24.5.09

Sobre el realismo

Mi conversación con Peter Elmore en Hueso Húmero
En octubre del año pasado publiqué en Puente Aéreo un post titulado Cosas que deben morir, en el que mencionaba diez verdades comúnmente aceptadas acerca de la literatura peruana contemporánea y señalaba que en torno a esos asuntos debía producirse una mayor discusión.
Días después, Peter Elmore me envió un email en el que me proponía, justamente, que ambos debatiéramos el punto 8 de ese post (sobre mi idea de que sería críticamente productivo dejar de tomar al realismo como la necesaria columna vertebral de la tradición narrativa peruana).

Intercambiamos correos a lo largo de algunas semanas, y todos ellos acaban de ser reunidos y recogidos en el número 53 de la revista Hueso Húmero, que dirigen Mirko Lauer y Abelardo Oquendo.

Apenas aparezca la edición digital de la revista (la impresa está en circulación desde la semana pasada), colocaré aquí el enlace respectivo. Por ahora, les dejo a continuación el texto de todos los correos, empezando por el primero que me envió Peter.

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Sobre el realismo como matriz de la narrativa peruana
Peter Elmore – Gustavo Faverón Patriau
Querido Gustavo:
Hace poco, en uno de los posts de Puente Aéreo, escribiste sobre algunos hábitos, lugares comunes, creencias, prejuicios y prácticas que, según entiendes, aquejan y deforman la visión que se suele tener sobre la literatura peruana. En la lista de tus deseos estaba el siguiente:
“Reconsiderar la idea de que el realismo es la matriz nuclear de nuestra tradición narrativa. Incluso si suponemos que dentro de esa modalidad se han producido muchos de los picos de la literatura peruana, y sin duda una cantidad significativa de obras de importancia relativa, el simple ejercicio metódico de dar un paso al costado y buscar, en vez de la consolidación de esta idea, las posibilidades de subvertirla, puede arrojar un resultado valioso y un rediseño de nuestras ideas centrales sobre la tradición local”.
Pasabas luego a dar una lista de escritores cuyas obras, piensas, prueban que no son marginales quienes han escrito “fuera del territorio realista”. Nombrabas, entre otros, a Ventura García Calderón, Abraham Valdelomar, Clemente Palma, Martín Adán, Diez Canseco, Eielson, José María Arguedas y Scorza. Añadías luego a varios escritores vivos y en actividad —Colchado, Rosas Paravicino, Alarcón y Castañeda, por ejemplo, aunque curiosamente no incluyes a Edgardo Rivera Martínez—, con el propósito de reforzar tu argumento, que aparece como invitación y sugerencia:
“Entonces, ante el hecho mismo de su abundancia, ¿no cabría recartografiar el mapa de nuestra narrativa, considerando que las aparentes desviaciones y las salidas del código realista no son eso, no son excepciones, sino una serie de constantes vertebradas con tanta solidez como la tradición realista?”

Paradójicamente, el ejercicio de “dar un paso al costado” puede llevarlo a uno muy lejos. A ti, por ejemplo, te lleva a sugerir que habría “una serie de constantes vertebradas con tanta solidez como la tradición realista”. Antes de discutir, valdría la pena repasar la nómina que ofreces, porque algunas inclusiones me parecen dudosas o, por lo menos, discutibles. Luego creo que habría que ponerse
de acuerdo sobre lo que se quiere decir cuando se afirma que el realismo es la viga maestra de la narrativa peruana moderna.
Comenzaré por los difuntos convocados a tu lista. Me llama la atención que pongas, uno tras otro, a García Calderón, Arguedas, Adán, Diez Canseco, Valdelomar y Scorza. Francamente, no me basta la mención de sus nombres como prueba de lo que propones. “La venganza del cóndor”, con sus pasajes macabros y su extraña aclimatación del gótico a los paisajes andinos, es un libro que explora —algunos dirían, creo que con exageración, “que explota”— el abismo entre el país criollo y la población andina. Si algo vincula a los cuentos más interesantes de ese libro es la conciencia —la mala conciencia— del blanco que sabe que sus privilegios generan un resentimiento que puede sentirse elemental y bárbaro, pero que es comprensible y hasta legítimo. A Arguedas no le gustaba, como sabemos, la obra de García Calderón; sin embargo, desde otro lado —es decir, con otra visión y otra experiencia del mundo— también Arguedas explora los desgarramientos de la sociedad y los efectos que esos desgarramientos tienen en la subjetividad y la ubicación de los personajes. No todo, claro, se explica en esa colisión y encuentro entre la costa y los Andes. El sitio de la provincia costeña en la imaginación peruana le debe mucho a Valdelomar, así como una cierta imagen de la vida urbana —popular o de clase alta— anima la ficción de José Diez Canseco. Yo creo que nadie ha propuesto con mas brillo una visión de lo moderno y del sitio del artista en el Perú como Martín Adán en La casa de cartón; por supuesto, seria una tontería leer La casa de cartón como si fuera Duque, pero el libro es también un comentario irónico e imaginativo sobre un balneario, Barranco, que a fines de la década del 20 era uno de los escenarios de la euforia especulativa y modernizadora del Oncenio leguiísta; Adán, distanciándose, lo representa como una fantasmagoría pintoresca y aldeana, recompuesta y rearmada caleidoscópicamente.
