29.11.10

El periodismo peruano y el doctor Mengele

Sobre el amarillismo, la desinformación y el exceso


En los últimos veinte años, el periodismo peruano, en su inmensa mayoría, ha hecho lo imposible por volverse irrelevante.

A fuerza de alquilarse y desvirtuarse, volviéndose idiota y tartamudo en unos casos, ciego y sordo en otros, belicoso y criminal en varios más, algunas veces histérico y otras impasible y ajeno, se ha denigrado hasta el casi total desprestigio.

¿Cuántos medios de prensa han sido comparsa de dictadores y caja de resonancia de autoritarios? ¿Cuántos se han vendido a delincuentes o han informado lo que se les pidió desde el poder? ¿Cuántos se han imbecilizado hasta la lástima y han decidido que la distracción y el espectáculo barato son preferibles a la fiscalización, el cuestionamiento y la investigación? ¿O debería preguntar --sería más rápido-- cuántos no lo han hecho?

El número de propietarios de medios de comunicación y periodistas (y propietarios de periodistas) que estuvieron claramente implicados en las bajezas de la cleptocracia homicida de Fujimori y que hoy, en la práctica, han sido perfectamente rehabilitados y limpiados de toda culpa, es, como sabemos todos, enorme.

La cantidad de periodistas que barren escándalos bajo el tapete y cuya imagen nunca más se ve afectada por ellos no es menor. Los periodistas que denuncian ilegitimiadades en medios ajenos pero no dicen ni mu cuando el implicado es el propio, son tantos que es difícil contarlos, y suelen opinar sobre los demás con una aparente razón moral que jamás duda, jamás trastabilla.

Luego, esos mismos periodistas se preguntan cómo es que ciertos políticos creen que es posible postular a un cargo público, incluso alguno de los más altos, sin prestarles demasiada atención a los medios, o reduciéndose a brindar declaraciones a canales, radioemisoras y periódicos amigos (o aliados, para ser más exactos).

La respuesta es la que di más arriba: porque esos mismos periodistas han hecho todo lo posible por volver a los medios irrelevantes, en la medida en que su papel, desde hace largos años, no es ya informativo sino desvirtuador, no es polémico sino escandaloso, no es investigador sino psicosocial. Los políticos, los peores, o sea la mayoría, saben que no están obligados a someterse al escrutinio del periodismo, dado que pueden, simplemente, utilizarlo selectivamente.

Luis Castañeda, por ejemplo, sabe que no necesita rendir cuentas al público en un medio que no le sea amigo (o en ninguno), pues los reclamos de los medios en contra suya serán vistos por sus posibles votantes como secundarios, movidos por la rivalidad, no por afán de juicio ni mucho menos por el amor a la legalidad.

La gente se preguntará, no sin razón: ¿acaso no son los mismos medios (y en muchos casos las mismas personas) que antes se vendieron o alquilaron a otros, o que hicieron la vista gorda ante otros, o que guardaron silencio ante atrocidades o aceptaron formar parte de campañas de desprestigio? ¿Por qué creer que no están haciendo lo mismo ahora?

Ante esa falta de atención por parte de su posible audiencia, los periodistas que normalmente han mantenido un cierto estándar crítico, o al menos unas ciertas formas, parecen desesperarse, y extravían el camino.

Por un lado, Rosa María Palacios abandona la discreción, la apariencia de imparcialidad, desbordada por el resurgimiento de los dedos acusadores que le recuerdan su cercanía al fujimorismo, y decide que su programa de televisión debe convertirse en un órgano de campaña en favor de sus candidatos de turno.

Por otro, Jaime Bayly coquetea con diversas posibles candidaturas en diversos posibles grupos, y vuelve su propio trabajo la tribuna para su propia campaña, siempre frustrada.

Hasta un periodista de los más serenos, como Augusto Álvarez Rodrich, empieza a salirse de cuadro con un lenguaje inesperado en él, comparando a Alan García con el terrible asesino nazi Josef Mengele, el Ángel de la Muerte de Auschwitz, en su última columna del diario La República.

La ejecutoria política de Alan García está signada por más de un hecho de violencia en los que más de una muerte se ha producido bajo su responsabilidad. Cada vez que me he referido a ello he dejado en claro que García debería ser juzgado por esa resposabilidad, como su vicepresidente, en lugar de ocupar el cargo más importante del Estado peruano. Pero García no es Josef Mengele. Y esa comparación no contribuye a aclarar la índole de sus ideas sino a hacerla más difícil de entender.

Álvarez Rodrich cita unas declaraciones de García, de marzo del año 2009, que resultan escandalosamente lamentables y que dejan en claro, por sí mismas, que García entiende el mundo dentro de un modo de pensamiento que es, sin duda, racista:
“Es una sociedad que tiene elementos psicológicos de derrotismo un poco mayores que los que puedan tener los brasileños, que tienen más sol, más componente negro y alegría que nosotros los andinos. Somos un país andino, esencialmente triste, no somos un país alegre como Brasil o como los colombianos que son hiperactivos, tienen esa mezcla de español del norte, vascongado y catalán y mayor componente negro, y un poco de antropófago primitivo, hiperactivos y tienen más sol, tienen Caribe. Allá tienen leather, mexicano. Nosotros acá tenemos indígenas que cosechan hoja de coca todavía, o sea el hiperactivismo está allá: tienen un campeón mundial de vehículo, tienen torero de primera categoría, todo eso es hiperactivismo racial-físico-genético. Ciertamente, nosotros somos tristes y aquí todo está mal siempre. Yo estoy seguro de que hemos hecho bastantes cosas en favor de los pobres como las hace mi amigo Lula, pero Lula tiene 70%”.
Esa, sin embargo, no es la manera de pensar de un doctor Josef Mengele. Es, tristemente, la manera de pensar de decenas o centenares de miles de peruanos, acaso millones. No es un alegato por el genocidio ni una defensa de la superioridad intrínseca de una raza sobre otra, ni mucho menos una reivindicación de las razas puras. Si acaso, más bien, da la impresión de que el arcaico darwinismo social de García prefiere ciertos mestizajes a otros, pero no los aborrece como ocurriría, ineludiblemente, con un nazi.

¿Por qué es necesaria esa precisión? Justamente porque García no es excepcional, sino el síntoma de una error ideológico arraigado y muy presente en el Perú desde hace siglos, doblemente terrible cuando se usa como ideología desde el poder político y que, por tanto, debe de ser evaluado como lo que es para poder eliminarlo efectivamente.

Si también nuestros periodistas más serios optan por el amarillismo en lugar de la reflexión, sin embargo, cualquier intento de luchar contra esos males será siempre desviado, siempre inconducente. Repito: Alan García no es un racista excepcional, no es un monstruo.

García, cuyas ideas en esta tema suenan como las de casi cualquier romántico decimonónico, es un racista como innumerables otros peruanos, incapaces de notar siquiera que sus ideas son racistas, y que se sentirían sin duda genuinamente ofendidos si se les señalara como tales.

El problema con García no es que sea como el sui generis, ojalá irrepetible carnicero nazi, que conducía atroces experimentos genéticos con niños vivos: el problema con García no es su excepcionalidad; es que no es muy distinto de muchos otros. Eso es lo que vale la pena analizar, de manera que podamos evitar tener una clase política que reafirme esos prejuicios absurdos en lugar de afianzarlos. Esa es la labor de un periodismo que mantenga la serenidad, se entienda a sí mismo como crítico y no le reste todavía más credibilidad a su labor.

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27.11.10

La paranoia, 1

O cómo leer literatura como si uno fuera Dios

(Primera pista). En "La muerte y la brújula", uno de los cuentos clave del canon latinoamericano, Borges imaginó una serie de crímenes que son como los fragmentos de un mensaje secreto; un asesino que los escribe con una intención que es inasible para otros pero vital (y mortífera) para él; un detective que los lee como ese rey de Calderón que cree descubrir complots en los trozos de un papel roto.

En lugar de revelar la causa y la mecánica real del crimen, ese detective se convierte en protagonista y en víctima del relato que el criminal diseña para él; llega a esa posición debido a su fe absoluta en que varias de las cosas que aparecen ante sus ojos son signos opacos, con un sentido más allá del aparente.

Hay otro motivo para su desgracia: él ha preferido creer que sólo algunas de las cosas que ve son signos indagables y densos; ha elegido pensar que otras son apenas incidentales, irrelevantes o arbitrarias, y que, por tanto, construir con ellas el texto secreto daría como resultado una hipótesis "posible, pero no interesante".

De Lönnrot, el investigador que declara eso, se podría decir que es un lector competente, pero no infalible. Como el anónimo y ubicuo protagonista de "Continuidad de los parques", de Cortázar, Lönnrot está dispuesto a morir, no sólo una sino muchas veces, en el intento recurrente e infinito de perseverar en la lectura.

Pero no es infalible (y esa es la causa de su recurrencia) porque no considera todos los elementos que la lectura le pone ante los ojos. Tampoco lo hace Treviranus, el jefe de policía, que selecciona tan solo las pistas inmediatas, las transparentes, y descarta las demás por superfluas.

Treviranus descubre la verdad del primer crimen: de imponerse su hipótesis, los otros asesinatos no tendrían lugar. Lönnrot, con la opción de la polisemia y la creencia en la opacidad, da pie a la continuación del relato; en cierta forma, colabora en su escritura y (otra vez, como el personaje de Cortázar) acaba sumergido en él, dentro de él, y en él se sacrifica.

(Segunda pista). Quien selecciona sólo lo evidente de la lectura, encuentra un sentido inmediato, extravía los sentidos más intrigantes y, con ello, reduce el ámbito significativo del relato. Quien selecciona sólo lo más oscuro, descubre un sentido más arcano, extravía lo pragmático y amplía la carga semántica del relato pero desconoce parte de ella.

Sólo quien considere todos tiene una visión inclusiva y abrasadora, más polisémica, del relato: una mirada que, por ejemplo, en el caso del cuento de Borges, sería capaz, al menos idealmente, potencialmente, de resolver el misterio policial como secreto pragmático y el misterio metafísico como interrogante filosófica.

En la evolución de la narrativa policial durante el siglo veinte, una tendencia fue transitar del polo pragmático (el positivismo de Conan Doyle, el racionalismo legalista de Agatha Christie) al polo trascendente (Chesterton, Borges, Dürrenmatt). Una serie de novelas y cuentos se han escrito, sin embargo, más tarde, que han buscado situarse entre los dos, incorporarlos a ambos: Umberto Eco, Leonardo Sciascia, por ejemplo, van por ese camino.

No es necesariamente literatura más intelectual que las otras (intelectual en el sentido que espanta la lectoría masiva): en ese mismo espacio se han compuesto numerosos best-sellers, incluyendo los de dos de los autores más comerciales de la última década: Dan Brown y Stieg Larsson. Pero la lista es mucho mayor.

(Tercera pista). Eco, Brown y Larsson y muchos otros escriben situando a sus detectives en una difícil y paradójica tierra de nadie: difícil porque en ella no hay nada que pueda descartarse: todo puede ser un signo de algo más y casi siempre lo es; paradójica porque allí donde todo es una pista, será siempre imposible revelarlo todo; porque donde todo es igualmente significativo, ninguna mente es capaz de generar un relato explicativo que reconcilie todas las puntas de las infinitas madejas.

