12.2.11

El canon masculino

Un tema que siempre se queda en el tintero

Algo que no deja de incomodarme en las idas y venidas de discusiones como la que se acaba de producir en torno a Hora Zero y la (casi invisible) construcción del canon poético peruano, es la constatación frecuente, constante, siempre exacta, de que las escritoras --las poetas, las cuentistas, las novelistas, incluso las ensayistas y las críticas-- suelen elegir quedarse fuera del asunto.

Cuando digo que es una elección, estoy siendo injusto, seguramente. En verdad, lo que ocurre es que esas discusiones suelen construirse de una manera tal que presupone la exclusión de las escritoras mujeres.

En este último caso, por ejemplo, las partes del conflicto parecen ser los cuatro antologadores, todos hombres; los firmantes del primer reclamo, hombres ambos; los bloggers participantes de la discusión, hombres en su totalidad; y, claro, el grupo Hora Zero, del que solo se menciona a los hombres: Pimentel, Ramírez Ruiz, Verástegui (que en verdad no se da por aludido) o el mismo Mora.

No fue distinta en lo más mínimo la cuestión genérica cuando se produjo la disputa de los mal llamados "andinos" y criollos": todos los involucrados fueron hombres sin ninguna excepción notoria. De hecho, hay un sentido relevante en el que cabe decir que todos estos enfrentamientos se producen en un espacio eminentemente masculino, y que las escritoras mujeres o bien se sienten excluidas de la discusión o bien se excluyen ante la evidencia de que la disputa no tiene mucho que ver con ellas ni con su obra ni con las zonas de la esfera literaria por las que ellas transitan.

Hay una suerte de canon femenino peruano, cuyas aristas principales son autoras del siglo diecinueve como Clorinda Matto de Turner o Mercedes Cabello de Carbonera, al que la fuerza de la academia suma nombres como el de Aurora Cáceres o, más tradicional pero también más equívocamente, Flora Tristán, junto a escritoras del siglo siguiente como Magda Portal, Blanca Varela, Laura Riesco o Carmen Ollé.

Su eventual inclusión en censos panorámicos (como los que cada cierto tiempo intenta la revista hueso húmero) no alcanza a hacer otra cosa que colocarlas como puntos discrepantes entre las líneas continuas constituidas por la otra literatura, la mayoritaria, la de los hombres.

En manos de la crítica feminista, esa discrepancia se reafirma porque el énfasis crítico se coloca en la diferencia y la otredad, en lo femenino; en manos del resto de la crítica o bien se intenta borrar toda diferencia o bien los casos se anotan como momentos excepcionales en que la obra de una mujer alcanza un reconocimiento insólito. (He escrito sobre estos temas antes: por ejemplo, aquí).

En ninguno de los dos casos una escritora tendría por qué sentirse parte de una discusión sobre el canon: en ambos casos un enfrentamiento como el reciente es sólo una instancia del debate sobre un canon que no integra la obra de las escritoras mujeres dentro de un relato general, un relato en el que, sin extraviarse las diferencias, se observen las formas en que las distintas obras de escritoras mujeres se han tejido, relacionado, yuxtapuesto o contrapuesto con las formas e ideas dominantes en la literatura de sus épocas.

Este es otro "debate" (la palabra es excesiva, como dije antes) que termina sin que el tema asome, sin que se le considere relevante o siquiera reconocible, no importa cuán progresistas se piensen algunos de los participantes, ni cuán renovadores, ni cuán iconoclastas, ni cuán antiinstitucionales.

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10.2.11

Ayuda para Carlos Iván Degregori

http://www.indiegogo.com/The-Carlos-Ivan-Degregori-Fund


No he tenido hasta hoy el placer de la amistad de Carlos Iván Degregori, pero sí lo he conocido y pasé unas horas con él hace años, en Ithaca, New York: él venía de Princeton a dar una conferencia en Cornell, donde Billie Jean Isbell, la famosa antropóloga, nos pidió a Carolyn y a mí que lo recogiéramos del aeropuerto y lo condujéramos a casa de ella.

Es un tipo simpático, rápido, gracioso, agudo, que pasa de un chiste familiar a una observación muy fina (sobre política, sobre historia, sobre fenómenos sociales o culturales) sin que se note siquiera la transición. Cuando lo conocí, yo estaba leyendo ensayos suyos, curiosamente, porque por esos días debía escribir la introducción a un libro sobre violencia política peruana, y en eso, claro, Carlos Iván, un antropólogo con el don del escritor, es una autoridad indispensable.

Carlos Iván está muy enfermo, desde hace tiempo: dos años hace que le diagnosticaron un cáncer pancreático. Sus amigos, sus colegas, sus lectores, están conduciendo una iniciativa para reunir dinero que sirva para su tratamiento. Quienes puedan donar algo y quienes puedan difundir la inciativa, por favor, busquen toda la información relevante AQUÍ.

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8.2.11

Desintelligentsia, 2

O cómo debería ser lo que será

Un objeto de estudio de la crítica literaria y de la sociología de la literatura es la institución misma donde la primera se produce: el establishment literario, el espacio de la academia y los caminos que la rodean, la determinan o confluyen en ella.

Un proyecto que --como la antología consultada de poesía peruana-- quiere recoger en el aire de los tiempos la manera en que esa institución observa la poesía contemporánea, debe empezar por preguntarse, incluso antes de cómo funciona la tradición poética en el Perú, cómo funciona el establishment literario.

Y si, además, tiene la expectativa de dejar una impronta perdurable, debe ser tan ambiciosa en sus aspiraciones como versátil en su visión: debe hacer el intento de entender, por ejemplo, cómo son las primeras recepciones de la poesía publicada en el país, cómo se la juzga críticamente, a través de qué medios, bajo qué conceptos y dentro de qué marcos teóricos o ideológicos.

Los críticos a cargo del proyecto quizá encuentren, por ejemplo, en esa investigación, la existencia de prejuicios lingüísticos ligados con la recepción literaria en el país, de prejuicios academicistas o de otros derivados de nuestro centralismo; acaso encuentren cómo es que la concentración en Lima de la mayoría de las editoriales, facultades de literatura y revistas especializadas, académicas o no, incide en la recepción y la eventual consagración de ciertos autores y ciertos libros.

Lo crucial es que, si encuentran o confirman eso, o incluso sólo si lo suponen, se encuentran frente al deber de no concebir una obra que simplemente repita, subraye o prolongue esos prejuicios y esos desequilibrios. La misión, entonces, será describir los problemas (si existen) y buscar la manera de evitar la repetición.

Menciono un aspecto puntual sólo como ejemplo. Si la desconexión entre Lima y el resto del país hace que desde la capital se dejen de percibir fenómenos regionales de producción literaria, nacionales o localizados, la emergencia de grupos o de estéticas singulares, o la existencia de rutas poéticas distintas o incluso contrarias a las que se perciben desde la institución capitalina, entonces, emprender una encuesta en la que esos otros espacios no estén representados sólo arribará a una imagen que reproduzca los mismos puntos ciegos.

En otras palabras: en la medida en que el nuevo estudio se diseñe con los mismos elementos de siempre (interrogando a los mismos críticos, a los mismos autores, a los mismos reseñadores, a los lectores entrenados en la misma costumbre lectora), no se obtendrá nada más que la reiteración de nóminas canónicas semejantes a las ya conocidas. En lugar de promover un canon diverso, se subrayará el que nos es familiar.

Eso no es un error del modelo estadístico, como absurdamente ha propuesto Tulio Mora. Es inconducente cuestionar el trabajo hecho hasta ahora por los antologadores en términos de representatividad estadística, porque lo que han llevado a cabo no es una encuesta sobre la que haya que realizar proyecciones o extrapolaciones.

Cuando se dice que el 25% de los interrogados mencionaron al autor X no se está diciendo que el 25% de los poetas, o el 25% de los críticos, o el 25% de los lectores de poesía, o el 25% de los lectores peruanos de poesía prefieran al autor X. Mucho menos que el autor X goce de la aprobación crítica de la cuarta parte de los individuos que forman la institución literaria peruana. Se está afirmando, únicamente, que el 25% de las personas que respondieron al cuestionario mencionaron a ese autor entre los que juzgan relevantes, y nada más.