Por su parte, Scorza frecuentó el realismo mágico y, quizás, lo mas curioso de su obra sea que injertó la exuberancia tropical de Macondo en —de todos los lugares posibles— Cerro de Pasco. Aun así, es evidente que el eje dramático de Redoble por Rancas, por ejemplo, es la lucha campesina contra los abusos de la Cerro de Pasco Copper Corporation: la novela se presenta como obra de invención, pero también como documento y denuncia. De hecho, tengo la impresión de que algo parecido se puede decir de las obras de Colchado y Rosas Paravicino; no sé si tiene mucho sentido hablar de “neoindigenismo”, pero más allá del rótulo me parece que no es Arguedas, sino más bien Scorza, quien dejó mas huella en los escritores andinos del periodo post-velasquista. En cualquier caso, lo sobrenatural y mágico no aparece en esas obras para hacer que zozobre la razón occidental y moderna, sino con la intención de ilustrar —vicariamente o no— la riqueza y el valor de las culturas subalternas.
¿Qué constantes unen a estos escritores? Lo que salta a la vista (y a la lectura) es la variedad que los distingue, a menos que uno le dé la vuelta a la idea de que forman una liga local de disidentes del realismo y, más bien, resalte que, por vías distintas, todos ponen a prueba los lugares comunes sobre la convivencia de clases, géneros, razas y culturas en el Perú republicano. En las ficciones de esos escritores (sin negar, por supuesto, las diferencias enormes de sensibilidad, concepción artística y estilo que los separan) el país no solo provee escenarios, sino que aparece —tácita o abiertamente— como problema y como posibilidad. No quiero decir, por si acaso, que esa dimensión sea la única ni, en todos los casos, la central. Me limito a decir que si uno la sustrae, termina por empobrecer y recortar la lectura.

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Querido Peter:
Tengo la impresión de que, cuando hablamos de “realismo” podemos estar refiriéndonos a cosas distintas. Cotidianamente, asumimos el realismo como la intencionalidad de representar el mundo a través de la obra de arte o de la obra literaria, hurgando en la trama histórica, social, cultural, acaso política, que subyace a las relaciones cotidianas dentro de una cierta comunidad, el mundo representado. En un sentido más estricto, claro, una definición de ese tipo resulta imprecisa por laxa y por excesivamente inclusiva: no queremos asumir que es realista toda novela que intenta lidiar con una estructura social o cultural, sino que lo es la novela que quiere representar ese objeto de una manera determinada. Tampoco queremos suponer que solo desde la clave realista se puede hablar sobre esa trama social, porque la falsedad de esa premisa es cristalina a lo largo de la historia. Asumir como realista toda narración que, como las de García Calderón —y siguiendo tus palabras—, haya sido “una aclimatación del gótico a los paisajes andinos”, o tomar como tal la “fantasmagoría pintoresca” de Martín Adán en La casa de cartón, o colocar en esa misma clase al realismo mágico que —como observas— frecuentó Scorza, resulta, pienso, en un relajamiento de cualquier noción productiva de realismo, un relajamiento que, en efecto, permitiría asumir a la sensibilidad gótica, a la mirada fantasmagórica e incluso al realismo mágico como simples avatares del realismo, y no como estéticas y modos de representación fundamentalmente distintos.
Dices, con razón, que, para continuar nuestra conversación de manera constructiva, primero “habría que ponerse de acuerdo sobre lo que se quiere decir cuando se afirma que el realismo es la viga maestra de la narrativa peruana moderna”. Pienso lo mismo. Creo que, a partir de tus palabras, no será injusto concluir que tú estás adjudicando la naturaleza de realista a toda narración que, como dices de la obra de Arguedas, “explora los desgarramientos de la sociedad y los efectos que esos desgarramientos tienen en la subjetividad y la ubicación de los personajes”. Tampoco sería aventurado (y si lo es ya me lo dirás) concluir que descubres en las obras que llamas realistas una intención de intervención en el debate histórico sobre la construcción de la nación y las iniquidades y perturbaciones a las que ese proceso da lugar. Cuando señalas el objetivo de “documento y denuncia” de la obra de Scorza, por ejemplo, pareces sugerir esto último. Concordaremos en que la intervención en el debate histórico y la necesidad de documentar y denunciar, o, al menos, observar y señalar, acaso diagnosticar, es uno de los valores cuasi omnipresentes de todo realismo. Me parece, sin embargo, que ese tipo de definición vuelve a caer en el riesgo de considerar más la intencionalidad de la obra que su forma, su estética y su modo de concebir la realidad. Yo prefiero constreñir mi idea de realismo a su entendimiento como un modo representacional. No quiero con esto dejar de lado el asunto de la necesidad de exploración histórica y social como uno de los factores para comprender qué cosa es realismo, ni pretendo producir una noción meramente formalista, ni mucho menos sólo estilística, del realismo. Lo que quiero hacer notar es que cuando un autor se aleja de las formas del realismo para introducirse, como García Calderón, en esa extraña fusión de gótico y naturalismo, o, como Scorza, en un realismo mágico de estirpe andina (veraz o no, esa es otra discusión), o, como Martín Adán, en esa forma expansiva de vanguardia que anima a La casa de cartón, no lo hace por una simple elección estilística, ni por el prurito de una búsqueda meramente formal, sino porque descubre que ese otro es el único modo de representación capaz de permitirle construir o reconstruir el mundo que animará (o se animará en) su obra.