En parte, eso es lo que ocasiona la pasión fanática que algunos de sus libros desatan: la interpretación parece infinita, la investigación, por tanto, es interminable; los finales lo son sólo en gesto y en impresión. El nombre de la rosa, El código DaVinci, la trilogía Milenium: cada uno a su manera generó mareas de inacabadas exégesis.

La recepción de ese tipo de libro no es muy distinta de la que tienen ciertos hechos históricos que empiezan a percibirse como misteriosos y en torno a los cuales se multiplican las teorías: el asesinato de Kennedy, los atentados del World Trade Center, por ejemplo.

Las lecturas se vuelven verdaderas teorías de la conspiración, en las que múltiples hipótesis pueden tejerse, considerando a veces los hechos más marginales, los aspectos menos aparentes, los rasgos más secundarios, que de pronto se convierten en demostrativos e indiciarios, cuando no son tomados como pruebas fehacientes: cuarenta y cinco segundos de caos que ninguna verdad oficial ha explicado, un minúsculo rastro de pólvora en la ventana equivocada.

(Cuarta pista). El lector ideal de Eco, de Brown, de Larsson, es un paranoico ilustrado. Cierto: los niveles de ilustración que cada cual prevé y exige son diversos y hay gran distancia entre unos y otros.

Pero lo interesante es que ese rasgo esperado del lector, la paraoia como estado de ánimo, la sospecha como actitud constante, no debería presuponer, en verdad, una obra literaria (o una obra de arte, en general) distinta del común: estamos acostumbrados a asumir, al menos declarativamente, que en una obra de arte todo significa, que nada es superfluo.

Eso es, sin embargo, patentemente falso, al menos en un sentido que no trivialice la idea. Es decir, es verdad que, en tanto un texto literario es, todo él, un signo, cada elemento que lo constituye es parte inalienable en la construcción de su semántica. Pero es falso que exista el lector capaz de actualizar todos los elementos significativos de un texto (percibirlos, interpretarlos, dejarse impresionar por ellos).

Entonces, suponer que todos los elementos de la obra tienen un valor en la construcción de su sentido total es, en verdad, un acto de fe; uno doble, además: el acto de fe de asumir la unidad de la obra como inalienable y el acto de fe de asumir la existencia del lector que será capaz de actualizar todos los sentidos recurriendo a todos los elementos.

Lo llamo acto de fe, además, casi es su sentido teologal: la unidad de la obra y la inalienabilidad de sus partes sólo serán tales desde la mirada de Dios, que es (esperamos) el lector capaz de comprenderlo todo y, por tanto, es quien garantiza la unidad y la necesaria significación de cada parte.

(Quinta pista). Hay un sólo tipo de persona que aspira a esa comprensión total del universo que la mayoría de las religiones tiene reservada para Dios: el paranoico. De modo similar, hay una sola modalidad de lectura que aspira a la comprensión entera de la obra literaria: la lectura paranoide.

Continuará...

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25.11.10

¿Y yo?

Cuál es mi lugar en la esfera literaria peruana

Quienes, leyendo el subtítulo, piensen que estoy a punto de reclamar una nube en el Olimpo, pueden sentirse tranquilos: no me refiero a nada parecido. Hablo, simplemente, de cuál es mi posición, en términos políticos, sociales, culturales, dentro del pequeño mundo de nuestra literatura.

Primero lo primero: desde hace muchos años me considero esencialmente un escritor. En más de un artículo y en varias entrevistas he defendido siempre una idea, digamos, holística, de mi propio trabajo: escribo críticas como otro podría escribir poemas, ensayos como otro podría escribir cuentos, y he escrito una novela como otro podría escribir un estudio académico.

Mi segundo libro, una novela, se publicó hace poco; el primero fue un libro de historia política sobre los pueblos indígenas de Hispanoamérica en el siglo XVIII; el tercero, que saldrá en unos meses, es un estudio sobre los campos hegemónicos latinoamericanos y la intersección en ellos de discursos dominantes y discursos marginales en la narrativa del siglo XIX; he editado otros dos volúmenes colectivos, uno sobre la violencia política peruana y otro sobre Roberto Bolaño (con Edmundo Paz Soldán) y nunca he hecho distingos entre ellos ni pienso que unos me definan más que otros.

Mi posición en la esfera literaria nacional, aunque a muchos les gusta decir lo contrario, es bastante marginal. Vivo fuera del país desde hace diez años; no estoy asociado a ningún medio de prensa peruano; no tengo un espacio fijo en ningún medio masivo; no recibo un salario de ninguna empresa o entidad peruana; no he publicado libros en ninguna rama peruana de una editorial transnacional (he publicado con Tecnos y Candaya en España, con Matalamanga y Peisa en el Perú, lo haré pronto con Olms Verlag en Alemania y Estados Unidos).

Desde mediados de los años noventa no he sido profesor en ninguna universidad peruana; nunca en mi vida he recibido dinero de una ONG; desde el año 2000, cuando dejé El Comercio para ir a Cornell University, no he tenido un puesto de trabajo en el Perú. Mis únicos empleadores en la última década han sido Cornell, Middlebury, Bowdoin y Stanford.

Las veces en que he publicado en medios de prensa peruanos desde hace cinco años lo he hecho estrictamente ad honorem, y cuando no ha sido así he renunciado voluntariamente a recibir pago alguno; no tengo amistad, ni siquiera lejana, ni ninguna relación continua, con ningún jefe de sección cultural en ningún medio de prensa en el Perú.

Todas las veces en que he sido invitado a disertar en medios asociados con universidades peruanas, en la última década, la invitación ha llegado de estudiantes, no de profesores; y, por cierto, la mayor parte de las veces en que un profesor universitario peruano ha escrito sobre mí en los últimos cinco años (desde la primera aparición de este blog), ha sido para atacarme.

Cuando salí del Perú tenía muy pocos amigos escritores viviendo allá. Eran, básicamente, Alonso Cueto, Fernando Ampuero y Alonso Rabí do Carmo, entre los cercanos, y mi amistad con ellos se había formado recién a finales de los noventa, en El Comercio. También estaba allí Jeremías Gamboa, cuenstista de primera, futuro novelista, que entonces apenas empezaba su carrera.

Mis otros amigos escritores eran (y son) gente que nunca es mencionada cuando se me quiere asociar con uno u otro grupo de nuestro mundo literario, y son, además, amigos de esos a los que uno ve una o dos veces por década: Xavier Echarri, Frido Martin, Julio del Valle, por ejemplo.

Tenía también conocidos a los que estimaba y estimo: Alfredo Bryce Echenique, Guillermo Niño de Guzmán, Rocío Silva Santisteban (con quien me unían los conflictos, más bien) e Iván Thays (con quien he tenido el placer de entablar una amistad mayor en los últimos tres años).

En la década siguiente, el número ha crecido muy moderadamente: Luis Hernán Castañeda, Melvin Ledgard, Peter Elmore, Mónica Belevan, gente que se distingue por no pertenecer a ningún grupo, por no ser identificable con ninguna camarilla ni cosa similar.

Normalmente, sin embargo, cuando se me quiere ligar con alguien, se establece solamente mi vínculo con un puñado de personas: Ampuero, Cueto, Thays, Bryce. Yo, que me considero sobre todo un ser político, me sorprendo de que mi amistad con esas personas (con las tres primeras, sobre todo, pues a Alfredo Bryce no lo he tratado en los últimos ocho o nueve años) resulte más determinante ante los ojos de los observadores que mis evidentes diferencias con todos ellos.

Como dije alguna vez, desde el punto de vista ideológico, no tengo mucho que me reconcilie con mis amigos. Alonso es un centrista típico, acaso más inclinado a la derecha que a la izquierda; Fernado es, creo yo, un liberal de aquellos que en Estados Unidos serían más bien llamados conservadores, en términos de política económica, y un liberal moderado sólo en términos de política cultural; Iván siempre me ha resultado inescrutable en términos ideológicos: sospecho que es lo más cercano que conoceré en mi vida a una criatura apolítica. Es más o menos aceptable la idea de que todos se sienten cómodos dentro del libre mercado y en el sistema del capital; más cómodos que yo, al menos.

Yo, por mi parte, me considero, en términos generales, un socialista de nuestro tiempo, aquello que ahora suelen llamar un izquierdista moderno, aunque tal vez sea más justo decir un izquierdista postmoderno. Mi formación en el campo de los estudios culturales y literarios es, por elección y por afinidad, marxista. Quien tenga la curiosidad de leer mi trabajo académico verá claramente el perfil de mis fuentes: Antonio Gramsci, György Lukács, Mikhail Bakhtin, Walter Benjamin, Raymond Williams, Terry Eagleton, Fredric Jameson, Pierre Bordieu, Louis Althusser. No es una casualidad que todos ellos, sin excepción, sean marxistas o partan del marxismo en su trabajo.

Esas no son lecturas cuya frecuentación yo comparta con los amigos a los que acabo de mencionar. Sí son, en cambio, lecturas que comparto, estoy seguro, con muchos de aquellos a los que se suele enumerar como habitantes de la orilla opuesta. Escritores como Miguel Gutiérrez u Oswaldo Reynoso, por ejemplo, han de ser lectores recurrentres de varios de esos autores, o lo habrán sido en el pasado.


Obviamente, todos los que lean esto tienen pleno derecho a preguntarse por qué mis discusiones, mis debates y mis críticas suelen concentrarse más (y más negativamente) en la conducta y las ideas de la izquierda latinoamericana en general, y peruana particularmente; por qué puedo ser eventualmente más duro en términos ideológicos con autores como Reynoso o Gutiérrez, que con autores como Ampuero y Cueto; por qué critico con más frecuencia a personajes como Fidel Castro, Hugo Chávez, Ollanta Humala o Evo Morales que a los líderes de la derecha en la región.

Mi primera respuesta es una llamada de atención: en esa idea hay una deformación perceptiva: sobre pocas personas he escrito tan negativamente, desde siempre, como sobre Alan García o Alberto Fujimori, los dos ejes reales de la derecha peruana en la última década y media; o sobre periodistas que representan el ala más recalcitrante de la derecha peruana, como Aldo Mariátegui; o sobre los falsos intelectuales del conservadurismo peruano, como César Hildebrandt, o de la reacción peruana, como Martha Hildebrandt o Marco Aurelio Denegri; o sobre la derecha fascista que se ha filtrado en años recientes en universidades peruanas, acerca de la cual escribí una larga serie de posts de denuncia el año pasado.

Por otra parte, no me parece demasiado relevante repetir ad nauseam mi opinión sobre ellos o sobre personajes como Uribe en Colombia o los pinochetistas en Chile o los reaccionarios argentinos: todos, aunque en grados distintos, son atrozmente prepontentes, naturalmente violentistas, constantemente anti-democráticos, y ya lo he dicho antes.

El problema es que lo mismo puede decirse de los otros: Castro, Chávez, Morales, Humala. De hecho, algunos de ellos, como Chávez y Humala (y esto lo he escrito más de una vez), no tienen por qué ser considerados políticos de izquierda: los principios que gobiernan sus actitudes políticas son el populismo y diversas formas de discursos divisivos y marginadores; el lenguaje de la izquierda lo usan para desarrollar o proponer políticas que poco tienen que ver con ella, como es transparente, por ejemplo, en su fomento de diversas formas de fobia étnica.

