toda esa cadena de circunstancias, sin embargo, es que los líderes de los países árabes no tienen mucho aire, en el marco de sus políticas internas, para maniobrar junto a Estados Unidos en el frente internacional: aliarse a los americanos para oponerse a Irán es una de esas cosas que pueden hacer tambalear y acaso colapsar a un regimen en un país árabe.

Las revelaciones de Assange harán mucho más difícil que los gobernantes de esos países se decidan a bloquear la amenaza del régimen violentista de Irán, lo que aumentará los riesgos de un conflicto con Israel y, probablemente, eliminará cualquier esperanza de una paz entre éste y Palestina (cuyo lado recalcitrante recibe el apoyo de los iraníes).

De todos los artículos que he leído sobre el asunto, el de Seumas Milne en The Guardian es el que más patentemente muestra lo lejos que están dispuestos a ir los comentaristas anti-americanos de la prensa mundial para acusar a Estados Unidos de cosas que los documentos no sólo no demuestran, sino que parecen rebatir. Escribe Milne:
"But it is the relentless US mobilisation against Iran that provides the most ominous thread in the leaked despatches. The reports that the king of Saudi Arabia has called on the US to "cut off the head of the snake" and launch what would be a catastrophic attack on Tehran, echoed by his fellow potentates in Jordan, Egypt, the United Arab Emirates, Bahrain – and, of course, most dangerously by Israel – were yesterday hailed by the Times as evidence of a new "international consensus" against Iran.

"It is nothing of the sort. It simply underlines the fact that after more than half a century the US still has to rely on laughably unrepresentative autocracies and dictatorships to shore up its domination of the Middle East and its resources. While Arab emirs and election-rigging presidents fear the influence of Iran and only wearily bring themselves to raise the Palestinians with their imperial sponsors, their people regard Israel and the US itself as the threats to their security and strongly support Iran's nuclear programme – as the most recent US-conducted poll in the region demonstrated".
Milne habla, como ven, de la infatigable mobilización norteamericana para detener a Irán. Y todos los ejemplos que provee son casos en que los líderes de Arabia Saudita, los Emiratos Árabes, Bahrain, Jordania y Egipto piden una intervención militar que el gobierno de Obama desestima. En esa operación, por otro lado, Milne parece deslegitimar los pedidos de los gobernantes árabes porque son "emires y presidentes que manipulan sus elecciones" y porque no representan la opinión popular de sus países.

Pero, ¿cuál es esa opinión? Que los enemigos naturales de los países árabes son Estados Unidos e Israel, que esas son las reales amenazas y que Irán debería convertirse en una potencia nuclear. Por cierto, a Milne no le preocupa preguntarse qué es lo que Irán haría con sus armas nucleares, ni mucho menos le preocupa la opinión popular de los iraníes ante su propio gobierno y sus propios líderes que manipulan elecciones.

¿Una nueva era del periodismo?

No hay que ser un nigromante para saber que la lucha de Assange es eminentemente ideológica: él lo ha declarado siempre. Pero tampoco se necesita una bola de cristal para saber que ni sus objetivos ni sus métodos son la absoluta transparencia. Lo mismo ocurre con la mayoría de las lecturas que sobre el tema se vienen dando. Tengo la sospecha de que una gran mayoría de quienes lo celebran, no celebrarían esta forma de transparencia forzosa si ella implicara desnudar su propia trastienda en lugar de la trastienda ajena.

Eso no me preocupa demasiado. En el fondo, como muchos, hubiera deseado (y todavía lo hago) que las revelaciones de Wikileaks permitieran limpiar al menos una parte de las infinitas suciedades que infestan la política internacional. Sin embargo, hasta ahora parecen reflejar sobre todo una tensión entre quienes buscan soluciones militares y quienes, como al administración de Obama, prefieren ir cerrando frentes bélicos en lugar de inaugurar otros nuevos.

Y sí, entiendo que nadie puede celebrar eso último demasiado mientras continúe y se expanda la guerra en Afghanistán, pero al César lo que es del César: el departamento de Estado de Hillary Clinton está haciendo un esfuerzo real por evitar el crecimiento de la violencia internacional, y esa es una verdad que los cables de Wikipedia no niegan, sino que aseguran y refrendan. Dejar que Irán y Corea del Norte expandan sus planes nucleares, en cambio, sería una garantía de más violencia en el futuro.

