El Cusco es sin la menor duda una de las ciudades más cosmopolitas del Perú; la única en que se siente de inmediato la presencia de extranjeros y locales, capitalinos y provincianos, pequeños comerciantes y empresarios inmigrados, que dan forma a una urbe múltiple, cada vez más multilingüe, cada vez más abierta a todo tipo de influencia, cada vez más incierta y cambiante.
Al mismo tiempo, de manera poco menos que paradójica, es una ciudad políticamente inclinada hacia el balcón del nacionalismo humalista, y con ello a su discurso, que es una forma de chauvinismo, de xenofobia y de provincianismo a rajatabla.
Muchos cusqueños creen de manera intuitiva y pragmática en las virtudes del cosmopolitismo, pero siguen reaccionando visceralmente ante la realidad palpable de que el sur peruano está olvidado, marginado, mirado por sobre el hombro y acaso despreciado por el ojo del poder central.
Ven el auge del turismo como algo que han logrado ellos, y a la marginación secular del sur como responsabilidad limeña, del Estado y los sucesivos gobiernos. Entienden a Humala como alguien que podría transformar lo segundo sin afectar lo primero, lo cual, por supuesto, es más que dudoso.
En el Cusco hay una sola librería rescatable, la que administran, si no lo entiendo mal, La Familia y el Instituto Bartolomé de las Casas (y a esta última institución se debe la subsistencia de la única biblioteca interesante en la ciudad).
Todas las demás librerías, exceptuando a las que se abastecen totalmente de ediciones piratas, venden sobre todo volúmenes en inglés, francés, alemán e incluso portugués. Los libreros cusqueños presuponen (o peor aún: confirman y saben) que sólo hay negocio en vender libros a turistas, porque los peruanos no leen, y eso incluye a los que llegan desde Lima.
En el Cusco, actualmente, se presenta una sola pieza teatral, Paukartanpu, del grupo Kusikay. Es una pequeña obra inspirada formalmente en el mundo del circo y la danza (un poco a lo Cirque de Soleil, enormemente más modesto) y también en la tradición andina. La pieza no tiene diálogos, porque su director supone que su público objetivo es, también, foráneo.
Félix Reátegui me hace notar que el Aeropuerto Jorge Chávez, de Lima, es probablemente el único gran terminal aéreo internacional que no ofrece una librería siquiera decente a sus pasajeros. Lo han modernizado, eso sí. De hecho, ahora es un bello y cómodo aeropuerto. Pero, como dice Félix, parece que en el Perú "modernizar" implica, aunque sea lateralmente, derribar y desaparecer librerías o cosas similares.
Tampoco hay librería en el aeropuerto del Cusco.
Y no hay cine alguno respetable en la vieja capital imperial. Les pregunto a dos cusqueños al respecto y me dicen que la gente alquila películas pirateadas y las ve en casa. Una frase se me queda en la cabeza: "El cine ya no es novedad, ha pasado de moda".
Lucho Nieto Degregori me dice que en el Cusco hay un cineclub casero, que pasa películas informalmente, en DVD, en la pantalla de una tele.
Por algún motivo, todo esto me hace recordar cuando, a fines de los 90s, el diario El Comercio, en el que yo trabajaba, se sometió a un carísimo proceso de rediseño a cargo de una empresa consultora española. Parte del resultado fue reducir a cenizas la gruesa sección de internacionales que en el pasado ocupaba casi un cuerpo entero del periódico.
La otra medida notable de la "modernización" de El Comercio implicó la virtual desaparición de su sección cultural, que pasó a ser una especie de bebe nonato extraviado en las entrañas del cuerpo C del diario, entre noticias sobre Britney Spears, la moda en Hollywood y el mundo de la malnutrida farándula peruana.
Hace poco pasé tres semanas en Brasil. En Rio de Janeiro hay librerías que permanecen abiertas las 24 horas, que sirven café durante la noche y en cierto momento presentan música en vivo.
Rio es una megalópolis, eso está claro: difícilmente resulta comparable con alguna ciudad peruana, menos aún con una de provincias.
Pero a cuatro horas de Rio está Parati, una ciudad infinitamente más pequeña que el Cusco, y que, a pesar de ser turística, recibe mucho menos viajeros que Lima o Cusco. En Parati, sin embargo, hay al menos tres buenas librerías, que venden ediciones de todo el canon de lengua portuguesa y una selección notable de autores brasileños contemporáneos. Y hay un festival internacional de teatro y la famosa Fiesta Literaria, cada año en julio.
El Cusco es una ciudad hermosa y sui generis, acaso única en el mundo; su industria turística florece, los hoteles abundan y son cada vez más bellos, hay restaurantes de todo tipo en cada cuadra del casco antiguo y no pocos fuera de él.
Es bastante limpia, tiene una lógica propia, es acogedora, descubre secretos en cada esquina, resulta apasionante, invita a regresar e incluso a quedarse. Comparada con la ciudad que vi en mis cinco viajes anteriores al Cusco, en los últimos veinticinco años, la urbe de hoy está evidentemente mejor equipada para recibir y acomodar.
Y tiene otros puntos cada vez más altos: a la restauración de los monumentos históricos se suman la proliferación de museos bien mantenidos (el notable Museo de Arte Precolombino); el auge de visitas de académicos ligados al mundo de la historia, la antropología, la sociología, la arqueología; el crecimiento de los campus universitarios; la actividad de algunos escritores y músicos, el mantenimiento de la tradición de los Mérida y los Mendívil, etc.
No se nota, sin embargo, que una vez traspuesto el centro histórico las cosas hayan cambiado mucho para mejor: la pobreza reina, la vida sigue siendo endeble y difícil, precaria: las calles sin asfaltar abundan, muchas zonas carecen de agua y de luz, las barriadas crecen sin concierto, trepan los cerros circundantes y empiezan a declinar por la otra ladera.
Quienes piensan que basta con la inversión privada y la abundancia de divisas circulando en una región para que los marginados salgan del rincón al que se les ha empujado, están en un error que el Cusco demuestra visiblemente: una modernización caótica también puede circular por compartimentos estancos, cerrarse en circuitos herméticos, arrimar más allá a quienes ya estaban abismados desde antes.
La modernización estrictamente comercial, la que se deja confiada al establecimiento de nuevos negocios y nuevas empresas, no necesariamente conduce a la promoción de eso otro de lo que el Cusco parece carecer, todavía, en enorme magnitud: la producción y la distribución de una cultura contemporánea, que yo --acaso, quién sabe, por malformación profesional-- sigo viendo ligada a los libros, las librerías, las bibliotecas, las galerías, los teatros, los cines, las facultades de humanidades, de artes, cosas así.
Pero claro: no hay lugar para ello en un mundo en que la educación escolar sigue siendo, para el Estado, una entenada que uno mantiene de mala gana, en la que se invierte una miseria que multiplica la miseria previa en lugar de corregirla, y a nombre de la cual se hacen pobres campañas de alfabetización que son apenas un remiendo en un tapiz infinitamente agujereado.
Corregir eso es la única manera de comenzar una modernización que provoque el establecimiento de una verdadera forma de modernidad.