Y ese es el punto crítico que me interesa, a eso se debe que me concentre más en ellos: me parece crucial que entre nosotros se pueda desarrollar de verdad, firmemente, una izquierda abarcadora, receptiva, inclusiva y democrática; que la izquierda peruana asuma una posición constructiva y redefina sus objetivos y sus prioridades de mediano y largo plazo, en lugar de repetir los errores del pasado y quedarse paralizada en ellos; que la izquierda se desprenda y ponga distancia entre ella y los dinosaurios que la lastran y la corrompen en lugar de glorificarlos como representantes de una supuesta etapa heroica. Mis críticas a la izquierda no están hechas por un rival ideológico recalcitrante, sino por alguien que, siendo externo a ella en términos de política partidaria, se siente parte de lo que podría ser una mejor versión de ella en el futuro.

Algo parecido ocurre con mis críticas a escritores como Reynoso y Gutiérrez. No repetiré al detalle lo que pienso en general sobre ellos y sus obras porque lo he escrito ya antes, cuando alguien ha hecho observaciones a mis posturas contrarias a las de ellos. Sí quiero resaltar dos párrafos de un post que escribí y publiqué aquí mismo dos años atrás:
"Creo que la obra de Reynoso ha abierto muchas rutas de exploración para las generaciones posteriores, que ha sido un camino valiente en su forma de introducir el ideal marxista en territorios que la vieja novela del realismo socialista eludió, como, por ejemplo, el tema de las sexualidades reprimidas por las sociedades patriarcales o el machismo secular de nuestro mundo, o, acaso, el asunto de la reivindicación de la cultura de la calle como escenario de pequeñas proezas cotidianas, que se encuentra ya en sus primeros (y pioneros) libros.

"También pienso que la obra de Gutiérrez, como la de Reynoso, elude el encajonamiento dogmático que podría esperarse del autor, dado su compromiso ideológico. Creo que una novela como La violencia del tiempo, de Gutiérrez, encierra un intento importante de comprensión de la estructura social que ha generado, en diversos momentos de la historia peruana, y en conjunción con distintos avatares de nuestra sociedad, estallidos sangrientos que mucho tienen que ver con la violencia endógena de una sociedad clasista y abusivamente marginadora".
¿Qué es lo que critico de ellos? El apego, actual o pasado, a posturas violentistas, el vaivén entre la admiración y la ambigüedad en sus juicios sobre esas posturas. Nada más, pero tampoco nada menos que eso.

Por otro lado, he escrito textos periodísticos y también académicos sobre sus obras, analizándolas, sin prejucio alguno (hasta donde soy capaz de percibirlo yo mismo, claro) y valorándolas, en ambos casos, positivamente, no sólo reconociendo sino también recalcando el espacio histórico crucial que ellas ocupan. Lo mismo he hecho con las obras de otros a quienes admiro incluso más: Óscar Colchado Lucio, Edgardo Rivera Martínez, por ejemplo.

Los espacios de la esfera pública son proteicos y se redefinen constantemente. Los momentos que aceleran esas redefiniciones, en el caso de la subesfera pública literaria, son las polémicas y los debates. El último asomo de polémica en el caso peruano fue el del debate entre andinos y criollos. Mi intervención en él, para cualquiera que quiera leerla sin anteojeras, no se alineó con ningún bando.

De hecho, lo que hice fue reclamar enfáticamente que el debate fuera comprendido en términos que evitaran el argumento ad hominem y la denuncia de secretas camarillas; pedir que quienes entraban en la discusión desde la izquierda supieran articularla en sus términos reales: el choque clasista, la marginación de género, el asunto étnico, el centralismo, etc.

Mi intención, en otras palabras, era exigir que quienes se reclaman marxistas dejaran de hablar del asunto como una victimización personal y fueran capaces de analizarlo en su marco mayor, donde los problemas de la esfera literaria reproducen en gran parte los de la esfera pública toda.

También quise empujar a quienes no son de izquierda a pensar el asunto en sus dimensiones sociales y culturales, a observar cuál es el origen real, el origen social, cultural y político del sentimiento de marginación que invade a escritores de provincias, a escritores de izquierda, a escritores no sancionados en el canon en la dimensión que podrían merecer.

Han pasado cinco años y eso no ha sido hecho. Es verdad: no lo he hecho yo tampoco, no a profundidad, aunque no es una idea que descarto.

¿Cuál es, entonces, mi posición en la esfera literaria peruana? Dije al principio que era una posición marginal: espero que se entienda ahora a qué me refiero. Siendo profesor en una universidad de élite y habiendo estudiado y trabajado en otras igualmente prestigiosas, "marginal" no es una palabra que quiera asumir para mí en sus sentido social, obviamente.

Quizás sea mejor decir "insular": mi papel en el mundo cultural peruano es el de un autor como cualquier otro, salvo porque además tengo un blog y no me siento ideológicamente afín a mis amigos escritores, por un lado, y no apruebo la ejecutoria pública de muchos de los que podrían ser más cercanos a mí, si nos redujéramos al corpus de nuestros referentes intelectuales.


Incluso mi mejor amigo, Daniel Salas, es más bien un libertario de quien muchas cosas me alejan en lo político (y las solemos discutir en privado, o resolver en una mesa de ping-pong: los libertarios me parecen ideólogos de lo imposible), pero con quien suelo coincidir públicamente en diversos asuntos, creo, por una cuestión de ética y sentido común, dos cosas que, en muchos casos, bastan para reconciliar a quienes piensan distinto.

Por último, creo que si algún mérito tiene mi papel en este blog es el de mantener despierta una pequeña llama polémica en nuestra esfera literaria (apenas la flamita del piloto que otros pueden encender de verdad de vez en cuando). Contra lo que algunos, más o menos despistados, puedan pensar, eso no me da ninguna forma de poder en ese mundo ni me hace la vida más fácil: sólo sirve para alienarme más y más de él. No me quejo: nadie me obliga a hacerlo; lo hago porque no sé ser de otra manera.



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24.11.10

Babas y hepatitis

Una última cosa sobre Silvio Rendón

(Este post está actualizado hacia el final, donde dice Postdata).

Hace una semana, Silvio Rendón denunció lo que él llama "lobbismo literario" en el Perú. La denuncia ha sido borrosa: no dice cuál es el objetivo de esos lobbies ni cuáles son sus resultados. Y ha sido todo lo vago y contradictorio que ha podido con respecto a quiénes son las personas implicadas, excepto en mi caso.

Una persona no es un lobby. Un lobby es un colectivo que se organiza para obtener ciertos beneficios mediante el recurso de influir en terceros con algún poder de decisión. En el circuito literario, un lobby debería alcanzar a autores, críticos, medios de prensa y editoriales; acaso también a distribuidores y librerías.

En mi caso particular, Rendón parece decir que mis opiniones sobre autores y obras están influidas por los intereses de un lobby, o que son ellas mismas los vehículos del lobbismo: es decir, que yo escribo para beneficiarme o para beneficiar a otros. Como es obvio, sólo puedo tomar eso como una acusación de falta de ética.

Ya le di un buen número de pruebas de la inconsistencia (por decir lo menos) de sus acusaciones. Habló de Roncagliolo, le mostré mis críticas a Roncagliolo; habló de Ampuero, le mostré mis críticas a su intervención en la polémica de andinos y criollos; habló de Vargas Llosa, le mostré mis críticas negativas a Vargas Llosa.

Habló de Renato Cisneros: quedó claro que nunca en mi vida he opinado ni a favor ni en contra de la obra de Renato Cisneros y que apenas una vez critiqué la falta de ética de un blogger que quiso forzar a Cisneros a tomar distancia ante la ejecutoria político-militar de su propio padre.

Sus respuestas han sido cada vez más delirantes: que critico a esos autores negativamente para que nadie me pueda acusar de querer favorecerlos; que me opongo a que otros los critiquen negativamente para ser yo el único que lo haga; que escribo contra Denegri previendo que Denegri comentará negativamente mi propia obra. No necesito comentar esas acusaciones: son suficientemente estólidas en sí mismas.

Y en el colmo del ridículo, sin pudor por la vergüenza ajena que pueda provocar, Rendón se queja de que yo le haya respondido. Dice: "ahora (Faverón) se las agarra conmigo". ¿Qué les parece? Pobre, ¿no?

Rendón debe dejar la actitud de intrigante y moverse con algo más que su hígado como argumento. Debe hablar claro: quiénes conforman el lobby, quiénes se benefician de él, cómo se benefician de él, quiénes son los influenciados por el lobbismo y cuál es la manera en que yo me he beneficiado de todo ello.

El lobbysmo puede ser, y sin duda es, una actividad aceptada en innumerables ejercicios comerciales y la literatura es un ejercicio comercial. Hay, sin embargo, un sólo eslabón en la cadena literaria que no puede nunca, no debe nunca, bajo ninguna circunstancia, tener una intención lobbista: el crítico. El crítico que opina sobre una obra movido por un beneficio y no por su opinión, más aun si lo hace sistemáticamente, dentro de un lobby, es un corrupto, carece de ética profesional.

Una acusación así no la voy a tomar nunca a la ligera: si alguien quiere acusarme de eso, va a tener que exhibir algo más que sus humores hepáticos. Si quiere seguir con esto, Rendón va a tener que demostrar que lo falso es verdadero o, en su defecto, callarse y rectificarse.

Esto, por tanto, no es una invitación a nuevos vuelos de la imaginación de Rendón; no tengo el menor interés en seguir sus blogonovelas conspirativas: le exijo que deje de juguetear con mi honor y hable como adulto.

Postdata

En una respuesta en su blog, que un amable lector ha tenido a bien copiar entre los comentarios a este post, Silvio Rendón reformula las babas y agrava la hepatitis: ahora el lobby del que hablaba resulta ser individual (solo yo); sigue sin responder a nada más: cuáles son los supuestos beneficios, quiénes son los influidos, etc, cosa que debería decir puesto que antes habló del lobbismo literario como un elemento corrupto de la industria editorial.

Ahora todo se reduce a lo siguiente: yo he defendido a un escritor cuando ha sido atacado pero no he defendido a otros en circunstancias similares (no da ejemplos de circunstancias similares); yo he minimizado el supuesto plagio de alguien cercano a mí pero en otros casos he actuado de manera distinta; yo me he lanzado contra Denegri porque, dice, "es duro con las obras que critica" (se olvida de que la obra en cuestión es de un autor al que yo he criticado muchísimo más --y con argumentos). Todas esas actitudes, dice Rendón, son "lobbismo".

Sigamos esa lógica:

Rendón defiende a Marco Aurelio Denegri cuando lo critico yo pero no lo ha defendido cuando lo han criticado otras personas: eso es lobbismo.

Rendón critica la censura en ciertas sociedades pero la minimiza en Bolivia: eso es lobbismo.

Rendón defiende el derecho del gobierno de Bolivia a decidir qué discursos son racistas y a retirar esas cosas de los circuitos masivos, pero acusa de censores a quienes piden que el Estado Peruano deje de darle tribuna a un reaccionario como Denegri que se refiere a parte de la población del Perú como "basura biológica": eso es lobbismo.

