30.7.08
Ornitorrincos, 1
El azar me llevó a leer la semana pasada tres libros de esos que los críticos, desde hace decenas de años, llaman inclasificables cruces de ensayo y novela. Los llaman así con tanta recurrencia que a estas alturas tan solo bastaría con acuñar un término para ellos y todos sabríamos a ciencia cierta de qué estamos hablando: así de clasificable puede ser a veces lo inclasificable.
En el orden en que fueron escritos, esos tres libros son La revolución es un sueño eterno (1987), del argentino Andrés Rivera; Diario de la hepatitis (1993), de su compatriota César Aira, y La fiesta vigilada (2007), del cubano Antonio José Ponte.
La revolución es un sueño eterno se propone inicialmente como una novela histórica. Su referente real es la biografía de Juan José Castelli, cabeza visible del ala dura en la Revolución de Mayo, al cabo de la cual integró la primera junta de gobierno de Argentina, a inicios de la segunda década del siglo diecinueve. Castelli, conocido como "el orador de la Revolución", murió caído en desgracia muy pronto, víctima, irónicamente, de un cáncer a la lengua que lo privó de su mejor instrumento: la palabra.
La novela de Rivera está compuesta a la manera fragmentaria y repetitiva de cierto nouveau roman y de algunas novelas de Juan José Saer: avanza y retrocede, revisa y reforma, dejando que el discurso se construya como un eco demorado y lento. El hilo argumental es apenas visible en la trama de reflejos y reflexiones: la novela no vale por su historia sino por la ambigüedad de su escritura, por la morosa minuciosidad de cada frase, en la que el tiempo parece congelarse y hacerse eterno. Como en El mundo alucinante, de Reynaldo Arenas, la verdad histórica es levemente exhumada sólo para ocultarse de inmediato bajo una avalancha de reescrituras.
En Diario de la hepatitis, de Aira, la trama está incluso más disuelta, si no es invisible: el hilo conductor no es el argumento, sino la voluntad autorreflexiva de los textos, enumerados y consecutivos bajo la forma de un diario personal. Las fechas al inicio de cada carnet serían el único rasgo que permite referirse al texto como una unidad o, al menos, una secuencia, si no fuera porque, además, la mayor parte de las entradas giran en torno a un mismo asunto: la posibilidad y la imposibilidad de escribir un discurso coherente. El personaje protagónico no es precisamente un personaje, ni la conciencia de un personaje, ni siquiera la voz de un personaje: es una idea recurrente: la noción de que el poder representacional del lenguaje tiene unos límites demasiado angostos, demasiado angustiantes, y que el escritor es un preso en esa estrecha cárcel.
La fiesta vigilada, de Ponte, es toda ella una larga sucesión de digresiones: cada vez que el lector cree, ingenuamente, haber descubierto el asunto central y la lógica episódica de la narración, la secuencia se corta y la historia deriva en otra historia, frágilmente encaramada sobre los hombros de la anterior. Ciertamente, sí hay una jamesiana figura en el tapiz: la imagen que se va componiendo en este libro notable es la evocación entre cínica y melancólica de una Habana que el tiempo, la soledad y el atropello han convertido en un vestigio anacrónico de sí misma, y los personajes que atraviesan el escenario parecen ir dejando partes de su cuerpo y de su alma en el camino: la ruina habanera corrompe a sus habitantes, los arruina a ellos también, convierte la fiesta caribeña en simulación y simulacro.
28.7.08
Las cámaras de gas
En la larga bibliografía de ficciones referidas a los campos de exterminio del nazismo, hay un libro imprescindible por su carácter único: en inglés, que es como yo lo he conocido, su título es This Way for the Gas, Ladies and Gentlemen. Algo así como Por aquí, a las cámaras de gas, damas y caballeros.
Su autor, el polaco (de origen ucraniano) Tadeusz Borowski, fue hijo de un librero apresado y enviado a un gulag por las autoridades soviéticas, y de una mujer que también terminó sus días condenada a trabajos forzados, en Siberia. Tadeusz mismo, cuando apenas superaba los veinte años, fue capturado por los nazis debido a su afiliación comunista, y enviado sucesivamente a Auschwitz y a Dachau.
Lo que vuelve únicos los relatos de Borowski es la crudeza con que describe, no la vida de los judíos en los campos de concentración, sino la de los polacos que, como él, para salvar la vida, colaboraron con los nazis en el orden y el funcionamiento de los campos. En algunos de sus relatos más chocantes y expresivos, de hecho, el protagonista y narrador, un kapo encargado de conducir a los nuevos reclusos a sus barracas, y ocultar a los viejos el momento en que los llevarán a las cámaras de gas, lleva su propio nombre: Tadeusz.