Que señales a Scorza como un autor con mayor influencia que Arguedas sobre la narrativa andina de las últimas tres décadas abre, sin duda, una línea muy interesante de conversación, a la que podremos regresar más adelante. Por ahora me parece buena idea hacer notar que una constatación como esa le podría dar una solidez nueva a lo que dije antes: el código realista puede, en efecto, no ser la columna vertebral de nuestra tradición: quizá ha habido más de un cambio de eje, acaso el realismo mágico de Scorza sea una de esas columnas, al menos para un vector de nuestras tradiciones. Dices sobre la obra de Scorza y los escritores andinos que, según propones, de cierto modo caminan sobre su huella:
“Lo sobrenatural y mágico no aparece en esas obras para hacer que zozobre la razón occidental y moderna, sino con la intención de ilustrar —vicariamente o no— la riqueza y el valor de las culturas subalternas”.
Mi punto es que no es necesario, para verificar mi propuesta, que esas obras cuestionen “la razón occidental y moderna”. Es bastante con que hagan lo más visible: cuestionan el modo de representación realista, quizá desechándolo en beneficio de otro que —trampas en que cae el subalterno, o el subalternista— también provienen de esa misma razón, pero que abren una exploración hacia otros rumbos. En otras palabras, incluso si no hay un cuestionamiento de “la razón occidental y moderna”, en esos autores, sí hay una duda fundamental: una sospecha sobre la mentirosa transparencia del signo realista, un afán de distanciar la realidad de la forma en que la realidad es dicha. Allí donde el realista —para decirlo en términos gruesos— tiende a borrar el hiato entre el mundo y su representación, y conduce al lector a la creencia de que la representación y el mundo son idénticos —el realismo elide el estatus del signo como signo, decía Barthes—, autores como Scorza y, creo yo, básicamente, los que mencioné en mi post original, no sólo aceptan convivir con la duda de esa identidad, sino que prefieren señalarla, llamando la atención sobre la artificialidad de sus discursos.
Pero quizá valga la pena dar otro paso al costado (seamos simétricos), y ver si, antes de seguir por este camino, podemos descubrir, como pedías, cuál es el espacio común en nuestras maneras de entender qué cosa es el realismo, al menos en el sentido en que se suele usar el término para describir nuestra tradición narrativa.

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Querido Gustavo:
Me parece que una de las peculiaridades de la narrativa peruana moderna (frente a, por ejemplo, la del Río de la Plata) es que ha primado en ella, por el lado de los autores y de los lectores, una expectativa que es casi una exigencia: la de que las ficciones se pronuncien sobre la sociedad peruana y sobre lo que significa vivir en ella. Tú haces notar que considero realistas a las obras que, como digo de los relatos de Arguedas, “exploran los desgarramientos de la sociedad y los efectos que esos desgarramientos tienen en la subjetividad y la ubicación de los personajes”. Luego añades:
“Tampoco sería aventurado ( y si lo es ya me lo dirás) concluir que descubres en las obras que llamas realistas una intención de intervención en el debate histórico sobre la construcción de la nación y las iniquidades y las perturbaciones a las que ese proceso da lugar”.
No, no es aventurado inferir eso, pero vale la pena precisar algo: lo que entendemos por literatura peruana no es una suma de libros de poesía y ficción y, de hecho, tampoco es solamente la resta crítica en la cual quedan los textos canónicos. Es, sobre todo, el ámbito en el que las obras y sus autores discuten (y son, además, objetos de discusión). Así, Agua polemiza, implícitamente, con La venganza del cóndor, pero, por otro lado, Mariátegui en “El proceso a la literatura” no describe al indigenismo literario (que casi no existía a mediados de la década del 20 del siglo pasado), sino que prácticamente lo inventa, al punto que después serán otros —Arguedas y Alegría, entre ellos— quienes conviertan esa tendencia posible en un corpus verdadero. Entre los componentes de una literatura nacional está la historia de cómo y para qué se leen los textos literarios (de paso, conviene señalar que aquí no estamos discutiendo sino la producción letrada en castellano; las prácticas simbólicas populares o étnicas, en castellano y en otros idiomas, pertenecen a otros circuitos y tienen otros sentidos). Por varias razones, entre las cuales las menos importantes no son la precariedad de las instituciones y la fragmentación de la sociedad civil, una capa pequeña pero influyente, la de la intelligentsia, hizo de la literatura un laboratorio polémico y un museo crítico de la realidad nacional. Eso, creo, empieza a cambiar a fines del siglo XX, pero no al punto de que sean ahora otros los términos en los cuales se crean, se piensan, se sienten y se juzgan las obras literarias nacionales, en especial las de ficción.