Rendón opina, acusa, señala, sentencia cuando se descubren los plagios de Bryce, pero no dice nada cuando se descubren los plagios de Jáuregui (disculpen lo ridículo del ejemplo: me estoy ajustando a su lógica, y, según su logica...): eso es lobbismo.

Rendón acusa de lobbista a quien señala que una cierta reseña es ad hominem y arbitraria, pero nunca ha acusado de lobbista a decenas de personas que hacen otro tanto: eso también es lobbismo.

Rendón ataca constantemente a la CVR como conjunto y a varios de quienes trabajaron en ella individualmente, pero jamás objeta las injustas críticas de otros contra la CVR: eso es lobbismo.

A lo largo de varios años, Rendón ha dedicado decenas de posts a criticar a la CVR, presidida por un ex rector de la Universidad Católica; a funcionarios de la Universidad Católica; a blogueros ligados con la Universidad Católica; a departamentos académicos de la Universidad Católica; a institutos de la Universidad Catolica, etc. ¿Alguien encuentra un patrón en eso? ¿No será lobbismo?

Desde que dejé de ser colaborador de su blog, Rendón no sólo me ha acusado de lobbismo: me ha acusado de parcialidad, de racismo, de amiguismo, de tener actitudes reaccionarias; me ha criticado cuando escribí sobre Denegri, cuando escribí sobre Ampuero, cuando escribí sobre Claudia Llosa, cuando escribí sobre Evo Morales, cuando escribí sobre Vargas Llosa. ¿Alguien encuentra un patrón en eso? ¿Será lobbismo?

Rendón puede argumentar que esas son sus opiniones, que cree en ellas, que lo hace de buena fe, que detrás de cada post está la intención de ser objetivo, etc. Ok, pues. Yo no tengo manera alguna de demostrar lo contrario, ni tampoco tengo interés.

Por eso no lo acuso de lobbismo. Por eso nunca he discutido con él cuestionando las intenciones que pueda haber detrás de sus comentarios, ni sugiriendo siquiera que haya intenciones escondidas: cada vez que ha dicho algo en contra de mí, le he ofrecido razonamientos y pruebas como respuesta. Nada más.

Pero todo tiene un final, y este es el final de mis intentos de razonar con alguien que no puede hacerlo, alguien que sólo escribe movido por el rencor. Alguien que es capaz de seguir afirmando, por ejemplo, que yo soy un defensor de Santiago Roncagliolo, aunque no sea capaz de citar una sola frase mía en la que yo haya defendido a Roncagliolo de algo, de cualquier cosa, en cualquier contexto, en cualquier discusión, y eso, por supuesto, incluye el mismo post en que critiqué a Denegri por la naturaleza de sus comentarios sobre un libro de Roncagliolo.


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21.11.10

Cuatro cosas

Para terminar con el asunto Denegri

Quiero terminar con el tema Denegri, pero no sin subrayar el marco general de mi crítica. En un país donde hay un solo programa televisivo estatal dedicado, aunque sea parcialmente, al comentario de libros, es inadmisible desde el punto de vista intelectual que ese único programa suplante a la crítica literaria con la corrección gramatical. Es ofensivo para los autores, es una burla para los interesados en la literatura, es un engaño para la audiencia no iniciada.

Resulta sintomático que todas y cada una de las reacciones en defensa de Denegri hayan venido de personas ajenas al campo literario: no hay nadie en la academia o en el oficio crítico que piense en Marco Aurelio Denegri como un colega. Fuera de esas esferas, en cambio, parece no ser infrecuente que algunas personas, incluso algunas no ajenas al trabajo intelectual, compren con inverosímil ingenuidad la idea de que Denegri es un crítico.

Sobre todo considerando esto último es que me animo, no sin cierta reticencia, a escribir este último post, sólo para dejar algunas cosas claras:

1. Lo que Marco Aurelio Denegri hace en su programa de televisión no es crítica literaria. La corrección de estilo no es una de las formas de la crítica literaria; tampoco es una suerte de paso inicial de la crítica literaria; no es una subdisciplina dentro del campo de la literatura; no es una puerta de entrada al terreno de la crítica literaria. Simplemente, no es parte de ella. No lo es.

2. Lo que Marco Aurelio Denegri hace en su programa es un ejercicio reaccionario. Confundir el arte con la normativa, confundir la expresión literaria con la corrección gramatical, confundir el uso creativo del lenguaje con la imposición de la forma culta de una lengua particular, son, todas ellas, actitudes reaccionarias. No conservadoras, no tradicionalistas: simplemente reaccionarias.

3. Lo que Marco Aurelio Denegri hace en su programa no es una práctica pedagógica. Presentarse ante un público abierto, no necesariamente iniciado en la literatura, y hacerle creer que un escritor sólo vale si su uso de las normas gramaticales es adecuado a lo académicamente prescrito es proponerle una idea enteramente equivocada de la literatura y, por extensión, de todas las actividades artísticas y creativas.

4. Lo que Marco Aurelio Denegri hace en su programa es una práctica elitista y segregadora. Presentarse ante el público televisivo y hacerle creer que un escritor, para ser considerado de algún valor, debe escribir dentro de los linderos de la llamada norma culta del español es enajenar del derecho a la expresión literaria a todos aquellos cuyo uso del idioma está fuera de esa norma. En el más leve de los casos, es una arbitrariedad cuya consecuencia puede ser disuadir de la actividad literaria a quienes se reconozcan fuera de esa norma.

A diferencia de lo que hace Marco Aurelio Denegri en su programa, la crítica literaria es un ejercicio inclusivo. Mientras que el estudio de la teoría y la crítica como disciplinas académicas es altamente especializado, y su desarrollo dentro de la academia demanda el conocimiento de una taxonomía y un corpus teórico, crítico y creativo vastamente complejos, el ejercicio de la crítica dirigida hacia un público abierto debe ser una guía y una invitación, no un señalamiento de fronteras y un tirar de puertas.

Quienes crean que el programa de Denegri es inclusivo, que tiene una orientación pedagógica, que está inclinado a invitar al público hacia el campo de la literatura o a salir a explorar ese campo fuera del castillo de cristal de una élite muy limitada, deberían darle una mirada a sus declaraciones en esta entrevista. Creo que dan una pista bastante clara de lo que entiende como su labor profesional. Yo les adelanto un fragmento:
¿Qué piensa de los "cholos", de la tecnocumbia, de sus colores violentos?

Es una consecuencia de la limitación, de las migraciones de los últimos veinte años. No me gusta, por supuesto, pero es así. Ahora, desde que comenzaron los "reyes" de la papa y del camote. ¿Qué se va hacer, no? Yo estoy absolutamente ajeno y lejano de esas personas, pero es un hecho social

En el Perú, ¿es mejor ser popular o ser elitista?

No, yo soy elitista.

¿Es mejor?

No, yo no digo que sea mejor o peor. Lo que digo es que la cultura no puede ser popular, Dios me libre de que sea popular. La cultura supone mucho esfuerzo, es un empeño, es un conato. Como decía Mao Tse Tung: "no todos tienen el derecho de opinar", en eso sí no soy democrático.

Si descree de la democracia, ¿qué sistema de gobierno propone?

No, ya para esta especie ningún sistema, es ingobernable. Es, como decía (el fascista) Mussollini: que tal o cual sistema no es el problema. Es inútil o ¿usted cree que es el sistema el que falla? El gran escritor y poeta colombiano, Alvaro Mutis, decía que la democracia es un sueño imbécil.
No es sorprendente que las "autoridades" que sirven como fuentes para la sabiduría de Denegri sean personajes como Mao o Mussolini. Después de todo, es obvio que las ideas que Denegri recoge tienen un punto en común: el desprecio a alguna forma de igualdad. La cultura no es para todos, dice Denegri, como si tal cosa fuera razonable y racionalmente sostenible. El derecho a opinar tampoco es para todos, dice.

Yo, en cambio, sí creo que Denegri tiene derecho a opinar (aunque ciertamente no porque él sea parte de una élite intelectual; simplemente porque es un ciudadano como cualquiera). Lo que no creo es que el canal de televisión del Estado deba tirar la plata de los peruanos en asegurar la propalación de los devaneos reaccionarios de alguien que siente un desprecio raigal por el noventa y nueve por ciento de sus compatriotas. Y estoy seguro de que la naturaleza de su práctica y su discurso elitista está reñida con lo que tenemos derecho a esperar de un organismo del Estado.

Algún despistado (uno con mucha mala leche) ha preguntado por qué no pido el despido de personajes como, por ejemplo, Bedoya Ugarteche, el lamentable racista al que Aldo Mariátegui da tribuna en el diario Correo. Los lectores del blog saben que yo he criticado varias veces esa situación vergonzosa y muchas otras similares. Y si a Bedoya Ugarteche le dieran un espacio en la televisora estatal, también pediría su remoción; pero no es el caso.

El caso es que Denegri está en un lugar que no le corresponde, fraguando un saber del que carece en una tribuna cuyo funcionamiento yo y todos los peruanos tenemos derecho a fiscalizar. Así de simple. Y si alguien quiere explicarme cuál sería la virtuosa ventaja de mantener a Denegri en ese lugar, adelante.

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19.11.10

"Deja que tu libro se defienda solo"

En torno a un (más bien reciente) lugar común


¿Qué quiere decir que un autor debe "dejar que su libro se defienda solo"? El lado argumentable de esa idea, su raíz, discutible o no, es la creencia de que todo cuanto un autor quiere decir sobre un determinado tema, lo dice en su ficción, o en sus poemas, o en sus ensayos, o en sus piezas teatrales, y que, por ello, cualquier cosa que añada fuera de la creación literaria será inatingente o irrelevante o, en cierto sentido, una infracción a las reglas del juego.

Esa idea me parece inadecuada, o al menos insuficiente para proponer que los autores no deban "defender" sus libros, por muchos motivos. El primero y más obvio es que una obra no es solo su tema, y que la discusión literaria va más allá de un debate sobre tópicos y asuntos o sobre las opiniones o creencias que un autor tenga acerca de ellos.

El segundo motivo es que esa idea no tiene asidero necesario en la realidad: los autores retornan, a veces muchas veces, sobre un mismo asunto, lo reelaboran, cambian de opinión, corrigen lo hecho antes, discrepan consigo mismos. Y eso se debe a que, precisamente, los artistas suelen tender a pensar que ninguna de sus obras ha sido capaz de decir todo lo que hubieran querido. En verdad, tal actitud es mucho más común que la contraria: es raro el autor que se acerca a un tema y luego se mantiene en silencio sobre él.

Se puede poner el siguiente reparo: los autores regresan sobre los temas pero lo hacen en otras obras, no en su discurso fuera de la creación literaria. Eso también es ostensiblemente falso: casi no hay autor que no vuelva sobre sus páginas para comentarlas de alguna manera: en artículos, unas veces, pero con enorme frecuencia en entrevistas, conferencias, charlas, mesas redondas, presentaciones, lanzamientos, relanzamientos, polémicas, etc.

La historia de la literatura está colmada de casos de escritores que entran en abierto debate con otros autores o con críticos literarios en torno a las ideas identificables (u oscuras) en sus obras. Y mientras más significativa es la labor de un autor en el contexto de su tiempo y su sociedad, más posible es que tal debate ocurra.