Por eso es risible que Mora, en sus ácidos desplantes de los últimos días, queriendo lucir técnico a ratos, entre dicterios e invectivas, hable de "márgenes de error". Cuando no se hacen proyecciones de una muestra parcial a un universo total, no se puede producir ningún margen de error. Y hasta donde he podido ver, los autores del cuestionario, promotores de la futura antología, no han hecho proyección alguna.

Lo que hay, tal como dije desde mi primera alusión al tema, es un error en la forma del estudio que se plantea. El error consiste en aceptar sin reparos que la institución literaria peruana es exactamente tal cual se la percibe en Lima o desde Lima. Es el mismo viejo error de siempre: el centralismo.

La violenta grosería de las reacciones de Mora sirven para subrayarlo: Hora Zero percibe la antología como una lucha entre poetas capitalinos por el mismo palmo de tierra de siempre, que Mora y Pimentel se rehúsan a dar por perdido. De allí que su preocupación elemental sea denunciar quiénes son los "enemigos de Hora Zero", quiénes son los amigos de José Antonio Mazzotti, quiénes son los amigos de Antonio Cisneros, etc.

¿Cómo debió componerse el grupo de interrogados? La respuesta es obvia, una vez identificado el problema: se debió preguntar a académicos establecidos en todas las universidades del país donde existan facultades de literatura, a críticos y autores que dirijan revistas de literatura en Lima y en provincias, a poetas de diversas regiones del Perú.

Se me dirá que muchos de ellos ya están incluidos en la muestra. Muy bien: yo no digo que la lista de entrevistados haya debido ser mayor. Quizá una lista más breve hubiera sido infinitamente más productiva: una en la que, realmente, sólo hubiera personas cuya opinión no fuera a ser la repetición casi exacta de las opiniones de otros: un grupo múltiple, lo que no significa un grupo abarrotado de poetas de Hora Zero o de poetas que Hora Zero no considere sus "enemigos": significa un grupo de personas con perspectivas diferentes, cuya opinión pueda conducir a una apertura.

Se me dirá, también, acaso, que descentralizar la nómina de los consultados no necesariamente hubiera alterado de manera significativa el resultado. Eso sería un hallazgo notablemente interesante en sí mismo: podría, por ejemplo, terminar con el discurso de quienes dicen que necesariamente la mirada de la institución capitalina a la literatua nacional la tergiversa o la pervierte, pues un panorama más amplio arroja un resultado similar; o podría, por el contrario, significar que la mirada desde los bordes de la institución literaria ha sido ya capturada por la visión que se imparte desde el centro. Ambos posibles hallazgos serían sintomáticos e interesantes en sí mismos.

Se me dirá, quizás, lo opuesto: que una lista hecha con ese objetivo descentralizador en mente hubiera podido generar un resultado idiosincrásico (en relación con otras encuentas y recuentos semejantes). Eso también sería un descurbimiento singular, y uno, ciertamente, que no habría razón para rehuír, porque sería, por una vez, un indicio de que en realidad la manera en que la literatura peruana es percibida en el establishment limeño discrepa radicalmente de la forma en la que se la percibe fuera de él.

Todo eso no sería obedecer al capricho egocéntrico de Mora o Pimentel; por el contrario, la obra de Hora Zero, como la de Kloaka o cualquier grupo posterior, también merece ser cuestionada y puesta en perspectiva, porque no es menos producto de la mirada limeña que cualquier otra literatura sancionada por el establishment.

Por cierto, descentralizar la mirada institucional no es garantía de un resultado más o menos realista, más o menos certero, más o menos justo que cualquier otro: sólo es garantía de contar con un camino nuevo para la modelación del canon, sólo introduciría un elemento no sopesado antes.

La discusión no acabaría con ello, sino que se iniciaría de nuevo, pero con mayores elementos de juicio: la consideración del valor estético de un cierto corpus dentro de una tradición no va a saldarse con una simple evaluación, ni centralista ni descentralizada. Pero la segunda opción sí nos daría la novedad bienvenida de ensanchar el paisaje en lugar de volver a calcarlo, a copiarlo, a repetirlo.

La tradición literaria peruana, recordémoslo siempre, ha tenido por siglos su centro de poder en Lima, pero eso no ha significado que las obras individuales que constituyen los pilares canónicos de esa tradición hayan sido obras limeñas: Felipe Guamán Poma, Garcilaso de la Vega, Mariano Melgar, Enrique López Albújar, José María Arguedas, Ciro Alegría, César Vallejo, Gamaliel Churata, Carlos Oquendo de Amat, Miguel Gutiérrez, Oswaldo Reynoso, Edgardo Rivera Martínez, Enrique Verástegui, Óscar Colchado, José Watanabe, y sí, también Mario Vargas Llosa, arequipeño, el escritor peruano que más tercamente ha tomado a la selva como escenario de sus ficciones, son todos ellos escritores nacidos y educados, entera o parcialmente, en provincias: el resto del Perú ha formado también el canon, lo ha asediado, lo ha vencido, lo ha capturado innumerables veces.

Por eso, la descentralización de estudios como el propuesto no implica una deformación de la realidad, sino un nuevo reconocimiento de ella, uno necesario metódicamente y necesario referencialmente, uno necesario porque el orden de un estudio no debe reproducir el orden del prejuicio sino el orden de la realidad.

Cómo nombrar la rata

Sobre la mediocridad y los beneficios de señalarla

Ocurre con frecuencia que alguien me increpa el hábito de escribir sobre mediocres. Comúnmente, desecho la acusación con una respuesta sincera pero parcial, burocrática, hecha para pasar a otra cosa; una respuesta que suele incluir palabras como defensa, peligro, decadencia, precipicio y profilaxis. Hay mejores contestaciones que demandan mayor reflexión.

En mi oficio, es inhabitual enfrentarse a un hecho simple que pueda ser descrito literalmente, sin tanteos ni maniobras laterales, sin aproximaciones tentativas ni dudas metódicas, sin péndulos hermenéuticos ni equívocos irrecuperables. Cuando uno lo encuentra, sobreviene la tentación de señalarlo. Explico por qué.

Lo bueno, como lo malo, es a veces dudoso y casi siempre ambiguo; ambos tienen una densidad difícil de abarcar. Cuando ostenta la forma de un texto literario, lo bueno es complejo (incluso si su economía formal hace pensar otra cosa) y lo malo es cautivante a su manera: argumentar las virtudes de una novela de Faulkner es un ejercicio interminable; argumentar con inteligencia los delitos de una novela de Allende no demanda mucho menos trabajo.

Cuando juzga lo bueno, lo malo y lo mediano (que no es lo mediocre), el comentarista pone en juego los extremos y todo el rango de su escala de valores estéticos, culturales, morales o ideológicos. No importa siquiera si los ha razonado o si son como una suerte de membrana interior, un órgano de su gusto y sus afinidades, del cual él mismo es inconsciente, como somos inconscientes de las venas o las glándulas.

Lo bueno y lo malo pueden hacer mutar ese tejido, porque el lector se ve obligado a contrastarlos con él, a ponerlos en contacto y ver si pueden convivir: un ejercicio de ese tipo puede ser transformador, nunca es simple y suele ser demandante.

Pero lo mediocre no tiene ese poder. Lo mediocre no echa sombras porque no es opaco sino transparente; no hiere porque no es agudo; no intoxica porque es inocuo; no confunde ni plantea acertijos porque es unidimensional y jamás es ambiguo. Lo mediocre tiene una manera de ser ostentoso, visible, indudable; se anuncia mediocre y no traiciona.

De lo mediocre, entonces, se puede hablar en términos indudables, con más facilidad que acerca de lo malo, que exige una demostración y una cuidadosa evaluación. Cuando una habla de lo mediocre, su lenguaje se hace necesario, las palabras llegan solas y certeras: escribir sobre lo mediocre es como tocar la guitarra con el diapasón a la mano: todo vuelve a su lugar, todo se regula.

Uno complica las certezas aparentes de su juicio estético, las pone en el banquillo, problematiza sus seguridades leyendo a Kafka, Beckett, Proust, Borges, Woolf, Piglia, Mulisch, Machado de Assis, Vallejo, Eltit; pero también leyendo los libros medianos y malos que quisieron ser buenos, los libros lisiados, los que llegaron mucho menos lejos que sus ambiciones.

