Mario Bellatín y la envidia por el Corán
Entre muchas otras cosas Bellatín es conocido por la concisión de sus novelas; también sus respuestas al sacha-Wilde son breves y selectivas (y algunas preguntas las ha pasado por alto).
¿Qué pintor ha pintado el mundo como tú lo imaginas cuando escribes?
El sobrino de Isamar, que empieza en el papel y termina debajo de la mesa.
¿Cuándo comenzó el siglo XXI para la literatura en español?
Es una pregunta perfecta para el siglo XX.
En una tumba está enterrado el compromiso social del escritor; en otra, el realismo mágico. ¿A cuál de los dos ataúdes le pondrías un clavo extra?
¿Los enterraron vivos?... ¿En una fosa común alemana además?
Si pudieras cambiar parte del argumento de una célebre obra literaria, ¿qué obra sería y cuál sería el cambio?
Lolita. Que fuera hombre y muera al final.
¿A qué personaje literario le caerías a golpes?
A Ana Karenina.
¿Cuál fue el último libro ajeno que te ocasionó un atisbo de envidia?
El Corán….
Te llevan, por un tiempo indefinido, a las mazmorras del castillo, donde sólo hay dos celdas que ya albergan cada una a un prisionero. ¿Prefieres compartir la celda del Quijote o la de Hamlet?
La de Hamlet, para dejar de dudar.
TS Eliot aceptó las masivas modificaciones que Ezra Pound le hizo a The Waste Land. ¿A quién --sin barreras de tiempo-- le darías una libertad similar con un manuscrito tuyo?
A Jerónimo de Hypatia.
Mishima construyó un ejército personal para reivindicar la idea de honor del Japón medieval. ¿Con qué objetivo armarías un ejército?
Por ninguno.
Siempre ha habido libros de los que medio mundo habla pero que muy pocos leen en verdad. ¿Con qué libro sospechas que ocurre algo parecido en estos tiempos?
Ulises de Joyce.
Te acaban de nombrar ministro de Educación y tu primera orden es eliminar de los libros escolares a cierto autor. ¿De quién se trata?
Camilo José Cela.
Si tuvieras el poder de regresar a la vida a un escritor ya muerto, ¿a quién elegirías y por qué (o para qué)?
A Lorca, para que se case en España.
29.11.09
27.11.09
Clones y orígenes, 1
La imitación como una de las bellas artes
En un artículo aparecido el primero de abril de 1903 en La Revue blanche, el poeta Guillaume Apollinaire opinó de manera sui generis sobre cierto suceso artístico-policial muy comentado en París en aquel tiempo.
Una investigación había concluido que la bella tiara de Saitaferne, o Saïtapharnes, adquirida por el Louvre en 1896, no era una joya del siglo III a.C., sino la reciente falsificación de un artista anónimo. La reacción avergonzada de los museólogos y la desazón pública forzaron el retiro inmediato de la tiara.
Apollinaire, que entonces apenas comenzaba los dieciséis años que duraría su carrera como crítico de artes plásticas, afirmaba que, en vista de que la pieza misma era de una belleza innegable, y, según expertos orfebres, un prodigio técnico, su lugar debía seguir siendo el Louvre, no obstante el fiasco.
El hallazgo no desmoronaba las virtudes estéticas de la obra, decía Apollinaire; tan sólo alteraba su genealogía. Era un desmentido sólo arqueológico y por lo tanto no tenía “la menor importancia”, porque carecía de relevancia alguna que una obra fuera imitativa de otras o espectacularmente innovadora.
Una década más tarde, el 5 de mayo de 1914, en un artículo en Paris-Journal, Apollinaire reclamó que sus colegas lo reconocieran como el primer crítico que había apuntado la singularidad de artistas como Picasso, Matisse, Derain, Braque, Duchamp, Laurencin o Léger. Entonces sí, la arqueología era más que relevante.
La década que media entre un ensayo y el otro --la he recorrido estos días, revisando la edición americana de Apollinaire on Art, una colección completa de sus ensayos sobre plástica-- ofrece decenas de demostraciones de que Apollinaire, con el tiempo, desarrolló un aprecio inocultable por la originalidad en las artes y, por supuesto, en la crítica.
Al cabo de ese lapso, los imitadores le habían dejado de parecer admirables: Israel Rouchomovsky, el orfebre de Odessa que en la última década del siglo XIX había confeccionado la falsa tiara de Saitaferne, y que salió del anonimato apenas cuatro días después del primer artículo de Apollinaire, no es mencionado por su nombre una sola vez en las quinientas páginas del libro, a pesar de que, luego de su recién adquirida fama, y tras ganar una medalla de oro en el Salón de Artes Decorativas de París, permaneció en Francia hasta su muerte en 1934.
Pero, en el ensayo de 1903, Apollinaire recorría un largo catálogo de variantes de la imitación que juzgaba artísticamente productivas: las pinturas anónimas medievales y renacentistas hechas “según el estilo del maestro tal”; los poemas compuestos a la manera de un escritor particular que declaran expresa o implícitamente esa intención; Apollinaire citaba incluso falsificaciones de grabados clásicos y esculturas célebres dudosamente atribuidas a un autor, al taller de un cierto artista o incluso a un periodo.
Hay obras cuya crucial situación en el devenir de una estética o de una tradición artística parece confirmada, justamente, por la forma reiterada en que son objetos de imitación.
En la literatura y el cine, de hecho, esa es parte de la dinámica de la formación de los géneros: el regreso repetido de unas obras sobre los temas, las formas y las postulaciones de otras es el motor de las coincidencias y las contradicciones que van formando las ramas de cada árbol genérico.
Pero no es tan fácil. Es cierto que hay obras de unos artistas que son tomadas por otros como modelo: descubren en ellas algo así como la gestalt de otras obras venideras; las primeras son puntos de partida genéricos. Pero hay otras que se convierten en polos, en extremos, ciertamente portentosas pero tan insólitas que no son el mejor terreno para iniciar ese tipo de secuencia.
¿Por qué el Finnegans Wake puede ser una cima en la historia de la narrativa y no ser el origen de una tradición genérica? ¿Por qué Cien años de soledad no ha dado lugar a la especie de las novelas latinoamericanas que describan un universo desde su origen hasta su desaparición, y, en cambio, El señor presidente, El otoño del patriarca, Yo, el Supremo o Conversación en La Catedral han ido enrumbando las aguas de una especie tan caudalosa como la novela de dictador?
Los métodos de Joyce o García Márquez han sido plenamente incorporados al arsenal de recursos de la narrativa contemporánea, pero los libros suyos que he mencionado no han inaugurado géneros. Lo mismo puede decirse de la saga sentimental proustiana, y con ello tenemos tres hitos de la narrativa del siglo XX que no necesariamente pueden ser vistos como momentos fundacionales en lo que ataña a la creación de una especie dentro del género novelístico.
El Quijote, casi al contrario, abrió el campo de toda la novela moderna, pero la peculiaridad de muchos de los recursos narrativos cervantinos, como la sostenida autorreferencialidad, la casi neurótica obsesión de las cajas chinas y su manera de burlar la divisoria de realidad y ficción, sólo se ha vuelto parte del léxico común del género varios siglos más tarde.
Los cuentos de Kafka no sólo han sido imitados, sino que han provocado indudablemente la aparición de una especie particular dentro de lo fantástico-expresionista. Los cuentos de Borges, en cambio, son profusamente imitados, bien o mal, y con frecuencia poco menos que plagiados, pero no parecen propiciar una línea genérica: los autores “borgeanos” que se mueven dentro de la forma del relato breve, que era la forma de Borges, suelen carecer de mayor autonomía, no renuevan a Borges sino que viven a su sombra (curiosamente, los novelistas borgeanos, como Piglia, Auster o Umberto Eco, encuentran afinidad y también terreno de sobra para la voz propia).
El contraste entre la suerte de Kafka y la de Borges descarta la posibilidad de buscar una explicación en el factor de la idiosincrasia: ambos autores son nítidamente distintos de lo hecho en narrativa hasta su tiempo (aunque sean también rastreables, obviamente, sus deudas de época), y ambos son igualmente “personales”, pero uno parece más adecuado que el otro cuando el asunto es fundar una especie.
Tampoco parece crucial el tema simple y llano del talento: es cierto que haría falta, literalmente, otro Joyce para escribir algo similar a Finnegans Wake, con su profusión lingüística, su oído dialectal, su casi sobrehumana capacidad para la polisemia. Y haría falta otro García Márquez (o un equipo de escritores de habilidad bíblica) para imaginar como él todo un mundo desde la génesis hasta el apocalipsis, lo que, dicho sea de paso, hace a veces cómica la obstinación con la que tantos escritores latinoamericanos dicen haber renunciado a escribir libros como Cien años de soledad porque no les parece un oficio interesante).
Pero también harían falta otro Raymond Carver y otro Gordon Lish para producir algo como Will You Please Be Quiet, Please? o What We Talk About When We Talk About Love. Y, sin embargo, en ese caso, sobran los voluntarios que intentan el salto y se estrellan contra el techo de cristal una y otra vez: el camino al parnaso de la literatura americana contemporánea, y también el de la latinoamericana, están empedrados de libros que abrigan esa misma buena intención.
Por otro lado, no hay que olvidar que también libros muy malos fundan especies, que alguien escribió alguna vez el primer manual de autoayuda empresarial o el primer best-seller de vampiros adolescentes. No está claro entonces, tampoco, que el tipo de imitación que se vuelve fundacional de un género, un estilo o una especie se dirija siempre a obras de gran nivel.
¿Cuál es, entonces, la cualidad que hace de una obra o de un autor el punto de partida de toda una estela de imitaciones, reformulaciones o emulaciones?
(continuará...)
Imágenes: Apollinaire según Maurice Vlaminck; la representación visual del Finnegans Wake según László Moholy-Nagy; el buen Franz y su amigo Max Brod en un día de playa kafkiano e ¿inimitable?
En un artículo aparecido el primero de abril de 1903 en La Revue blanche, el poeta Guillaume Apollinaire opinó de manera sui generis sobre cierto suceso artístico-policial muy comentado en París en aquel tiempo.
Una investigación había concluido que la bella tiara de Saitaferne, o Saïtapharnes, adquirida por el Louvre en 1896, no era una joya del siglo III a.C., sino la reciente falsificación de un artista anónimo. La reacción avergonzada de los museólogos y la desazón pública forzaron el retiro inmediato de la tiara.
Apollinaire, que entonces apenas comenzaba los dieciséis años que duraría su carrera como crítico de artes plásticas, afirmaba que, en vista de que la pieza misma era de una belleza innegable, y, según expertos orfebres, un prodigio técnico, su lugar debía seguir siendo el Louvre, no obstante el fiasco.
El hallazgo no desmoronaba las virtudes estéticas de la obra, decía Apollinaire; tan sólo alteraba su genealogía. Era un desmentido sólo arqueológico y por lo tanto no tenía “la menor importancia”, porque carecía de relevancia alguna que una obra fuera imitativa de otras o espectacularmente innovadora.
Una década más tarde, el 5 de mayo de 1914, en un artículo en Paris-Journal, Apollinaire reclamó que sus colegas lo reconocieran como el primer crítico que había apuntado la singularidad de artistas como Picasso, Matisse, Derain, Braque, Duchamp, Laurencin o Léger. Entonces sí, la arqueología era más que relevante.
La década que media entre un ensayo y el otro --la he recorrido estos días, revisando la edición americana de Apollinaire on Art, una colección completa de sus ensayos sobre plástica-- ofrece decenas de demostraciones de que Apollinaire, con el tiempo, desarrolló un aprecio inocultable por la originalidad en las artes y, por supuesto, en la crítica.
Al cabo de ese lapso, los imitadores le habían dejado de parecer admirables: Israel Rouchomovsky, el orfebre de Odessa que en la última década del siglo XIX había confeccionado la falsa tiara de Saitaferne, y que salió del anonimato apenas cuatro días después del primer artículo de Apollinaire, no es mencionado por su nombre una sola vez en las quinientas páginas del libro, a pesar de que, luego de su recién adquirida fama, y tras ganar una medalla de oro en el Salón de Artes Decorativas de París, permaneció en Francia hasta su muerte en 1934.
Pero, en el ensayo de 1903, Apollinaire recorría un largo catálogo de variantes de la imitación que juzgaba artísticamente productivas: las pinturas anónimas medievales y renacentistas hechas “según el estilo del maestro tal”; los poemas compuestos a la manera de un escritor particular que declaran expresa o implícitamente esa intención; Apollinaire citaba incluso falsificaciones de grabados clásicos y esculturas célebres dudosamente atribuidas a un autor, al taller de un cierto artista o incluso a un periodo.
Hay obras cuya crucial situación en el devenir de una estética o de una tradición artística parece confirmada, justamente, por la forma reiterada en que son objetos de imitación.
En la literatura y el cine, de hecho, esa es parte de la dinámica de la formación de los géneros: el regreso repetido de unas obras sobre los temas, las formas y las postulaciones de otras es el motor de las coincidencias y las contradicciones que van formando las ramas de cada árbol genérico.