Uno de los escritores centrales de nuestra tradición novelística, José María Arguedas, ejerció su derecho a tal actitud muchas veces, en sus alegatos frente a las críticas de Julio Cortázar, por ejemplo, o en la célebre mesa redonda que puso su obra en contraste con las ideas de una serie de científicos sociales peruanos.

Se podrá decir que una cosa es defender las ideas de una obra literaria propia y otra es defender las virtudes de esa obra o de su realización estética. La misma polémica de Arguedas y Cortázar es un ejemplo de lo contrario, sin embargo, y muchos otros se pueden hallar. La lista de los escritores que sintieron la necesidad de explicar la génesis y la escritura de sus obras no es nada corta: la conocida Historia secreta de una novela, donde Vargas Llosa detalla el origen y las necesidades expresivas que enfrentó en la escritura de La casa verde, es un ejemplo muy a la mano.

Pero muchos autores han ido más allá, hasta ofrecer al lector (y a los críticos) las claves de escritura de sus creaciones (el canónico texto de Poe sobre El cuervo), los detalles secretos tras la construcción de sus ficciones (las no menos populares Apostillas a El nombre de la rosa, de Umberto Eco), e incluso guías interpretativas para entender mejor los valores simbólicos y referenciales de sus creaciones (el maestro de esa práctica fue, claro, James Joyce).

Hay argumentos de mucho mayor peso que la simple exposición de los casos en que los autores no obedecieron el consejo del lugar común. El más transparente de todos: prohibir o ver con malos ojos el que un autor entre en polémica sobre su propia obra es, en la práctica, suponer que todo el mundo sin excepción tiene derecho a decir algo sobre una obra de arte excepto quien la ha producido, que es, después de todo, quién más sabe acerca de cómo, por qué, en qué condiciones, con qué expectativas y mediante qué recursos esa obra ha sido producida.

Eso no equivale a decir que el autor es el más capacitado para juzgar el resultado ni mucho menos el más indicado para evaluar el logro estético de su propio trabajo, obviamente. Pero sí está más capacitado que nadie para hablar sobre el proceso creativo y sobre los elementos que él mismo ha dispuesto en la obra, e incluso también acerca de la trama ideológica (al menos la consciente) que ha servido de base a la edificación del texto.

Por último, tampoco se trata de exagerar hacia el otro lado: el autor tiene el derecho de hablar, pero también tiene el derecho de no hacerlo. Entre un viejo autor del romanticismo inglés, capaz de defender su obra con la espada o a los bastonazos, o uno del siglo de oro español, dispuesto a satirizar a todos sus críticos en versos vulgares y ofensivos, por un lado, y, por otro lado, un Salinger que se rehúse incluso a la menor exposición pública, hay infinitos puntos intermedios: entre ellos, el de evadir la polémica y guardar un moderado silencio.

Nota esperable (que no debería ser necesaria)

Ahora, tras la publicación de mi primera novela, cuando ya dejé de ser, por lo menos públicamente, crítico e investigador a tiempo completo, empiezo a notar que todos y cada uno de mis posts son entendidos por un pequeño y más bien discreto grupo de gente como auto-alusiones, auto-elogios o, más sorprendentemente, auto-defensas (si es que no vendetas anacrónicas).

Digo sorprendentemente porque, entre todas las críticas que he visto sobre mi novela El anticuario, por fortuna, no he encontrado ninguna de la que piense que deba defenderme. Todo lo contrario: estoy muy contento con la respuesta que la novela ha obtenido hasta ahora.

El punto es que un par de veces alguien ha dejado algún comentario en el blog recomendándome "dejar que el libro se defienda solo", a pesar de que yo no he dicho nada en "defensa" de mi novela. Y eso puede hacer que algunos piensen que este es un momento inoportuno para escribir sobre el tema de este post. Yo no: yo creo que este es un momento como cualquier otro para hacerlo, o quizás, incluso, el mejor momento para hacerlo, porque me pone a mí mismo como caso a observar, en lugar de implicar a nadie más.

Por último, quiero que quede muy claro que yo sí me creo en pleno derecho de argumentar sobre mi propio libro o hacer observaciones sobre él, siempre sin deslizar juicios de valor. No es algo que crea recién ahora:quienes revisen este blog y otras publicaciones mías verán que yo jamás he asumido el argumento de que los autores no deban hacerlo, y en todos los casos en que se me ha propuesto, he aceptado intercambiar ideas con quienes lo han querido a propósito de libros de su autoría.

Después de todo, la verdadera razón que se esconde detrás de la frase "deja que tu libro se defienda solo" es algo así como la idea de que decir algo sobre la obra propia es poco elegante. Pero eso no parece nada más que un puro remilgo muy, muy burgués.


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18.11.10

El novelista como baterista

¿Qué decimos cuando decimos que una novela es lenta?

Cuando decimos que una novela (o una película o cualquier otra narración) es lenta, decimos muchas cosas diferentes. Y es posible que cada quien diga una o varias cosas distintas. Pero en general estamos hablando de ritmo.

Antes de responder, entonces, aquí van un par de observaciones tipo diccionario: en general, le llamamos ritmo a la sucesión de señales contrastantes, dispuestas en el tiempo o en el espacio, que marcan las variaciones de un movimiento.

Una ligeravariación: el ritmo es un movimiento signado por la alternancia sucesiva de elementos disímiles, acaso opuestos en valor (el color blanco yuxtapuesto al color negro, los golpes de una tarola alternados a los golpes de un bombo, etc.). Obviamente, la explicación podría ser mil veces más minuciosa y mucho más sutil.

En literatura, solemos asociar la idea de ritmo, sobre todo, con la poesía, quizá porque la familiaridad de la poesía con la música nos permite entender el fenómeno más inmediatamente. El ritmo del poema se encuentra en la conjunción de elementos más o menos fáciles de indentificar: la métrica, la distribución de los acentos, las rimas, las aliteraciones, las eufonías en general, etc.

Tendemos a suponer, quizá debido a que el ritmo del español se sostiene sobre elementos fonéticos, que el asunto del ritmo es puramente una cuestión de sonido. Pero esa no es una verdad universal.

La poesía hebrea del exilio clásico (por poner un ejemplo en el que se incluye el Cantar de los cantares), dejaba la mayor parte de la responsabilidad en la creación del ritmo a los paralelismos semánticos y otras formas de contraste en las ideas: los versos no "rimaban" en el sonido, sino por la manera en que las ideas de uno reverberaban en el verso siguiente, y era esa sucesión de contrastes intelectuales o emotivos los que creaban, a su vez, el ritmo. (Esa debió ser la base de la teoría de Yuri Lotman --judío-- sobre las concomitancias que forman una estructura literaria).

En la prosa, todos decimos saber que existe también el ritmo, pero casi nadie se da el trabajo de observar problemas o virtudes de ritmo en un ensayo o en una obra narrativa. Peor aun: es un lugar común entre muchos críticos decir vacuidades tales como que la prosa de una narración "tiene buen ritmo", "es lenta", "es ágil", "es demorada", o, en el colmo del absurdo, que "no tiene ritmo", que "le falta ritmo", como si tal cosa fuera posible.

Pensemos en la idea básica de ritmo que propuse arriba: la sucesión de señales contrastantes, dispuestas en el tiempo o en el espacio, que señalan las variaciones de un movimiento. Añadamos, aunque es obvio, que el ritmo de una narración puede variar muchas veces a lo largo de un texto (y ricemos el rizo diciendo que esas mismas variaciones son, a su vez, señales que también marcan el ritmo).

En un primer nivel, el puramente fonético, las señales del ritmo de la prosa no son en su naturaleza muy distintas de las señales del ritmo en la poesía: acentuaciones, aliteraciones, coincidencias eufónicas o cacofónicas, otras repeticiones de sonidos, alternancias de longitud en las frases (algo así como la métrica de la prosa).

También hay elementos sintácticos que influyen en la sonoridad del texto y con ello en su ritmo en el nivel fonético. Por ejemplo, las estructuras oracionales, la coordinación, la yuxtaposición, la subordinación, la repetición y la introducción de frases o incluso párrafos que son variaciones de otros anteriores (piensen en Juan José Saer, en Javier Marías, en Guillermo Cabrera Infante).

Según nos acercamos, con esto último, al nivel macrotextual, más nos alejamos de la fonética. Cuando Vargas Llosa alterna, digamos, cuatro líneas narrativas distintas dentro de cada capítulo de una novela, creando a un narrador distinto con un lenguaje diferente para cada cual, y luego repite sistemáticamente la serie en cada uno de los capítulos, y luego agrupa ocho de esos capítulos en la primera parte de una novela, y ocho en la segunda, está construyendo una estructura rítmica.

El texto o, más precisamente, nuestra lectura del texto, se convertirá en un movimiento en el tiempo marcado por el contraste entre esos elementos disímiles que aparecen en él alternativamente.

En "La noche boca arriba", el célebre cuento de Cortázar, hay una alternancia recurrente entre el punto de vista del indígena moteca y el punto de vista del motociclista. En "El sur", de Borges, un ir venir de momentos en que el protagonista abre y cierra los ojos y ve el mundo con mayor o menor lucidez. En Los cachorros, de Vargas Llosa, hay un vaivén de focalizaciones y voces narrativas que pasa de la tercera persona singular a la primera persona plural, en contrapunto, de inicio a fin del relato.

En El retrato de Dorian Grey, hay una serie de momentos en que Dorian y otros personajes se colocan frente a la pintura y a través de sus reacciones dejan ver al lector el crescendo de la decadencia de la imagen, espejo del espíritu del personaje. En Sobre héroes y tumbas, es el cambio de las cronologías y el plano narrativo, del presente singular a la historia colectiva, lo que va generando la cadencia de la lectura.

Todos esos son rasgos que marcan el ritmo de la narración. El ritmo, entonces, puede determinarlo el contrapunteo de líneas argumentales, voces narrativas, personas gramaticales, focalizaciones, estilos, puntos de vista, tiempos referidos y también, claro, la aparición, desaparición, reaparición de ciertos motivos.

Hay una forma más huidiza de creación rítmica en una narración, acaso la más intelectual de todas: la diseminación, a lo largo del relato, de claves, señales, símbolos y recurrencias metafóricas que son percibidas por el lector y que lo conducen a una forma de reflexión, a ir construyendo, paulatinamente, su interpretación del texto.

La naturaleza de esos beats interpretables es múltiple, por supuesto. En Borges puede ser el asomo de las muchas puntas de iceberg que son sus alusiones a la historia de las ideas, la mitología, otras obras literarias; en Joyce, el demorado reconocimiento de las alusiones míticas, esparcidas a lo largo de la narración, dispuestas como nudos que el lector debe detenerse un instante a desatar.

En Proust, son los remansos de ensoñación que de pronto llevan al lector a la pura sensorialidad o a la emoción pura, que lo sacan del tiempo o lo colocan en otro, en pausas aparentes que, después de un momento, lo devuelven al plano inicial; en Sebald, la profundidad de la mirada, que insiste una y muchas veces en rever una misma imagen, hasta hacerla significar muchas cosas, cosas que habrían sido imperceptibles en caso de que la narración hubiera optado por quedarse en la superficie: la alternancia es entonces entre una lectura horizontal de la narración y una penetración vertical en la descripción.