Si Primo Levi ha descrito la "zona gris" de los judíos colaboracionistas, Borowski recrea, con una sequedad mortal y una crudeza inmisericorde, la zona negra de esos asesinos anestesiados, renuentes pero fieros, animalizados en la búsqueda de la supervivencia, que era la región nebulosa en que vivían los que aceptaban ser parte de la maquinaria destructiva como único escape de la muerte. Es difícil imaginar ficciones más estremecedoras y que con tanta frialdad representen la manera en que el genocidio nazi deshumanizó la vida de víctimas, testigos y ayudantes, y burocratizó la administración de la muerte en las horas de mayor tristeza moral que ha producido Occidente.
Borowski vivió en Polonia tras la guerra. Se inscribió en el Partido Obrero, apoyado por las autoridades comunistas, y tras publicar sus relatos de los campos de exterminio (apenas tenía veinticinco años cuando escribió la mayoría de ellos y se volvió la figura más prominente de las letras polacas de postguerra), se fue inclinando cada vez más hacia una literatura panfletaria, demasiado pedagógica e incendiaria, sin medias tintas, muy diferente de la difícil y conmovedora ficción que había acuñado en sus primeras obras.
Cuando el régimen torturó y asesinó a su mejor amigo, Borowski se desencantó también del comunismo. Tenía 29 años cuando se suicidó, en 1951: el rastro más evidente de que la memoria de los campos de concentración nunca lo había abandonado está en el método que eligió para darse muerte: metiendo la cabeza en un horno de gas.
23.7.08
Libertad de blasfemar
Es curiosa la reacción del ministro de Defensa, Ántero Flores Aráoz, ante el pequeño escándalo de la bailarina Leysi Suárez y las fotografías en que aparece desnuda sobre un caballo y usando la bandera peruana como silla de montar.
Es curiosa la reacción, digo, (curiosa y estúpida) no solo por pacata, chauvinista y amarillosa, sino además porque parece delatar un viejo síntoma de nuestra clase política, y de muchos peruanos: su terror ante la posibilidad de que se mancille un símbolo patrio parece mayor que su espanto ante la perpetua mácula de incuria, incultura y degradación que ensucia a tantos compatriotas debido la estupidez moral e intelectual de esa misma clase política.
La señorita Suárez, ciertamente, no ha hecho con ese metro cuadrado de tela blanquirroja ningún mal que le pise los talones a la corrupción del Ejecutivo y a la vacancia ética del Legislativo, de los que Flores Aráoz ha formado parte no pequeña durante décadas.
También es llamativa la reacción porque es un síntoma hipertrofiado del hipócrita culto a la nacionalidad y al patriotismo que los peruanos criamos tradicionalmente: un culto vacío, hecho de símbolos que nada representan, de signos sin referente y emblemas sin trascendencia.
El Perú no es un dios y la peruanidad no es una religión, pero la veneración a la bandera parece, sin embargo, el trasunto de un fanatismo debilucho, de dientes afuera, que cuida las formas aunque los contenidos se hundan en picada día tras día. A Leisy Suárez se le quiere acusar exactamente de la misma manera en que la Inquisición acusaba a quienes blasfemaran contra los símbolos de la fe católica.
(¿Dónde estaba Ántero Flores Aráoz cuando Jaime Bayly y Pedro Pablo Kuczynski dijeron que los peruanos de la sierra son brutos porque no les llega oxígeno al cerebro? ¿O es que ofender a los peruanos en términos racistas no es infinitamente más criticable que sentarse sobre una banderita?).
El patriotismo desbocado engendra tabúes de caricatura. Ya es bastante caricaturesco que los peruanos que viven en chozas malparadas, entre esteras y pestilencia, sin ningún cuidado del Estado ni ninguna atención del gobierno, estén obligados a izar sobre sus casitas, este 28, una bandera en la que reina como símbolo cruelmente irónico la imagen de un cuerno de la abundancia, signo de una riqueza que jamás será suya.
La bandera del Perú no representa absolutamente nada más que los sueños irrealizados de una clase social egocéntrica y cegatona. Mal se puede ofender un símbolo tan cínico y vacío.
20.7.08
En la prensa
Hace meses que no molesto a los lectores de Puente Aéreo con comentarios sobre Bolaño salvaje, el libro de ensayos que editamos Edmundo Paz Soldán y yo en un volumen publicado en Barcelona por Candaya.
El libro se está distribuyendo y vendiendo al menos en España, Venezuela, México, Argentina y Chile, y espero que tarde o temprano llegue al Perú.