Esos libros merecen atención porque algo en sus estructuras, algo en su sombra o en su aura, alcanza un cierto aire de realidad e incluso, a veces, de grandeza: la forma de su consumación ideal no nos es del todo esquiva, uno puede imaginarlos menos amorfos, más victoriosos, como los habrá proyectado, quizá, su autor, o como ellos mismos, independientemente, nos sugieren que pudieron ser.

Los libros mediocres, en cambio, nacen siempre muertos y ninguna operación es practicable sobre ellos como no sea la autopsia: la disección, la enumeración de lo corrupto. Leerlos es comprobar literal y directamente su nimiedad, su escasez, su poquedad; escribir sobre ellos, por eso, es regresar a un lenguaje en el que todo es fácil de nombrar.

Uno sale maltrecho de escribir sobre los buenos y los malos libros, pero ágil y funcional de escribir sobre los libros mediocres. Y lo mismo vale para las ideas mediocres, los conceptos y nociones y principios mediocres, los proyectos políticos mediocres, los intelectuales y los artistas mediocres. Luego de opinar sobre ellos, todo parece volver a su lugar, aunque sea por un rato.

Y también está lo otro: defensa, peligro, decadencia, precipicio y profilaxis. Hay que escribir sobre lo mediocre porque aunque nada en ello tenga el potencial de destruirnos, todo en ello tiene el potencial de distraernos, de modo que lo mejor es mencionarlo, criticarlo, ponerlo en su sitio y saltar a otra cosa. Y así tantas veces como sea necesario.

Yo, por ejemplo, he pasado toda la semana llamándole mediocre a lo mediocre, y ahora me siento como nuevo: es como el solfeo, o como afinar un instrumento, pero el instrumento es uno mismo.

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6.2.11

De vanguardia a lumpen

Divinización, deterioro y caída del poeta

El mito más irritante que, heredado de tiempos en que tuvo sentido, campea ya desnudo de él en la literatura contemporánea es el que construye la figura del poeta como un personaje irregular, anómalo, distinto, que flota más allá de las leyes sociales, una semidivinidad encarnada cuya naturaleza es inasible para los otros y cuyo poder acampa más allá de los territorios en que vive el resto de la humanidad.

En la figura del poeta, unos quieren ver al viejo paria, al desterrado o al exiliado interior, al enajenado que ha previsto la futilidad del mundo y le sonríe con sarcasmo, al ser extrasocial cuyo lenguaje es vehículo de intuiciones supremas, basado en una especie de ciencia infusa, sin origen tangible, el vate, el oráculo, el sacerdote, el adelantado de dios o del demonio.

Otros ven al poeta como el orate de la tribu, el opa sabio, el ingenio lego, que incluso si está marcado por la ignorancia de lo cotidiano y de lo inmediato y por el desentendimiento de lo visible, ve más allá de todo eso: es un médium, un transmisor, una antena tendida a lo desconocido; su capacidad intelectual no es relevante porque su discurso es, casi literalmente, ajeno a sí mismo, no se origina en su mente sino que es un saber de la alteridad (o de la Alteridad) que atraviesa al poeta y lo utiliza para asumir una apariencia discursiva.

Las dos visiones se complementan o son una sola: la idea del poeta como un ser especial, un elegido, que al sumergirse en el trance (entrar en "olor de poesía", dicen los más huachafos), salta a un estadio que lo deja solo, se encarama en la cumbre de un abstracto Sinahí desde el cual descenderá con un nuevo decálogo, un verbo iluminado e instaurador, una verdad revelada.

Otras imágenes comunes del poeta son menos halagüeñas: el poeta es también un vago, un cuasidelincuente, un renegado de la ley social, un bueno para nada, un desentendido de la realidad, un mantenido, un pedigüeño, un engreído, un holgazán, un cero a la izquierda, un iluso, un nefelíbata, un soñador, un abstraído sin oficio ni beneficio.

En el Perú de hoy, un poeta es un ave rara, un ser del pasado y un sospechoso. Si está muerto, quizás es digno de un programa escolar y un monumento, siempre que no sea demasiado grande ni demasiado vistoso; pero si está vivo, entonces hay que mantenerlo más o menos lejos de la caja fuerte, de la alcancía del bebe, a distancia de las señoritas. Y si el poeta es una señorita, ha de ser una extraviada, una loca, una descarriada.

Tonterías, obviamente; prejuicios. Hay una clase particular de poeta, sin embargo, que se esfuerza por dar razones para ese estereotipo y, de paso, además, se escuda en los otros lugares comunes (los del poeta-gurú, el poeta-santón, el poeta-visionario, el poeta-paria) para reclamar inimputabilidad y licencia: licencia para la idiotez, para la ruptura de cualquier norma de convivencia civil, para la insdisciplina intelectual (incluso cuando se reclama un estudioso, un analítico) y para la arbitrariedad más arrogante.

Andan por ahí declarándose genios, inventándose méritos mayores que los sustentados por su obra, publicitando la propia superioridad, desenterrando honores recibidos en una calle oscura en un día lejano, sin testigos a la vista, atesorando un autógrafo regalado a la volada, recordando o suponiendo su amistad con otro poeta, siempre uno más crucial que ellos, uno icónico, uno espectacular o legendario, viviendo en una ficción en la que ellos son protagónicos, una ficción más afilada que sus vidas y más gloriosa que sus versos.

Benjamin escribió sobre el contador de historias de un pasado premoderno, comparándolo, en desmedro del actual, con el escritor contemporáneo, ya no más sacerdote, ya no más bendecido con el aura de aquel anterior, el que representaba la voz comunal porque construía la propia con retazos y experiencias de las voces de todos los otros.

Perdidos en el tránsito, sumergidos en esa suerte de aldea interior que es el mundo de los escritores y lectores de poesía (que en efecto parece regirse a sí misma con leyes del pasado), no escasean hoy los poetas que quieren, dentro de la modernidad, mantener el aura, y, aunque son incapaces de lograrla (porque el aura no la tiene ya nadie), quieren inventarla diciéndola, no es sus obras, sino fuera de ellas: "mira alrededor de mi cabeza, verás un brillo especial".

Y entonces reinterpretan, a los cabezazos, las más tardías versiones que la historia de Occidente recuerda del poeta con aureola de santo maligno, con alas sucias de ángel caído: se protegen en la esperanza de ser vistos como iconoclastas, como poetas malditos, como inconformes con la mirada oblicua del que desprecia todo aquello que huele a institución, a sobriedad, a orden, a burguesía.

Hasta que una mañana se descubren a sí mismos parados en la cola del Seguro Social, regateándole un sol al taxista, rogándole a una compañera de trabajo que les marque la tarjeta, planchando la corbata, pidiendo por teléfono que les pasen con el ingeniero Fulano de Tal, sin saber qué decir en la reunión de padres de familia. Y se preguntan: ¿por qué nadie se da cuenta de que soy diferente?

Y entonces reparan en el calendario y empiezan a notar que sus mejores poemas fueron escritos hace mucho tiempo, cuando tenían dentro de sí algo de lo que ahora carecen y que ya no son capaces siquiera de nombrar. Y empiezan a pensar, más que en el presente y en los borradores de los poemas futuros, en la precipitación con que el poco reconocimiento pasado se ha empezado a disipar y a diluir.

Para entonces es demasiado tarde, claro --porque no se puede desandar el tiempo, incluso si se vive en el pasado--, y el viejo poeta medio maldito, el viejo poeta del aura imaginaria, ya no sabe qué hacer por su leyenda, como no sea esperar que alguien más la consagre de alguna manera rápida y tangible: que el Estado (al que decía querer dinamitar) le dé una medalla y le alcance una pensión; que un ministro introduzca en un programa de lecturas obligatorias los poemas icononoclastas que él escribió en su juventud; que su nombre figure en las antologías, en los recuentos, en los manuales, que la autoridad lo imponga con mano militar, ya que la historia parece estar tomándose la libertad de olvidarlo.

Esas últimas traiciones contra su ser anterior le son tan naturales que no las alcanza a percibir: se ha vuelto un poeta burgués en el sentido más preciso: ahora cree que los poetas merecen una pensión del Estado, atención hospitalaria gratuita y cuenta de jubilación, una corona de laurel del establishment por cada bala de papel que dispararon contra ese mismo establishment en el pasado.