Pero no es tan fácil. Es cierto que hay obras de unos artistas que son tomadas por otros como modelo: descubren en ellas algo así como la gestalt de otras obras venideras; las primeras son puntos de partida genéricos. Pero hay otras que se convierten en polos, en extremos, ciertamente portentosas pero tan insólitas que no son el mejor terreno para iniciar ese tipo de secuencia.
¿Por qué el Finnegans Wake puede ser una cima en la historia de la narrativa y no ser el origen de una tradición genérica? ¿Por qué Cien años de soledad no ha dado lugar a la especie de las novelas latinoamericanas que describan un universo desde su origen hasta su desaparición, y, en cambio, El señor presidente, El otoño del patriarca, Yo, el Supremo o Conversación en La Catedral han ido enrumbando las aguas de una especie tan caudalosa como la novela de dictador?
Los métodos de Joyce o García Márquez han sido plenamente incorporados al arsenal de recursos de la narrativa contemporánea, pero los libros suyos que he mencionado no han inaugurado géneros. Lo mismo puede decirse de la saga sentimental proustiana, y con ello tenemos tres hitos de la narrativa del siglo XX que no necesariamente pueden ser vistos como momentos fundacionales en lo que ataña a la creación de una especie dentro del género novelístico.
El Quijote, casi al contrario, abrió el campo de toda la novela moderna, pero la peculiaridad de muchos de los recursos narrativos cervantinos, como la sostenida autorreferencialidad, la casi neurótica obsesión de las cajas chinas y su manera de burlar la divisoria de realidad y ficción, sólo se ha vuelto parte del léxico común del género varios siglos más tarde.
Los cuentos de Kafka no sólo han sido imitados, sino que han provocado indudablemente la aparición de una especie particular dentro de lo fantástico-expresionista. Los cuentos de Borges, en cambio, son profusamente imitados, bien o mal, y con frecuencia poco menos que plagiados, pero no parecen propiciar una línea genérica: los autores “borgeanos” que se mueven dentro de la forma del relato breve, que era la forma de Borges, suelen carecer de mayor autonomía, no renuevan a Borges sino que viven a su sombra (curiosamente, los novelistas borgeanos, como Piglia, Auster o Umberto Eco, encuentran afinidad y también terreno de sobra para la voz propia).
El contraste entre la suerte de Kafka y la de Borges descarta la posibilidad de buscar una explicación en el factor de la idiosincrasia: ambos autores son nítidamente distintos de lo hecho en narrativa hasta su tiempo (aunque sean también rastreables, obviamente, sus deudas de época), y ambos son igualmente “personales”, pero uno parece más adecuado que el otro cuando el asunto es fundar una especie.
Tampoco parece crucial el tema simple y llano del talento: es cierto que haría falta, literalmente, otro Joyce para escribir algo similar a Finnegans Wake, con su profusión lingüística, su oído dialectal, su casi sobrehumana capacidad para la polisemia. Y haría falta otro García Márquez (o un equipo de escritores de habilidad bíblica) para imaginar como él todo un mundo desde la génesis hasta el apocalipsis, lo que, dicho sea de paso, hace a veces cómica la obstinación con la que tantos escritores latinoamericanos dicen haber renunciado a escribir libros como Cien años de soledad porque no les parece un oficio interesante).
Pero también harían falta otro Raymond Carver y otro Gordon Lish para producir algo como Will You Please Be Quiet, Please? o What We Talk About When We Talk About Love. Y, sin embargo, en ese caso, sobran los voluntarios que intentan el salto y se estrellan contra el techo de cristal una y otra vez: el camino al parnaso de la literatura americana contemporánea, y también el de la latinoamericana, están empedrados de libros que abrigan esa misma buena intención.
Por otro lado, no hay que olvidar que también libros muy malos fundan especies, que alguien escribió alguna vez el primer manual de autoayuda empresarial o el primer best-seller de vampiros adolescentes. No está claro entonces, tampoco, que el tipo de imitación que se vuelve fundacional de un género, un estilo o una especie se dirija siempre a obras de gran nivel.
¿Cuál es, entonces, la cualidad que hace de una obra o de un autor el punto de partida de toda una estela de imitaciones, reformulaciones o emulaciones?
(continuará...)
Imágenes: Apollinaire según Maurice Vlaminck; la representación visual del Finnegans Wake según László Moholy-Nagy; el buen Franz y su amigo Max Brod en un día de playa kafkiano e ¿inimitable?
24.11.09
¿Cuándo es trivial una letra trivial?, 3
Diez maneras rápidas de arruinar una canción
Basta de críticas, pasemos a la acción. Los siguientes son diez recursos a la mano para cualquiera que quiera hacer una canción terrible y, sin embargo (a juzgar por los ejemplos) muy posiblemente exitosa.
1. El error de Procusto, que consiste en hacer que una letra calce a los cabezazos dentro de una melodía, y que al final de la batalla se noten todas las cicatrices. La verdadera maestra de este oficio es la mexicana Julieta Venegas, capaz de decapitar cualquier palabra por la mitad y de crear los hiatos y los diptongos más arbitrarios con tal de no tener que pensar mucho en otras variantes de letra o en modificar ni un punto la melodía. Sin embargo, el premio mayor de la categoría, en español, se lo merece una antigua canción del (ojalá) fenecido grupo ochentero español Cadillac: "Perdími oportú nidad, nolasupe apró vechar, yhaorayotroo cupan domí lugar; ya no se puede a-reglar la distancia enfrí ará, todo loquehú boentré losdós..."
2. El error operístico, que es el de proclamar una trivialidad dándole el tono de una joya lírica. No es necesario explicarlo demasiado. Basta con mencionar el ejemplo insuperado del siempre señero poeta Silvio Rodríguez: "Mi unicornio azul, ayer se me perdió, no sé si se me fue, no sé si se extravió, y yo no tengo más que un unicornio azul, si alguien sabe de él, le ruego información, cien mil o un millón yo pagaré. Mi unicornio azul se me ha perdido ayer, se fue". (Por cierto, Silvio Rodríguez debe de ser uno de los muy pocos cubanos en la isla en capacidad de pagar cien mil o un millón por un unicornio, o por lo que sea).
3. El error glúfico, que se comete al encadenar lugares comunes como si fueran hallazgos filosóficos y de paso hacer una canción infantil para adultos aniñados. También en este caso es más sencillo ilustrar con un ejemplo que explicar. Y el ejemplo es del bardo Joaquín Sabina: "Como además sale gratis soñar y no creo en la reencarnación, con un poco de imaginación, partiré de viaje enseguida a vivir otras vidas". Si se fijan, lo cuatro versos de la secuencia corresponde milimétricamente a otros tantos lugares comunes (y uno de ellos es en efecto idéntico al de una vieja canción para niños-niños).
4. El error suedorrockero, de los más comunes, que se produce al lanzar proclamas antisistema sin asomo de ironía en canciones hechas explícitamente para conformar al mercado. "¿Dónde están los ladrones?". La lista es interminable.
5. El error de Arjona, que consiste en pensar una idea trivial y parafrasearla de manera incluso más trivial. Por ejemplo, regresar al zurcido y otra vez agujereado tópico del joven que le canta, enamorado, a la atractiva mujer de cuarenta años, y adornarlo con un "señora de las cuatro décadas". ¿Otro ejemplo? Digamos que el filósofo se rompe el cráneo preguntándose qué ser omnipotente habrá creado a la mujer y de pronto, iluminado, descubre que quizá fue Dios: "No sé quién las inventó, no sé quién nos hizo ese favor, tuvo que ser Dios, que vio al hombre tan solo y sin dudarlo pensó en dos". Ok. Si alguien puede lograr que la Biblia suene estúpida, ese es Arjona.
6. El error de la ropa del emperador, que se encuentra en aquellas canciones en las que la letra termina parodiando al emisor sin que éste detecte la propia (involuntaria) ironía. Este feudo lo domina la familia Iglesias de manera indudable, con el padre cantándole a las quinceañeras y el hijo cantándose a sí mismo en su afán de reemplazar al papá. Me niego a ofrecer ejemplos.
7. El error antiintuitivo, que se da cuando el autor de la canción desconoce el sentido de las palabras que usa o les otorga un significado tan idiosincrásico que resulta en un mensaje casual, errático o azaroso. El viejo vals peruano que habla del "negro azabache de tu blonda cabellera" es sin duda una muestra maravillosa: el autor ignora que la cabellera azabache es negra y la blonda, rubia, y termina por acuñar una moda de tinte de pelo que sólo llegaría varias décadas más tarde. Supongo que alguna versión extraña de este error queda resumida en el nombre del grupo peruano Líbido, cuyos miembros parecen desconocer la diferencia entre las palabras "lívido", esdrújula, y la palabra grave "libido", que significan amoratado o pálido (lívido) y deseo sexual (libido), respectivamente. (Y mi amigo el lingüista dirá que estos hablates sólo están un paso adelantados al cambio dialectal, pero en fin).
8. El error anacrónico, que sucede cuando un autor quiere estar en el filo de la navaja de la estética y no hace sino recurrir a una poética del año del rey Pepino (no siendo este Pipino, necesariamente, Pipino el Breve, rey franco del siglo VIII, aunque a veces sí). Un ejemplo evidente es Juan Luis Guerra, proclamado poeta popular, autoproclamado cantor vanguardista (lo que ya es todo un reclamo retro), que cita a Vallejo y a Neruda como inspiraciones pero nunca llega más allá de la imaginería del romanticismo español o, a lo más, el primer modernismo latinoamericano: "Un puñal es tu cariño, no me lo claves que aún vivo, curando las noches de amor que te di; quiero beberme tus ojos, llorarlos sin fin". O: "Qusiera ser el aire que respiras, quisiera ser el rizo de tu pelo", etc.
9. El error atópico-anacrónico, que es un error escénico, y se produce cuando el intérprete demuestra sobre las tablas que no tiene idea de lo que está poniendo en escena. Un ejemplo que me viene a la mente: cuando en la entrega de Oscar del año 2004 Santana y Antonio Banderas se dieron maña para cantar la canción de Diarios de moticicleta como un himno a la libertad, en Hollywood, mientras llevaban cruces católicas, medallitas de la Virgen y una camiseta del Che Guevara, demostrando que en materia de historia contemporánea no tienen mucha idea de dónde están parados y aun menos idea de qué cosa es la libertad. Ninguna letra resiste ese sabotaje inopinado.
10. El error de la danza autorreferencial, muy frecuente, que se produce cuando el letrista está convencido de que su audiencia sólo podrá bailar al ritmo de su canción si la letra le da una lista de instrucciones puntuales sobre qué hacer con cada parte del cuerpo en cada momento preciso. "Las manos hacia arriba, las manos hacia abajo, y como los gorilas, ¡uh,uh,uh,uh! Todos caminamos"... Existe, claro está, la variante del referéndum democrático, en la que el cantante debe preguntar a la audiencia si la canción está cumpliendo su cometido. "Alza la mano si tú estás gozando..."
(Quizá los números 7 y 10 y algunos otros, en ciertas ocasiones, sea posible redimirlos con la música; en los otros casos me resulta bastante dudoso).
Basta de críticas, pasemos a la acción. Los siguientes son diez recursos a la mano para cualquiera que quiera hacer una canción terrible y, sin embargo (a juzgar por los ejemplos) muy posiblemente exitosa.
1. El error de Procusto, que consiste en hacer que una letra calce a los cabezazos dentro de una melodía, y que al final de la batalla se noten todas las cicatrices. La verdadera maestra de este oficio es la mexicana Julieta Venegas, capaz de decapitar cualquier palabra por la mitad y de crear los hiatos y los diptongos más arbitrarios con tal de no tener que pensar mucho en otras variantes de letra o en modificar ni un punto la melodía. Sin embargo, el premio mayor de la categoría, en español, se lo merece una antigua canción del (ojalá) fenecido grupo ochentero español Cadillac: "Perdími oportú nidad, nolasupe apró vechar, yhaorayotroo cupan domí lugar; ya no se puede a-reglar la distancia enfrí ará, todo loquehú boentré losdós..."
2. El error operístico, que es el de proclamar una trivialidad dándole el tono de una joya lírica. No es necesario explicarlo demasiado. Basta con mencionar el ejemplo insuperado del siempre señero poeta Silvio Rodríguez: "Mi unicornio azul, ayer se me perdió, no sé si se me fue, no sé si se extravió, y yo no tengo más que un unicornio azul, si alguien sabe de él, le ruego información, cien mil o un millón yo pagaré. Mi unicornio azul se me ha perdido ayer, se fue". (Por cierto, Silvio Rodríguez debe de ser uno de los muy pocos cubanos en la isla en capacidad de pagar cien mil o un millón por un unicornio, o por lo que sea).