Quiero dejarles aquí un avance del documental Bolaño cercano, dirigido por el holandés Eric Haasnoot, que acompaña al libro en un dvd anexo. Y también esta página en la que Candaya ha reunido enlaces a casi cuarenta notas publicadas en diarios, revistas, blogs, radios y canales de televisión acerca de Bolaño salvaje, incluyendo las aparecidas en medios como El País, La Vanguardia, Clarín, ABC, Diario Sur, La Tercera, El Mercurio, El Mundo, ADN, El Periódico, La Razón, etc.
Este es el trailer del documental:
19.7.08
Vacas y críticos
David Lynch y la publicidad: cuando el director norteamericano se convenció de que la actuación de Laura Dern en su cinta Inland Empire merecía una nominación al Oscar, decidió averiguar cuánto dinero tendría que invertir para hacer campaña en favor de su postulación. La cifra fue tan elevada y descorazonadora, que Lynch decidió evitar el gasto y llevar la campaña de otra manera: consiguió una vaca lechera, un gran cartel con la foto de Dern, y se paró en una esquina de Hollywood, cartel y vaca a las espaldas, consiguiendo llamar con ello la atención de todos los diarios y revistas de espectáculos. Dern, sin embargo, no fue nominada.
Años antes, Lynch había dado ya señales de su genio sui generis para la publicidad: cuando los críticos Siskel y Ebert, en un programa televisivo, le dieron "two thumbs down" a su (notable) película Lost Highway, Lynch decidió incluir e incluso resaltar el comentario en los afiches que anunciaban la cinta: un comentario negativo de Ebert (su reseña se ha hecho célebre entre las grandes desbarradas en la historia de la crítica cinematográfica) era buena propaganda.
Hablando con una amiga holandesa hace unos días, le contaba que, en mis años de crítico semanal en la revista Somos, descubrí, gracias a las estadísticas llevadas en ciertas librerías, que los volúmenes que yo criticaba positivamente podían triplicar o cuadruplicar sus ventas inmediatamente después de mis reseñas. Y que estaba yo a punto de envanacerme con el dato hasta que las mismas estadísticas me informaron que, cuando mi reseña era negativa, el resultado comercial era exactamente el mismo: las ventas se podían triplicar o cuadruplicar. En otras palabras: el contenido de la crítica era irrelevante.
Y después hablan del poder que tiene la opinión de un crítico.
17.7.08
Quechua celular
Excelente el post de Miguel Rodríguez Mondoñedo sobre el comercial en quechua de los celulares Movistar. Pueden leerlo (y ver el comercial) aquí, junto con la inteligente respuesta que ofrece Miguel a cierto comentario acalorado y mal enfilado que apareció en el blog Peruanista.
Por otro lado, ya que estamos en temas nacionales, quiero recomendar el número 2 de Letra de Cambio, la revista digital que dirige Daniel Salas. Este número es incluso más interesante que el primero, y trae logrados ensayos de cultura, política y sociedad (liberalismo, marxismo, secularización), reseñas y comentarios literarios (entre ellos un artículo imperdible sobre el nuevo teatro peruano) e incluso una sección de creación con poemas de Domingo de Ramos.
15.7.08
Prochazka regresa
Diez años después de la primera edición de Un único desierto, el primer libro de cuentos de Enrique Prochazka, la editorial Matalamanga publica ahora la segunda edición, que aparece con un prólogo mío y con textos alusivos de Enrique Vila-Matas, Fernando Iwasaki, Augusto Effio y Santiago Roncagliolo. Como adelanto, le he pedido a la editorial su autorización para publicar aquí mi ensayo introductorio.
(Hacer clic sobre la imagen para ver mejor la portada y la contraportada del libro).
Desaparecer por duplicado: los mitos traslaticios de Prochazka
Por Gustavo Faverón Patriau
La crítica, la poca crítica que ha reaccionado a tiempo ante los libros de Prochazka, parece decidida a repetir con ellos el error que por tantos años cometió con los de Borges: asumir que la abundancia de las mitologías, la excentricidad de las geografías, la apertura temporal y espacial de las referencias que atraviesan sus relatos son señales de abstracción y desarraigo y marcas indudables del afán del autor por desconectarse de los escenarios peruanos y las coyunturas de la historia, la cultura y la sociedad de su país (o las historias, las culturas y las sociedades de su tiempo). Que Prochazka es global pero no local, para decirlo con uno de los giros que esa crítica prefiere.
Esto es falso. De las mitologías repetidas en los cuentos de Prochazka se puede decir lo que diríamos del armazón mítico en las novelas de Joyce: que son una proyección especular y un préstamo estructural, que los mitos sirven como esqueleto y como lecho, para dar forma y acoger, y para encarnar y desplegar una historia que sea legible en varios planos simultáneos. Y vemos pronto que esos planos incluyen la realidad inmediata, los escenarios próximos y los hechos más tangibles. El mito en Prochazka es lo que siempre ha sido: siempre propio, no importa de dónde provenga; siempre local, no importa su extranjería.