¿Cómo seguir reclamando la posición de vanguardia en el ejército antiburgués cuando uno vive postrado en el aburguesamiento o de cuclillas en sus bordes, aspirando a ingresar en su zona de comfort? Difícil: el reclamo se vuelve superficial y puramente exterior, es una apariencia.

Y si el reclamo se radicaliza, viene acompañado de una belicosidad que ya no tiene el objetivo contestatario de subvertir lo colectivo, sino el objetivo pequeñamente gregario de defender con uñas y dientes la consagración del grupo poético de ayer, la idolización de las ansias rebeldes ya largamente abandonadas. Vean el caso que nos ha rondado en las últimas semanas, el de los poetas de Hora Zero.

Tanto los fundadores del grupo como quienes se añadieron tiempo más tarde a él, sostuvieron casi programáticamente la propuesta de una relación visceral entre la poesía escrita y el marco ideológico revolucionario desde donde surgía. El "poema integral" de Ramírez Ruiz, su paradigma central, postulaba la poesía como una experiencia de clase, una experiencia social y una experiencia histórica, cuyo marco ideológico era la construcción de la revolución: el poeta era el observador lúcido, deshecho de falsos atavíos, la mirada clavada en la realidad como un dardo letal.

Aunque los sobrevivientes del grupo sigan celebrando las hazañas librescas y celebrando también las hazañas callejeras de aquel tiempo ("el suceso de las 12 de la noche con dos personas en un parque: a cada momento acontece un poema"), lo cierto es que el núcleo de su programa y la forma de su paradigma han sido abandonados por ellos hace mucho, sin que le hayan encontrado un reemplazo válido.

Ramírez Ruiz (de quien tomo la cita anterior) no murió entregado al ideal rebelde ni diagnosticando el mal social desde sus versos, ni acuñando el discurso que habría de revelar lo "esencial cotidiano", sino, lamentablemente, terriblemente, librado al azar de una vida zozobrada: en el continuo de los poetas revolucionarios del Perú, su destino ocupa el extremo opuesto del destino de Heraud.

Lo anterior me lo ha señalado Daniel Salas, quien también observa que la transformación de Hora Zero en las últimas décadas ha sido el trayecto que va del movimiento revolucionario a la lumpenización. Los sobrevivientes del grupo, los que aún se identifican con él, esos lo rememoran, lo reactivan en antologías de cuño grupal y de aspiración colectiva, como Hora Zero: los broches mayores del sonido, de Tulio Mora. Pero ellos, en la práctica, han pasado a ocupar en la esfera literaria peruana el lugar sombrío del lumpen, ya no el motor de vanguardia, intelectualmente activo, razonado, programático, ideológico, que reclamaron en un principio.

Las batallas que libran Pimentel y Mora, batallas personales que siempre tienen la defensa del lugar central de Hora Zero como seña y como designio, suelen acabar convertidas en un exceso de epítetos y adjetivos usados para menospreciar al rival y glorificar el ego. "El adjetivo es el caballo de batalla de lo pasado, de la bella mentira, siempre mal usado es el adorno, el colorido, la fofa belleza, el revestimiento de viejo lenguaje. Guerra al adjetivo", escribió Ramírez Ruiz. El adjetivo es hoy el único signo de Hora Zero. El mismo Hora Zero es ahora un adjetivo.

En la misma semana en que Mora defiende la gloria horazeriana y publica su curriculum vitae, y adorna su pasado con la evocación de la amistad de Roberto Bolaño y las opiniones de críticos nórdicos y los artículos aprobatorios que se han escrito sobre su poesía, en la misma semama en que él hace pública, sin quererlo, la añoranza de la antigua creatividad, Eloy Jáuregui, otro miembro de Hora Zero, publica en una red social el enésimo plagio de su carrera, esta vez ya no un artículo, como tantas veces antes, sino un poema ajeno, copiado letra por letra, que hace pasar como propio. Y cuando es descubierto, agrede al denunciante con amenazas matonescas y groserías descalabradas: el poeta-genio, el poeta-médium, ya no tiene palabras propias, ahora las toma prestadas, las calca, las hurta; su verdadero lenguaje aflora en la amenaza posterior:
"Quisiera que ese profesor de la U de Lima (que escribe con seudonimo y me ha llamado plagiario) escriba un soneto como el mío. OYE CONCHA DE TU MADRE. YO SOY DE HORA ZERO Y EL DÍA QUE TE DESCUBRA TE VOY A SACAR SIMPLEMENTE LA MIERDA. Perdón hermanos del facebook. Pero ese tipejo es un miserable".
Notarán ustedes la frase crucial: "Yo soy de Hora Zero, y el día que te descubra te voy a sacar simplemente la mierda"... Es que hay una diferencia abismal entre el cantor de la tribu y el poeta maldito y otra mayor entre el poeta maldito y el poeta del lumpen desaforado, y esa distancia se paga en ridículo, se paga en autodestrucción.

Ayer, la frase "yo soy de Hora Zero" hubiera significado: soy un poeta en la vanguardia de la cultura peruana, estoy en el anverso de la última estética, mi palabra vale por su lucidez. Hoy, dicha por Jáuregui, significa: estoy en una banda de matones, no creo en nadie, cuídate de mi.

Los que estamos fuera del problema y tenemos la suerte de poder abstraer el deterioro de estos poetas en el tiempo, pasándolo por alto, podemos leer de vez en cuando un poema de Hora Zero escrito en aquellos años en que su existencia tuvo sentido, y entenderlo y disfrutarlo y valorarlo, y hacer abstracción total del triste espacio que sus autores han venido a ocupar, una vez pasado sobre ellos el caudal del río del tiempo, que los ha arrasado y los ha ahogado y les ha hinchado los cuerpos hasta convertirlos en cadáveres grotescos, en una horda zombie que repite, a quien la quiera escuchar, la historia placentera de la época en que tenía vida.

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4.2.11

Carta de Ampuero

Algo más sobre Tulio Mora y el berrinche mayor del sonido

Como ha sido aludido en más de una de las intervenciones de Tulio Mora, es justo que yo publique aquí esta carta abierta que el escritor Fernando Ampuero me ha enviado en referencia a los comentarios del primero y, en general, al altisonante escándalo generado por las opiniones de Mora sobre al antología consultada de poesía peruana.

Lo sé: esta carta llega después de que yo he hecho un silencioso llamado a la clemencia, los buenos modales y la compostura; y habrá quienes crean que el texto va más allá de esos linderos. Pero, teniendo en cuenta que Mora ha desoído el pedido y sigue enviando comentarios agresivos contra mí y varias otras personas, que una de ellas tenga este derecho a la respuesta parece más civilizado que bárbaro.

MORA EN SU HORA ZERO
Por Fernando Ampuero

Querido Gustavo:

No es buena idea enzarzarse en discusiones con cretinos y matones de la catadura de Tulio Mora. Aparte de ser una persona desagradable y un mal poeta (nadie en mis cuarenta años de vida literaria me ha citado jamás un verso suyo), Mora nos hace saber hoy que es también un individuo amargado e infeliz: basta ver cómo detesta a tantos de nuestros poetas y escritores. Él, en realidad, no quiere ganar las discusiones, sino simplemente aprovechar la ocasión de lidiar con alguien de tu categoría intelectual con el exclusivo fin de conseguir que los reflectores lo iluminen.

Sus esfuerzos, eso sí, son inútiles. La oscuridad pegajosa de Hora Zero no va a disolverse así nomás, como por ensalmo. Esta gente, los argolleros de Hora Zero, son seres oscuros, feos y sucios, y, para colmo, sumamente torpes, y lo prueba el hecho de que hayan utilizado como pretexto de sus diatribas la futura existencia de una antología, una más entre tantísimas.

¿Qué rayos les sucede?, me pregunto. ¿Por qué atacan tan enconadamente a unos profesores aplicados? Lanzar una antología de poemas tiene que ver sobre todo con el gusto, no con la ciencia. No hablamos de la NASA y el lanzamiento de cohetes a la Luna. Una antología consultada, con sus aciertos y sus errores, es una fotografía del momento. ¿O acaso piensan que en esas páginas se decide la gloria literaria? No, no lo creo.