3. El error glúfico, que se comete al encadenar lugares comunes como si fueran hallazgos filosóficos y de paso hacer una canción infantil para adultos aniñados. También en este caso es más sencillo ilustrar con un ejemplo que explicar. Y el ejemplo es del bardo Joaquín Sabina: "Como además sale gratis soñar y no creo en la reencarnación, con un poco de imaginación, partiré de viaje enseguida a vivir otras vidas". Si se fijan, lo cuatro versos de la secuencia corresponde milimétricamente a otros tantos lugares comunes (y uno de ellos es en efecto idéntico al de una vieja canción para niños-niños).
4. El error suedorrockero, de los más comunes, que se produce al lanzar proclamas antisistema sin asomo de ironía en canciones hechas explícitamente para conformar al mercado. "¿Dónde están los ladrones?". La lista es interminable.
5. El error de Arjona, que consiste en pensar una idea trivial y parafrasearla de manera incluso más trivial. Por ejemplo, regresar al zurcido y otra vez agujereado tópico del joven que le canta, enamorado, a la atractiva mujer de cuarenta años, y adornarlo con un "señora de las cuatro décadas". ¿Otro ejemplo? Digamos que el filósofo se rompe el cráneo preguntándose qué ser omnipotente habrá creado a la mujer y de pronto, iluminado, descubre que quizá fue Dios: "No sé quién las inventó, no sé quién nos hizo ese favor, tuvo que ser Dios, que vio al hombre tan solo y sin dudarlo pensó en dos". Ok. Si alguien puede lograr que la Biblia suene estúpida, ese es Arjona.
6. El error de la ropa del emperador, que se encuentra en aquellas canciones en las que la letra termina parodiando al emisor sin que éste detecte la propia (involuntaria) ironía. Este feudo lo domina la familia Iglesias de manera indudable, con el padre cantándole a las quinceañeras y el hijo cantándose a sí mismo en su afán de reemplazar al papá. Me niego a ofrecer ejemplos.
7. El error antiintuitivo, que se da cuando el autor de la canción desconoce el sentido de las palabras que usa o les otorga un significado tan idiosincrásico que resulta en un mensaje casual, errático o azaroso. El viejo vals peruano que habla del "negro azabache de tu blonda cabellera" es sin duda una muestra maravillosa: el autor ignora que la cabellera azabache es negra y la blonda, rubia, y termina por acuñar una moda de tinte de pelo que sólo llegaría varias décadas más tarde. Supongo que alguna versión extraña de este error queda resumida en el nombre del grupo peruano Líbido, cuyos miembros parecen desconocer la diferencia entre las palabras "lívido", esdrújula, y la palabra grave "libido", que significan amoratado o pálido (lívido) y deseo sexual (libido), respectivamente. (Y mi amigo el lingüista dirá que estos hablates sólo están un paso adelantados al cambio dialectal, pero en fin).
8. El error anacrónico, que sucede cuando un autor quiere estar en el filo de la navaja de la estética y no hace sino recurrir a una poética del año del rey Pepino (no siendo este Pipino, necesariamente, Pipino el Breve, rey franco del siglo VIII, aunque a veces sí). Un ejemplo evidente es Juan Luis Guerra, proclamado poeta popular, autoproclamado cantor vanguardista (lo que ya es todo un reclamo retro), que cita a Vallejo y a Neruda como inspiraciones pero nunca llega más allá de la imaginería del romanticismo español o, a lo más, el primer modernismo latinoamericano: "Un puñal es tu cariño, no me lo claves que aún vivo, curando las noches de amor que te di; quiero beberme tus ojos, llorarlos sin fin". O: "Qusiera ser el aire que respiras, quisiera ser el rizo de tu pelo", etc.
9. El error atópico-anacrónico, que es un error escénico, y se produce cuando el intérprete demuestra sobre las tablas que no tiene idea de lo que está poniendo en escena. Un ejemplo que me viene a la mente: cuando en la entrega de Oscar del año 2004 Santana y Antonio Banderas se dieron maña para cantar la canción de Diarios de moticicleta como un himno a la libertad, en Hollywood, mientras llevaban cruces católicas, medallitas de la Virgen y una camiseta del Che Guevara, demostrando que en materia de historia contemporánea no tienen mucha idea de dónde están parados y aun menos idea de qué cosa es la libertad. Ninguna letra resiste ese sabotaje inopinado.
10. El error de la danza autorreferencial, muy frecuente, que se produce cuando el letrista está convencido de que su audiencia sólo podrá bailar al ritmo de su canción si la letra le da una lista de instrucciones puntuales sobre qué hacer con cada parte del cuerpo en cada momento preciso. "Las manos hacia arriba, las manos hacia abajo, y como los gorilas, ¡uh,uh,uh,uh! Todos caminamos"... Existe, claro está, la variante del referéndum democrático, en la que el cantante debe preguntar a la audiencia si la canción está cumpliendo su cometido. "Alza la mano si tú estás gozando..."
(Quizá los números 7 y 10 y algunos otros, en ciertas ocasiones, sea posible redimirlos con la música; en los otros casos me resulta bastante dudoso).
La grasa de Alan
Otro pishtaco logra la fama internacional
Conan O'Brien, conductor de Late Night en NBC, sostiene desde hace años un intercambio de burlas con la actriz Kirstie Alley, famosa en los ochentas por su papel en la serie Cheers.
Alley subió muchísimo de peso y ha sido vocera comercial de más de un método de adelgazamiento, siempre, lamentablemente, para volver a la obesidad. O'Brien ha aprovechado a Alley como objeto de todas las bromas sobre gordura que le han pasado por la cabeza en la última década.
En días recientes, las respuestas de Kirstie Alley se han vuelto más duras y O'Brien ha optado por no mencionarla más y elegir arbitrariamente a otra persona gorda para enfilar contra este nuevo blanco todas las bromas sobre el tema.
¿Quién es esa persona? En palabras del mismo O'Brien (que repite la misma frase dos o tres veces cada noche desde hace varios días) esa persona es "that fat president of Peru, Alan García Perez".
Es la segunda vez que escucho el nombre de García en la televisión americana: la primera fue cuando ofreció regalarle un perro peruano pelón a Obama y nadie le hizo caso.
Y es apenas la segunda vez este mes que escucho en la tele de aquí una mención al Perú. La otra fue la noticia de los pishtacos. Aunque quizá ambas sean partes de la misma historia. ¿No será una señal: grasa, pishtacos, García?
Conan O'Brien, conductor de Late Night en NBC, sostiene desde hace años un intercambio de burlas con la actriz Kirstie Alley, famosa en los ochentas por su papel en la serie Cheers.
Alley subió muchísimo de peso y ha sido vocera comercial de más de un método de adelgazamiento, siempre, lamentablemente, para volver a la obesidad. O'Brien ha aprovechado a Alley como objeto de todas las bromas sobre gordura que le han pasado por la cabeza en la última década.
En días recientes, las respuestas de Kirstie Alley se han vuelto más duras y O'Brien ha optado por no mencionarla más y elegir arbitrariamente a otra persona gorda para enfilar contra este nuevo blanco todas las bromas sobre el tema.
¿Quién es esa persona? En palabras del mismo O'Brien (que repite la misma frase dos o tres veces cada noche desde hace varios días) esa persona es "that fat president of Peru, Alan García Perez".
Es la segunda vez que escucho el nombre de García en la televisión americana: la primera fue cuando ofreció regalarle un perro peruano pelón a Obama y nadie le hizo caso.
Y es apenas la segunda vez este mes que escucho en la tele de aquí una mención al Perú. La otra fue la noticia de los pishtacos. Aunque quizá ambas sean partes de la misma historia. ¿No será una señal: grasa, pishtacos, García?
23.11.09
¡Plop!
Gregorio Martínez o la sutileza
Un amigo me hace notar que la columna de Gregorio Martínez el último domingo en Perú 21 contiene el siguiente alucinante párrafo sobre la novela Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa:
"Toda la atmósfera deprimente de la novela Conversación en La Catedral se debe a la angustia de Zavalita porque sospecha que su padre, el empresario Fermín Zavala, es homosexual. Desgraciadamente ese es el punto de vista del narrador. O sea, el autor avala la homofobia".
¿Lo vieron? Gregorio Martínez sostiene, sin más argumentación que un punto seguido y un "o sea", que cualquier idea atribuible al narrador en una novela es una idea compartida por el autor de la novela.
Un lector o un crítico que piense de ese modo es básicamente incapaz de percibir una serie de fenómenos elementales en la literatura: la ironía, la parodia, el pastiche, el distanciamiento crítico, la proyección ideológica, la sátira, y recursos como los del falseamiento del relato o el narrador desconfiable. Y ni qué decir de su capacidad para entender el punto de vista o la focalización o las atribuciones oblicuas o indirectas.
Quien confunda narrador con autor deberá creer que el autor del Quijote encontró un manuscrito árabe en un mercado (escrito por otro autor del Quijote), que toda narración en primera persona es autobiográfica, que el autor de "Deutsches Réquiem" era nazi y que Jonathan Swift (izquierda) quería comerse a los niños de Irlanda.
Ese un error permisible en un lector primerizo, que caiga o resbale en un aula de tercero de secundaria y no vuelva a tener contacto con la literatura nunca más en su vida. Pero no en un ensayista, y mucho menos en uno que acaba de ser consagrado con un premio prestigioso en el género. ¿Recuerdan?
Para todos los demás, que quede siempre claro: el narrador de una ficción es su primer elemento ficcional, un recurso narrativo, una invención, una entidad textual creada como dispositivo para conducir el relato. No es el autor.
Más sobre Gregorio Martínez en Puente Aéreo: aquí, aquí y aquí.
Un amigo me hace notar que la columna de Gregorio Martínez el último domingo en Perú 21 contiene el siguiente alucinante párrafo sobre la novela Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa:
"Toda la atmósfera deprimente de la novela Conversación en La Catedral se debe a la angustia de Zavalita porque sospecha que su padre, el empresario Fermín Zavala, es homosexual. Desgraciadamente ese es el punto de vista del narrador. O sea, el autor avala la homofobia".
¿Lo vieron? Gregorio Martínez sostiene, sin más argumentación que un punto seguido y un "o sea", que cualquier idea atribuible al narrador en una novela es una idea compartida por el autor de la novela.
Un lector o un crítico que piense de ese modo es básicamente incapaz de percibir una serie de fenómenos elementales en la literatura: la ironía, la parodia, el pastiche, el distanciamiento crítico, la proyección ideológica, la sátira, y recursos como los del falseamiento del relato o el narrador desconfiable. Y ni qué decir de su capacidad para entender el punto de vista o la focalización o las atribuciones oblicuas o indirectas.
Quien confunda narrador con autor deberá creer que el autor del Quijote encontró un manuscrito árabe en un mercado (escrito por otro autor del Quijote), que toda narración en primera persona es autobiográfica, que el autor de "Deutsches Réquiem" era nazi y que Jonathan Swift (izquierda) quería comerse a los niños de Irlanda.
Ese un error permisible en un lector primerizo, que caiga o resbale en un aula de tercero de secundaria y no vuelva a tener contacto con la literatura nunca más en su vida. Pero no en un ensayista, y mucho menos en uno que acaba de ser consagrado con un premio prestigioso en el género. ¿Recuerdan?
Para todos los demás, que quede siempre claro: el narrador de una ficción es su primer elemento ficcional, un recurso narrativo, una invención, una entidad textual creada como dispositivo para conducir el relato. No es el autor.
Más sobre Gregorio Martínez en Puente Aéreo: aquí, aquí y aquí.
21.11.09
Pishtacos
¿Por qué las noticias peruanas son como son?
Durante los primeros dos o tres días de noticias sobre la banda de asesinos Los Pishtacos, supuestos ladrones y exportadores de grasa humana para uso cosmético, me llamó la atención la monocorde similitud de la noticia en todos los medios peruanos.
Ninguno puso en duda la primera versión policial, ninguno planteó la posibilidad de que fuera un absurdo, todos evocaron el mito andino del pishtaco como un factor que engrandecía el misterio y la sordidez del caso, con una atención que parecía relamerse en el placer gótico.
Ya para el segundo día, en cambio, la noticia en la prensa internacional era distinta y bastante más interesante: The Sun incluía las opiniones de un profesor de medicina de Cornell, que señalaba que la grasa recogida artesanalmente era altamente impura y por tanto inútil para su incorporación en procesos químicos.
The Guardian recogía declaraciones de otro experto de la Universidad de Virginia, quien indicaba que la grasa de las clínicas de liposucción y de gente dispuesta a donarla en casi todo el planeta era abundante, barata y, por supuesto, bastante más sana y segura.
Los cables de Associated Press republicados en The Times of India y The New York Times contenían las declaraciones de una experta en dermatología de Yale University, según quien, incluso si existiera un minúsculo mercado internacional para la compra de grasa humana, las ventajas de su uso cosmético sobre el uso de otras grasas son consideradas por la comunidad científica como pura charlatanería.