Para terminar, es crucial preguntarse cuál es la revolución que, según se dice, implica Wikileaks para el oficio periodístico y el lugar y las operaciones del periodismo en nuestro tiempo. Periodismo de investigación que revela secretos de Estado y destapa corrupciones, eso ha existido desde que existe el llamado cuarto poder. Hasta ahora, sin embargo, los destapes y las revelaciones parecían seguir una lógica mucho más particularista: se destapa y se revela cuando se encuentra algo corrupto, no cuando se encuentra cualquier cosa.

Lo que Wikileaks introduce es la noción de que la revelación es importante en sí misma, más allá de su contenido particular, porque desestabiliza la lógica de la acumulación de información. Eso, sin embargo, tiene la innegable ramificación de sostener que el secreto es siempre perjudicial y, a su vez, a ello se le puede oponer la no menos clara objeción de que hay ciertos secretos que garantizan una forma de paz en lugar de promover una forma de violencia.

Un detalle que parece no digno de análisis hasta ahora (y que creo haber entendido en conversaciones con Daniel Salas) es que la monumentalidad de las revelaciones de Wikileaks, que se basa en su insólito volumen, parece hacer inocuo su propio contenido: el medio millón de cables de los que se ha empezado a hablar recientemente (primero se dijo que eran 250 mil), es en la práctica una sobrecarga de información que acaba por banalizar su contenido: un plan para modificar el flujo de petróleo en Asia ocupa el mismo espacio noticioso que las curvas de la acompañante de Gaddafi, la formación de una coalición anti-iraní se vuelve equivalente a las borracheras de Berlusconi.

El sueño imposible de la objetividad (la pura demostración de documentos) se descubre impracticable: ninguna revelación de secretos de Estado en la historia contemporánea ha ingresado tan inmediatamente y de manera tan absoluta en la spin zone de los comentaristas partisanos como esta catarata de información caótica, y según corren los días se empieza a notar que las consecuencias de esta giganteca revelación parecen camino a ser menores, en cuanto respecta a las grandes potencias occidentales, que las pequeñas revelaciones paulatinas de la prensa tradicional.

De hecho, curiosamente, cada vez parece más claro que el escándalo no se viene centrando en las acciones y los secretos de los gobiernos: ante los ojos del público, da la impresión, el escándalo es la acción misma de Wikileaks: su espectacularidad es la única novedad, mucho más que lo que el website pro-transparencia ha revelado en sus filtraciones: el contenido ha sido devorado por el espectáculo.

El acto de fe

Las acusaciones en Suecia contra Julian Assange por dos delitos sexuales proveen un ejemplo de cómo la mecánica tradicional del militantismo no funciona de manera distinta con el escándalo de Wikileaks. Los abogados de la transparencia y defensores de Assange no están dispuestos siquiera a permitirle el favor de la duda a las acusadoras: dos mujeres que reclaman que aceptaron tener relaciones sexuales con el australiano pero que, cuando insistieron en que éste usara protección, se encontraron con la insistencia de éste en hacerlo sin usar preservativos, de modo que la relación perdió su carácter consensual.

En cualquier otra circunstancia, quienes defienden a Assange tomarían el lado de las mujeres que reclaman su derecho a tener relaciones sexuales bajo sus propias condiciones, sin que se les insista en sostenerlas cuando esas condiciones no se cumplen. No me es en absoluto ajena la sospecha de que detrás de esto pueda existir una conspiración, pero tampoco estoy dispuesto a sostener que estas mujeres carezcan de derecho a reclamar, como sí parecen creer los defensores de Assange.

Más aun teniendo en cuenta que el propio Assange ha sostenido que sí tuvo relaciones sexuales sin protección con dos mujeres en Suecia durante la semana en que se le acusa por estos incidentes. Una de ellas, por cierto, era la misma organizadora de las conferencias que Assange estaba ofreciendo en Suecia en esos días, alguien de quien es más que difícil sospechar un interés político por destruir al australiano.

Quienes han visto la manera en que Assange no duda en recortar la agenda de tópicos posibles de sus entrevistas, y la forma en que las corta a la mitad y se marcha cuando, por ejemplo, una reportera de CNN le pregunta "¿usted cree que las acusaciones de delitos sexuales son una maniobra en su contra?", no pueden menos que preguntarse cuál es exactamente la idea de transparencia de este activista, cuyos cables filtrados ingresan abiertamente en la vida privada de muchas otras personas, pero que se niega sistemáticamente a responder acerca de la suya.

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