La vasta geografía de Prochazka cruza continentes y navega mares y se sumerge en ellos o los excava: sus personajes avanzan siempre a la vera del camino, por su margen; difícilmente deciden rodear una montaña: la trepan o la horadan: son aventureros dispuestos a descubrir hasta el último accidente de todo territorio y, en caso de no hallarlo, están dispuestos a diseñarlo y construirlo y a dejar que su exceso los devore. La geografía de estos cuentos es a la vez natural y artificial, no menos escenario que escenografía. “Los planos anteceden a los edificios, pero la Geografía ha de ser previa a los mapas”, dice el narrador de “El breve mar”, para añadir de inmediato: “Esta convicción desaparecería de la mente del ingeniero Cristóbal Jonah (junto con muchas otras cosas) al anochecer del día cuatro de abril de 2016”. La enormidad de tal geografía, y su eventual artificio, se justifican en el traslado de quienes la cruzan o la habitan: el mundo crece a cada paso de Valderrama en “Conquistador”, se reduce con cada frustración del escapista en “Taylor”, se organiza como un símbolo con cada cambio de dirección del perpetuo peregrino en “El porquerizo”.
Esos viajes los ordena el mito: el castigo de Sísifo, que es vertical y regresivo; el martirio de Prometeo, que es la consunción que sigue a la indebida ascensión; el trayecto cifrado de Teseo, laberíntico; el de Ulises, uterino y espectral; el de Marlow, que los resume todos y es su seña invertida; el de Ícaro y Dédalo, quienes en un relato de este libro son la máscara que esconde el rostro de Minos. La omnipresencia de esos viajes añade la traslación como rasgo crucial a las historias de Prochazka, que no son jamás estáticas, sino circulares e interminables a un mismo tiempo: “Mañana remontaré el Odra por última vez hasta su origen. Habré completado mi círculo”, dice, dándonos la clave, el narrador de “El porquerizo”, cuyo viaje en apariencia circular acaba por dibujar sobre el mapa el inequívoco signo del infinito.
Los mitos recontados en este libro amenazan de modo constante con escapar a su locación original y cumplen siempre la amenaza: es al ver que el mito se desborda, que rompe el dique de su continente original, y se extiende como una mancha de tinta líquida sobre el mapa que estos personajes van trazando en cada página del libro, cuando tenemos la primera certeza de que en Prochazka no hay —como no lo hubo en Borges— inclinación escapista: el escritor levanta el edificio central de cada relato en algún punto distante del universo, lo mina y se tiende en la colina opuesta a observar su caída, sabiendo que la nube de lo derrumbado viajará hasta esa colina, y pasará sobre ella y volará a nublar el cielo donde sea que su lector se encuentre: los mitos de Prochazka flotan como una nube negra sobre el cielo de nuestras ciudades.
Sus mitos, pues, ocurren allá y también aquí: in illo tempore y en el año 2007, que es el futuro de su escritura: suceden en la duplicidad. Por eso, acaso, o porque el azar o el autor, que en estos cuentos son lo mismo, ha querido que la bivalencia fundamental de los relatos se reproduzca en otras zonas de cada historia, la operación más repetida en las narraciones de Prochazka es la duplicación, o incluso la infinita reduplicación, y el personaje más recurrente es el doppelganger. De hecho, la fundación de la duplicidad como forma narrativa y el nacimiento del doppelganger como su habitante son gestos idénticos en Un único desierto, porque la finalidad primera de ambos es la instauración de una voz narradora que sea a la vez mítica e histórica, contingente y trascendente: “yo, que ya no soy un hombre”, dice el narrador de “El premio” sobre la historia de su vida, que está a punto de relatar, “la contaré por última vez”: haber sido y no ser más, haber muerto y estar sin embargo a punto de morir, pero persistir a través de la propia voz evanescente: ésa es la naturaleza esencial de los narradores de Prochazka, y ésa no es otra cosa que la voz del mito, que además de personal e impersonal, es individual y colectiva a la vez, asible e inasible, próxima y arcana: “éramos —lo somos aún, lo sé— nada, lo mismo” (“El premio”).
Un doppelganger es paradojal, porque en la multiplicación de lo único postula la incertidumbre sobre la unidad original: los dobles en los relatos de Prochazka son máscaras enfrentadas detrás de las cuales poco o nada es seguro, todo es sombra y reflejo: uno, en “El premio”, se viste ya sea “de campesino —o de ladrón”; otro, en “Los dos monstruos”, teme ser apenas el halo o la estela de sí mismo, o peor, el halo o la estela de su propio enemigo, o ser tal vez el enemigo mismo, y no sabe “si aquello” que ve cuando se enfrenta a su némesis es “su propio reflejo o el monstruo, o el reflejo del monstruo, o él mismo, transmutado en monstruo o reflejo por la confusión”.