El País sumaba a los cables una consulta directa con los expertos de la Asociación Nacional de Perfumería y Cosmética de España, que también observaban que la historia en general era ilógica (no necesariamente falsa, claro, pero sí ilógica), debido a las mismas razones ofrecidas por los médicos americanos.
De la ciencia, apenas en un día, las noticias internacionales pasaron a las comparaciones librescas y cinematográficas: se evocó el parecido de la historia con el de la trama de El perfume, la famosa novela del alemán Patrick Süskind, y con Fight Club, la novela del americano Chuck Pahlaniuk, así como con las películas basadas en cada uno de esos libros.
La comparación era simplemente evocativa, claro. No traía ese rudo elemento gótico de la noticia en el ámbito nacional y sus paralelismos con el mito de los pishtacos.
Al tercer día, las opiniones de los expertos comenzaron a ganar espacio en la prensa peruana. Y aquí viene lo interesante: cuando los cables internacionales se habían inclinado claramente a creer que la historia era absurda incluso si fuera real, la prensa nacional siguió destacando el paralelo entre el mito y la propuesta explicación policial, dejando en segundo plano las opiniones de los conocedores.
A nuestra prensa, la lógica o el absurdo del crimen le parecieron secundarias; eligió abrazarse a su sordidez y al aura terrorífica del relato mítico encarnado en apariencia.
¿Hay algo más detrás de esa preferencia? Es curioso dónde empiezan y dónde terminan los parecidos entre la novela de Pahlaniuk y las versiones más contemporáneas del mito andino: en ambas, la extracción de la grasa y su conversión en productos industriales es una metáfora crítica sobre el capitalismo.
"We're taking their own fat and selling it back to them", dice el protagonista de Fight Club, que asalta clínicas de liposucción para fabricar jabones de lujo. En la variantes más recientes del mito andino, el pishtaco es un extraño, acaso extranjero o agente de unos jefes extranjeros, que roba la grasa de sus víctimas para llevarla a Lima o a los Estados Unidos, donde se usará para lubricar las maquinarias en las fábricas de las industrias capitalistas.
Tengo la incómoda sospecha de que la prensa peruana no ha querido sopesar mucho la lógica real de esta historia por acaso tres motivos distintos: primero, porque es habitualmente renuente a darse el trabajo de pensar sobre los temas acerca de los cuales informa; segundo, porque mantener el paralelismo con el mito hace la noticia de esta aparente carnicería un tema seductor por morboso.
Y en tercer lugar, porque el mito mismo plantea una explicación segregatoria (el culpable es el otro, el que está afuera de nuestro mapa, el extranjero) que resulta muy cómoda para una prensa que ya tiró la toalla para todos los casos en los que le cabría reflexionar acerca de la extrema vileza y la extrema violencia que se generan dentro de la sociedad peruana.
Claro: no estoy diciendo que la prensa peruana haya pensado todo esto para tomar la dirección que ha tomado; digo que lamentablemente su falta de profesionalismo y su general incapacidad de reflexión la hace inclinarse a confiar en este tipo de respuesta, y lo mismo puede decirse del coronel y el general de la Policía Nacional que usaron explícitamente el término "pishtaco" para describir a los capturados.
Los mitos suelen ser relatos creados para explicar lo que es positivamente inexplicable. Cuando un investigador policial y un periodista asumen el mito como respuesta a un acertijo, asumen que es inexplicable de otra forma. ¿Ahora resulta que, tras haber descubierto un cadáver, la Policía Nacional va a dar por explicadas las 60 desapariciones denunciadas en la zona durante los últimos meses? ¿Los mataron los Pishtacos para hacer rouge en Italia?
Quizás estos sujetos (los delincuentes) hacían en verdad o pretendían hacer algo de lo que dicen. No se puede descartar completamente la veracidad de una acción basándose en la idea de que para cometerla habría que ser no sólo cruel sino además un mal negociante. Y además, ¿para qué autoinculparse de algo tan atroz?
Pero nada de eso es causa para dejar de buscar una explicación verificable que no sea pura imitación del mito. Qué ocurre si hay un grupo criminal interesado en que la Policía y la opinión pública culpen a estas personas de unos crímenes cometidos por otros o por otras razones. ¿Qué ocurre si todo es (jamás hay que descartarlo) una cortina de humo del gobierno hecha para distraer? ¿No hubo ya rumores de pishtacos durante el primer gobierno de Alan García? ¿No es la prensa la que debe despejar ese tipo de duda?
Finalmente, ¿algún medio de prensa peruana, algún comentarista, algún columnista se ha interesado en investigar quiénes son las víctimas de estos homicidios? No lo creo. Eso no funciona mucho en el Perú. Y en el fondo tampoco funciona preguntarse quién es el homicida o quiénes son. Porque es más fácil suponer que son poco menos que monstruos excepcionales, freaks salidos de una película de Mélinton Eusebio.
(Se supone que estamos en una época de auge para la crónica periodística en el Perú. Ok. Aquí hay una oportunidad para que esa idea se pruebe o se lance al tacho: no es cuestión de escribir bonito o escribir interesante, también hay que descubrir algunas verdades de vez en cuando).
Postdata: el programa de televisión Enemigos Íntimos presenta un informe sobre el tema. Tiene la virtud de hacer notar el absurdo de la historia. Tiene el defecto de querer convertirlo en una comedia: sigue sin hacer nada por averiguar cuál es el motor detrás de una historia que parece construida para dejar irresueltas varias decenas de desapariciones. Y para excavar más hondo el hueco de la ignorancia frecuente de la prensa, el reportaje no trata el mito de los pishtacos como tal, es decir, como un relato mítico dentro de un sistema de creencias, sino, básicamente, como una ridiculez de gente inculta. Un antropólogo entrevistado en el informe usa los términos "fábula", "mito", "leyenda", "cuento" y "ficción" como si fueran equivalentes e informa sobre las creencias andinas con una sonrisa paternalista de oreja a oreja. La reportera usa indistintamente "cuento", "leyenda" y "mito". ¿No les resulta especialmente insultante cuando una persona se burla de la ignorancia ajena exponiendo la propia?
Durante los primeros dos o tres días de noticias sobre la banda de asesinos Los Pishtacos, supuestos ladrones y exportadores de grasa humana para uso cosmético, me llamó la atención la monocorde similitud de la noticia en todos los medios peruanos.
Ninguno puso en duda la primera versión policial, ninguno planteó la posibilidad de que fuera un absurdo, todos evocaron el mito andino del pishtaco como un factor que engrandecía el misterio y la sordidez del caso, con una atención que parecía relamerse en el placer gótico.
Ya para el segundo día, en cambio, la noticia en la prensa internacional era distinta y bastante más interesante: The Sun incluía las opiniones de un profesor de medicina de Cornell, que señalaba que la grasa recogida artesanalmente era altamente impura y por tanto inútil para su incorporación en procesos químicos.
The Guardian recogía declaraciones de otro experto de la Universidad de Virginia, quien indicaba que la grasa de las clínicas de liposucción y de gente dispuesta a donarla en casi todo el planeta era abundante, barata y, por supuesto, bastante más sana y segura.
Los cables de Associated Press republicados en The Times of India y The New York Times contenían las declaraciones de una experta en dermatología de Yale University, según quien, incluso si existiera un minúsculo mercado internacional para la compra de grasa humana, las ventajas de su uso cosmético sobre el uso de otras grasas son consideradas por la comunidad científica como pura charlatanería.
El País sumaba a los cables una consulta directa con los expertos de la Asociación Nacional de Perfumería y Cosmética de España, que también observaban que la historia en general era ilógica (no necesariamente falsa, claro, pero sí ilógica), debido a las mismas razones ofrecidas por los médicos americanos.
De la ciencia, apenas en un día, las noticias internacionales pasaron a las comparaciones librescas y cinematográficas: se evocó el parecido de la historia con el de la trama de El perfume, la famosa novela del alemán Patrick Süskind, y con Fight Club, la novela del americano Chuck Pahlaniuk, así como con las películas basadas en cada uno de esos libros.
La comparación era simplemente evocativa, claro. No traía ese rudo elemento gótico de la noticia en el ámbito nacional y sus paralelismos con el mito de los pishtacos.
Al tercer día, las opiniones de los expertos comenzaron a ganar espacio en la prensa peruana. Y aquí viene lo interesante: cuando los cables internacionales se habían inclinado claramente a creer que la historia era absurda incluso si fuera real, la prensa nacional siguió destacando el paralelo entre el mito y la propuesta explicación policial, dejando en segundo plano las opiniones de los conocedores.
A nuestra prensa, la lógica o el absurdo del crimen le parecieron secundarias; eligió abrazarse a su sordidez y al aura terrorífica del relato mítico encarnado en apariencia.
¿Hay algo más detrás de esa preferencia? Es curioso dónde empiezan y dónde terminan los parecidos entre la novela de Pahlaniuk y las versiones más contemporáneas del mito andino: en ambas, la extracción de la grasa y su conversión en productos industriales es una metáfora crítica sobre el capitalismo.
"We're taking their own fat and selling it back to them", dice el protagonista de Fight Club, que asalta clínicas de liposucción para fabricar jabones de lujo. En la variantes más recientes del mito andino, el pishtaco es un extraño, acaso extranjero o agente de unos jefes extranjeros, que roba la grasa de sus víctimas para llevarla a Lima o a los Estados Unidos, donde se usará para lubricar las maquinarias en las fábricas de las industrias capitalistas.
Tengo la incómoda sospecha de que la prensa peruana no ha querido sopesar mucho la lógica real de esta historia por acaso tres motivos distintos: primero, porque es habitualmente renuente a darse el trabajo de pensar sobre los temas acerca de los cuales informa; segundo, porque mantener el paralelismo con el mito hace la noticia de esta aparente carnicería un tema seductor por morboso.
Y en tercer lugar, porque el mito mismo plantea una explicación segregatoria (el culpable es el otro, el que está afuera de nuestro mapa, el extranjero) que resulta muy cómoda para una prensa que ya tiró la toalla para todos los casos en los que le cabría reflexionar acerca de la extrema vileza y la extrema violencia que se generan dentro de la sociedad peruana.
Claro: no estoy diciendo que la prensa peruana haya pensado todo esto para tomar la dirección que ha tomado; digo que lamentablemente su falta de profesionalismo y su general incapacidad de reflexión la hace inclinarse a confiar en este tipo de respuesta, y lo mismo puede decirse del coronel y el general de la Policía Nacional que usaron explícitamente el término "pishtaco" para describir a los capturados.
Los mitos suelen ser relatos creados para explicar lo que es positivamente inexplicable. Cuando un investigador policial y un periodista asumen el mito como respuesta a un acertijo, asumen que es inexplicable de otra forma. ¿Ahora resulta que, tras haber descubierto un cadáver, la Policía Nacional va a dar por explicadas las 60 desapariciones denunciadas en la zona durante los últimos meses? ¿Los mataron los Pishtacos para hacer rouge en Italia?
Quizás estos sujetos (los delincuentes) hacían en verdad o pretendían hacer algo de lo que dicen. No se puede descartar completamente la veracidad de una acción basándose en la idea de que para cometerla habría que ser no sólo cruel sino además un mal negociante. Y además, ¿para qué autoinculparse de algo tan atroz?
Pero nada de eso es causa para dejar de buscar una explicación verificable que no sea pura imitación del mito. Qué ocurre si hay un grupo criminal interesado en que la Policía y la opinión pública culpen a estas personas de unos crímenes cometidos por otros o por otras razones. ¿Qué ocurre si todo es (jamás hay que descartarlo) una cortina de humo del gobierno hecha para distraer? ¿No hubo ya rumores de pishtacos durante el primer gobierno de Alan García? ¿No es la prensa la que debe despejar ese tipo de duda?
Finalmente, ¿algún medio de prensa peruana, algún comentarista, algún columnista se ha interesado en investigar quiénes son las víctimas de estos homicidios? No lo creo. Eso no funciona mucho en el Perú. Y en el fondo tampoco funciona preguntarse quién es el homicida o quiénes son. Porque es más fácil suponer que son poco menos que monstruos excepcionales, freaks salidos de una película de Mélinton Eusebio.
(Se supone que estamos en una época de auge para la crónica periodística en el Perú. Ok. Aquí hay una oportunidad para que esa idea se pruebe o se lance al tacho: no es cuestión de escribir bonito o escribir interesante, también hay que descubrir algunas verdades de vez en cuando).
Postdata: el programa de televisión Enemigos Íntimos presenta un informe sobre el tema. Tiene la virtud de hacer notar el absurdo de la historia. Tiene el defecto de querer convertirlo en una comedia: sigue sin hacer nada por averiguar cuál es el motor detrás de una historia que parece construida para dejar irresueltas varias decenas de desapariciones. Y para excavar más hondo el hueco de la ignorancia frecuente de la prensa, el reportaje no trata el mito de los pishtacos como tal, es decir, como un relato mítico dentro de un sistema de creencias, sino, básicamente, como una ridiculez de gente inculta. Un antropólogo entrevistado en el informe usa los términos "fábula", "mito", "leyenda", "cuento" y "ficción" como si fueran equivalentes e informa sobre las creencias andinas con una sonrisa paternalista de oreja a oreja. La reportera usa indistintamente "cuento", "leyenda" y "mito". ¿No les resulta especialmente insultante cuando una persona se burla de la ignorancia ajena exponiendo la propia?