Por cierto, no quiero decir que los lectores hayan leído con anteojos politizados relatos que, en verdad, no trataban sobre las perplejidades y los laberintos de la vida peruana. Lo que me parece es que, entre los creadores y los lectores más influyentes, ha funcionado un consenso tácito: en el centro de las ficciones palpita el deseo de dar cuenta (sin duda, de formas muy distintas) de lo ardua y compleja que es la relación entre los peruanos y la sociedad en la que se insertan. Esa es la razón, creo, por la cual el subgénero que más transita la novela peruana es el Bildungsroman o, si se prefiere, el relato de aprendizaje: en su ruta están La casa de cartón, Los ríos profundos, Crónica de San Gabriel, La ciudad y los perros, El viejo saurio se retira, Ximena de dos caminos y País de Jauja.
Para Lukács, el realismo clásico se sostiene en el impulso de comprender las relaciones personales al interior de una totalidad que no es metafísica, sino histórica y concreta. Auerbach, por otro lado, pensaba que lo que distingue a la gran tradición realista del siglo XIX son dos rasgos: el primero, la capacidad de tomar en serio —es decir, de no tratar solamente de manera cómica— la existencia de las capas populares; el otro, la convicción de que la trama de lo cotidiano y actual es la materia que informa la creación artística. No deja de ser irónico que en el siglo XIX, el gran siglo del realismo, nuestro narrador más importante haya sido Ricardo Palma, que en las Tradiciones sobreentiende que la vida contemporánea no le sirve para escribir y que, además, parece persuadido de que toda historia y todo personaje tienen que ser vistos a través del lente de un humor liviano y burlón. En Respiración artificial, de Piglia, Renzi dice —argumentando ingeniosamente— que para él Borges es el mejor escritor argentino del siglo XIX. Sin la argumentación ingeniosa, pero con malicia, hubo quienes dijeron que Ribeyro era el mejor escritor peruano del siglo XIX. En un sentido que no tiene que ver con los hábitos sintácticos, sino con las premisas de la representación, uno podría decir —exagerando, claro— que los otros grandes escritores del siglo XX peruano también serían candidatos de fuerza a ese título. Acaso sea sintomático que el epígrafe de Conversación en La Catedral (“la novela es la historia privada de las naciones”) no sólo sea de Balzac, sino que esté tan bien puesto.

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Querido Peter:
Es interesante que señales esto: “Entre los componentes de una literatura nacional está la historia de cómo y para qué se leen los textos literarios”. Hay que añadir que también está allí la historia de cómo y para qué se escriben esos textos, y la historia de las discrepancias entre la inclinación que los autores le dan a sus obras y la manera en que los lectores, entrenados o no, las perciben. Y eso incluye la violencia que la crítica puede ejercer sobre una obra.
Mencionas el caso argentino y lo comparas con el peruano. Yo sí tengo la sensación de que la forma de lectura predominante en el Perú muchas veces violenta las ficciones para buscar en ellas poco menos que representaciones documentales de nuestra realidad social, incluso cuando ese espíritu no habita en ellas. Una sensación distinta me produce la recepción de mucha literatura argentina en Argentina, y creo que en cierta forma mencionarla viene al caso: aun a pesar de que la literatura argentina suele reclamar el cosmopolitismo y la vinculación europeizante como uno de sus patrones básicos, los lectores y la crítica argentina muy rara vez se quedan en la recepción de su narrativa o bien como el récord de las tribulaciones cuasi-solipsistas del individuo en una sociedad fantasmal o evanescente, o bien como literatura “de los grandes temas universales”. Por el contrario: la crítica argentina busca en su narrativa la raigambre local y su aproximación a lo coyuntural, a lo político, lo social, etc., e incorpora el debate sobre temas como la posición del sujeto en las sociedades contemporáneas o la naturaleza de la individualidad en la modernidad y la postmodernidad, haciendo a estos últimos asuntos parte de la discusión sobre los otros. Es curioso que, cuando hacemos el cruce o miramos por sobre la frontera, los peruanos solemos ver la literatura argentina mediante una variación interesante: Arlt, Wilcock, Lamborghini, Layseca, Piglia, Saer, Pauls, etc., son leídos en el Perú, cuando son leídos, como autores en los que lo realmente crucial y trascendente es la construcción de subjetividades y la atención al desvarío de las sicologías —lo delirante, lo raro, lo idiosincrásico, lo paria, lo segregado— obviándose con frecuencia el hecho de que sus ficciones suelen ser respuestas estéticas y también políticas a fenómenos como la migración, el peronismo, el populismo, el caudillismo, la dictadura, etc. Por otro lado, casi nunca queremos leer en Arguedas —o en Gutiérrez o en Reynoso o incluso en Bryce o Ribeyro— el desgarro individual, el descolocamiento del alienado, ese nivel en el que el personaje singular puede cobrar más relieve que su filiación social o su afiliación política. (De hecho, eso de ir más allá de la coyuntura de lo nacional parecemos habérselo delegado enteramente a un par de libros de Vallejo, quien, a juzgar por las frases hechas, es nuestro único “peruano universal”, quizá como reacción defensiva ante su hermetismo).