Esas también son marcas de ritmo, en el sentido más preciso: señales que modifican el tempo de la lectura y su compás. Lamentablemente, son las señales que los amantes de la velocidad nunca perciben: las novelas que llaman lentas, suelen ser aquellas que ellos leyeron muy rápidamente.

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17.11.10

Para qué sirve un crítico literario

Y por qué no es bueno confundirlo con un corrector de estilo

En contra de lo que muchos parecen creer, la labor principal de un crítico no consiste en revelar, como desde un púlpito, qué libro es bueno y qué libro es malo. Al menos no sin la necesidad de justificar el criterio seguido para la elaboración de ese juicio.

Lo central es otra cosa: el análisis; la comparación histórico-social y también dentro del marco de la historia de la estética y la historia de las ideas; la comprensión del lugar del libro en la tradición en la que se inscribe, y cómo la viola o la descentra; cómo surge ese libro a partir de otros previos; qué dice sobre aquello que sea su referente y en qué forma alude a él.

El crítico, como lector especialmente entrenado, debe hacer lo posible por entender la armazón estructural de un libro y su contenido ideológico: cuál es la trama de creencias implicada debajo de la superficie externa de la obra. Eso no es reinstituir la imposible dicotomía de forma y fondo: es lo contrario, descubrir cuál es la unidad estética de la obra, es decir, la manera en que la distribución de ideas y formas se interpenetran inextricablemente.

(Por ejemplo: una de las maneras en que se entiende que El hablador de Vargas Llosa es un discurso que no afirma la superioridad del mundo occidental sobre el mundo asháninka o viceversa, está, más allá de las ideas expuestas en los diálogos de los personajes, en la imposibilidad de decidir el nivel de realidad y objetividad ficcional de las dos series de capítulos alternos que forman la novela, lo que produce la indecibilidad acerca de cuál de los dos mundos representados es "más real", y con ello, la sospecha de que tal vez el narrador occidental jamás ha llegado a conocer el otro universo).

Incluso cuando el crítico se siente en la necesidad fatal de concluir si el libro es bueno o malo (como ocurre, por ejemplo, en el caso de la crítica de prensa, donde se sabe que hay un lector que espera tener una pista pragmática sobre la obra), incluso en esos casos, digo, ese juicio final no tiene sentido alguno si no está apoyado en el aparato anterior.

En el caso de los reseñadores de prensa, uno escucha con frecuencia que las limitaciones del espacio impiden ese tipo de análisis. Eso, en verdad, es un tanto irrelevante. El crítico de prensa no está en la necesidad de hacer constar por escrito cada paso de la elaboración de su juicio; pero eso no lo autoriza para no pasar por esos escalones; luego bastará con que sintetice los resultados, será suficiente con que deje ver que el trabajo ha sido hecho.

Lo contrario, es decir, dedicar el breve espacio de una reseña a mostrar solamente el juicio de valor, produce la impresión de que el crítico se está poniendo a sí mismo como único respaldo, como único balance del juicio. Y muchas veces es así.

Por desgracia, muchos críticos, sobre todo, claro, en la prensa (en todo el mundo, hasta donde he podido ver), suelen afirmar cosas como que un libro es malo porque sus frases son muy largas o muy cortas, o su lenguaje es muy vulgar o demasiado afectado, o su estructura es muy simple o muy compleja, o sus referentes culturales son muy oscuros o muy obvios, o su anécdota es muy sencilla o muy enredada, o su tiempo es muy lineal o muy arborescente, o su ritmo es muy lento o muy agitado, etc.

Si detrás de ello no hay una demostración interesante acerca de cómo y por qué tales rasgos son negativos en el contexto de la obra misma, entonces esas afirmaciones no significan nada atendible, quedan como expresiones de una preferencia personal. Y como nadie está obligado a tener el mismo gusto que un crítico, dicen poco o nada.

¿Las frases muy largas son un defecto? Entonces Faulkner es pésimo. ¿Las muy cortas son un horror? Entonces Carver es malísimo. ¿El lenguaje vulgar? Medio Joyce se va. ¿El lenguaje muy afectado? Adiós Proust. ¿Las estructuras muy simples? Chau Hawthorne. ¿Referentes culturales demasiado oscuros? No lean a Borges. ¿Demasiado obvios? Bye bye Ribeyro.

¿Anécdotas muy sencillas? Maten a Roth. ¿Demasiado enredadas? Prohibido Tolstoi. ¿El tiempo es muy lineal? Olviden a Dostoievski. ¿Muy arborescente? Quién necesita a Bolaño. ¿El ritmo es muy lento? No toquen a Flaubert. ¿Muy agitado? Descartado Celine.

Ocurre que cuando un crítico dice que una novela es demasiado x o demasiado y, está comparándola con algo más. Quizá con un conjunto discreto de libros que, consciente o inconscientemente, forman su estándar, su medida base; algo así como un libro imaginario constituido por todos aquellos rasgos que él supone cualitativamente superiores. Eso, de hecho, parece casi inevitable: todos tenemos preferencias, y llegamos a cada libro nuevo con esas preferencias bajo el brazo.

Pero no por ser casi inevitable deja de ser injusto. Después de todo, el libro que nos ponen en frente, aunque sea necesariamente el fruto de una tradición o varias, es nuevo, y merece que el crítico empiece por compararlo primero consigo mismo, con lo que ese libro propone. Si de todas maneras lo vamos a contrastar con el libro imaginario que llevamos dentro, también debemos hacer el esfuerzo de contrastarlo con el libro imaginario que esa obra nos plantea, es decir, con lo que podemos suponer que hubiera sido su forma ideal, si el autor fuera, en verdad, capaz de escribir su obra perfecta.

Acepto que, si ese otro libro también es imaginario, nuestra intuición de cómo podría ser es altamente subjetiva y, peor aun, puede estar marcada por los mismos prejucios anotados antes. Pero si la crítica está plagada de subjetivismos, nuestro deber no es entregarnos a ellos, sino tratar de tensarlos y reprimirlos, ponerles límites, ver y escuchar con los ojos y los oídos bien abiertos.

Quienes recibieron con pasmo y felicidad el Ulysses no tenían la ventaja de que la novela de Joyce les sonara demasiado familiar: al compararla con su estándar adquirido, tuvieron que ser capaces de aceptar que la literatura puede romper tantas convenciones como quiera y no sólo seguir siendo literatura, sino ser incluso la mejor.

No se trató, para ellos, tampoco, de aceptar a ciegas que este artefacto nuevo y diferente fuera llamado novela pese a las radicales diferencias con lo previo: tuvieron, también, que darse cuenta, con extrema sutileza, de que el mérito mayor de la novela de Joyce era precisamente el de estar escrita en tensión con casi toda la tradición previa.

Esa es la línea en la que se sitúa un buen crítico ante cada libro: la frontera entre lo hecho antes y lo hecho ahora, entre lo que nos llega en cada libro por la inercia de la tradición y lo que el libro nos ofrece por primera vez, cuando su autor lo hace derivar en una dirección inusitada, una dirección a la que no se llega por solo el impulso de la repetición y la costumbre.

Por supuesto, aquel crítico que sólo sea capaz de comparar un libro nuevo con su estándar anterior, y nada más, es un crítico que no está haciendo su trabajo. Y el caso puede ser peor aun: hay que ver cuál es el estándar, cuáles son esos libros con los que que el crítico ha formado su criterio. Mientras más estrecho sea ese rango, más pobre. Mientras menos riguroso, más injusto. Mientras más semejantes entre sí sean sus afluentes (hay críticos que sólo conocen un cierto tipo de literatura, que desprecian a los clásicos, o descartan a priori todo lo que que les huele a raro, o que jamás sienten inquietud por estudiar distintas tradiciones), menos posibilidades tendrá el crítico de reaccionar con inteligencia ante un libro que lo saque de su zona de seguridad.

Y pensar que en el Perú hay un seudo-crítico que sólo es capaz de comparar los libros con los diccionarios de la Real Academia Española. Y pensar que hay despistados que se arrancan la piel a mordiscos de la desesperación si alguien, como yo, hace notar que esos seudo-críticos son una enfermedad.

Si siguiéramos los criterios de ese seudo-crítico (un monomaniaco detector de redundancias, agramaticalidades y cacofonías, defensor de la sujeción a la normatividad por encima de cualquier otra cosa), autores como José María Arguedas, Roberto Arlt, Armonia Somers o César Vallejo resultarían ser mediocres e indignos de atención. Como que ya lo ha dicho sobre Vargas Llosa, más de una vez.

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Frenemies

Esquizofrenia y simple objetividad

En la época en que se inició la famosa polémica entre andinos y criollos, yo publiqué en el diario Perú 21 un artículo titulado Demasiado ego, cuyo párrafo final decía:
"Las ficciones de Gutiérrez, Cueto, Rivera Martínez, Riesco, Ampuero, Colchado, con su afán por retratar la diversidad del país, hablan de una narrativa peruana en auge, a punto de parir formas insólitas. Pero las discusiones públicas entre algunos de esos autores parecen desdecir la calidad de sus obras. Mientras los escritores ensayan el siguiente tacle, su propia literatura parece cogerlos por sorpresa, pasar sobre ellos, hacerse sutilmente las preguntas que los escritores deberían hacer también en voz alta, en diarios, revistas y programas de radio y televisión: en las circunstancias del país, esa es también su responsabilidad".
Notarán que en esa columna expresé claramente mi decepción ante el camino que estaban tomando en esa polémica tanto los llamados andinos como los llamados criollos. La lista de ejemplos incluyó a dos de mis amigos más queridos en Lima: Fernando Ampuero y Alonso Cueto, junto a uno de los autores que más duramente he criticado, Miguel Gutiérrez, además de otros a los que admiro también, como Rivera Martínez, la hoy desaparecida Laura Riesco y el estupendo cuentista Óscar Colchado.

El artículo, por cierto, no debió de hacerme más simpático a mis amigos, pero ninguno de ellos jamás me reprochó haberlo escrito ni haberlo publicado. No tendrían por qué, dado que ellos saben que mi opinión sobre sus obras y sobre su actuación pública corre en paralelo a nuestra amistad.

Como saben, porque lo comenté ampliamente en el post anterior, Silvio Rendón, administrador del blog Gran Combo Club, me acusó hace unos días de tener la costumbre de saltar en defensa de "Roncagliolo, Ampuero, Cisneros, Vargas Llosa", cada vez que alguien los critica o los ataca.

Como su ejemplo era el de una nota mía referida a las críticas de Marco Aurelio Denegri a Santiago Roncagliolo, le presenté, aquí mismo, ocho artículos míos en los que critiqué muy negativamente la obra y las opiniones públicas de Roncagliolo.

Si Silvio Rendón fuera un poco más despierto y lúcido como lector (o tuviera menos mala leche), no habría sido necesario darle esos ejemplos, porque en la misma nota sobre Roncagliolo y Denegri, escribí, en refernecia a la novela de Roncagliolo, lo siguiente:
"Por supuesto, me dirán que lo que le espanta a Denegri no es un desconcertante libro experimental, colmado de rarezas y riesgos, sino un libro bastante convencional, sin grandes sorpresas de estilo, hecho para el éxito mercantil por uno de los autores más comerciales de las letras peruanas recientes. Correcto".
Y repito: correcto. En efecto, Roncagliolo es para mí, y lo dije en ese artículo como en los otros mencionados, un escritor convencional, sin sorpresas, comercial, que escribe para el éxito mercantil y que nunca arriesga. Eso es lo que Rendón entiende, aparentemente, como una defensa de Roncagliolo. No me pregunten cómo o por qué; esas son cosas que sólo se entienden en su cabeza.