20.11.09
El dedo de Galileo
Y el dedo de Teresa y sobre todo el dedo de Dios
En Italia, esta semana, han encontrado un diente de Galileo Galilei. Han hallado también un pulgar y un dedo medio que en vida del astrónomo formaron parte de su mano derecha.
En 1737, casi un siglo después de muerto Galileo, sus restos fueron extraídos de un almacén mortuorio para ser transportados a la tumba que se le había diseñado en la Basílica de la Santa Croce, en Florencia, no muy lejos del mausoleo de Michelangello.
Durante el trasbordo, una nube de galilófilos hurtó tres dedos, una vértebra y un diente. La vértebra y uno de los dedos fueron recuperados prontamente. El resto del botín quedó en manos del marqués italiano que había organizado el golpe.
Extraviados por largo tiempo, hace poco reaparecieron, fueron puestos en subasta y el comprador los hizo llegar al Museo de Historia y Ciencia de Florencia.
Hace algunos años fui a conocer Ávila, en el centro de España, sobre todo porque tengo una inclinación infantil por las ciudades amuralladas, pero también, de paso, para visitar el convento y la iglesia de Santa Teresa de Jesús.
Apenas entrando, Carolyn, mi esposa, pegó un brinco acrobático y emitió un murmullo entre asqueado y sorprendido: en medio de la pequeña y más bien burocrática salita de la recepción había un frasco de vidrio y, en el frasco, inmóvil en su líquido invisible (supongo que era un líquido), aparecía, marrón o casi negro, un dedo de la santa.
Soy secular y materialista y a veces yo mismo tengo la impresión de que un diagrama de mi corazón podría tener la forma de un plano cartesiano. Pero estudié entre curas católicos y el horripilante sadismo de las reliquias lo tengo asumido como cosa real. Carolyn no, y le cuesta entender que esa práctica sea propia de piadosos.
(La mandíbula de Santa Teresa está, junto a uno de sus pies, en Roma. El corazón y el brazo izquierdo, solo hasta la muñeca, están en Alba de Tormes. La mano derecha, no entera sino como un muñón, y el ojo izquierdo, están en Ronda. La mano izquierda, también mutilada, en Lisboa. Sus dedos forman dos manos abiertas a lo largo de toda Europa).
A mí, más que procesar la lógica cristiana de las reliquias, me cuesta creer que el admirador de un científico como Galielo Galilei haya necesitado guardar, en las bóvedas de su casa florentina, dos reliquias del genio laico. Pero bien visto: ¿por qué no? ¿Acaso no es más lógico que lo otro?
Después de todo, son los científicos los que trabajan sobre los objetos, el espacio, la materia y los principios que los rigen. Los religiosos han elegido más bien la otra cara de la medalla: el espíritu. Preservar el cuerpo de Galileo puede ser, visto así, tan significativo como sería conservar el espíritu de Teresa de Ávila. Esto es, en caso de que dicho espíritu no hubiera ido a reunirse con su hacedor.
Más allá de especulaciones gaseosas --como ninguna otra cosa se puede leer el párrafo anterior--, es verdad que existe un misticismo de la ciencia, y también es verdad que las religiones tienen algo que enseñar acerca del mundo: la fe religiosa y la fe en la ciencia son análogas en más de un aspecto, y el central no es el fanatismo por las reliquias.
No otra persona que la hoy descuartizada Santa Teresa escribió lo siguiente:
Conocer el centro y el origen de nuestra alma es idéntica necesidad; desconocerlos es ignorancia: hasta un descorazonado secular como yo tiene que terminar por admitirlo de vez en cuando.
Pero igual es una lástima que hayan destripado el cuerpo de Galileo y hayan mutilado el "castillo" de Santa Teresa, habiedo contenido ambos tan grandes espíritus.
Imágenes: un dedo de Galileo, el relicario con la mano incorrupta de Santa Teresa (que Franco tuvo consigo por muchos años) y Paz Vega, que le dio un cuerpo diferente a Santa Teresa en una película de Ray Loriga.
En Italia, esta semana, han encontrado un diente de Galileo Galilei. Han hallado también un pulgar y un dedo medio que en vida del astrónomo formaron parte de su mano derecha.
En 1737, casi un siglo después de muerto Galileo, sus restos fueron extraídos de un almacén mortuorio para ser transportados a la tumba que se le había diseñado en la Basílica de la Santa Croce, en Florencia, no muy lejos del mausoleo de Michelangello.
Durante el trasbordo, una nube de galilófilos hurtó tres dedos, una vértebra y un diente. La vértebra y uno de los dedos fueron recuperados prontamente. El resto del botín quedó en manos del marqués italiano que había organizado el golpe.
Extraviados por largo tiempo, hace poco reaparecieron, fueron puestos en subasta y el comprador los hizo llegar al Museo de Historia y Ciencia de Florencia.
Hace algunos años fui a conocer Ávila, en el centro de España, sobre todo porque tengo una inclinación infantil por las ciudades amuralladas, pero también, de paso, para visitar el convento y la iglesia de Santa Teresa de Jesús.
Apenas entrando, Carolyn, mi esposa, pegó un brinco acrobático y emitió un murmullo entre asqueado y sorprendido: en medio de la pequeña y más bien burocrática salita de la recepción había un frasco de vidrio y, en el frasco, inmóvil en su líquido invisible (supongo que era un líquido), aparecía, marrón o casi negro, un dedo de la santa.
Soy secular y materialista y a veces yo mismo tengo la impresión de que un diagrama de mi corazón podría tener la forma de un plano cartesiano. Pero estudié entre curas católicos y el horripilante sadismo de las reliquias lo tengo asumido como cosa real. Carolyn no, y le cuesta entender que esa práctica sea propia de piadosos.
(La mandíbula de Santa Teresa está, junto a uno de sus pies, en Roma. El corazón y el brazo izquierdo, solo hasta la muñeca, están en Alba de Tormes. La mano derecha, no entera sino como un muñón, y el ojo izquierdo, están en Ronda. La mano izquierda, también mutilada, en Lisboa. Sus dedos forman dos manos abiertas a lo largo de toda Europa).
A mí, más que procesar la lógica cristiana de las reliquias, me cuesta creer que el admirador de un científico como Galielo Galilei haya necesitado guardar, en las bóvedas de su casa florentina, dos reliquias del genio laico. Pero bien visto: ¿por qué no? ¿Acaso no es más lógico que lo otro?
Después de todo, son los científicos los que trabajan sobre los objetos, el espacio, la materia y los principios que los rigen. Los religiosos han elegido más bien la otra cara de la medalla: el espíritu. Preservar el cuerpo de Galileo puede ser, visto así, tan significativo como sería conservar el espíritu de Teresa de Ávila. Esto es, en caso de que dicho espíritu no hubiera ido a reunirse con su hacedor.
Más allá de especulaciones gaseosas --como ninguna otra cosa se puede leer el párrafo anterior--, es verdad que existe un misticismo de la ciencia, y también es verdad que las religiones tienen algo que enseñar acerca del mundo: la fe religiosa y la fe en la ciencia son análogas en más de un aspecto, y el central no es el fanatismo por las reliquias.
No otra persona que la hoy descuartizada Santa Teresa escribió lo siguiente:
"No es pequeña lástima y confusión que, por nuestra culpa, no entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos. ¿No sería gran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es, y no se conociese ni supiese quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra? Pues si esto sería gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotras cuando no procuramos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en estos cuerpos, y así a bulto, porque lo hemos oído y porque nos lo dice la fe, sabemos que tenemos almas. Mas qué bienes puede haber en esta alma o quién está dentro en esta alma o el gran valor de ella, pocas veces lo consideramos; y así se tiene en tan poco procurar con todo cuidado conservar su hermosura: todo se nos va en la grosería del engaste o cerca de este castillo, que son estos cuerpos".Es interesante que Teresa predique el conocimiento interior proponiedo el ejemplo del conocimiento mundano: saber nuestro origen y conocer nuestro medio es necesario; no saberlo es ignorancia.
Conocer el centro y el origen de nuestra alma es idéntica necesidad; desconocerlos es ignorancia: hasta un descorazonado secular como yo tiene que terminar por admitirlo de vez en cuando.
Pero igual es una lástima que hayan destripado el cuerpo de Galileo y hayan mutilado el "castillo" de Santa Teresa, habiedo contenido ambos tan grandes espíritus.
Imágenes: un dedo de Galileo, el relicario con la mano incorrupta de Santa Teresa (que Franco tuvo consigo por muchos años) y Paz Vega, que le dio un cuerpo diferente a Santa Teresa en una película de Ray Loriga.
19.11.09
¿Cuándo es trivial una letra trivial?, 2
Pasemos a hablar de los buenos muchachos
Mi idea en la primera parte de este post, además de dejar que se expresara my inner Beatlemaniac, era una, básicamente: establecer que la apariencia trivial de la letra de una canción puede quedar validada estéticamente si esa letra potencia el sentido de la música y es a la vez potenciada por ese otro lenguaje con el cual se acopla para formar una unidad.
Eso no equivale a decir que cualquier letra trivial puede validarse bajo el argumento de que una canción no tiene por qué ser inteligente. De hecho, la idea es la opuesta: la apariencia trivial de una letra no le resta inteligencia a la canción, en la medida en que esa letra sea funcional en relación con el todo, y luego, todavía, viene ver si el todo es a su vez trivial o no.
Varias interrogantes pueden seguir a esa afirmación, y yo quiero elegir una: ¿la apariencia inteligente de una letra hace que una canción sea buena? Intuitivamente, todos podemos ressponder que no, que si la música es mala, la canción será mala irremisiblemente.
Pero en la práctica muchos estamos tentados a actuar de otra forma y a perdonar la mala música de letristas con aire intelectual (o con verdaderos logros como letristas).
Hay casos obvios en los que no vale la pena detenerse por mucho tiempo: en el mundo hispano, por ejemplo, tenemos el ejemplo notorio de compositores que confunden la ampulosidad con arte, el ingenio primarioso con agudeza y la manía del diccionario con variedad estética: Shakira, Ricardo Arjona, Fernando Ubiergo, el último Daniel F., para mencionar a músicos de talantes muy, muy diferentes.
Ninguno de ellos, por otro lado --con la posible excepción del antiguo Daniel F.--, ha sido nunca capaz de balancear su defecto (que son inhábiles de detectar y que, además, es la irónica clave de su éxito) con alguna originalidad musical, simplemente porque carecen de ella.
Más interesantes son casos como el de Joaquín Sabina, un letrista a veces brillante, que de cuando en cuando encuentra melodías exquisitas, pero que jamás parece sentir la necesidad de componer arreglos musicales de alguna calidad, de alguna novedad o de algún riesgo.
Sabina es un caso especialmente notorio: sabemos que su ingreso en la escena musical está asociado fuerte y directamente con un momento de liberación y resurgimiento de aspiración modernizante --la movida española del tránsito a la democracia y los primeros años de esta última--, y su imagen y sus letras son las de alguien que reflexiona sobre muchos temas, incluyendo la propia tradición estética, desde una perspectiva progresista.
Pero su música es una contradicción directa de todos esos impulsos: medianía absoluta. Escuchándolo, a veces se tiene la extraña impresión de que el hombre compra sus pistas en un archivo de karakoke.
Y su lírica también ha ido precipitándose cada vez más en una suerte de modernismo pasatista, poseído por la aspiración formal de la generación del 27, que parece haber sido la última renovación poética que ha dejado huella en los llamados cantautores peninsulares: Sabina, Serrat (que es muy superior, en todo caso), el hispano-argentino Alberto Cortez, etc.
Por algún motivo, mientras en la tradición anglosajona muchos de los mejores letristas suelen ser poderosamente atraídos por la experimentación formal (Bob Dylan, Leonard Cohen, Nick Cave, Wayne Coyne, Tom Waits, Jack White), en la hispana, quienes se han labrado un prestigio de escritores inteligentes suelen mal equlibrarse entre lo mediocre y lo francamente malo en términos musicales: Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, León Gieco, etc.
Y da la impresión de que mientras más progresistas quieren ser en sus textos, más incapaces son de transformación estética, son más duramente reacios a probar y más herméticamente ajenos a toda posibilidad de riesgo: es decir, más y más conservadores.
(Dicho sea de paso: ¿a nadie le parece perturbador, como a mí, que más de uno de los más célebres cantantes del mundo hispano sean copycats que darían todo por parecerse completamente a ciertos músicos de la tradición anglosajona? ¿No es un fenómeno extraño que Joaquín Sabina haga todo lo posible por parecer Leonard Cohen, Andrés Calamaro por parecer Bob Dylan, o que Shakira haya optado en los últimos dos años por convertirse en Beyoncé?)
