Entre todos los argumentos que intentan demostrar que la elección de Keiko Fujimori sería más auspiciosa para la economía peruana que la elección de Ollanta Humala, el que más se repite es el de la estabilidad. Que la elección de Humala sería desequilibrante, provocaría la huida de los inversionistas extranjeros y la expatriación de capital de los empresarios locales; que la elección de Keiko Fujimori sería leída afuera como el regreso de un régimen que ya una vez resultó atractivo a los inversionistas foráneos.
Cuando se intenta acompañar esa reflexión con otra acerca del tipo de régimen que cada cual implantaría, el argumento se vuelve menos convincente: Humala sería dañino por el peligro dictatorial, porque la índole del régimen estaría sometida a los caprichos de un autócrata, porque al capital privado le repugnan los autoritarismos, porque los inversionistas quieren llevar su dinero a escenarios en los que la institucionalidad democrática sea lo suficientemente sólida como para espantar el fantasma de los súbitos golpes de timón.
Ese intento de dotar de un cariz democrático al cálculo sobre la inversión extranjera le hace pocos favores al fujimorismo, que fue, en efecto, una dictadura autocrática, que destruyó la institucionalidad de la democracia y pateó el tablero de todas las leyes peruanas, empezando por la fundamental, la Constitución, y terminando por las más universales, las referidas a los derechos del individuo.
Diversos empresarios peruanos (por ejemplo, aquellos que fueron subrepticiamente despojados de su participación en medios de comunicación, o que fueron perseguidos por la dupla Fujimori-Montesinos y un Poder Judicial comprado, con el objetivo de quitarles el control de esos medios) podrán dar testimonio de lo estúpido que resulta imaginar al fujimorismo como garante del derecho de empresa en el Perú.
Lo mismo podrán decir otros muchos empresarios, aquellos cuyos negocios se desmoronaron ante la ilegítima competencia de empresas favorecidas por leyes con nombre propio, por licitaciones oscuras, por preferencias conseguidas bajo la mesa (o sobre la mesa de la oficina de Montesinos), empresas que, obviamente, eran propiedad de algún fujimorista o habían comprado los favores de alguno.
Otros podrán decir, olvidándose del intento de maquillaje democrático de su reclamo, y para desactivar la validez de una crítica como la que acabo de expresar, que el capital no tiene moral: que el dinero sabe encontrar su camino desde cualquier parte hacia cualquier parte y que la dinámica del capitalismo, a lo largo de su historia, difícilmente ha llevado a los grandes inversionistas a descartar los países sometidos a un régimen autoritario como destino para sus inversiones.
No es el autoritarismo posible de Ollanta Humala (ni el del fujimorismo) el factor clave, entonces, dirán, sino el espíritu anti-capitalista de Humala, su nacionalismo, su intención de nacionalizar parcialmente ciertos sectores de la economía peruana, lo que resulta problemático. Eso, obviamente, es cierto, tan cierto como que la torpeza del fujimorismo en los últimos años de la dictadura hizo que la inversión extranjera disminuyera drásticamente (ya no quedaba casi nada que privatizar y las licitaciones eran cada vez más sucias) y que la desastroza política de abusos dentro del país llevó a una protesta popular masiva que, oh curiosidad, se tradujo en inestabilidad política y, por lo tanto, en retiro de las inversiones.
Pero lo fundamental no es esto sino esto otro: no es un hallazgo feliz que tanta gente esté dispuesta a aceptar que un modelo sin principio moral deba ser el que nos rija enteramente, y que, para propiciar el éxito de ese modelo, debamos nosotros mismos, cada uno de nosotros, olvidar a nuestra vez todo interés por defender nuestros propios principios.
Porque una cosa es decir que el capitalismo y el mercado carecen de imperativos morales (lo que no es sino despersonalizar la idea, mucho más triste y concreta, de que los inversionistas no responden a otra moral que la del beneficio financiero), y otra muy distinta es proponer que un país deba olvidarse de sus principios para conformarse a la amoralidad o la inmoralidad del mercado, el capital y el oportunismo de los inversionistas extranjeros.
Es ridícula y paradójica la posición de quienes, llamándose liberales, auspician el regreso de una dictadura que imponga por la fuerza una falsa libertad de mercado a la vez que atropelle cualquier otra libertad. Es ridícula y paradojica la posición de quienes han pasado una década, según dicen, dedicados a la construcción de la "marca Perú" en el mercado mundial, y ahora quieren asumir como logotipo de la marca el rostro de un dictador.
No hay nada más estable que una dictadura, pero tampoco hay nada más opuesto al ideal básico liberal. Por supuesto, me dirán, es preferible defender un sistema económico aparentemente funcional que defender el nombre del liberalismo o sus lemas. Ok, de acuerdo, pero entonces digan claramente que lo quieren es estabilidad macroeconómica a toda costa y que están dispuestos a oponer, a la posibilidad de un autoritarismo de izquierda, la certeza de una dictadura de derecha. Entonces, por lo menos, podremos comenzar a criticar su verdad sin tener que detenernos a hurgar entre sus disfraces.
(Nota: un lector me ha hecho llegar por correo electrónico un mensaje relacionado con todo esto, y que me llevó a escribir este post. Lo reproduzco entre los comentarios).
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