Otro de los autores que según Rendón yo brinco a defender apenas alguien dice algo negativo sobre él es Mario Vargas Llosa. Pero resulta que a Vargas Llosa (de quien más de una vez he dicho que es la persona que decidió mi vocación literaria, y con ello buena parte de mi vida) lo he criticado muchas veces, más de una en tono negativo, incluyendo una ponencia en un Congreso de la Latin American Studies Association sobre El paraíso en la otra esquina. Y lo critiqué hace muy poco, apenas en agosto último, en una serie de posts que pueden ver aquí mismo: 


Vargas Llosa versus las culturas, 3

"Roncagliolo, Ampuero, Cisneros, Vargas Llosa", dice Rendón. Ya mencioné artículos míos en que he criticado o la obra o las posiciones públicas de tres de esos cuatro. Si quieren bucear en el archivo del blog encontrarán más. Sólo queda Cisneros.

Cuando leí el nombre de Cisneros, pensé, como casi cualquier persona de mi edad a la que le muestren ese lista, que Rendón estaba hablando de Antonio Cisneros. Pero no. Resulta que Rendón estaba hablando de Renato Cisneros.

Y aunque no sé qué tienen que ver Renato Cisneros con Vargas Llosa, o cómo es que Ampuero y Roncagliolo son parte del mismo club, sí debo reconocer que a Renato lo he defendido una vez de lo que me pareció un ataque no sólo ridículo sino bastante bajo: una intriga de Paolo de Lima en la que se pretendía forzar a Renato Cisneros a tomar una postura pública en contra de la actuación político-militar de su padre dos décadas antes, cuando Renato era un niño.

Según el argumento de Rendón, yo me he auto-instituido en un defensor de "Roncagliolo, Ampuero, Cisneros, Vargas Llosa, etc". Ciertamente, se pueden encontrar artículos míos en los que he defendido a todos ellos en alguna circunstancia particular. Pero, curiosamente, también se pueden encontrar artículos míos en los que los he criticado negativamente (excepto en el caso de Renato, entre otros motivos porque simplemente no he escrito sobre su obra literaria, salvo para ponerla como ejemplo de lo minúsculas que son las ventas de libros en el Perú incluso en el caso de los best-sellers comerciales).

Pregunto: ¿será que mi plan es hacer que nadie más que yo tenga derecho a hablar mal sobre esos autores? ¿O será que soy un esquizoide que los detesta un día y lo adora al día siguiente?

Mis amigos responderán que sí, porque mis amigos no pierden oportunidad de batirme, porque mis amigos son unos atorrantes, como decía, cariñosamente, Joan Manuel Serrat. Pero llamarme esquizoide para explicar una cosa tan sencilla es lo que un científico llamaría una hipótesis costosa.

Menos costoso, mucho más económico, y bastante más obvio, es suponer que yo los critico negativamente cuando tengo una opinión negativa sobre algo que han escrito y los critico positivamente cuando mi opinión es positiva. Lo mismo ha pasado con aquellos escritores a quienes algunos ven en la orilla contraria: no debo recordarle a nadie que incluí en la antología Toda la sangre cuentos de Miguel Gutiérrez, Oswaldo Reynoso, Dante Castro, etc., y ciertamente no lo hice porque menospreciara sus obras.

Curiosamente, esta segunda hipótesis no sólo me salva de la esquizofrenia, sino que me convierte en una persona regularmente coherente, creo yo.

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16.11.10

¿Mi amigo Santiago Roncagliolo?

Y cómo Silvio Rendón le ha perdido miedo al ridículo

En el Perú (supongo que lo mismo pasa en todas partes), cuando se quiere arrojar rápidamente una piedra furtiva contra un crítico literario, se hace lo siguiente: se espera a que ese crítico escriba un artículo sobre un libro de alguien que sea, o bien su rival, o bien su amigo.

Si el crítico ha comentado positivamente a un amigo o a alguien que de alguna manera está en su misma orilla del debate literario, entonces se acusa al crítico de parcializarse a favor de quienes son cercanos a él; si el crítico ha comentado negativamente a un rival, se le acusa de parcializarse negativamente con la obra de quienes le son contrarios.

Si el crítico ha comentado negativamente a alguien cercano, o positivamente a alguien de la orilla opuesta, entonces no se dice nada, porque para eso habría que ser justo y guiarse por la inteligencia y la buena fe en lugar del hígado, y quienes hacen las cosas que describí arriba no quieren ser justos y sin sus hígados no son nadie.

Hace unos días escribí un post criticando la seudo-crítica literaria y los demás sebos de culebra que Marco Aurelio Denegri obsequia en un programa de la televisora estatal. Dado que tomé como ejemplo una seudo-crítica suya contra la última novela de Santiago Roncagliolo, los maestros del hígado me acusaron, anónimamente, en este mismo blog, de parcializarme con Roncagliolo porque era mi amigo o porque estaba en mi lado de la imaginaria orilla que divide a la literatura peruana, según se supone, en dos bandos.

¿Por qué lo hicieron anónimamente? Pues, porque seguramente todos ellos sabían que no hay un solo crítico en el Perú que haya escrito tantas veces reseñas negativas de la obra de Roncagliolo como lo he hecho yo, en este blog y en diarios peruanos y en revistas extranjeras. En otras palabras, porque esos anónimos saben que acusarme de amiguismo con Santiago Roncagliolo es como acusar al agua de coludirse con el aceite.

Pero no se puede pedir la misma sagacidad a todo el mundo. Nunca falta un maestro del hígado que está dispuesto a firmar con su nombre cualquier tipo de sandez. En este caso, el maestro del hígado no es otro que Silvio Rendón... ¿Qué dice Rendón? Dice, literalmente, lo siguiente:

"Como suele hacer, Faverón salta cuando alguien se mete con un Roncagliolo, Ampuero, Cisneros, Vargas Llosa, etc.". (Busquen la cita completa en el número 21 de el galimatías que enlazo).

Es decir, Silvio Rendón afirma que mi artículo de hace unos días no fue guiado por mi espíritu crítico, sino por mi costumbre de defender a cualquiera que ataque a Santiago Roncagliolo. Quizá Silvio Rendón, antes de escribir eso, debería haber seguido su práctica habitual de leer y releer cada rincón de este blog en busca de cosas de qué acusarme. Así, hubiera encontrado los siguientes textos, escritos por mí, que aparecieron aquí mismo o que fueron enlazados desde este blog:

a) Esta crítica, sumamente dura y negativa, sobre la novela Pudor, de Santiago Roncagliolo.

b) Este comentario, también negativo, sobre un artículo de Roncagliolo, con un enlace a un texto ajeno, no menos negativo.

c) Este comentario, igualmente negativo, sobre el libro La cuarta espada, de Roncagliolo, y sobre ciertas críticas que se escribieron sobre él apenas apereció.

d) Mi reseña, bastante negativa, de la novela Abril rojo, de Roncagliolo, publicada en El Comercio en la época de su aparición.

e) Este artículo, otra vez negativo, sobre ciertas ideas expuestas por Roncagliolo en un artículo suyo sobre el cine de Godard y ciertas poéticas narrativas contemporáneas.

f) Este artículo, enteramente negativo, sobre otras ideas expuestas por Roncagliolo en un diario español, en relación con los conflictos raciales en el Perú.

g) Este artículo, en el que pregunto, por enésima vez, qué cosa dice Abril rojo sobre la violencia en el Perú, y en el que, una vez más, no encuentro respuesta alguna.

h) Esta reseña mía de La cuarta espada, publicada en The Barcelona Review. ¿Debo decir que también fue una reseña negativa?

Hay varios más. Pero creo que con eso basta: nunca he defendido mecánicamente a Santiago Roncagliolo (mucho menos sistemáticamente). No lo conozco, ni en persona ni vía email ni por teléfono, no es mi amigo, no es mi enemigo. Mi impresión sobre sus libros ha sido comúnmente negativa (excepto por el primero, que me pareció un buen libro, y por aquel que fue objeto de una extraña polémica editorial hace un tiempo, que no he leído).

Si dije lo que dije sobre la crítica de Denegri, es porque me pareció justo decirlo, y mis razones están claramente expresadas en ese post. Aunque gente como Silvio Rendón no lo pueda comprender, esa también es una manera válida de actuar y se da en la realidad. Por ejemplo, en mi caso.

Ahora bien, Rendón, al imaginar y decir esto sobre mí, está yendo directamente contra mi ética profesional. Criticar literatura es mi profesión, es mi oficio, es mi trabajo: soy novelista, soy crítico, soy profesor de literatura, soy ensayista. Decir lo que Rendón dice, porque le sale del hígado, es una difamación, cuya fasedad queda claramente establecida si se presta atención a los textos que acabo de mostrarles.

¿Qué va a hacer Rendón ahora? ¿Va a pedir disculpas? No lo creo. Pero debería, si él también tuviera algo de ética. Sospecho que lo que va a hacer es inventar algo nuevo, otra falsedad u otra tontería, como es su costumbre desde que dejó de tenerle miedo al ridículo.


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14.11.10

La revolución estática

¿Sueñan los bloggers con ovejas virtuales?

Mirko Lauer comentó hace poco (en una columna de La República donde destacaba particularmente a este blog --cosa que agradezco), el hecho de que la crítica literaria peruana haya encontrado un nuevo espacio en la red, a falta de un sitio propio y suficiente para ella en los medios impresos.

Lauer señala lo que él considera las diferencias clave entre la crítica de internet y la de la prensa tradicional: la primera es cosmopolita y la segunda parroquial, dice; y añade: la primera es intransigente en la terquedad de tomar en serio los contenidos de las obras literarias, mientras que la segunda se amolda y concede mucho a los lanzamientos comerciales.

Es posible que varias de esas cosas sean ciertas, al menos parcialmente (el parroquialismo sigue siendo una enfermedad, también en internet; la concesividad depende más de la actitud de las personas que de la naturaleza del medio).

Lo que sí debe de estar claro a estas alturas (y aquí voy más allá del tema del artículo de Lauer) es que lo más interesante de la revolución que internet ha traído a la literatura y las letras peruanas es el hecho de que tal revolución no haya ocurrido en lo más mínimo. ¿O quizá sea que ha ocasionado o justificado una involución? Me explico.


Primero, ¿por qué no ha ocurrido revolución alguna? Porque un cambio tecnológico, aunque sin duda puede influir --y casi siempre lo hace-- en la forma de las ideas y el ejercicio de las prácticas, no siempre alcanza para inventarlas donde no existen.

Gracias a internet, tenemos más publicaciones de comentario literario y de difusión, como los blogs y las revistas electrónicas. Pero, por un lado, es improbable la argumentación de que blogs, e-magazines, fanzines electrónicos y artefactos similares tengan un nivel de contenido más interesante que el que tenían las publicaciones impresas antes de que aparecieran esas otras.

Y por otro lado, es un tanto inasible la posibilidad de juzgar si, incluso considerando que algunas cosas interesantes circulan por internet, y no por la prensa, esas cosas no habrían ocurrido igual sin el cambio tecnológico y habrían encontrado algún otro vehículo.