La primera cifra del doble es el individuo: la primera partición es interna. En “La mano de Kazka”, por ejemplo, son el cuerpo humano y su percibida regularidad los lugares de la duplicación, y es imposible descubrir si la modificación de ese cuerpo (o su sola simetría natural) quiebran la unidad de la conciencia, generando al doppelganger, o si es la esquizofrenia de la conciencia la que rompe al cuerpo por la mitad. El cuento, brillante, puede entenderse como la historia de un hombre que paulatinamente se convierte en sí mismo, empezando por una de sus manos. “Este reloj —decía— es la frontera de mí”. Y la mano, desde el otro lado de esa frontera, le envía un mensaje a la conciencia: “Abandona tu antropomorfismo”. Ver la unidad (la unidad del cuerpo, la unidad de la conciencia) como la suma de hemisferios enfrentados, convierte al (falso) individuo en un campo de batalla, y poco le queda entonces excepto renunciar a “todas las simetrías que había perseguido durante su infausta existencia”, salvo porque el fin del proceso de división (la esquizofrenia, la ruptura, el desprendimiento) es el inicio de una nueva dualidad: “ahora él era simétrico en el tiempo, había durado siendo él y ahora duraría no siendo él, o siendo él en la dirección opuesta”. Otro cuento, “2984”, nos permite entrever la opción contraria: el hombre manco que protagoniza el relato, de quien sabremos más tarde que es un rebelde en lucha contra un dictador orwelliano que no es otro sino él mismo —“él era el Gran Hermano”—, ha sacrificado en el pasado parte de su cuerpo (una vez más, la mano) para detener la metamorfosis que lo transmuta en su némesis: “como en el grotesco asunto de la amputación, pensó, una vez más todo dependía de él”.
La reacción inmediata ante el descubrimiento de la duplicidad es la violencia: la división y el desmembramiento, si se trata de sujetos; la guerra interna, si se trata de colectivos. En “El premio”, el enfrentamiento de los rivales es una guerra “caníbal”: la fagocitación que busca la unidad hace más visible la división, o simplemente más patética. En “Conquistador” —otro punto alto de la colección, relato intachable—, a Valderrama, un Cabeza de Vaca más solitario que el primero, le es vedada la visión de lo aborigen tras cuyos tesoros ha emprendido la invasión; en su lugar, se invade él a sí mismo, o lo acosa y lo invade el abismo de su yo desconocido, o abominado, y la inmersión en la tierra nueva acaba por quebrar la unidad de su conciencia: su identidad se pulveriza en “aquel continuo diálogo que sostenía en voz alta con el único ocupante de la isla”, que es él mismo; aborrece “la indeseable compañía de Valderrama”: conquistador sepultado en la soledad, es un Ulises que ciega su propio ojo para hacerse Polifemo antes de morir anegado por ese mundo desconocido.
Así, el sistema de máscaras y reflejos, las duplicaciones de Prochazka, acaban casi siempre adquiriendo la forma de una invasión, de una ocupación, pero son invasiones mutuas, reflejas, lanzadas desde las dos orillas o las dos regiones adyacentes a una sola frontera, que es la zona en disputa y que es siempre, necesariamente, una frontera interior. “2984” plantea la bipolaridad con la forma de los círculos concéntricos y la solución imposible de su enigma sería la solución al problema del poder como campo para la retroalimentación de la represión y la resistencia. El rebelde no es sino la cara oculta del Jano gobernante; el rebelde no es sin la cara oculta del Jano gobernante: “Había destruido al sistema. ¿Se había destruido el sistema a sí mismo? ¿Acaso se había destruido él al destruir al sistema? ¿Eran aquellas dos una única pregunta?”. Lo recorre un escalofrío al comprobar la ironía de su lucha: “Él era parte del sistema, como lo era también la Revolución del Arrozal”.