Tengo la impresión de que la matriz de lectura predominante en la literatura peruana no ha sido ni siquiera el realismo, como decía al principio, y en lo que concuerdas tú, sino más bien una forma perentoria de realismo social (no digo socialista, claro), casi documental: leemos literatura como quien lee los hallazgos de sociólogos y antropólogos —no tengo que mencionar el polémico caso del descarte de la obra de Arguedas en la recordada mesa redonda— y la aceptamos y la rechazamos, entonces, no en función de una evaluación estética que incluya pero no se circunscriba a la trama social, sino en función de una parcial y, por qué no decirlo, algunas veces miope evaluación sobre su valor de verdad representacional.
Cuando digo que el ejercicio de revisar la posición crucial del realismo en la construcción de nuestro canon puede dar frutos interesantes, me refiero a eso: que el proceso del canon peruano —lo que muy elocuentemente llamas “resta crítica”— se ha hecho siempre, invariablemente, desde una hermenéutica realista, es decir, una que consuetudinariamente ha buscado canonizar los libros que parecen ofrecer algo de interés no a la tradición de la narrativa peruana, sino a la tradición de la lectura documental del realismo social peruano. Nada más engañoso que seleccionar a partir de esa premisa para luego concluir que en el Perú lo realista ha sido siempre lo crucial.
Citas a Auerbach y a Lukács y entonces es oportuno recordar que el interés de Auerbach no era fundamentalmente caracterizar el realismo tal como éste se había formulado y reformulado a lo largo del siglo diecinueve (el realismo que más interesa a Lukács), sino descubrir los avatares del realismo en tres mil años de literatura: el realismo de Auerbach no es, estrictamente hablando, el que busca comprender la posición del sujeto social, individual o colectivo, en el mundo de los estados nacionales (ése sería el realismo que más a la mano tenemos nosotros, el primero en que pensamos cuando hablamos de realismo), sino la evolución de la mímesis desde la consideraciones de Platón sobre ella hasta las formas que toma en el primer tercio del siglo veinte. Sé que Auerbach está quizás más cerca de tu corazón que cualquier otro crítico, por eso imagino que tu uso del término “realismo” está profundamente influido por él: en efecto, si hablamos de la mímesis realista como la entendía Auerbach, fácilmente podremos inscribir en el realismo al realismo mágico, al indigenismo o al neoindigenismo abiertos al relato mítico o a la incursión en lo maravilloso, tal como Auerbach lo hallaba en cantos épicos medievales, narraciones y poemas renacentistas y todavía antes, astillado pero presente, y germinal, en Homero o en Petronio. No caes tú, entonces, lo entiendo, en la trampa de buscar una forma básica de realismo “social” en todo texto narrativo peruano, pero acaso caigas en otra: en los sesenta años pasados luego de Mimesis, es difícil imaginar literatura que no cumpla con los rasgos distintivos del realismo de Auerbach: quizá atribuírselo a una tradición como rasgo axial sea una generalización inconducente.
Si tuviera que resumir mi posición en esta conversación hasta aquí, lo haría de la siguiente manera: para pedir una revisión de la idea de que el realismo es la espina dorsal de nuestra tradición narrativa, no es necesario desconocer la preocupación mayoritaria de los narradores peruanos por hacer de las tramas sociales, culturales y políticas del Perú, y de la forma en que los sujetos se insertan en esas tramas, un objeto central de sus obras. Esto último se debe aceptar sin desmedro de preguntarse por qué con tanta frecuencia autores como Arguedas, Scorza, Rivera Martínez, Colchado Lucio, Rosas Paravicino, Prochazka, Alarcón, Adolph, Reynoso, etc., se sienten inclinados a buscar las claves y los modos de representación fuera de los linderos del realismo. Mi propia impresión es que no se trata de una simple disidencia, o una serie de disidencias, ni tampoco de un fenómeno distinto en cada caso, sino de una tendencia que se va reforzando desde hace décadas y que tiene que ver con el agotamiento del proyecto creativo realista, históricamente asociado entre nosotros con el proceso de construcción de lo nacional. Lo que perdura ahora, lo que insiste en tomar el centro del escenario, es el viejo modelo de lectura realista, y de sus variantes documentales y antropológicas, incluso cuando el corpus de nuestra narrativa empieza a quedar cada vez más lejos de ser interpretable en esos términos.