Si hay una cosa que parece menos discutible es que las carencias de la crítica de prensa, la reducción del espacio de la literatura en las revistas impresas (la virtual desaparición de publicaciones en papel con secciones literarias), y la baja en el número de las columnas reservadas a la literatura en los diarios, pese a confluir todas ellas en un declive lamentable, resultan más llevaderas debido a la relativa proliferación de publicaciones on-line.

El resultado de eso no es necesariamente la aparición de espacios de mayor interés, sino, más bien, creo yo, la total apatía en la respuesta y la queja (de parte de quienes deberían preocuparse por ello) ante la declinación de los medios impresos: los diarios ya no tienen siquiera que fingir que les interesa publicar columnas literarias y reseñas porque para eso parecen estar los blogs.

Por otra parte, está el asunto del nivel de las publicaciones on-line. En el Perú sobran dedos de la mano para contar los blogs literarios que tienen un cierto nivel crítico o propician una discusión valiosa. Sí que los hay, pero son pocos. Las revistas virtuales de crítica no tienen una frecuencia de aparición mayor que la que tenían las viejas publicaciones impresas. Y la mecánica del arbitraje en las ediciones on-line carece por completo de rigor.

Pero acaso la carencia más notoria y la más importante se da precisamente en el terreno que parecía llamado a cambiar con relativa celeridad ante la introducción de los medios virtuales: la creación literaria. Mucho se ha escrito sobre ello, en español y en otras lenguas; mucho se ha dicho sobre la forma en que los formatos electrónicos afectan a la literatura en su terreno príncipe: el de la creatividad.

¿Qué ejemplos hay en el Perú? ¿Cuál es la avanzada de novelas-blog, de narrativa hipertextual, de poesía cuyo lenguaje esté condicionado por los medios virtuales, las redes sociales o los micro-blogs? ¿Qué tradición crítica está brotando en el cauce de los blogs y las revistas electrónicas que se aparte de las anteriores debido a la influencia del medio virtual?

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12.11.10

Pregunta abierta

Se aceptan todas las hipótesis

Los artículos académicos y de prensa sobre Roberto Bolaño se multiplican mes a mes; los estudios sobre su obra empiezan a formar un corpus sólido.

Poco a poco la inicial preferencia por Los detectives salvajes va siendo reemplazada por un interés cada vez mayor en la última novela que escribió, la monumental 2666.

Y, sin embargo, todavía no hay consenso alguno (probablemente no lo haya jamás) acerca del primero de los misterios que ese libro le plantea a cualquiera de sus lectores: ¿qué significa el título, a qué alude?

Tuve una epifanía durante no sé qué madrugada reciente (el momento de todas las epifanías), en la que creí descubrir el significado. En los días siguientes he comenzado a mirar mi propia hipótesis con escepticismo.

En todo caso, si alguien está interesado en proponer una, y si se juntan algunas lo suficientemente absurdas como para que recupere la fe en la mía, les contaré cuál es. Y si no, igual les diré, pero después.

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9.11.10

1916

Y de pronto, 2010

Muchas veces he tenido la tentación de echarme a buscar entre documentos y archivos la información para escribir una novela histórica sobre el Perú. La perspectiva de ahogarme entre legajos y estanterías me ha disuadido. Pero sé una cosa: si alguna vez lo hiciera, elegiría un sólo año y el nombre de ese año sería el título de la novela: 1916.

En 1916, en una calle de Lima, Manuel González Prada preparaba la edición final de sus Grafitos, que aparecerían en París el año siguiente. Su hijo Alfredo recién se doctoraba en Ciencias Políticas pero ya formaba parte de un grupo literario que ese mismo año lanzaría al ruedo poético la antología Las voces múltiples.

El líder de ese grupo, Abraham Valdelomar, editaba, también en 1916, los únicos cuatro números de la revista literaria que llevaba el mismo nombre del colectivo, Colónida, en cuyas páginas, entre muchas otras cosas, se celebró la aparición del libro La canción de las figuras, de un poeta de la generación anterior y que en 1916 andaba en el pico de su creatividad, José María Eguren.

Mientras tanto, Valdelomar guiaba por las calles de Lima (y por los caminos de la poesía europea) a un muchacho trujillano de futuro promisorio, su semi-tocayo César Abraham Vallejo, quien componía en esos meses los poemas de Los heraldos negros, colección que terminaría en 1918 y que se publicaría un año después. (Vallejo venía de mostrar sus poemas a los amigos de Trujillo: Víctor Raúl Haya de la Torre, Macedonio de la Torre, Alcides Spelucin, Antenor Orrego: otro universo en efervescencia).

También en Colónida aparecieron versos de José Carlos Mariátegui, entonces un chico de veintidós años, que en 1916 renunciaría al diario La Prensa para pasar a la redacción de El Tiempo, siguiendo la naciente inclinación contestataria y la pasión socialista que empezaba a cultivar y de la cual hablaba a todo el mundo. Entonces Mariátegui firmaba aún con su seudónimo frances, Jean Croniqueur.

En 1916, Clemente Palma dirigía tanto la revista Variedades como el diario La Crónica. Faltaba un año para que se produjera aquel incidente desgraciado en que Palma le recomendó el sucidio antes que la poesía a Vallejo: Valdelomar en el lado progresista, Palma en el conservador. Esos eran los nombres que dominaban el paisaje literario en las publicaciones limeñas.

El padre de Clemente, Ricardo Palma, tenía 83 años en 1916, vivía ya recluido en su casa de Miraflores pero aún tenía el ánimo para divertirse jugueteando con sus papeles y su memoria, para armar la selección de Las mejores tradiciones peruanas, esa suerte de antología personal que la Casa Maucci publicaría en Barcelona al año siguiente. Incluso tuvo fuerzas para escribir la brevísima "autobiografía" que precede a aquella edición.En 1916, José de la Riva Agüero daba a la imprenta su Elogio del inca Garcilaso; Ventura García Calderón, que acaba de ver editado su Parnaso peruano, escribía y publicaba su primer libro en francés, y Víctor Andrés Belaunde (quien dos años más tarde refundaría el Mercurio Peruano), concluía el manuscrito de sus Meditaciones peruanas.

En 1916, Leonidas Yerovi vio la quiebra de un semanario que había fundado cinco años antes, Balnearios, y, para resarcirse, colaboraba en la fundación de otros dos: Don Lunes (con Federico More y Málaga Grenet) y Rigoletto. Tras un viaje a Buenos Aires, Yerovi había abandonado su trabajo en La Crónica y era ahora director de cultura de La Prensa. Faltaba muy poco tiempo para que, el 15 de febrero de 1917, un extranjero celoso de los galanteos de Yerovi hacia su novia lo asesinara en la puerta del diario. En las dos horas que duró su agonía, una nube de limeños adoradores del poeta (el dramaturgo más popular de su tiempo) se reunió a acompañarlo en la calle frente a la Maisón de Santé.

En 1916, en Arequipa, Martín Chambi tomaba las fotografías que irían a formar su primer catálogo de postales, el que pondría a la venta en Sicuani, al año siguiente, inmediatamente después de abrir su primer estudio, tras casi una década de aprendiz en el de Max Vargas. Al mismo tiempo, en 1916, el hijo de Max, Alberto Vargas, se embarcaba hacia Estados Unidos, a convertirse en el creador de las famosas Vargas Girls.

Por otro lado, 2010



Por otro lado, en 1916 había un presidente constitucional sin sombras de corrupción en torno a él, José Pardo, fundador de la Escuela de Bellas Artes, la Academia Nacional de Historia, la Academia Nacional de Música y las dos mayores escuelas para maestros del Perú, la Normal de Varones y la Normal de Mujeres. (Fue también, por otro lado, el presidente contra el cual lucharon quienes reclamaban la jornada laboral de 8 horas). El alcalde de Lima era Luis Miró Quesada de la Guerra, el primero en crear comedores escolares en la ciudad.

Hoy tenemos un presidente cuyo contacto con los temas culturales parece reducirse a desafinar en las rancheras y que reconoce la importancia (o la mera existencia) de las artes y la literatura únicamente cada vez que un novelista peruano gana un Premio Nobel. Y tenemos un alcalde que, por pura ignorancia y por pura demagogia, desmanteló las mejores iniciativas culturalesque se habían puesto en marcha en la capital en décadas.

Los intelectuales peruanos más ampliamente reconocidos fuera del país deben de ser Mario Vargas Llosa, Hernando de Soto y acaso el padre Gustavo Gutiérrez. Pero, salvo Vargas Llosa, los demás son en la práctica inexistentes para el 95% de los peruanos (salvo por los que recuerdan a De Soto como el que le dijo "hijo de puta" a Vargas Llosa en la tele).

Sospecho que si se hiciera una encuesta abierta y general en el país para determinar cuáles son los intelectuales peruanos más destacados hoy, además de Vargas Llosa, la lista estaría llena de nombres tan absurdos como los de Martha Hildebrandt, Marco Aurelio Denegri o César Hildebrandt, y la verdad, no me sorprendería demasiado encontrar el de Gastón Acurio.

(Finalmente, hasta un novelista serio como Miguel Gutiérrez pudo escribir en un célebre ensayo que Abimael Guzmán era el intelectual central de su generación. Si las paparruchas fundamentalistas de Guzmán y sus lecturas primarias de filosofía europea podían ser juzgadas así por Gutiérrez, ¿que nos queda a los demás?).

Lo cierto es que el contacto de los peruanos con la intelectualidad, incluso si se pensara que en el pasado fue apenas reverencia ciega o devoción ante una forma de autoridad, ahora no es ni siquiera eso: parece desvanecido en la nada: "intelectual" fue el nombre de una vocación, luego un signo de estatus, luego una mala palabra, hoy es una palabra hueca.

Y no, no tengo ninguna nostalgia por una sociedad en la que reinen el doctoreo y la verticalidad, ninguna nostalgia por la figura del académico que se siente superior al resto o el humanista que sólo ha buscado el título universitario porque ya no le queda la posibilidad del nobiliario.

Sólo es nostalgia por un espacio donde la verdadera creatividad sea más importante que el éxito, o mejor, en la que el éxito sea consecuencia de la creatividad, y donde los humanistas y los poetas y los pintores y los ideólogos no estén separados en esferas ni confinados en compartimentos estancos, sino en diálogo, construyendo cosas nuevas, incluso si esas cosas son sueños enfrentados.

Mi propia vocación tanática seguramente me hace más inclinado a escribir una novela sobre este Perú, el de hoy, en el que muchos impulsos están vivos y funcionan y se renuevan y la gente lucha por salir adelante cada día (y en el que la nación ha dejado de ser solamente la capital y solamente ciertos habitantes de la capital), pero en el cual, lamentablemente, el impulso a la intelectualidad es sistemáticamente asesinado desde el Estado.

Y sin embargo, ¿no sería bueno que alguien escribiera 1916, y los peruanos leyeran esa novela y supieran que así también podía ser el país?

Imágenes: José Carlos Mariátegui (1915), en la parte trasera del automóvil, con compañeros y familiares; César Vallejo con la "bohemia" de Trujillo (después, Grupo Norte); Abraham Valdelomar; carátula de Colónida; famosa fotografía de Martín Chambi.

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