No son las de Prochazka elaboraciones gratuitas, sin fondo ético o moral. El narrador de “El porquerizo”, secuestrado por los Wiking, a quienes aprende a llamar Rus, estudia y aprende la cultura que lo agrede, y al hacerlo aplaca la violencia de su captura sin renunciar a su origen; el protagonista de “El premio” es un aculturado que hace suya la identidad de los otros, pero, en el mantenimiento de una doble pertenencia, aprende a vivir equilibrado entre lo propio y lo ajeno: su vinculación con ambos territorios, sin embargo, se da a través de la muerte (la pendencia de la muerte propia y la ejecución de la ajena, que en este caso es ciegamente suicida). Cuando la asunción de la duplicidad no halla ni siquiera ese equilibrio atroz, los seres se transforman en conflictos insolubles, como ocurre con el minotauro que Teseo persigue en “Los dos monstruos”, que “era un hombre muriendo y un toro muriendo compenetrados en un único agonizante cuerpo”. El narrador nos dice sobre él: “Algo había detenido al hombre en el toro y al toro en el hombre, y no podían tolerarse uno en el otro y no podían convertirse ninguno en el otro”. En ese mismo relato, Prochazka ensaya una versión de la historia de la barca nueva hecha enteramente con las partes de una barca vieja: “Teseo hubo de decirse al verlo: Algo aberrante debe haber en un objeto que existe dos veces en el Mundo. Palideció Teseo, recordó su piel antiguos temblores: no podía saber si este bajel era el suyo, o el reflejo especular del suyo, o el suyo trasmutado en un reflejo”. Aunque en ese cuento la salida, endeble y negativa, sea la destrucción de una de las naves, cabe suponer en él una respuesta simbólica para el caso de los sujetos y los grupos duplicados: la (imposible, utópica) reunión.
¿Evade al Perú un libro escrito en Lima durante los años ochentas y noventas, cuyos temas más recurrentes son la división inacabable, la omnímoda espiral retroalimentaria de lo represivo y lo subversivo, la imaginación del mal como consecuencia perpetua del ejercicio del poder, la “guerra caníbal”, la violencia inaguantable de las “zonas de contacto”, la ferocidad aniquilante de las conquistas, la omnívora convivencia de las culturas enfrentadas? Dos relatos de este conjunto son transparentes en su escenario local: uno de ellos es “El breve mar”; el otro es “Cáucaso”. El primero sucede en el norte del Perú y en el futuro, y su argumento tiene que ver con un sueño de Poseidón. El segundo trascurre en un cerro liminar, entre un barrio rico y uno miserable, en Lima, y su protagonista, que se llama Fermín —quizá como homenaje a Enrico Fermi—, es una reencarnación (nunca he usado el término con mayor precisión) de Prometeo. De allí la pista del título, que alude al monte Káukasos, pilar del mundo clásico, donde Prometeo fue amarrado a merced del águila.
“Cáucaso” es un texto clave en la colección. Su actor principal, Fermín, no solo usurpa el fuego, como el previo Prometeo: usurpa la ciencia para poder usurpar el fuego. Es un obrero sin entrenamiento formal, pero capaz de prodigios eléctricos, y la fuente primera de sus conocimientos es siempre un misterio (“haría falta un doctorado en física para entender lo que hacía que las geniales intuiciones de Fermín funcionaran”). Y tiene otros dos rasgos en extremo significativos: su propia forma de duplicidad, aunque conflictiva —es un marginal, un violador de la ley, no siempre un altruista—, no lo carcome ni lo enfrenta consigo mismo, como sucede con casi cualquier otro ser complejo en las páginas de Prochazka. Su doblez es más paradójica: consiste en ser un héroe que sólo al final de su vida intuye ser otro héroe: “Recién entonces entendió Fermín”, dice la narración, cuando el personaje es puesto en el trance del sacrificio, “la pena que imponían los dioses a quienes se atrevieran a tomar su fuego”.
Es transparente que “Cáucaso” otorga dimensión heroica —más exactamente, titánica— a su protagonista, y que lo hace al colocar en un personaje de carne y hueso, exento de grandezas evidentes, las virtudes del arquetipo: esa es la intuida presencia del mito que flota como una nube sobre los cerros de Lima (a eso me referí páginas arriba). Es crucial que el personaje objeto de esa adjudicación emblemática sea el más real, cercano e indudablemente local de todos; lo es también que su tarea sea el tendido de cables y conexiones entre mundos segregados, y que el sentido del cuento sea meridianamente el de una crítica sobre la inequidad de nuestra sociedad. Más difícil, pero no menos interesante, será para el lector ir descubriendo en la bruma de los sueños de Prochazka, en sus escenarios a medio camino entre el mito clásico y la leyenda paneuropea, las sombras y los reflejos del país en que estos relatos fueron escritos. La clave para ese descubrimiento está en recordar que todos los cuentos de este libro ocurren en un único desierto; que cada vez que Prochazka parte algo por la mitad y lo transforma en dos, el marco de la duplicidad permanece uno y solo: uno y solo y desierto, como si el mundo fuera una campana de vacío y sus pobladores, condenados a la reproducción por partenogénesis, fueran todos, en el fondo, elementos de una misma unidad y de una misma historia (esa onda expansiva) hecha de azares que, a fuerza de repetirse, se vuelven necesidad: “En eso consistió, históricamente, la expulsión del Paraíso: algo ocurrido en Siria y Mesopotamia hace doce o diez mil años nos condenó al ahorro, a la espera, a labores agrícolas y a horribles planes quinquenales... en reemplazo de la alegría de la caza y de la inmediatez de la recolección, que nos habían entretenido durante doscientos y más milenios”.