Mora, que ya es un vejete (ridículo) a estas alturas, no debe ignorar que las únicas antologías válidas las hace el tiempo. Hay que darle tiempo al tiempo. (Lean el genial cuento Enoch Soames, de Max Beerbohm, en la Antología de la literatura fantástica, compilada por Borges, Bioy y Ocampo). ¿Por qué Tulio Mora desespera entonces? ¿Por qué se siente tan frustrado?

Por esa sola razón, que ya he mencionado: la pegajosa oscuridad. El grupo Hora Zero, lo vaticino, no será nada más que una anécdota (un par de párrafos, a lo sumo) en la historia literaria del Perú, y allí quedará en claro que quienes lo conformaban eran una gentuza que metía bulla para ganar publicidad, o que escribía versos de amor, al parecer, con el objeto de reclamar luego al Estado una pensión vitalicia (?).

Todas sus pataletas se olvidarán; todos sus panfletos incendiarios se apolillarán. Y si por un azar algo de ellos sobrevive, creo yo, será porque vivieron en una época, los años setenta, en la que también vivían buenos poetas como Watanabe, Verástegui y Sánchez León, dignos compañeros de ilustres vates de otras generaciones, como Eielson, Belli, Antonio Cisneros y BlancaVarela, entre otros grandes escritores peruanos del siglo XX, gente sensible y silenciosa, poetas de veras luminosos.

¿Qué es Hora Zero, a fin de cuentas? ¿Un grupo de revolucionarios? ¿Una secta anti-sistema? ¿Algún gobierno de las últimas décadas los ha tomado en cuenta? Nada de eso. Mora, hasta donde sé, trabaja en el área de publicidad de la Coca-Cola de Lima, lo cual no tiene nada de malo, pero no por ello tiene que endilgarnos sus berrinches.

Para terminar, quiero hacer una aclaración: Mora me ha señalado como “un enemigo feroz” de Hora Zero. No es así. Hasta el momento de escribir esta carta, poco o nada he opinado públicamente sobre ellos. Algún día, quizá, habré comentado algo a la ligera, sin importancia. De manera que, por favor, lee con atención lo que sigue: tú, Tulio, y Hora Zero me importan tres pepinos. Mi vida no está ligada a la tuya en nada.

Lo único que sí he dicho, aunque entre amigos, es que su libro Cementerio general me parecía un escandaloso plagio disfrazado de Spoon River Anthology, de Edgar Lee Masters. Después, naturalmente, me arrepentí de esa opinión. No he debido ofender a Edgar Lee Masters con esa comparación.

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3.2.11

Desintelligentsia, I

¿Hay una "institución literaria peruana"?

El campo hegemónico es un lugar de cruces, choques y enfrentamientos, donde las ideas dominantes soportan la constante filtración de nociones insurgentes, contestarias, contradictorias, reformistas o sedimentarias, siendo estas ideas sobrevivientes de una inclinación dominante previa o anuncios de una futura: lo hegemónico no es homogéneo, está en permanente transformación, aunque las tendencias dominantes en él se resistan al cambio.

En el caso específico del campo hegemónico literario, esas dinámicas de mutua o de múltiple filtración se manifiestan de diversas maneras: en las mutaciones del canon, sin duda, pero también en la dialéctica de las influencias, en la formación, la imposición y la disolución de grupos literarios, de corrientes estéticas, de ideales artísticos, de compromisos o nihilismos políticos, etc.

El campo hegemónico, en su sentido más abstracto, es una lucha de poderes simbólicos, librada en un plano ideológico, en el que quedan implicados, atrapados, los reflejos de las clases sociales y sus apetencias políticas y sus aspiraciones culturales, y donde se proyectan también las necesidades de mantenimiento o de intercambio o de sucesión del poder dominante y los estadios dominados, cada cual detrás de unas --más o menos racionalizadas, más o menos intuitivas-- elaboraciones estéticas y discursivas.

En un sentido bastante más concreto, la (muchas veces silenciosa, otras veces ruidosa) batalla perpetua del campo hegemónico se produce en la intersección entre los territorios de la intelligentsia oficial y los de la intelectualidad marginal, contestataria, que se siente periférica a él pero no puede de manera alguna serle ajena (una voz que estuviera enteramente fuera del campo hegemónico sería una voz muda, virtualmente inexistente: la verdadera marginalidad tiene una lucha primera, la lucha por entrar en el campo hegemónico).

Cuando se habla de la "institución literaria peruana" o de la "institucionalidad literaria peruana", se está uno refiriendo, necesariamente, a todos esos estamentos presentes en la lucha del campo hegemónico: tanto los que son percibidos como "oficiales", como los otros, los que son percibidos, o quieren ser percibidos, o se presentan a sí mismos como marginales, contestatarios o, incluso, insurgentes.

¿Quiénes forman esa institución, que yo suelo llamar, más simplemente, nuestra esfera literaria, y cómo se distribuyen en ella los espacios y los poderes asociados a esos espacios?

En una definición tradicional, y tradicionalmente acrítica, el centro de esa esfera lo ocupan quienes tienen alguna injerencia en la formación del canon: la crítica escolástica, la academia, las revistas especializadas y sus escritores (comentaristas, reseñadores, estudiosos, incluyendo a los intelectuales de otros campos que laboran en terrenos anexos: ciertos antropólgos, ciertos sociólogos, ciertos críticos de arte, etc.).

Evidentemente, el trabajo de estos no existe sin el de los actores más elementales y necesarios (pero no suficientes) de la tradición literaria: los autores --poetas, narradores, dramaturgos, ensayistas de cuño literario, los navegantes de la tradición, que la desandan y la redirigen con sus obras creativas, que se reúnen en grupos según sus afinidades, y con ello potencian, voluntariamente, su presencia y su aspiración de centralidad en la esfera literaria, o eligen permanecer solos, entregados individualmente a sus obras, aunque esto no los exima de compartir con otros unas ciertas creencias, unos ciertos principios, unos ciertos rasgos de ideología, de clase, de comprensión del fenómeno literario, etc.

En país con la desastrosa pobreza lectora del Perú, los índices de consumo de libros lindan con el más abismal de los vacíos y dibujan, con ello, la verdaderfa silueta de nuestra desigualdad social y nuestro secular abandono educativo. En ese escenario, claro, la esfera literaria es diminuta, está atrozmente fragmentada, y con ello vuelve invisibles, a causa del adicional centralismo de nuestra estructura social, a todos aquellos impulsos que no encuentren su origen o alcancen una tribuna en la capital, en las instituciones de la capital y en la prensa y el mercado editorial de la capital.

La fragmentación responde a dos mecánicas, entonces: el centralismo, que vuelve a Lima el prisma por donde todo tiene que pasar, y luego la incapacidad de ese centro para percibir lo que le es externo. El fenómeno se produce en todos los estamentos: las universidades limeñas ignoran a las provincianas del mismo modo en que los circuitos editoriales capitalinos no captan la producción del interior del país, tal como los medios de prensa y las publicaciones críticas evitan o son incapaces de establecer la conexión con las provincias, de un modo similar a como los grupos literarios de la ciudad principal desaperciben a los otros, y así infinitamente.

Eso no significa que no exista una cierta institución, un cierto establishment literario; significa que es miope cuando no ciego, que se muerde la cola, que ha colapsado como motor nacional y que necesita una forma nueva, más acorde con las nuevas dinámicas de la hibridación cultural peruana, la de los circuitos informales, las migraciones, el desarrollo paulatino y, muchas veces, perniciosamente demorado de las provincias, de esas provincias peruanas que tienen, todas sumadas, menos teatros y menos cines que distritos limeños como San Isidro y Miraflores.

Lo que esa institución literaria puede hacer es prestar atención al resto de la ecuación, a los demás elementos. No puede inventarlos cuando no los hay, pero puede notarlos cuando existen, aunque sea incipientemente, y también puede promoverlos, de la única manera en que una verdadera institución literaria puede promover las letras: educando, impulsando la lectura, moviendo a la creatividad, criticando, entablando diálogos. ¿Sería eso una nueva forma de centralismo? Más bien, sería propiciar una situación que resquebraje el centralismo, una sociedad en que cada quien tenga el derecho real a buscar su voz propia, recibiendo del resto de la esfera literaria lo único que ésta puede darle: presencia e impulso, fundamento formal: educación.

