¿Hay una "institución literaria peruana"?
El campo hegemónico es un lugar de cruces, choques y enfrentamientos, donde las ideas dominantes soportan la constante filtración de nociones insurgentes, contestarias, contradictorias, reformistas o sedimentarias, siendo estas ideas sobrevivientes de una inclinación dominante previa o anuncios de una futura: lo hegemónico no es homogéneo, está en permanente transformación, aunque las tendencias dominantes en él se resistan al cambio.
En el caso específico del campo hegemónico literario, esas dinámicas de mutua o de múltiple filtración se manifiestan de diversas maneras: en las mutaciones del canon, sin duda, pero también en la dialéctica de las influencias, en la formación, la imposición y la disolución de grupos literarios, de corrientes estéticas, de ideales artísticos, de compromisos o nihilismos políticos, etc.
El campo hegemónico, en su sentido más abstracto, es una lucha de poderes simbólicos, librada en un plano ideológico, en el que quedan implicados, atrapados, los reflejos de las clases sociales y sus apetencias políticas y sus aspiraciones culturales, y donde se proyectan también las necesidades de mantenimiento o de intercambio o de sucesión del poder dominante y los estadios dominados, cada cual detrás de unas --más o menos racionalizadas, más o menos intuitivas-- elaboraciones estéticas y discursivas.
En un sentido bastante más concreto, la (muchas veces silenciosa, otras veces ruidosa) batalla perpetua del campo hegemónico se produce en la intersección entre los territorios de la intelligentsia oficial y los de la intelectualidad marginal, contestataria, que se siente periférica a él pero no puede de manera alguna serle ajena (una voz que estuviera enteramente fuera del campo hegemónico sería una voz muda, virtualmente inexistente: la verdadera marginalidad tiene una lucha primera, la lucha por entrar en el campo hegemónico).
Cuando se habla de la "institución literaria peruana" o de la "institucionalidad literaria peruana", se está uno refiriendo, necesariamente, a todos esos estamentos presentes en la lucha del campo hegemónico: tanto los que son percibidos como "oficiales", como los otros, los que son percibidos, o quieren ser percibidos, o se presentan a sí mismos como marginales, contestatarios o, incluso, insurgentes.
¿Quiénes forman esa institución, que yo suelo llamar, más simplemente, nuestra esfera literaria, y cómo se distribuyen en ella los espacios y los poderes asociados a esos espacios?
En una definición tradicional, y tradicionalmente acrítica, el centro de esa esfera lo ocupan quienes tienen alguna injerencia en la formación del canon: la crítica escolástica, la academia, las revistas especializadas y sus escritores (comentaristas, reseñadores, estudiosos, incluyendo a los intelectuales de otros campos que laboran en terrenos anexos: ciertos antropólgos, ciertos sociólogos, ciertos críticos de arte, etc.).
Evidentemente, el trabajo de estos no existe sin el de los actores más elementales y necesarios (pero no suficientes) de la tradición literaria: los autores --poetas, narradores, dramaturgos, ensayistas de cuño literario, los navegantes de la tradición, que la desandan y la redirigen con sus obras creativas, que se reúnen en grupos según sus afinidades, y con ello potencian, voluntariamente, su presencia y su aspiración de centralidad en la esfera literaria, o eligen permanecer solos, entregados individualmente a sus obras, aunque esto no los exima de compartir con otros unas ciertas creencias, unos ciertos principios, unos ciertos rasgos de ideología, de clase, de comprensión del fenómeno literario, etc.
En país con la desastrosa pobreza lectora del Perú, los índices de consumo de libros lindan con el más abismal de los vacíos y dibujan, con ello, la verdaderfa silueta de nuestra desigualdad social y nuestro secular abandono educativo. En ese escenario, claro, la esfera literaria es diminuta, está atrozmente fragmentada, y con ello vuelve invisibles, a causa del adicional centralismo de nuestra estructura social, a todos aquellos impulsos que no encuentren su origen o alcancen una tribuna en la capital, en las instituciones de la capital y en la prensa y el mercado editorial de la capital.
La fragmentación responde a dos mecánicas, entonces: el centralismo, que vuelve a Lima el prisma por donde todo tiene que pasar, y luego la incapacidad de ese centro para percibir lo que le es externo. El fenómeno se produce en todos los estamentos: las universidades limeñas ignoran a las provincianas del mismo modo en que los circuitos editoriales capitalinos no captan la producción del interior del país, tal como los medios de prensa y las publicaciones críticas evitan o son incapaces de establecer la conexión con las provincias, de un modo similar a como los grupos literarios de la ciudad principal desaperciben a los otros, y así infinitamente.