El lector debería leer estos cuentos del modo en que sus personajes caminan por ellos: con espanto del reconocimiento, maravilla del hallazgo y consciencia de que el mundo en ellos crece con el movimiento de quienes entran en él. Y debe estar advertido de que en cada vuelta del camino lo espera un espejo a veces amigo y a veces traicionero.
Brunswick, Octubre de 2007
12.7.08
Feria sin libros
Hay entidades a las que uno quisiera perdonarles todo, dada la importancia de la labor que cumplen, o que se supone que deberían cumplir. La Cámara Peruana del Libro es una de ellas: ¿quién querría criticar a una institución creada para difundir la lectura y propiciar que el negocio de las publicaciones prospere en un país como el Perú, que tanto necesita de ambas cosas?
Pero si la Cámara Peruana del Libro decide limitar sus actividades al fomento de la comercialización de los volúmenes publicados por unas ciertas empresas editoriales, y negar espacio al trabajo de otras, entonces la Cámara traiciona el objetivo ideal de su existencia, y pasa de ser una entidad sustentada por principios éticos (la libertad de empresa, el derecho al conocimiento, etc) a convertirse en el instrumento de una arbitrariedad de índole meramente comercial.
La Cámara le ha negado un espacio en su próxima Feria del Libro a las pequeñas y emprendedoras casas asociadas en la Alianza Peruana de Editoriales Independientes, entre ellas, las editoriales que han sido responsables, en años recientes, del florecimiento de las publicaciones literarias y académicas que tanto han renovado el debate cultural peruano y que han refrescado el rostro de nuestra literatura más joven.
Si persiste en esa actitud (que no es un mero capricho soslayable, ni un movimiento impulsado por un principio moral, legal o ideológico, sino un atropello comercial con resonancias que afectan a nuestra esfera intelectual), la Cámara habrá perdido toda legitimidad, porque habrá decidido desoír la lógica que justifica su existencia: la habilidad de ampliar y democratizar el contacto entre el mundo de la inteligencia productiva nacional y el mundo de los lectores.
La Alianza Peruana de Editoriales Independientes ya ha recibido la solidaridad de varias decenas de editoriales de diversos países del mundo. Ahora sería bueno que los escritores invitados a la Feria del Libro (por ejemplo, Mario Vargas Llosa) dijeran algo: que ellos saquen la cara por los editores atropellados, que no acepten formar parte de una feria que obviamente no está abierta para todos y que, ciertamente, no parece abierta para aquellos que con más esfuerzo trabajan por la difusión de las letras en el Perú.
7.7.08
Suite Habana
Anoche vi la película cubana Suite Habana (2003) del director Fernando Pérez, una cinta hecha con el lenguaje de la narración ficcional pero construida con tono y contenido documental, sin actores profesionales, sin diálogos, aunque con una clara línea dramática: la intención de mostrar un día en la rutina de una docena de habaneros, el tejido de ilusiones detrás de la miseria inevitable de sus vidas cotidianas, la forma lenta en que esas ilusiones persisten o se desvanecen en medio de una ciudad en ruinas.
Dos amigos cubanos, Esther Hernández y Enrico Mario Santí, presentaron la película. Esther habló de las circunstancias de su filmación y de la manera en que el Estado cubano, tras haber patrocinado la producción, temió el revuelo que la película podría causar y restringió su estreno hasta limitarlo a solamente una sala en toda la isla. La noticia de la película viajó de boca en boca y durante meses se formaron a la puerta del cine filas y filas de espectadores hambrientos de ver, por fin, una cinta que los retratara tal como eran.
El final de cada función llegaba entre ovaciones y lágrimas. (También ayer, en un auditorio formado por varias decenas de profesores y estudiantes de muchos países, hubo ovaciones y lágrimas). A veces uno se olvida de que una emoción especial como esa que sintieron los cubanos al verse a sí mismos en la pantalla es una de las posibilidades del arte: la del reconocimiento y la reafirmación, la potencia del arte como espejo, la del arte que nos dice quienes somos y cómo sentimos y nos enseña los picos y los abismos de nuestra propia vida y nuestras almas.
6.7.08
Mala leche
Un amigo me trae de España un recorte del artículo "¿Con qué te puedo retener?", escrito por la columnista Aurora Viña en el suplemento de artes y letras del diario ABC de Madrid.