Hay un grave problema en un establishment literario que se demora décadas en reconocer que, entre sus figuras cruciales, hay autores como Óscar Colchado, Luis Nieto Degregori, Laura Riesco o Edgardo Rivera Martínez: la morosidad con que se les ha consagrado, a medias, sin demasiado énfasis, sin plenitud en la acogida, como escritores de importancia, nos habla del mantenimiento de una estructura centralista que es hoy acaso más lenta y hermética ante la presencia de autores provincianos de lo que lo fue a principios de siglo.

Dije antes que sólo una lectura tradicional nos permitiría suponer que el centro de la institucionalidad literaria en el Perú está en la academia y en la crítica escolástica y en las revistas especializadas. La verdad es que en el Perú hay apenas dos facultades de literatura que reúnen un cierto corpus de trabajo académico ponderable, con la obra crítica de un puñado de tercos profesores, los pocos que han decidido no salir del país o que han decidido regresar, y que habitan entre colegas de méritos menores o nulos, con los que cualquier intercambio intelectual ha de resultar abominable o simplemente triste.

E incluso los vehículos de salida de esos profesores hacia afuera del estamento universitario son tan limitados que su influencia es prácticamente nula: revistas como Lexis y San Marcos, por ejemplo, que coleccionan artículos de interés, son virtualmente inexistentes como impronta sobre el pensamiento literario en el país, son decididamente ignoradas en todo debate literario; si hubieran dejado de existir hace unos meses, poca gente se habría dado cuenta.

La crítica, fuera de ese coto cerrado, se mantiene gracias a una cantidad microscópica de revistas de calidad auspiciosa, como hueso húmero, cercadas por otras de calidad deleznable, como la caricaturesca Intermezzo Tropical. Alcanzan a un número relativamente mayor de lectores que las revistas académicas, pero esos lectores suelen vivir entre el desmayo y la inanición en cuanto a su capacidad de recibir críticamente lo que esos medios les ofrecen, para bien o para mal: ningún artículo publicado en ellas logra generar una discusión, salvo, claro está, las encuestas, que parecen ofrecer un bolo alimenticio suficientemente masticado, listo para la deglución y para el hipo consecuente: las encuestas se discuten, pero más o menos con el msmo tono con que se discute una nominación al Oscar o la elección de la última Miss Perú.

Suponer que la academia es el centro de nuestra institución literaria es, a estas alturas, absurdo. Eso implicaría suponer que es influyente, que realmente modela y deja una huella sobre las formas de lectura crítica en el país, que ordena o formaliza el canon, que decide el relieve de un autor. Es más, implicaría creer que en el medio literario peruano existe un modelo o una serie de modelos críticos dominantes, un haz de saberes teóricos preeminentes, que se generan o transmiten desde esa academia y que determinan algo, aunque fuera algo muy pequeño, muy moderado, fuera de ella. Eso es simplemente falso.

La crítica no académica, a su vez, es víctima de un enanismo galopante: tres o cuatro personas que escriben reseñas rutinariamente, lejos de todo brillo, ajenas a cualquier ánimo de innovación, de originalidad o de perspicacia, tramitando los libros que caen en sus escritorios con la misma creatividad con que un burócrata estampa sellos en un documento con la convicción de que nadie lo leerá o le prestará atención, salvo la persona que lo dejó en sus oficinas en primer lugar.

Los escritores que eligen ignorar esa pesadilla kafkiana la pasan más o menos; los otros viven increíblemente pendientes de lo que los burócratas tengan que escribir sobre ellos. Y cuando esa opinión les resulta favorable, los adoptan, los vuelven --con o sin su anuencia-- sus críticos de cabecera: los arrojan como soldaditos de plomo contra la sombra de los otros soldaditos, los críticos que no opinaron favorablemente, los que osaron lastimar su ego con una objeción, un pero, una duda.

En ese estado de cosas, la institución literaria peruana queda casi enteramente en manos de las editoriales, sobre todo, claro está, las editoriales basadas en Lima, y muy encima de cualquiera, las editoriales internacionales, que en el Perú se sienten, ante todo ese vacío, con la libertad suficiente para vender cualquier tipo de tontería como si fuera literatura. Si en otros países mantienen el pudor de ofertar unos libros como hits eminentemente comerciales y otros como literatura, casi siempre manejándolos en sellos o colecciones distintas, por amor, aunque sea, a las apariencias, en el Perú ya no creen que exista lugar para esa autocensura: hace unos años bastaba con ser un animador de talk shows y escribir libros para ser presentado como gran novelista; ahora es suficiente ser la novia adolescente de un animador de talk shows.

Lo que define a la institución literaria peruana, entonces, es la extrema fragmentación, que la vuelve una entidad amorfa, incoherente, ausente, inoperante, por completo invisible cuando se la compara con la relativa vivacidad de esas editoriales, que al menos tienen claro, dentro de una lógica lisiada e incompleta, cuál es su objetivo. Sólo en la mente de los alucinados la institución literaria peruana puede ser ese gran monstruo de mil manos y mil pies, que todo lo avasalla y todo lo decide, que todo lo deforma y lo manipula, que dicta desde la altura de su cráneo monstruoso qué cosa ingresa en su cuerpo y qué cosa no.

Esa institución, así, no es un enemigo feroz al que haya que torcerle el cuello; es, más bien, la sombra previa de un cuerpo al que habría que darle vida urgentemente. ¿Cómo? Haciéndole ver que debería buscar un objetivo, salir de su apatía mortal, trazarse una pequeña serie de finalidades alcanzables: el intercambio real entre los miembros de la academia en distintas universidades, la creación de foros de debate reales, tangibles y también foros virtuales, que aproximen a los académicos del interior y los de la capital, promoviendo congresos que sirvan para discutir no solamente un puñado de obras literarias particulares, sino el sentido y el significado y el valor de la academia misma en la esfera literaria, congresos que también incorporen el saber y el aporte de los centenares de académicos peruanos que no forman parte de la academia nacional mediante una filiación institucional, pero que son parte de nuestra esfera literaria porque el objeto central de su estudio sigue siendo nuestra tradición.

Y no hablo de esos suntuosos congresos de mesa larga, mantel de pana, banderas y casonas: hablo de sesiones de trabajo, discusiones verdaderas y contenciosas, debates que permitan descubrir si existe aún el resto de una dirección en nuestra academia o que permitan trazar una.

La eterna lucha de egos que se reaviva cada cierto tiempo bajo apariencias distintas (la polémica criollos vs. andinos, la bronca ocasionada por el proyecto antológico del que hemos hablado en días recientes), no es otra cosa que la molesta demostración de cuán informes y secundarios e incluso miserables pueden llegar a ser los sucedáneos del debate intelectual en una comunidad en la que el verdadero debate intelectual agoniza, muere y agoniza y vuelve a morir año tras año. ¿Eso es una realidad que debemos aceptar como inevitable, para siempre? Evidentemente no. Al menos, yo no lo acepto.

No me cabe duda de que la literatura peruana seguirá produciendo un número respetable de grandes escritores en el futuro cercano, de la manera en que ha venido haciéndolo, con altibajos esperables, durante el último siglo. Y nunca ha producido una cantidad tan notoria de críticos literarios sólidos, fundados y agudos como los que hay en este momento, en su mayoría esparcidos por todo el planeta. Esa nube de creadores y esa otra, la nube traslaticia y migratoria de los críticos, serán dos de los "centros excéntricos" (la frase es de Derrida) de nuestra institución literaria en el futuro cercano.

Ninguno de esos estamentos tiene que temerle a la academia peruana: por el contrario, deberían colaborar en su afianzamiento pero también en la construcción de su nueva iniciativa, de su nueva orientación, de su apertura hacia las provincias, hacia el mundo exterior y hacia el saber que se elabora en el extranjero, en la construcción de la única forma de apertura democrática que cabe en ese escenario: la difusión de la educación humanística, del debate literario: el objetivo debe ser convertir a la academia en un foro central para la discusión de algunas de esas cosas que la literatura ha hecho su asunto desde siempre: el conocimiento del otro, el entendiemiento común, por más belicosos que sean, eventualmente, sus medios.