Eso no significa que no exista una cierta institución, un cierto establishment literario; significa que es miope cuando no ciego, que se muerde la cola, que ha colapsado como motor nacional y que necesita una forma nueva, más acorde con las nuevas dinámicas de la hibridación cultural peruana, la de los circuitos informales, las migraciones, el desarrollo paulatino y, muchas veces, perniciosamente demorado de las provincias, de esas provincias peruanas que tienen, todas sumadas, menos teatros y menos cines que distritos limeños como San Isidro y Miraflores.
Lo que esa institución literaria puede hacer es prestar atención al resto de la ecuación, a los demás elementos. No puede inventarlos cuando no los hay, pero puede notarlos cuando existen, aunque sea incipientemente, y también puede promoverlos, de la única manera en que una verdadera institución literaria puede promover las letras: educando, impulsando la lectura, moviendo a la creatividad, criticando, entablando diálogos. ¿Sería eso una nueva forma de centralismo? Más bien, sería propiciar una situación que resquebraje el centralismo, una sociedad en que cada quien tenga el derecho real a buscar su voz propia, recibiendo del resto de la esfera literaria lo único que ésta puede darle: presencia e impulso, fundamento formal: educación.
Hay un grave problema en un establishment literario que se demora décadas en reconocer que, entre sus figuras cruciales, hay autores como Óscar Colchado, Luis Nieto Degregori, Laura Riesco o Edgardo Rivera Martínez: la morosidad con que se les ha consagrado, a medias, sin demasiado énfasis, sin plenitud en la acogida, como escritores de importancia, nos habla del mantenimiento de una estructura centralista que es hoy acaso más lenta y hermética ante la presencia de autores provincianos de lo que lo fue a principios de siglo.
Dije antes que sólo una lectura tradicional nos permitiría suponer que el centro de la institucionalidad literaria en el Perú está en la academia y en la crítica escolástica y en las revistas especializadas. La verdad es que en el Perú hay apenas dos facultades de literatura que reúnen un cierto corpus de trabajo académico ponderable, con la obra crítica de un puñado de tercos profesores, los pocos que han decidido no salir del país o que han decidido regresar, y que habitan entre colegas de méritos menores o nulos, con los que cualquier intercambio intelectual ha de resultar abominable o simplemente triste.
E incluso los vehículos de salida de esos profesores hacia afuera del estamento universitario son tan limitados que su influencia es prácticamente nula: revistas como
Lexis y
San Marcos, por ejemplo, que coleccionan artículos de interés, son virtualmente inexistentes como impronta sobre el pensamiento literario en el país, son decididamente ignoradas en todo debate literario; si hubieran dejado de existir hace unos meses, poca gente se habría dado cuenta.
La crítica, fuera de ese coto cerrado, se mantiene gracias a una cantidad microscópica de revistas de calidad auspiciosa, como
hueso húmero, cercadas por otras de calidad deleznable, como la caricaturesca
Intermezzo Tropical. Alcanzan a un número relativamente mayor de lectores que las revistas académicas, pero esos lectores suelen vivir entre el desmayo y la inanición en cuanto a su capacidad de recibir críticamente lo que esos medios les ofrecen, para bien o para mal: ningún artículo publicado en ellas logra generar una discusión, salvo, claro está, las encuestas, que parecen ofrecer un bolo alimenticio suficientemente masticado, listo para la deglución y para el hipo consecuente: las encuestas se discuten, pero más o menos con el msmo tono con que se discute una nominación al Oscar o la elección de la última Miss Perú.
Suponer que la academia es el centro de nuestra institución literaria es, a estas alturas, absurdo. Eso implicaría suponer que es influyente, que realmente modela y deja una huella sobre las formas de lectura crítica en el país, que ordena o formaliza el canon, que decide el relieve de un autor. Es más, implicaría creer que en el medio literario peruano existe un modelo o una serie de modelos críticos dominantes, un haz de saberes teóricos preeminentes, que se generan o transmiten desde esa academia y que determinan algo, aunque fuera algo muy pequeño, muy moderado, fuera de ella. Eso es simplemente falso.
La crítica no académica, a su vez, es víctima de un enanismo galopante: tres o cuatro personas que escriben reseñas rutinariamente, lejos de todo brillo, ajenas a cualquier ánimo de innovación, de originalidad o de perspicacia, tramitando los libros que caen en sus escritorios con la misma creatividad con que un burócrata estampa sellos en un documento con la convicción de que nadie lo leerá o le prestará atención, salvo la persona que lo dejó en sus oficinas en primer lugar.
Los escritores que eligen ignorar esa pesadilla kafkiana la pasan más o menos; los otros viven increíblemente pendientes de lo que los burócratas tengan que escribir sobre ellos. Y cuando esa opinión les resulta favorable, los adoptan, los vuelven --con o sin su anuencia-- sus críticos de cabecera: los arrojan como soldaditos de plomo contra la sombra de los otros soldaditos, los críticos que no opinaron favorablemente, los que osaron lastimar su ego con una objeción, un pero, una duda.