Pocos on, en verdad, los músicos latinoamericanos que concilian buena música con buenas letras, en el sentido relativo e interior que le doy a lo segundo: el Rubén Blades de los setentas y ochentas fue acaso el más notorio armonizador de melodías, instrumentos y discursos, sobre todo cuando enfilaba por el lado narrativo, en canciones como "Tiburón", "El padre Antonio y el monaguillo Andrés", "Pedro Navaja", "Plástico", "El cantante", donde la música se convertía en el soundtrack de una película imaginaria y convocaba tantas imágenes visuales como la letra misma.
El Charly García de los ochenta y los primeros noventa, y Café Tacuba cuando da pie con bola, en registros diferentes, son dos ejemplos notables de otras formas de adecuación.
En el primer Charly solista, las letras depresivas o resistentes sobre la intimidad en la dictadura, en la incertidumbre de la guerra o en la rapacidad de las desapariciones, no serían tan significativas sin esos pianos que parecen escapar de una emboscada, rodar en un sótano, o esos pasos marcados por la batería y que se estrellan contra las paredes, yendo de la cama al living.
En Café Tacuba, por su parte, las letras se han hecho, a veces, mínimas y crípticas pero a su vez lo suficientemente evocativas como para apuntar a la vitalidad de la música misma y a su propia exploración, de manera que en algunas de sus mejores canciones parece que el tema mismo fuera tan abstracto como una idea apenas sugerida: la velocidad, el tránsito, la fugacidad, la evanescencia.
¿Eso implica caer en la manía de los hallazgos "puramente formales" pero "sin fondo", sin trascendencia, y por tanto triviales en cualquier aspecto intelectual? No, para nada. Eso implica, más bien, potenciar la cualidad introspectiva y extropectiva de la música misma, e integrar la voz como un sonido más en la ecuación de los intrumentos: no es nada banal, por el contrario: es la forma de exploración que la música en general plantea en su orifen mismo, la búsqueda del sentido en el sonido.
(Continuará...)
Mi idea en la primera parte de este post, además de dejar que se expresara my inner Beatlemaniac, era una, básicamente: establecer que la apariencia trivial de la letra de una canción puede quedar validada estéticamente si esa letra potencia el sentido de la música y es a la vez potenciada por ese otro lenguaje con el cual se acopla para formar una unidad.
Eso no equivale a decir que cualquier letra trivial puede validarse bajo el argumento de que una canción no tiene por qué ser inteligente. De hecho, la idea es la opuesta: la apariencia trivial de una letra no le resta inteligencia a la canción, en la medida en que esa letra sea funcional en relación con el todo, y luego, todavía, viene ver si el todo es a su vez trivial o no.
Varias interrogantes pueden seguir a esa afirmación, y yo quiero elegir una: ¿la apariencia inteligente de una letra hace que una canción sea buena? Intuitivamente, todos podemos ressponder que no, que si la música es mala, la canción será mala irremisiblemente.
Pero en la práctica muchos estamos tentados a actuar de otra forma y a perdonar la mala música de letristas con aire intelectual (o con verdaderos logros como letristas).
Hay casos obvios en los que no vale la pena detenerse por mucho tiempo: en el mundo hispano, por ejemplo, tenemos el ejemplo notorio de compositores que confunden la ampulosidad con arte, el ingenio primarioso con agudeza y la manía del diccionario con variedad estética: Shakira, Ricardo Arjona, Fernando Ubiergo, el último Daniel F., para mencionar a músicos de talantes muy, muy diferentes.
Ninguno de ellos, por otro lado --con la posible excepción del antiguo Daniel F.--, ha sido nunca capaz de balancear su defecto (que son inhábiles de detectar y que, además, es la irónica clave de su éxito) con alguna originalidad musical, simplemente porque carecen de ella.
Más interesantes son casos como el de Joaquín Sabina, un letrista a veces brillante, que de cuando en cuando encuentra melodías exquisitas, pero que jamás parece sentir la necesidad de componer arreglos musicales de alguna calidad, de alguna novedad o de algún riesgo.
Sabina es un caso especialmente notorio: sabemos que su ingreso en la escena musical está asociado fuerte y directamente con un momento de liberación y resurgimiento de aspiración modernizante --la movida española del tránsito a la democracia y los primeros años de esta última--, y su imagen y sus letras son las de alguien que reflexiona sobre muchos temas, incluyendo la propia tradición estética, desde una perspectiva progresista.
Pero su música es una contradicción directa de todos esos impulsos: medianía absoluta. Escuchándolo, a veces se tiene la extraña impresión de que el hombre compra sus pistas en un archivo de karakoke.
Y su lírica también ha ido precipitándose cada vez más en una suerte de modernismo pasatista, poseído por la aspiración formal de la generación del 27, que parece haber sido la última renovación poética que ha dejado huella en los llamados cantautores peninsulares: Sabina, Serrat (que es muy superior, en todo caso), el hispano-argentino Alberto Cortez, etc.
Por algún motivo, mientras en la tradición anglosajona muchos de los mejores letristas suelen ser poderosamente atraídos por la experimentación formal (Bob Dylan, Leonard Cohen, Nick Cave, Wayne Coyne, Tom Waits, Jack White), en la hispana, quienes se han labrado un prestigio de escritores inteligentes suelen mal equlibrarse entre lo mediocre y lo francamente malo en términos musicales: Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, León Gieco, etc.
Y da la impresión de que mientras más progresistas quieren ser en sus textos, más incapaces son de transformación estética, son más duramente reacios a probar y más herméticamente ajenos a toda posibilidad de riesgo: es decir, más y más conservadores.
(Dicho sea de paso: ¿a nadie le parece perturbador, como a mí, que más de uno de los más célebres cantantes del mundo hispano sean copycats que darían todo por parecerse completamente a ciertos músicos de la tradición anglosajona? ¿No es un fenómeno extraño que Joaquín Sabina haga todo lo posible por parecer Leonard Cohen, Andrés Calamaro por parecer Bob Dylan, o que Shakira haya optado en los últimos dos años por convertirse en Beyoncé?)
Pocos on, en verdad, los músicos latinoamericanos que concilian buena música con buenas letras, en el sentido relativo e interior que le doy a lo segundo: el Rubén Blades de los setentas y ochentas fue acaso el más notorio armonizador de melodías, instrumentos y discursos, sobre todo cuando enfilaba por el lado narrativo, en canciones como "Tiburón", "El padre Antonio y el monaguillo Andrés", "Pedro Navaja", "Plástico", "El cantante", donde la música se convertía en el soundtrack de una película imaginaria y convocaba tantas imágenes visuales como la letra misma.
El Charly García de los ochenta y los primeros noventa, y Café Tacuba cuando da pie con bola, en registros diferentes, son dos ejemplos notables de otras formas de adecuación.
En el primer Charly solista, las letras depresivas o resistentes sobre la intimidad en la dictadura, en la incertidumbre de la guerra o en la rapacidad de las desapariciones, no serían tan significativas sin esos pianos que parecen escapar de una emboscada, rodar en un sótano, o esos pasos marcados por la batería y que se estrellan contra las paredes, yendo de la cama al living.
En Café Tacuba, por su parte, las letras se han hecho, a veces, mínimas y crípticas pero a su vez lo suficientemente evocativas como para apuntar a la vitalidad de la música misma y a su propia exploración, de manera que en algunas de sus mejores canciones parece que el tema mismo fuera tan abstracto como una idea apenas sugerida: la velocidad, el tránsito, la fugacidad, la evanescencia.
¿Eso implica caer en la manía de los hallazgos "puramente formales" pero "sin fondo", sin trascendencia, y por tanto triviales en cualquier aspecto intelectual? No, para nada. Eso implica, más bien, potenciar la cualidad introspectiva y extropectiva de la música misma, e integrar la voz como un sonido más en la ecuación de los intrumentos: no es nada banal, por el contrario: es la forma de exploración que la música en general plantea en su orifen mismo, la búsqueda del sentido en el sonido.
(Continuará...)
17.11.09
Test de Wilde, 5
Fernando Ampuero: copa con Chandler, botella con Fitzgerald
Fernando Ampuero, el cuentista de Bicho raro y Malos modales, el novelista de Caramelo verde y Puta linda, se toma un tiempo para responderle al sacha-Wilde de Puente Aéreo.
¿Qué pintor ha pintado el mundo como tú lo imaginas cuando escribes?
Paul Klee. Pero cuando leo lo que yo escribo no veo mucha relación y me agobia una sensación de fracaso.
¿Cuándo comenzó el siglo XXI para la literatura en español?
Con Cervantes. Los últimos cinco siglos han empezado siempre con Cervantes, el mejor creador de personajes y de paradojas, a quien debemos entre otras cosas las bases del road movie, ese género maravilloso. (Aunque ya Homero nos había dado un anticipo).
En una tumba está enterrado el compromiso social del escritor; en otra, el realismo mágico. ¿A cuál de los dos ataúdes le pondrías un clavo extra?
A ninguna. El compromiso es necesario, aunque lo detesto en el terreno literario. Yo me comprometo socialmente como individuo, no como escritor. En cuanto al casi difunto realismo mágico, que disfruté mucho en su momento, nos empalagó hace ya muchos años. Pero estoy seguro de que, a fines de este siglo o a inicios del siglo XXII, si la vida entonces resulta muy tecnológica o racionalmente fría, volverá de alguna forma con gran viada. En la historia estas ventoleras líricas son por lo común pendulares.
Estás en París, a principios del siglo XX. Todos los escritores que conoces pertenecen a algún grupo literario y ninguno te acepta. Tienes que inventar tu propia escuela: ¿cuál sería?
Haría lo que en Lima intenté hacer yo, a principios de la década del sesenta: fundaría un Instituto de Poesía Policial. (Salvo Mario Montalbetti, eso sí, nadie más se enteró). El criminal no siempre aparecía en el último verso. A veces se ocultaba para siempre a mitad del poema. Pero, en fin, ya que estamos en París, y en los albores del siglo XX, le daría a leer mis poemas a Jean Cocteau. Recuerdo a menudo una frase de Cocteau: “La poesía es indispensable… aunque no sé exactamente para qué sirve”.
Si pudieras cambiar parte del argumento de una célebre obra literaria, ¿qué obra sería y cuál sería el cambio?
Cambiaría el final de Desayuno en Tiffany's. Holly Golightly no se perdería en el África profunda, sino en la selva peruana y viviría con los shipibos, donde yo la encontraría.
La muerte de Emma Bovary fue la mayor tragedia en la vida de Oscar Wilde. ¿A qué hecho ficticio habrías aludido tú si hubieras sido autor de la célebre frase?
Basta de andar difamando al genial Wilde, quien jamás dijo eso de madame Bovary. A propósito, acerca de tales dimes y diretes, yo comparto con Borges una gran curiosidad. Me habría encantado oír algunos epigramas de Wilde sobre el Ulyses de Joyce.
¿A qué personaje literario le caerías a golpes?
A Julien Sorel. Me jodió la vida a los quince años, aunque antes de cumplir los veinte ya lo había perdonado.
¿Cuál fue el último libro ajeno que te ocasionó un atisbo de envidia?
Desgracia, de Coetzee. La más rendida admiración es otro nombre de la envidia.
Te llevan, por un tiempo indefinido, a las mazmorras del castillo, donde sólo hay dos celdas que ya albergan cada una a un prisionero. ¿Prefieres compartir la celda del Quijote o la de Hamlet?
La del Quijote, por supuesto. Hamlet sería un pesado inaguantable.
TS Eliot aceptó las masivas modificaciones que Ezra Pound le hizo a The Waste Land. ¿A quién --sin barreras de tiempo-- le darías una libertad similar con un manuscrito tuyo?
A Borges, sin duda. Me refiero al Borges de cuarenta años hacia adelante, no el Borges joven, que era desaliñado y excesivo. Él, con el tiempo, aprendió a escribir cabalmente, sin que faltara ni sobrara una palabra.
Mishima construyó un ejército personal para reivindicar la idea de honor del Japón medieval. ¿Con qué objetivo armarías un ejército?
Crearía una especie de Ejército de Salvación. Para que asistan a todos esos anónimos desventurados adictos a los insultos por Internet.
Siempre ha habido libros de los que medio mundo habla pero que muy pocos leen en verdad. ¿Con qué libro sospechas que ocurre algo parecido en estos tiempos?
Con Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, una de mis novelas favoritas.
Te acaban de nombrar ministro de Educación y tu primera orden es eliminar de los libros escolares a cierto autor. ¿De quién se trata?
No eliminaría a nadie. Pero sí te puedo hablar de una tentación. No le daría mucho espacio a ese anciano chancho infecto y sobrevalorado que anda por ahí jugando al filicidio literario.
Si tuvieras el poder de regresar a la vida a un escritor ya muerto, ¿a quién elegirías y por qué (o para qué)?