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Querido Gustavo:
Cuando leo la transcripción del conversatorio sobre Todas las sangres que el IEP organizó en junio de 1965, lo que más me llama la atención no es la poca perspicacia de algunos (no todos, ciertamente) de los participantes, sino la reacción emotiva y visceral del propio Arguedas. El título que los editores le han puesto a la transcripción (¿He vivido en vano?) resume bien esa reacción. Arguedas siente que se le niega una condición de testigo e intérprete de la realidad andina. Eso, literalmente, le duele en el alma. Mucha agua ha corrido bajo los puentes desde entonces, sin duda, pero ese conversatorio me parece que interesa aún como escena de un desencuentro entre la persona del escritor y la presencia de los lectores. No se trata, a decir verdad, de un auto de fe en el cual los verdugos queman en la hoguera al autor por no haber sabido reflejar al Perú en su obra. En ese debate, Alberto Escobar (que era un lector muy agudo y uno de los críticos que mejor ha pensado la tradición moderna en la narrativa y la poesía peruanas) sitúa bien las cosas; en contraste, Henri Favre, un sociólogo francés al que Arguedas casi le doblaba la edad y le multiplicaba la experiencia, le informa a Arguedas que éste representa de manera anacrónica y errada la realidad andina. Entre esos dos márgenes, hay un espectro de posiciones. No creo que hoy en día ningún escritor o escritora del Perú sienta, como en su momento sintió Arguedas, que la supuesta falta de fidelidad a la “realidad social” descalifica su obra y vacía de sentido su existencia.
Tampoco creo que, salvo en casos más bien marginales, quienes escriben y piensan sobre la literatura peruana lo hagan buscando “canonizar los libros que parecen ofrecer algo de interés no a la tradición de la narrativa peruana, sino a la tradición de la lectura documental del realismo social peruano”, como dices tú. Para mí, el libro más lúcido (aparte de mejor escrito) sobre nuestra literatura es El sol de Lima, de Luis Loayza. En las notas y ensayos que forman ese libro, Loayza hace (un poco al sesgo y, al parecer, sin proponérselo del todo) un examen a partir de varias calas, algunas en obras peruanas y otras en textos extranjeros, de los modos en que la narrativa ha servido para darle forma a la imagen del país. Esa imagen del país y de la experiencia de quienes en el Perú han hecho su educación sentimental está, pienso, en el centro mismo de nuestra tradición literaria. Loayza no lee como Mariátegui (que, por cierto, tampoco iba en busca de simulacros verbales de la realidad peruana). Los dos, sin embargo, perciben que la puesta en escena de las relaciones entre el sujeto peruano y la sociedad de su filiación es, en definitiva, el centro de gravedad de mucho de lo más significativo que ha producido la literatura peruana.
Paso a Auerbach (a quien admiro tanto como a Curtius, Bakhtin y Walter Benjamin: en todos ellos, la crítica es un modo de alta creación). Lo que glosé en mi mensaje anterior son las ideas de Auerbach sobre la estética del realismo “tal como éste se había formulado y reformulado a lo largo del siglo XIX”, para usar tus propias palabras. Mímesis no es un libro que pretende “descubrir los avatares del realismo en tres mil años de literatura” ni es cierto que
“el realismo de Auerbach no sea, estrictamente hablando, el que busca comprender la posición del sujeto social, individual o colectivo, en el mundo de los estados nacionales (ése sería el realismo que más a la mano tenemos nosotros, el primero en que pensamos cuando hablamos de realismo), sino la evolución de la mímesis desde las consideraciones de Platón sobre ella hasta las formas que toma en el primer tercio del siglo XX”.
Auerbach se propone exponer los modos particulares de “la representación de la realidad” que hallamos desde los poemas homéricos y los relatos bíblicos hasta el altomodernismo de Virginia Woolf. En esa historia, que es rica y larga, el realismo es un capítulo, históricamente delimitado. Los dos rasgos que glosé —el tratamiento serio o trágico de una materia que no es socialmente “elevada”; el énfasis en lo cotidiano y contemporáneo— son justamente los que, según Auerbach, distinguen al realismo moderno de otros modelos de mímesis. Es en el capítulo sobre Stendhal —el decimoctavo de los veinte que componen Mímesis— donde Auerbach expone estas ideas. Es ahí también donde apunta que “el fundador del realismo moderno es Stendhal, en la medida que el realismo moderno representa al ser humano dentro de la trama de una totalidad que es política, social y económica --es decir, dentro de una realidad que es concreta y está en constante cambio—”. Aunque en Rojo y negro aparece fugazmente un peruano, como sabemos, no es por eso que invoco esta cita sobre Stendhal, sino porque pienso que la reflexión de Auerbach sobre el realismo moderno es iluminadora también para el caso peruano. El realismo, así, no es una estética que quiere hacerse pasar por una réplica transparente de la ‘realidad’; es más bien, el arte que concibe que la índole de lo real es, raigalmente, histórica (es decir, que es política y secular).