En ese estado de cosas, la institución literaria peruana queda casi enteramente en manos de las editoriales, sobre todo, claro está, las editoriales basadas en Lima, y muy encima de cualquiera, las editoriales internacionales, que en el Perú se sienten, ante todo ese vacío, con la libertad suficiente para vender cualquier tipo de tontería como si fuera literatura. Si en otros países mantienen el pudor de ofertar unos libros como hits eminentemente comerciales y otros como literatura, casi siempre manejándolos en sellos o colecciones distintas, por amor, aunque sea, a las apariencias, en el Perú ya no creen que exista lugar para esa autocensura: hace unos años bastaba con ser un animador de talk shows y escribir libros para ser presentado como gran novelista; ahora es suficiente ser la novia adolescente de un animador de talk shows.
Lo que define a la institución literaria peruana, entonces, es la extrema fragmentación, que la vuelve una entidad amorfa, incoherente, ausente, inoperante, por completo invisible cuando se la compara con la relativa vivacidad de esas editoriales, que al menos tienen claro, dentro de una lógica lisiada e incompleta, cuál es su objetivo. Sólo en la mente de los alucinados la institución literaria peruana puede ser ese gran monstruo de mil manos y mil pies, que todo lo avasalla y todo lo decide, que todo lo deforma y lo manipula, que dicta desde la altura de su cráneo monstruoso qué cosa ingresa en su cuerpo y qué cosa no.
Esa institución, así, no es un enemigo feroz al que haya que torcerle el cuello; es, más bien, la sombra previa de un cuerpo al que habría que darle vida urgentemente. ¿Cómo? Haciéndole ver que debería buscar un objetivo, salir de su apatía mortal, trazarse una pequeña serie de finalidades alcanzables: el intercambio real entre los miembros de la academia en distintas universidades, la creación de foros de debate reales, tangibles y también foros virtuales, que aproximen a los académicos del interior y los de la capital, promoviendo congresos que sirvan para discutir no solamente un puñado de obras literarias particulares, sino el sentido y el significado y el valor de la academia misma en la esfera literaria, congresos que también incorporen el saber y el aporte de los centenares de académicos peruanos que no forman parte de la academia nacional mediante una filiación institucional, pero que son parte de nuestra esfera literaria porque el objeto central de su estudio sigue siendo nuestra tradición.
Y no hablo de esos suntuosos congresos de mesa larga, mantel de pana, banderas y casonas: hablo de sesiones de trabajo, discusiones verdaderas y contenciosas, debates que permitan descubrir si existe aún el resto de una dirección en nuestra academia o que permitan trazar una.
La eterna lucha de egos que se reaviva cada cierto tiempo bajo apariencias distintas (la polémica criollos vs. andinos, la bronca ocasionada por el proyecto antológico del que hemos hablado en días recientes), no es otra cosa que la molesta demostración de cuán informes y secundarios e incluso miserables pueden llegar a ser los sucedáneos del debate intelectual en una comunidad en la que el verdadero debate intelectual agoniza, muere y agoniza y vuelve a morir año tras año. ¿Eso es una realidad que debemos aceptar como inevitable, para siempre? Evidentemente no. Al menos, yo no lo acepto.
No me cabe duda de que la literatura peruana seguirá produciendo un número respetable de grandes escritores en el futuro cercano, de la manera en que ha venido haciéndolo, con altibajos esperables, durante el último siglo. Y
nunca ha producido una cantidad tan notoria de críticos literarios sólidos, fundados y agudos como los que hay en este momento, en su mayoría esparcidos por todo el planeta. Esa nube de creadores y esa otra, la nube traslaticia y migratoria de los críticos, serán dos de los "centros excéntricos" (la frase es de Derrida) de nuestra institución literaria en el futuro cercano.
Ninguno de esos estamentos tiene que temerle a la academia peruana: por el contrario, deberían colaborar en su afianzamiento pero también en la construcción de su nueva iniciativa, de su nueva orientación, de su apertura hacia las provincias, hacia el mundo exterior y hacia el saber que se elabora en el extranjero, en la construcción de la única forma de apertura democrática que cabe en ese escenario: la difusión de la educación humanística, del debate literario: el objetivo debe ser convertir a la academia en un foro central para la discusión de algunas de esas cosas que la literatura ha hecho su asunto desde siempre: el conocimiento del otro, el entendiemiento común, por más belicosos que sean, eventualmente, sus medios.
El espacio que la literatura peruana debería reservarle al debate ha sido capturado por la más profunda y paralizante estupidez. Eso tiene que cambiar. O seguiremos leyendo tonterías como las recientes, hasta el final de nuestros días.
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