El espacio que la literatura peruana debería reservarle al debate ha sido capturado por la más profunda y paralizante estupidez. Eso tiene que cambiar. O seguiremos leyendo tonterías como las recientes, hasta el final de nuestros días.

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Los roches mayores del sonido

Lo último sobre Tulio Mora, el Homero peruano

En los últimos días, el cerebro horazeriano Tulio Mora ha perfeccionado su aparato crítico hasta producir las más agudas y penetrantes observaciones que puedan hallarse en la suma total de su obra ensayística.

Dichos hallazgos teóricos coquetean sutilmente, a veces, con los queer studies ("lloras como marica", apunta, caminando sobre el filo de la navaja de Occam, sin rastros del temor burgués que otros le tenemos a la enfermedad social de la homofobia; y lo dice, por cierto, en alusión a este seguro servidor).

Otras veces rescata del ignominioso olvido, con afilados estilemas, los postulados teórico-críticos de estudiosos fundamentales de las humanidades peruanas, y recomienda la revisión minuciosa de sus propias fuentes ("entra al blog de Víctor Coral y cállate para siempre", aconseja, perentorio y final).

Aun en otras ocasiones, asimilando y redefiniendo a Bordieu y elevándolo a planos insólitos, destruye y reconstruye la sociología académica para descubrir la oscura verdad de la institución literaria norteamericana (así, nos revela que los investigadores universitarios en Estados Unidos viven "con la lengua en el culo para no opinar sobre la guerra en Irak e Afghanistán").

(Nota innecesaria: opinión sobre Irak e Afghanistán: Estados Unidos invadió el primer país arbitrariamente y lo abandonó en el caos, asesinando a millares de inocentes en el camino; la segunda guerra debería haber concluido ya, y así hubiera sido sin la distracción oportunista de la primera. ¡Oh Dios! ¡Qué he dicho! ¿Adónde iré ahora a mendigar un empleo?).

Y, por fin, respondiendo a mi repetida pregunta, el cerebro horazeriano Tulio Mora se decide a publicar "íntegra la trayectoria de cada uno de los consultados" en la encuesta conducida por Güich, López Degregori, Susti y Chueca. Finalmente: ahora sabremos los trasfondos de la sesuda investigación que le permite a Mora decir quiénes son consultores válidos sobre poesía peruana y quiénes están descalificados para hacerlo.

Aquí algunas de sus concienzudas evaluaciones; aquí la manera en que Mora radiografía las calificaciones intelectuales y la obra de las personas a quienes considera incapaces de expresar una opinión sobre poesía peruana más o menos reciente:

"Javier Ágreda: descalificado por sus constantes comentarios estúpidos en La República, que Lauer evalúa previamente".

"Fernando Ampuero: nunca supo nada de literatura y es feroz enemigo de Hora Zero".

"César Ángeles L.: integrante de la mafia de Boston".

"Miguel Bances: .... sólo ha hecho crítica narrativa".

"Mónica Bernabé (argentina, ha escrito un libro sobre el dandysmo en Valdelomar y Mariátegui, pero no sabe de poesía reciente)".

"Miguel Cabrera (vive en España y hace 40 años está desconectado del Perú)".

"Antonio Cisneros (el canciller de la poesía, al que Oviedo le puso 11 poemas frente a los 33 de Vallejo, es archienemigo de HZ)".
"José Córdova (arequipeño, editor de un sujeto innombrable).

"Eduardo Chirinos (uno de los jefes de la mafia de Boston)".
"Paolo de Lima (mayordomo de la mafia de Boston)".

"Peter Elmore (ha insultado a toda la poesía peruana al decir que pedigüeña del Estado)".

"Jorge Eslava (jefe de ediciones de la U de Lima)".

"Gustavo Faverón (autodescalificado por ignorante, figureti y copión)".

"Luis Eduardo García (trujillano, tercer puesto en Copé, pero no hace crítica)".

"Carlos García Miranda (ignorante profesor de San Marcos, incondicional de MA Huamán).

"Lorenzo Helguero (enemigo de HZ)".

"Reinhard Huamán (vive en España)".

"Miguel Ildefonso (tiene una tesis sobre Eduardo Chirinos y es colaborador solapa de la mafia de Boston)".

"Ignacio Infantas (cusqueño, sacó hace 10 años un librito de poesía, que se sepa nunca ha hecho crítica)".

"Alexis Iparraguirre (narrador, tenía un blog con comentarios banales)".

"Marco Martos (archienemigo de HZ)".

"Maurizio Medo (el de la "cholita y tropical")".

"Víctor Manuel Mendiola (México, miembro de la mafia de Boston)".

"Raúl Mendizábal (conformó el grupo Tres Tristes Tigres, junto con los dos cabecillas de la mafia de Boston, Chirinos y Mazzotti, de oficio carpintero, publicó solo un librito)".

"Marcos Mondoñedo (profesor de San Marcos, tiene una tesis sobre Rodolfo Hinostroza y algo sobre Vallejo, su especiaidad es interpretación de textos, no la crítica de poesía)".

"Abelardo Oquendo (enemigo de HZ)".

"José Miguel Oviedo (él mismo declaró que no conocía la poesía peruana desde los 80 y es autor de una oligárquica antología de poesía peruana, Visor 2009).

"Hildebrando Pérez (solapa enemigo de HZ)".

"Sandra Pinasco (correctora de la excelente editorial de Arturo Higa, profesora de lenguaje en la Ruiz de Montoya, pero no practica la crítica literaria)".

"Enrique Planas (narrador, periodista cultural, jamás ha hecho crítica de poesía)".

"Rubén Quiroz (el hijito chuqui de Goebbels)".

"Edgardo Rivera Martínez (excelente narrador, sobre todo de cuentos, y paisano mío, pero conoce poco de la poesía peruana más reciente)".

"Martín Rodríguez-Gaona (otro denostador de HZ)".

"Fred Rohner (escribió algo de poesía y es experto en música criolla)".

"Patrick Rosas (vive en París hace 40 años, es autor de dos libros de poesía y de varios de cuentos, nunca ha hecho crítica literaria)".

"Alonso Ruiz Rosas (conocido como el chauchiller porque es hijo del canciller Cisneros)".

"Romy Sordómez (joven poeta interesante, pero no ejerce la crítica)".

"Juan José Soto (conocido como “Augusto Ferrando”, es promotor cultural y autor de un libro, “Airado verbo”, nunca ha ejercido la crítica)".

"Iván Thays (narrador de medianías, no sabe de poesía)".

"Marcel Velásquez (se autodescalificó solo al decir que no lee poesía peruana)".

"Elio Vélez (ganó un concurso en la Católica por el libro jurado integrado por Silva Santisteban y sus padres putativos Marco Martos e Hildebrando Pérez").

"Carlos Villacorta (poeta inmanente, miembro de la mafia de Boston)".

"Gabriela Wiener (periodista y narradora que vive en España hace más de una década, no conoce de poesía)".

"Carlos Yushimito (buen narrador pero de poesía sabe muy poco, editaba una revista en internet)".

"Raúl Zurita (buen poeta chileno y amiguísimo de los integrantes de la mafia de Boston)".

Bien. Creo que todo el asunto queda transparente ahora: el sesudo Mora objeta la presencia de 44 personas en la nómina de los consultados. De ellos, 7 son descalificados por ser "enemigos de Hora Zero" (incluyendo a algunos que son subcalificados como "enemigos solapas"). Otros 8 son descalificados por formar parte de lo que Mora llama --originalísimo él-- "la mafia de Boston".

6 son descartados por ser amigos, discípulos, compañeros de trabajo o editores de otros que caen en el rubro "enemigo de Hora Zero" o "miembro de la mafia de Boston", o incluso por haber recibido algún premio de un jurado del cual alguno de éstos últimos formara parte.

4 más son dados de baja porque viven desde hace años fuera del Perú. 10 poetas son descartados porque, o bien no ejercen la crítica literaria (como si el ser poetas no implicara una suficiente familiaridad con la poesía), o bien se llaman Antonio Cisneros, o bien tienen alguna afinidad con alguien llamado Antonio Cisneros.

