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También es llamativo que ese vacío y ese rechazo del mundo literario ecuatoriano ante la obra de Palacio no haya sido necesariamente análogo a la recepción de Palacio en la sociedad civil ecuatoriana y en la esfera política en general: en contra de la leyenda, no es cierto que Palacio fuera un paria, un abandonado, un marginal o un olvidado en vida.
Sería exagerado decir que Palacio fue un poderoso: hijo no reconocido de un aristócrata que ni siquiera le dio su apellido, hérfano de madre muy temprano, provinciano sin mayores comodidades económicas, Palacio fue capaz, sin embargo, de hacerse un lugar en la prensa muy joven, publicar dos libros antes de llegar a los veintidós años, conducir el viceministerio de Educación y Cultura y ser segundo secretario de una Asamblea Consituyente a los treinta y dos años.
Los dos grandes lugares comunes en la leyenda de Palacio son que toda su vida fue víctima de un desequilibrio mental y que la incomprensión y el rechazo de su obra partieron de las élites conservadoras de la esfera literaria ecuatoriana.
Ninguna de las dos cosas es precisa. Palacio escribió sobre la locura, la anormalidad, la amoralidad y el tabú social, pero eso no lo distingue de los vanguardistas de su tiempo, que no lo rechazaron inicialmente por una supuesta aura de insania mental, sino porque Palacio se negó a hacer de su obra un instrumento inmediato de lucha política.
El vacío construido en torno de sus libros, el silencio y la burla crítica no vinieron del conservadurismo, sino de la vanguardia marxista, incluso a pesar de que Palacio fue un socialista convicto y activo al margen de su trabajo literario.
Y por supuesto, nunca está de más reiterar lo que se sabe: Palacio empezó a sentir los primeros síntomas de desequilibrio psíquico en 1938 (durante su trabajo en la Asamblea Constituyente), es decir, once años después de la edición de su libro más afín al asunto de la locura, la colección de cuentos Un hombre muerto a puntapiés, publicada en 1927.
La crítica ecuatoriana, retrospectivamente, como dije, desechó y menospreció la obra de Palacio mayoritaria y casi unánimemente a partir de los años 40s, es decir, luego del voluntario internamiento del escritor en un sanatorio para enfermos mentales, y reduplicó el desprecio tras la muerte del autor, perdida ya la razón por completo, en 1947.
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Pero, en fin, es sorprendente que Palacio haya podido gozar de un éxito relativo en el campo profesional, que haya sido una opinión política respetada, ocupado cargos de moderada importancia en dos gobiernos, intervenido en revueltas contra otros tantos, servido como profesor de filosofía en el mundo universitario, publicado ensayos y libros sobre filosofía y política con atención de los lectores, y, sin embargo, el ambiente literario se haya permitido maltratarlo y ningunearlo concienzudamente.
El asunto plantea una pregunta interesante sobre la consabida noción de que en América Latina el intelectual, y sobre todo el escritor, tiene una copresencia simultánea en la esfera política y la cultural, y que su poder se deriva concomitantemente de ambas: la figura del "letrado" que es a la vez agente del poder político y del artístico y el intelectual.
Palacio se movió en ambos mundos con éxitos muy distintos, no subordinó sus letras a la apetencia del poder político, ni utilizó su posición en el segundo para beneficiar la recepción de las primeras. En Palacio, los dos universos se desgajan voluntariamente, incluso a pesar de que, enterrada en las páginas de sus libros, se esconde la más lúcida crítica social del Ecuador que se abría a la modernidad a principios del siglo veinte.
Nota: Una de las fotografías que acompañan este post muestra a Palacio en 1938, ya empezada su enfermedad mental. A su lado está Carmen Palacios (no Palacio), su esposa, "escultora y escultura", como la llamó un escritor de aquella época; ella misma aparece en la otra imagen. Las pongo aquí porque no son imágenes que se vean con frecuencia.