En su texto, Viña hace un repaso de los blogs más interesantes de la blogósfera hispanoamericana, que son, a su juicio, los de Edmundo Paz Soldán, Alberto Fuguet, Cristina Rivera Garza, Ezequiel Martínez e Iván Thays, además de este Puente Aéreo, al que considera como "el más influyente".
Y no se vayan a creer que lo cito para hacer eco del elogio. Más bien, lo hago porque me han causado mucha gracia y un poco de rubor los palos que, de pasada, descarga sobre mí la columnista. Dice:
"El más influyente corresponde a otro peruano, pero que escribe desde Estados Unidos. Se trata del Puente Aéreo, de Gustavo Faverón Patriau, y se caracteriza por una acrisolada mala leche: «Anda a que te revisen el IQ en una clínica especializada y, si pasas de 40, regresas y sigues dándonos lecciones de estupidez», le contesta a un lector. Tampoco muestra timidez con respecto a la competencia: «La falta de ideas es el complemento perfecto para su falta de estilo», comenta a propósito de la bitácora El Útero de Marita. Faverón tiene el honor de disponer de un contrablog, el Gustavo Faverón Patriau's fan club, en el que El Flaco Salas se limita a entrecomillar citas del original glosadas con imágenes".Ahora resulta que esa especie curiosa de la fauna virtual peruana, el anónimo institucional de talento parasitario, ha llegado a las páginas de la prensa española. ¡Y a mi costa! Las vueltas que da la vida.
4.7.08
Galeano y los dinosaurios
Leyendo, un poco a destiempo, el blog de Iván Thays, me entero de que al uruguayo Eduardo Galeano el Mercosur lo ha distinguido con el nombramiento de "ciudadano ilustre". Entre los motivos, los ministros implicados mencionan los aportes del escritor a la constitución de una identidad latinoamericana y a la afirmación de los rasgos compartidos por los hombres y mujeres de la región.
Iván se pregunta, con acierto, si la naturaleza eminentemente política de la obra de Galeano lo hace más merecedor del título de "ciudadano ilustre" que otros autores que escriben más allá de los márgenes de la esfera política (Iván menciona a Aira y Saer, para ofrecer ejemplos del mismo Cono Sur; aunque me parece difícil negar el interés político de muchas obras del segundo, como su notable novela El entenado).
Leo la noticia inmediatamente después de releer, para mi clase de hoy, la conferencia titulada El escritor argentino y la tradición, en la que Borges especuló sobre la relación entre la literatura sudamericana y la occidental, y la naturaleza huidiza de lo argentino como rasgo distintivo de una no menos huidiza nacionalidad. Vinculo los dos hechos: el premio a Galeano es la exaltación repetitiva de una idea demasiado primaria para ser verdadera: la idea de que sólo se afirma una identidad cuando se la sindica, señala y nombra explícitamente, recortando sus límites en lugar de difuminarlos y hacerlos móviles y permeables (como hubiera querido Borges).
Un punto adicional: premiar a Galeano es rendir tributo a una línea política evidente, invariable y no poco adocenada y pasatista, una línea que no se ha permitido cambiar con la historia ni mutar cuando el mundo ha mutado, y que si bien ha condenado los crímenes de las derechas, ha condonado siempre los crímenes de las izquierdas. Bien podría el Mercosur poner la imagen de un dinosaurio en sus banderas y simbólicamente estaría haciendo lo mismo que al ungir a Galeano como rostro visible del intelectual que esa comunidad quiere llevar como insignia.
2.7.08
De tablas y retablos
Una cosa que hago siempre que voy a Lima es mi ronda anual por las salas de teatro. En estos días siguen en cartelera dos piezas que quiero recomendar: La prueba, de David Auburn, dirigida por el cineasta Francisco J. Lombardi, y El último ensayo, cocreación de Peter Elmore y el grupo Yuyachkani.
La primera es una reflexión sobre la herencia, el amor filial y los límites de la racionalidad, en el marco de una historia que algo tiene de misterio y mucho de exploración psicológica. El montaje de Lombardi es de pulso firme, gran economía simbólica y un aplomo enfático para subrayar el drama antes que el thriller. Las actuaciones (Wendy Vásquez, Vanessa Saba, Carlos Gassols y Diego Lombardi) son sobrias y precisas, incluso en las ráfagas de humor.
El último ensayo es un experimento audiovisual en el que se entretejen varios relatos y una infinidad de referencias históricas: su tono es evocativo y memorioso pero su lenguaje varía desde el humor privado y la broma dicha a media voz hasta el timbre legendario y no poco melancólico con que se reconstruye o se inventa avatares de personajes como César Vallejo, Yma Súmac o José Carlos Mariátegui. Como en otros montajes recientes de Yuyachkani, son temas cruciales los desencuentros de la historia, los zigzagueos de la mirada retrospectiva y los hitos de la violencia social peruana.