Todos esos suman 35 de los 44 descalificados y --me parece-- queda claro que los 35 son anatemizados por motivos enteramente ridículos. En la inmensa mayoría de esos casos, esos motivos son además sectarios: los descalifico porque son mis enemigos o porque son amigos de José Antonio Mazzotti, los descalifico porque son amigos de Antonio Cisneros, los descalifico porque han hablado mal de mí o me han dado la contra en algo. ¡Oh, Peter Elmore nos ha llamado "pedigüeños"! ¡Desde hoy ha perdido su derecho a opinar!

De los otros 9, 8 son descartados con excusas mezquinas: me han dicho que lee más poesía extranjera; es narrador; es crítico literario pero se especializa en narrativa; ha escrito libros enteros sobre poesía peruana pero no son sobre poesía de las últimas décadas. El noveno soy yo, desacreditado por ignorante: acepto el veredicto: ¿de qué otra forma podría haberme pasado la última semana discutiendo con Tulio Mora, el Homero peruano?

En fin. Todo claro, todo entendido, todo evidente. Mora y Pimentel estaban sufriendo del mismo virus que ataca a los niños en las pichangas de barrio, cuando ven que los del otro equipo se aproximan, y resultan más grandotes, o más numerosos, o los miran mal, y entonces los niños deciden que ha llegado el momento de llevarse la pelota y salir corriendo, no sin antes lanzar un par de gestos medio obscenos a la inexistente tribuna.

Sólo me falta una cosa: comentar cuál creo yo que es el verdadero error en la selección de la muestra de consultados para la antología, y eso lo voy a hacer en el siguiente post, ya sin el cadáver de Mora obstaculizando el panorama. Hasta más tarde.

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1.2.11

Mora Zero

Última pregunta (o: la misma pregunta, por última vez)

Mi último intercambio de posts, cartas y comentarios con el poeta horazeriano Tulio Mora me ha dejado convencido de cuáles son los límites finales de su supuesto desenfado y su supuesto no tener pelos en la lengua y su supuesto no temerle a nada a la hora de decir las cosas con claridad.

El límite aparece cuando se le pide que coloque un número sustancial (y, en este caso, sustantivo) de nombres propios en sus frases, en sus acusaciones a mansalva y en sus descontrolados arrebatos contra esos fantasmas de su invención a los que quiere hacernos creer que se enfrenta.

"Muchos están descalificados para opinar" y "muchos otros son gente muy respetable", dice. Y eso es lo más cerca que Mora puede llegar a la transparencia que se esperaría de cualquiera que interponga una acusación como la suya. No es transparencia, obviamente. Tampoco es opacidad, sin embargo. Más bien, parece pura mala fe, porque es el tipo de frase que deja a unos y a otros, a todos, cubiertos por la sombra de su inquina, pero no deja a nadie la oportunidad de rebatirlo.

Mora, resumiendo, ha acusado a los futuros autores de la "antología consultada" de poesía peruana 1968-2008, de haber querido usar una encuestra entre escitores, críticos de prensa y académicos para, manipulando la muestra de los consultados, obtener una especie de canon contemporáneo que, entre otras cosas, los incluya a ellos mismos (a dos de ellos) y margine a otros.

Para eso --sigue la acusación de Mora-- los futuros antologadores han reunido a un grupo en el cual, entre "gente muy respetable", han deslizado a "decenas" de otras personas que no están calificadas para opinar.

Pues bien: resulta que tanto aquellos que a Mora le parecen respetables como los otros, los que le parecen ignorantes y desacreditados, son gente de carne y hueso, profesionales de la literatura cuyo prestigio, cuya historia personal, cuyo trabajo a lo largo de los años no se puede poner en cuestión sin un solo argumento y, peor aun, sin dejar en claro de quiénes se está hablando.

Cuando le pido a Mora que diga quién es quién, a su juicio, es decir, quiénes son los válidos y quienes son los desacreditados, responde con ingenuidades de palomilla adolescente, cosas del tipo "usted es uno", o "ya mencioné a un par", pero sigue con la práctica de ocultar y callar.

Por supuesto, si todo se redujera, finalmente, al par de nombres que él se atreve a mencionar, en medio de una muestra original de más de un centenar de encuestados y casi un centenar de respuestas ofrecidas, la acusación de Mora regresaría al basurero de la que surgió.

Pero eso sería demasiado idiota. Nos permitiría decir sin sombra de duda que lo que Mora y Pimentel plantearon como un cuestionamiento grave no es otra cosa que una pataleta infundada. Por eso, vale la pena repetir la pregunta una vez más: ¿quiénes son las "decenas" de críticos y poetas y reseñadores y profesores universitarios que, según Mora, no tienen autoridad alguna para opinar sobre poesía peruana contemporánea? ¿Cómo se llaman y cuán significativa es su presencia, hasta el punto de invalidar todo el proyecto? Y, obviamente, ¿por qué no tienen autoridad para dar sus opiniones en una muestra de este tipo?

Para que Mora tenga mayores facilidades en la respuesta, le recuerdo la lista completa de los que fueron consultados por Güich, Susti, Chueca y López Degregori:

Javier Ágreda / Gastón Agurto / Fernando Ampuero / César Ángeles L. / Joel Anicama / Ricardo Ayllón / Miguel Bances / Violeta Barrientos / Carlos Germán Belli / Mónica Bernabé (Argentina) / Andrea Cabel / Jesús Cabel / Miguel Cabrera / Martha Canfield (Uruguay-Italia) / Ernesto Carrión (Ecuador) / Luis Alberto Castillo / Antonio Cisneros / Alfonso Cisneros Cox / Rocío Cerón (México) / José Córdova / Roxana Crisólogo / Eduardo Chirinos / Paolo de Lima / Juan Carlos de la Fuente / Rosella Di Paolo / Mariela Dreyfus / Peter Elmore / Jorge Eslava / Gabriel Espinoza / Carlos Estela / Ana María Falconí / Gustavo Faverón / Carolina Fernández / Camilo Fernández Cozman / Rocío Ferreira / Javier Gálvez / Luis Eduardo García / Carlos García Miranda / Javier Garvich / Ana María Gazzolo / Ericka Ghersi / Willy Gómez / Odi Gonzales / Ricardo González Vigil / Gustavo Guerrero (Venezuela) / Victoria Guerrero / Paul Guillén / Lorenzo Helguero / Héctor Hernández Montecinos (Chile) / Miguel Ángel Huamán / Reinhard Huamán / Miguel Ildefonso / Ignacio Infantas / Alexis Iparraguirre / Reynaldo Jiménez / Úrsula León / Óscar Limache / Santiago López Maguiña / Ernesto Lumbreras (México) / Óscar Málaga / Miguel Ángel Malpartida / Marco Martos / Maurizio Medo / Víctor Manuel Mendiola (México) / Bruno Mendizábal / Raúl Mendizábal / Marcos Mondoñedo / José Morales Saravia / Mario Montalbetti / Jorge Nájar / Guillermo Niño de Guzmán / Carmen Ollé / Diego Otero, / Abelardo Oquendo / Julio Ortega / José Miguel Oviedo / José Ignacio Padilla / Hildebrando Pérez / Sandra Pinasco / Enrique Planas / Bruno Polack / Giovanna Pollarolo / Rubén Quiroz / Alonso Rabí / Susana Reisz / Edgardo Rivera Martínez / Martín Rodríguez-Gaona / Rodríguez Jaime Zavaleta / Fred Rohner / Patrick Rosas / Víctor Ruiz / Alonso Ruiz Rosas / Isabel Sabogal / Claudia Salazar / Ina Salazar / Enrique Sánchez Hernani / Abelardo Sánchez León / Renato Sandoval / Roger Santiváñez / Romy Sordómez / Juan José Soto / Carlos Sotomayor / Modesta Suárez (España) / Iván Thays / Carlos Torres Rotondo / Mito Tumi, / Jaime Urco / Helena Usandizaga (España) / Alberto Valdivia / Selenco Vega / Stanley Vega / Dennise Vega Farfán / Marcel Velásquez / Elio Vélez / Carlos Villacorta / Gabriela Wiener / Jorge Wiesse / Rodolfo Ybarra / José Carlos Yrigoyen / Carlos Yushimito / Miguel Ángel Zapata / Luis Zúñiga / Raúl Zurita (Chile).

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