Agua y Yawar Fiesta son libros escritos desde (y en tensión con) la estética del realismo. Lo mismo puede decirse de Conversación en La Catedral y La casa verde, así como de La violencia del tiempo y País de Jauja. Incluso novelas que, como El cuerpo de Giulia-no, no se someten al régimen de verosimilitud del realismo, sí participan de algo que está en el centro de la poética realista: la convicción de que la experiencia personal se entiende dentro de un haz de relaciones de clase, género, generación y etnicidad que se hallan históricamente determinadas y que, en el caso nuestro, se expresan como una relación agónica y paradójica con la sociedad peruana. Es por eso, pienso, que la novela de aprendizaje es el género más poblado y más significativo en la literatura peruana moderna. En otra línea, acaso sea también sintomático que dos de los lectores más alertas de la ficción narrativa y el imaginario peruanos —Jorge Basadre y Alberto Flores Galindo— fueran historiadores.

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Querido Peter:
Tus citas de Auerbach me hicieron dudar por un rato si mi memoria podía haber traicionado su lectura tan radicalmente. Afortunadamente, no es así. En efecto, como decía, Auerbach sí señala que, antes de su versión decimonónica,
“tanto durante la Edad Media como a lo largo del Renacimiento, un serio realismo había existido. Había sido posible en literatura así como en las artes visuales representar los fenómenos más cotidianos de la realidad en un contexto serio y significativo. La doctrina de los niveles de estilo no tenía validez absoluta. No importa cuán distintos el realismo medieval y el moderno puedan ser, eran uno en esta actitud básica”.
De hecho, en el epílogo de Mimesis, Auerbach explica los motivos por los cuales su libro no intenta ser una historia “sistemática y completa del realismo”, sino una que elige ciertos hitos en la evolución del realismo y salta de época en época a la búsqueda de “obras realistas de carácter y estilo serio”. Por otro lado, no veo en qué se diferencia mi caracterización del libro, que, según digo, estudia “la evolución de la mímesis desde las consideraciones de Platón sobre ella hasta las formas que toma en el primer tercio del siglo XX”, de la tuya: “Auerbach se propone exponer los modos particulares de ‘la representación de la realidad’ que hallamos desde los poemas homéricos y los relatos bíblicos hasta el altomodernismo de Virginia Woolf”.
Una cosa quiero decir acerca de lo que llamas “el centro de la poética realista” —en tus palabras: “la convicción de que la experiencia personal se entiende dentro de un haz de relaciones de clase, género, generación y etnicidad que se hallan históricamente determinadas”—. Eso no es un rasgo exclusivo del realismo, sino uno de los saberes comunes de la modernidad, que no sólo ha servido de punto de inflexión para el surgimiento del realismo decimonónico y posterior: lo fantástico, lo real-maravilloso, el realismo mágico, el absurdo, no existirían en sus variantes contemporáneas si no partieran de la misma aceptación: todos ellos respiran en tensión con la razón moderna. Lo que los distingue del realismo no es que aquellos, a diferencia de este, desconozcan que la experiencia individual está históricamente determinada y crucialmente entretejida con redes sociales mayores y omnipresentes: es la creencia de que el régimen representacional del realismo no es suficiente para expresar la relación del sujeto con el mundo. Y el régimen representacional de un género o de un modo narrativo no puede ser reducido fácilmente y de un solo plumazo a su “régimen de verosimilitud”. Porque, mientras este último implica solo un movimiento de correspondencia estructural dentro de la obra (en efecto, en Cien años de soledad, dado su universo, es verosímil que un hombre muera dormido porque no alcanzó a abrir la última puerta en el corredor de sus sueños), el régimen representacional es la base ontológica del texto, es decir, él implica la decisión de qué cosa existe y qué cosa no existe en el mundo y —sólo consecuentemente— en la representación del mundo en la ficción: lo fantástico, lo real maravilloso, el realismo mágico, etc., en sus avatares contemporáneos, no niegan la imposibilidad de entender al sujeto sin considerar su posición en la red social (es decir, simplemente, son tan modernos como el realismo; les es inevitable), pero sí añaden otros elementos, proponen o sugieren la existencia de otras cosas, y es al hacerlo que entran en choque con la razón realista. Decir de un texto concebido dentro de estas poéticas que, sin importar todo aquello, en el fondo tiene una intención realista, implica verlo de manera parcial, borrar precisamente los datos que lo distinguen, reducir o descartar la diferencia como “cuestión de verosimilitud”, como si todo aquello que se añadiera al principio realista, y que entrara en tensión con él, fuera superfluo o secundario. Reducir la obra de Scorza, ciertos cuentos de Arguedas o de García Calderón, la novela de Martín Adán, la narrativa de Colchado, incluso las novelas breves de Reynoso, a la categoría de ficciones “de intención realista” implica una reducción de ese tipo, precisamente.