A dos. A Raymond Chandler, con quien me tomaría un whisky. Y a Scott Fitzgerald, con quien me bebería una botella. No hablaríamos de literatura, claro. Me gustaría más bien que habláramos de mujeres. Creo que yo la pasaría muy bien.
Fernando Ampuero, el cuentista de Bicho raro y Malos modales, el novelista de Caramelo verde y Puta linda, se toma un tiempo para responderle al sacha-Wilde de Puente Aéreo.
¿Qué pintor ha pintado el mundo como tú lo imaginas cuando escribes?
Paul Klee. Pero cuando leo lo que yo escribo no veo mucha relación y me agobia una sensación de fracaso.
¿Cuándo comenzó el siglo XXI para la literatura en español?
Con Cervantes. Los últimos cinco siglos han empezado siempre con Cervantes, el mejor creador de personajes y de paradojas, a quien debemos entre otras cosas las bases del road movie, ese género maravilloso. (Aunque ya Homero nos había dado un anticipo).
En una tumba está enterrado el compromiso social del escritor; en otra, el realismo mágico. ¿A cuál de los dos ataúdes le pondrías un clavo extra?
A ninguna. El compromiso es necesario, aunque lo detesto en el terreno literario. Yo me comprometo socialmente como individuo, no como escritor. En cuanto al casi difunto realismo mágico, que disfruté mucho en su momento, nos empalagó hace ya muchos años. Pero estoy seguro de que, a fines de este siglo o a inicios del siglo XXII, si la vida entonces resulta muy tecnológica o racionalmente fría, volverá de alguna forma con gran viada. En la historia estas ventoleras líricas son por lo común pendulares.
Estás en París, a principios del siglo XX. Todos los escritores que conoces pertenecen a algún grupo literario y ninguno te acepta. Tienes que inventar tu propia escuela: ¿cuál sería?
Haría lo que en Lima intenté hacer yo, a principios de la década del sesenta: fundaría un Instituto de Poesía Policial. (Salvo Mario Montalbetti, eso sí, nadie más se enteró). El criminal no siempre aparecía en el último verso. A veces se ocultaba para siempre a mitad del poema. Pero, en fin, ya que estamos en París, y en los albores del siglo XX, le daría a leer mis poemas a Jean Cocteau. Recuerdo a menudo una frase de Cocteau: “La poesía es indispensable… aunque no sé exactamente para qué sirve”.
Si pudieras cambiar parte del argumento de una célebre obra literaria, ¿qué obra sería y cuál sería el cambio?
Cambiaría el final de Desayuno en Tiffany's. Holly Golightly no se perdería en el África profunda, sino en la selva peruana y viviría con los shipibos, donde yo la encontraría.
La muerte de Emma Bovary fue la mayor tragedia en la vida de Oscar Wilde. ¿A qué hecho ficticio habrías aludido tú si hubieras sido autor de la célebre frase?
Basta de andar difamando al genial Wilde, quien jamás dijo eso de madame Bovary. A propósito, acerca de tales dimes y diretes, yo comparto con Borges una gran curiosidad. Me habría encantado oír algunos epigramas de Wilde sobre el Ulyses de Joyce.
¿A qué personaje literario le caerías a golpes?
A Julien Sorel. Me jodió la vida a los quince años, aunque antes de cumplir los veinte ya lo había perdonado.
¿Cuál fue el último libro ajeno que te ocasionó un atisbo de envidia?
Desgracia, de Coetzee. La más rendida admiración es otro nombre de la envidia.
Te llevan, por un tiempo indefinido, a las mazmorras del castillo, donde sólo hay dos celdas que ya albergan cada una a un prisionero. ¿Prefieres compartir la celda del Quijote o la de Hamlet?
La del Quijote, por supuesto. Hamlet sería un pesado inaguantable.
TS Eliot aceptó las masivas modificaciones que Ezra Pound le hizo a The Waste Land. ¿A quién --sin barreras de tiempo-- le darías una libertad similar con un manuscrito tuyo?
A Borges, sin duda. Me refiero al Borges de cuarenta años hacia adelante, no el Borges joven, que era desaliñado y excesivo. Él, con el tiempo, aprendió a escribir cabalmente, sin que faltara ni sobrara una palabra.
Mishima construyó un ejército personal para reivindicar la idea de honor del Japón medieval. ¿Con qué objetivo armarías un ejército?
Crearía una especie de Ejército de Salvación. Para que asistan a todos esos anónimos desventurados adictos a los insultos por Internet.
Siempre ha habido libros de los que medio mundo habla pero que muy pocos leen en verdad. ¿Con qué libro sospechas que ocurre algo parecido en estos tiempos?
Con Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, una de mis novelas favoritas.
Te acaban de nombrar ministro de Educación y tu primera orden es eliminar de los libros escolares a cierto autor. ¿De quién se trata?
No eliminaría a nadie. Pero sí te puedo hablar de una tentación. No le daría mucho espacio a ese anciano chancho infecto y sobrevalorado que anda por ahí jugando al filicidio literario.
Si tuvieras el poder de regresar a la vida a un escritor ya muerto, ¿a quién elegirías y por qué (o para qué)?
A dos. A Raymond Chandler, con quien me tomaría un whisky. Y a Scott Fitzgerald, con quien me bebería una botella. No hablaríamos de literatura, claro. Me gustaría más bien que habláramos de mujeres. Creo que yo la pasaría muy bien.
13.11.09
Clementinum
Jaromir Hladík escucha a Dios
Para los checos, el Clementinum, o Klementinum, es un monumento nacional y una de las joyas en la historia de su arquitectura urbana.
Originalmente, en lo alto de la edad media, fue una capilla, pero a lo largo de un milenio el Clementinum ha sido modificado infinitamente, convertido en un enorme complejo de edificios, albergado palacios, bibliotecas, monasterios, observatorios y universidades.
Para los lectores de Borges, el Clementinum es, aunque acaso de manera abstracta, un lugar incluso más especial: es el sitio soñado por Jaromir Hladík, el espacio donde el dramaturgo judío encuentra a Dios, agazapado en una letra solitaria en la ilustración del mapa de la India en un viejo volumen --un atlas que para otros es inservible--. Y allí, en el Clementinum, Hladík escucha la voz de la divinidad, quien le concede un milagro secreto.
Jaromir Hladík está construido, en el cuento, como un poeta extraviado entre páginas, cuya vida es un libro o una biblioteca, es decir, lleva los rasgos con que Borges se imaginaba a sí mismo.
También el encuentro con Dios es mediado por otro doppelganger borgeano: quien le da la clave del hallazgo a Hladík es un bibliotecario ciego, que ha buscado el nombre de Dios en la biblioteca, como sus padres y sus abuelos, por una eternidad.
El Clementinum fue la biblioteca principal del Imperio Austro-Húngaro, primero. Fue la Biblioteca Nacional de Checoslovaquia en tiempos de Borges y cuando la Segunda Guerra Mundial, después. Y es la Biblioteca Nacional de la República Checa hoy en día.
El Clementinum es otra versión del laberinto borgeano, otro avatar de la Biblioteca de Babel: un laberinto material hecho de túneles, pasajes, salones y escalinatas; un laberinto de tiempo, inacabablemente mutado a lo largo de las eras.
(No sólo Hladík ha descubierto a Dios en el Clementinum: en su escenario central, Mozart dirigió alguna de sus obras: supongo que escuchar a Mozart conducido por Mozart debe de ser una experiencia análoga a la de escuchar la voz de Dios).
El Clementinum alberga una colección interesante de documentos de (y sobre) Franz Kafka. Kafka no vivía lejos de allí y de seguro fue su usuario frecuente: la casa de su familia estaba en la cercana calle Zeltnergasse, y el padre, Hermann Kafka, tenía sus oficinas en otro edificio pocas puertas más abajo.
No creo que lo siguiente sea casual: en "El milagro secreto", Zeltnergasse es la calle donde vive Jaromir Hladík; allí está la casa desde donde escucha las botas y "las blindadas vanguardias del Tercer Reich", y donde es apresado, por judío y judaizante, en los días previos a su ejecución.
Enclaustrado en su celda, donde imagina millares de muertes para preverlas o abolirlas, Jaromir Hladík imagina que el resto de su prisión es un complejo laberinto de túneles y pasadizos: la imperativa y amedrentadora maquinaria del nazismo, el ordenado caos de la opresión totalitaria; encerrado en esa prisión, sueña que está en otro laberinto, el Clementinum, donde Dios le habla y le obsequia el milagro de un año contenido en un segundo o dos.
Un laberinto es la cárcel que imagina y otro laberinto la cárcel que sueña. Ninguno de los dos es palpablemente real: el sueño puede no haber ocurrido; el laberinto imaginado resulta inexistente: Hladík se sorprende al ver que tras la puerta de su celda no hay tal, sino apenas un traspatio y una escalera de hierro: "la realidad fue menos rica".
Hay otros dos laberintos: la pieza teatral que Hladík ha estado escribiendo, y que quiere terminar en ese tiempo pretertemporal que Dios le regala, es uno de ellos: la ficción literaria, circular, estructurada como una serie de repeticiones demenciales.
El otro es el patio mismo donde su vida finalmente acaba: un laberinto simple, sin corredores ni rincones ni recovecos, un hombre en un cubiculo con una fila de cuatro soldados que lo apuntan con sus fusiles: el laberinto de la desolada, desoladora realidad; en el que se abre como rescate un paréntesis en el tiempo para un sueño alucinado y secreto, que se cierra para la explosión final.
También en "Los dos reyes y los dos laberintos", Borges compara un complejo laberinto de estructuras caóticas con uno escueto hecho de una llanura sin accidentes. El laberinto simple de la muerte de Hladík es pobre porque es cierto, duro porque es tangible, hirientemente sencillo porque está exento de la complejidad añadida de la ficción: es la punta del iceberg de una realidad atroz que asoma entre los hilos del tejido fantástico borgeano.
Para los checos, el Clementinum, o Klementinum, es un monumento nacional y una de las joyas en la historia de su arquitectura urbana.
Originalmente, en lo alto de la edad media, fue una capilla, pero a lo largo de un milenio el Clementinum ha sido modificado infinitamente, convertido en un enorme complejo de edificios, albergado palacios, bibliotecas, monasterios, observatorios y universidades.
Para los lectores de Borges, el Clementinum es, aunque acaso de manera abstracta, un lugar incluso más especial: es el sitio soñado por Jaromir Hladík, el espacio donde el dramaturgo judío encuentra a Dios, agazapado en una letra solitaria en la ilustración del mapa de la India en un viejo volumen --un atlas que para otros es inservible--. Y allí, en el Clementinum, Hladík escucha la voz de la divinidad, quien le concede un milagro secreto.
Jaromir Hladík está construido, en el cuento, como un poeta extraviado entre páginas, cuya vida es un libro o una biblioteca, es decir, lleva los rasgos con que Borges se imaginaba a sí mismo.
También el encuentro con Dios es mediado por otro doppelganger borgeano: quien le da la clave del hallazgo a Hladík es un bibliotecario ciego, que ha buscado el nombre de Dios en la biblioteca, como sus padres y sus abuelos, por una eternidad.
El Clementinum fue la biblioteca principal del Imperio Austro-Húngaro, primero. Fue la Biblioteca Nacional de Checoslovaquia en tiempos de Borges y cuando la Segunda Guerra Mundial, después. Y es la Biblioteca Nacional de la República Checa hoy en día.
El Clementinum es otra versión del laberinto borgeano, otro avatar de la Biblioteca de Babel: un laberinto material hecho de túneles, pasajes, salones y escalinatas; un laberinto de tiempo, inacabablemente mutado a lo largo de las eras.
(No sólo Hladík ha descubierto a Dios en el Clementinum: en su escenario central, Mozart dirigió alguna de sus obras: supongo que escuchar a Mozart conducido por Mozart debe de ser una experiencia análoga a la de escuchar la voz de Dios).
El Clementinum alberga una colección interesante de documentos de (y sobre) Franz Kafka. Kafka no vivía lejos de allí y de seguro fue su usuario frecuente: la casa de su familia estaba en la cercana calle Zeltnergasse, y el padre, Hermann Kafka, tenía sus oficinas en otro edificio pocas puertas más abajo.
No creo que lo siguiente sea casual: en "El milagro secreto", Zeltnergasse es la calle donde vive Jaromir Hladík; allí está la casa desde donde escucha las botas y "las blindadas vanguardias del Tercer Reich", y donde es apresado, por judío y judaizante, en los días previos a su ejecución.
Enclaustrado en su celda, donde imagina millares de muertes para preverlas o abolirlas, Jaromir Hladík imagina que el resto de su prisión es un complejo laberinto de túneles y pasadizos: la imperativa y amedrentadora maquinaria del nazismo, el ordenado caos de la opresión totalitaria; encerrado en esa prisión, sueña que está en otro laberinto, el Clementinum, donde Dios le habla y le obsequia el milagro de un año contenido en un segundo o dos.
Un laberinto es la cárcel que imagina y otro laberinto la cárcel que sueña. Ninguno de los dos es palpablemente real: el sueño puede no haber ocurrido; el laberinto imaginado resulta inexistente: Hladík se sorprende al ver que tras la puerta de su celda no hay tal, sino apenas un traspatio y una escalera de hierro: "la realidad fue menos rica".
Hay otros dos laberintos: la pieza teatral que Hladík ha estado escribiendo, y que quiere terminar en ese tiempo pretertemporal que Dios le regala, es uno de ellos: la ficción literaria, circular, estructurada como una serie de repeticiones demenciales.
El otro es el patio mismo donde su vida finalmente acaba: un laberinto simple, sin corredores ni rincones ni recovecos, un hombre en un cubiculo con una fila de cuatro soldados que lo apuntan con sus fusiles: el laberinto de la desolada, desoladora realidad; en el que se abre como rescate un paréntesis en el tiempo para un sueño alucinado y secreto, que se cierra para la explosión final.
También en "Los dos reyes y los dos laberintos", Borges compara un complejo laberinto de estructuras caóticas con uno escueto hecho de una llanura sin accidentes. El laberinto simple de la muerte de Hladík es pobre porque es cierto, duro porque es tangible, hirientemente sencillo porque está exento de la complejidad añadida de la ficción: es la punta del iceberg de una realidad atroz que asoma entre los hilos del tejido fantástico borgeano.
9.11.09
¿Cuándo es trivial una letra trivial?, 1
Cuando hace muchos años el poeta Antonio Cisneros recibió de Alianza Editorial el encargo de compilar una antología de poesía inglesa contemporánea, una de sus tentaciones –si no recuerdo mal, lo cuenta él mismo en el prólogo— fue incluir entre los textos seleccionados algunas canciones de los Beatles.
No fueron ni un escrúpulo posterior ni el temor a parecer encandilado por la beatlemanía, los motivos que lo condujeron a abandonar la idea: fue el reconocimiento de que esas letras no eran poemas.
Y no porque muchas de ellas no tuvieran una belleza peculiar, ni porque les faltaran una altura, una sofisticación o una complejidad que fueran supuestos requisitos de lo poético.
Fue porque Cisneros reconoció que las letras eran solo un elemento en unas obras de arte que, evidentemente, ostentaban otro: la música misma, el sonido de los instrumentos, las voces y la intensidad de la interpretación. Quitarles eso otro era amputarlas.
Cisneros, que en otra ocasión (en El Caballo Rojo) nombró las melodías de Paul McCartney entre los objetos más preciosos producidos en el arte durante la década del sesenta, y las comparó con las de John Dowland, compuestas tres siglos y medio antes, observaba la insólita maravilla surrealista de letras como la de “Eleanor Rigby”, también de McCartney:
Eleanor Rigby
Picks up the rice in a church were a wedding has been
Lives in a dream...
Looks at the window
Wearing the face that she keeps in a jar by the door
Who is it for?
En esa canción, McCartney decidió deshacerse del sonido propio de una banda de rock: ningún beatle toca instrumento alguno en la célebre grabación aparecida en Revolver. La voz de McCartney suena como el largo fraseo de un instrumento de viento en medio de las cuatro cuerdas clásicas que la acompañan: el melancólico lamento que es el centro de “Eleanor Rigby” no está sólo en su letra, sino también en esa otra elección, la de mover la historia fuera del terreno del rock´n´roll y decirla con otro lenguaje, más adecuado para ese tipo de evocación.
La historia de los Beatles está colmada de versos magistrales hechos uno con su forma musical: en el consejo de vida al niño recién nacido, “Hey Jude”, que escribió McCartney para Julian Lennon
(For well you now that is a fool
Who plays it cool
By making his world
A little colder...
And don´t you know that it´s just you,
Hey Jude, you do,
The movement you need is on your shoulder)
los cuatro minutos de estrofas hechas de recomendaciones paternales son el preludio para una larga coda, acaso la más conocida en la historia del rock, en la que ya no es una persona, sino todas las personas que compondrán el mundo del recién nacido, las que se reúnen para recibirlo con una sola voz, que es a la vez un mantra y una canción de cuna: “na, na, na, nanana na, nanana na, hey Jude”.
¿Qué verso más complejo que aquel simple tarareo hubiera sido más adecuado para ese siempre inacabado final? (McCartney tiene un don especial para el lullaby; recuerden "Golden Slumbers").
Que Lennon eligiera a tres niñas, transeúntes que pasaban por ahí, para cantar la frase “nothing´s gonna change my world”, dentro de ese complejo rezo hindú que es “Across the Universe”, no es el azaroso capricho de un excéntrico, sino el reconocimiento de que la voz que debía decir eso, en efecto, era la del lado inquietantemente infantil del hombre que escribió ese verso (“the little child, inside the man”, para decirlo con una frase del mismo Lennon en la década siguiente).
¿Qué frase de los Beatles es trivial en una canción de los Beatles? Los primeros ejemplos que siempre vienen a los labios de quien quiera suponer que Lennon y McCartney podían pecar de una total banalidad son dos famosas líneas que dan título a otras tantas canciones: “I Want to Hold Your Hand” y “She Loves You (yeah yeah yeah)”.
Mojo eligió “I Want to Hold Your Hand” como la segunda canción en su lista de “100 grabaciones que cambiaron el mundo”. Rolling Stone le dio el puesto 16 en su nómina de “500 mejores canciones de todos los tiempos”. El Salón de la Fama del rock la incluyó en una lista similar. En Estados Unidos, el prestigioso National Endowment for the Arts, una agencia federal, la nombró una de las canciones del siglo.
Obviamente, nada de eso demuestra que la letra no sea trivial, pero: ¿cómo es que esa letra no ha sido objeción para que un número tan grande de notorios críticos tengan a la canción en tan alta estima? La respuesta, una vez más, es que esa letra no es trivial puesta en el primero de sus necesarios contextos: la melodía de la canción y su música.
Bob Dylan, probablemente el más sofisticado letrista en la historia del rock, dijo sobre “I Want to Hold Your Hand”: “Los Beatles estaban haciendo cosas que nadie más hacía. Sus acordes eran insólitos, simplemente insólitos, pero sus armonías validaban todo”.
La simplicidad de la letra de “I Want to Hold Your Hand” y la aparente sencillez de su melodía pueden ser engañosas por igual. Como Dylan hace notar, los acordes son inusitados (“outrageous”, dice); la estructura misma de la canción es insólita si uno la pone en paralelo con lo que se hacía en ese tiempo, pero a la vez es una referencia a la música americana de moda a finales del siglo diecinueve y principios del veinte, la tradición del Tin Pan Alley: como solía ocurrir con los Beatles, en "I Want to Hold Your Hand", el salto al futuro se halla fuertemente anclado en el pasado. "Estaban señalando la dirección en la cual la música tenía que ir", decía Dylan: ¿lo decía a pesar de la supuesta trivialidad de la letra, o la letra le parecía adecuada a una canción tan imprevisible en lo formal?
El último verso de la canción dice "it´s such a feelig that my love I can´t hide". Por mucho tiempo Dylan pensó que las tres últimas palabras eran "I get high", una alusión a la marihuana, que, según Dylan, los autores tenían que haber consumido para escribir una melodía tan sorprendente. Lennon y McCartney mismos tuvieron que decirle que no era así.
Sin embargo, la intuición de Dylan sobre la falta de inocencia de la canción no era tan errada. Es conocido que Lennon y McCartney solían tener una letra naïf para las grabaciones de sus canciones y otra menos civil para sus conciertos. El verso "I want to hold your hand", en vivo, solía convertirse en "I want to hold your ham": literalmente, "quiero agarrarte el culo".
Podrá no ser una letra sutil, y seguramente no es más compleja que la otra, pero sí implica una posición irónica ante la inocencia inmaculada de la letra oficial; la duplicidad es intencional, y la canción ofrece un guiño para que la audiencia lo comprenda:
Yeah you got that something
I think you´ll understand
When I say that something
I wanna hold your hand/ham
I wanna hold your hand/ham
I wanna hold your hand/ham
Ham, entonces. "You got that something, I think you´ll understand". La práctica era corriente en sus canciones: "As one, as one, everybody as one", decía en el papel la letra fraternal de "I Am the Walrus". "Got one, got one, everybody´s got one", cantan en verdad The Mike Sammes Singers, reclutados por Lennon y George Martin para los coros al final de la canción: "everybody´s got one": ahora sí son las drogas. Atrás quedó el Tin Pan Alley.
Hay otros casos similares. "But if you talk about destruction, don´t you know that you can count me out?", decía la grabación de Revolution. "Don´t you know that you can count me out, in?", dice Lennon en el famoso video.
"Lucy in the Sky with Diamonds" y "Yellow Submarine" son dos canciones de aire infantil cuyas letras esconden referencias a la subcultura de la psicodelia. "Hey Bulldog", de Lennon, puede pasar como una caricatura de diálogo con un perro: es una invectiva contra el abuso policial que además se da el lujo de ser empática y comprensiva con la soledad del policía:
Some kind of innocence is measured out in years
You don't know what it's like to listen to your fears
You can talk to me, you can talk to me, you can talk to me
If you're lonely, you can talk to me.
La angelical "Penny Lane" de McCartney recuerda la anatomía de las chicas de Liverpool de la manera más vulgar sin perder el tono de memoria de infancia: "full of fish and finger pies". La sencilla "Blackbird" del mismo McCartney esconde tras la letra romántica un canto en apoyo de la lucha de los derechos civiles en Estados Unidos. ¿Cómo es que estas letras tan aparentemente triviales pueden decir todas esas otras cosas?
Es la música, la otra cara de su moneda: "Blackbird" es una variación sobre la "Burrée" de Bach que, sin embargo, a través de la interpretación vocal, se mantiene en tensión con el blues y el gospel y, así, alude en la forma musical al tema al que la letra refiere.
"Penny Lane" incorpora una rarísima trompeta piccolo, inusual instrumento incluso en la música orquestal, nítidamente anacrónico en un disco de la psicodelia rockera, para conectar al oyente con una canción que es también persistentemente anacrónica (¿el azul cielo de noviembre? ¿el terrible sol en un día de lluvia?). ¿Será casual que McCartney, sumergido en esos años, simultáneamente, en el barroco y en la música de Stockhausen, eligiera para "Penny Lane" un instrumento que fue inventado en el siglo diecinueve para interpretar partituras escritas en el siglo diecisiete?
Regresemos a la pregunta postergada: ¿Es "She loves you, yeah yeah yeah" una letra trivial, tonta, banal, esperable"?
"She loves you" es un mensaje dado por una chica a un amigo (llamémoslo el "narrador"), quien a su vez se lo transmite ("she told me what to say") al ex-enamorado de la mujer, a quien llama la atención sobre su conducta hacia ella. Eso convierte la canción en una inusual narración celestinesca en tercera persona ("she said you hurt her so, she almost lost her mind") entrecruzada con una amonestación en segunda persona ("pride can hurt you too: apologize to her").
¿Es todo eso esperable? Quizá sí, aunque, digámoslo también, es bastante más esperable en un bolero (los Beatles solían cantar "Bésame mucho") que en una pieza de rock´n´roll.
Lo absolutamente inesperado es que una canción del género comenzara directamente con el coro, y que luego el coro desapareciera para reaparecer sólo una vez más, y que el paso de una estrofa a otra no fuera a través de un puente sino de otro coro, variación del primero: ¿por qué dos compositores tan sutiles como Lennon y McCartey decidirían empezar una canción con la prominencia de esa frase --"she loves you, yeah yeah yeah"-- que muchos consideran la más tonta de todas sus letras?
Porque esa frase es el franco resumen de todo el mensaje que el "narrador" de la canción transmite de un personaje al otro: "ella te ama". Y el "yeah yeah yeah", curiosamente, no es dicho ni por la enamorada que quiere la reconciliación ni por el (absolutamente mudo) receptor del mensaje: el que grita de alegría es el mensajero, la persona a la que menos deberían afectar los sentimientos envueltos en la historia.
En este punto debo decir que yo no veo nada en aboluto que sea trivial en ese circuito: de hecho, me parece clave recordar que, varios años después, no en otro lugar que en su despedida discográfica, los Beatles, en un giro inusual en sus canciones, citarían esa misma frase dentro de otras piezas: "Polythene Pam" regresa al "yeah yeah yeah"; "All You Need Is Love" termina con Lennon cantando "she loves you, yeah yeah yeah", tres veces.
No es nada irrelevante que "All You Need Is Love" fuera la canción que los Beatles decidieron estrenar cuando se les pidió que interpretaran algo en Our World, la primera transmisión satelital en vivo para 26 países en el mundo: si "all you need is love" es el mensaje crucial, se entiende la alegría del mensajero que le informa al amigo: "she loves you (yeah yeah yeah)".
Después de todo: ¿no fueron siempre los Beatles, básicamente, mensajeros de alguna forma de amor, tan fervorosamente convencidos de su fuerza, que su música terminaba por ser una celebración de la sola posibilidad de dar el mensaje?
(continuará)
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