Si seguimos tu caracterización, El tambor de hojalata, “El milagro secreto” o, para poner un ejemplo rico para los peruanos, y que te implica directamente, el teatro de Yuyachkani, serían ni más ni menos que realistas (en tanto en ellos no es posible entender al individuo fuera de sus relaciones —étnicas, nacionales, culturales, etc.— con la historia y la sociedad), salvo por un pequeño y poco importante viraje en el “régimen de verosimilitud”. Pero eso sería como afirmar que el rasgo fantástico de El tambor de hojalata no es más que un capricho formal, y no un dispositivo puesto ahí para recusar, precisamente, la noción realista y moderna de la historia, o que el milagro de “El milagro secreto” es una simple variación de la verosimilitud y no un intento de ensanchar nuestra comprensión de la realidad más allá de la realidad positiva, o que Yuyachkani no quiere, precisamente, explorar la historia y la sociedad y el lugar del sujeto en ellas rompiendo crucialmente con el régimen representacional —ontológico— del realismo, y no simplemente con una noción textual de verosimilitud realista.
Yo también quisiera que lecturas de nuestra tradición como la de Luis Loayza tuvieran un emplazamiento preponderante en nuestra crítica. Quisiera decir que sus ensayos están “en el centro de nuestra tradición literaria” y que el tipo de recepción crítica al que he aludido no representa sino un conjunto breve de “casos más bien marginales”. Creo que es wishful thinking. Sospecho que la crítica académica peruana, o peruanista, no se asoma casi nunca a los ensayos de El sol de Lima para comprender la evolución de nuestra tradición. Creo que más común es que nuestra narrativa sea recibida como ocurrió, por ejemplo, con Historia de Mayta o Lituma en los Andes, es decir, con reclamos a su inexactitud o protestas ante su desviación con respecto de la ‘verdad histórica’ —cualquier cosa que ello signifique—, y me temo que esas reacciones tienen que ver precisamente con el hecho de que Vargas Llosa haya, si bien no abandonado, al menos matizado su realismo en ambas novelas: para cuestionar el poder representacional del realismo, con el recurso reflexivamente cuestionador de la mise en abyme, en Historia de Mayta, o para ensanchar las dimensiones interpretativas de su ficción, con la apropiación del ‘método mítico’ descrito por Eliot, en Lituma en los Andes.
(De hecho, tengo la impresión no sólo de que las novelas peruanas tienen, como dije, sistemáticamente, menos probabilidades de canonización mientras más se alejen de la poética realista, sino que algunas veces les basta incluso con alejarse de los escenarios peruanos para ser consideradas secundarias en general o secundarias con respecto al resto de la obra de sus autores: Babel, el paraíso de Gutiérrez y Los eunucos inmortales de Reynoso son dos buenos ejemplos, pero también resulta sintomático que La vida exagerada de Martín Romaña esté tan detrás de Un mundo para Julius en la imaginación de quienes piensan nuestro canon, o que La casa verde y Conversación en La Catedral sean repetidas piedras de toque de esta discusión en la que no se ha hablado de La guerra del fin del mundo —en cuya memorable última línea, por otra parte, pareciera deslizarse la primera duda del realismo en toda la obra de Vargas Llosa. Creo que todo eso también tiene que ver con esa tácita exigencia crítica según la cual, si espera reclamar el centro del escenario, una novela peruana debe decir algo muy explícitamente acerca del Perú).
Creo que hace falta un cambio radical en la percepción de la crítica, uno que, por ejemplo, permita que las obras narrativas de Carlos Calderón Fajardo, José B. Adolph, Mirko Lauer, Iván Thays, Enrique Prochazka o Augusto Higa (para no hablar de los más jóvenes, como Luis Hernán Castañeda o Daniel Alarcón: tiempo al tiempo), y un largo etcétera, puedan ser percibidas con cierta sistematicidad, y no como una inundación de idiosincrasias, una suma de excepciones que, curiosamente, sobre todo en las últimas dos décadas, empieza a parecer más numerosa que el conjunto de obras que la lectura realista logra barajar.

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Querido Gustavo:
Esta conversación surgió de una convicción (¿o es una intuición?) tuya: la de que el realismo no es en rigor “la matriz nuclear de nuestra tradición narrativa”. En el último párrafo de tu mensaje anterior mencionas a varios escritores en actividad —uno podría añadir, con justicia, a Iwasaki y Rivera Martínez— y dices que sus obras no son “una suma de excepciones”, lo cual supone que las ves dentro de una corriente que fluye en el mismo sentido. ¿Cuál es ese sentido? Tú te abstienes de precisar en qué podría radicar la “sistematicidad” de la lectura de ese conjunto de libros. Uno podría deducir que tienen en común su alejamiento del realismo, pero me imagino que algún otro criterio usarás tú. ¿Cómo podría ser esa la clave, si piensas que el realismo no marca a nuestra tradición literaria?
Noto un deslizamiento en tus intervenciones, que resulta revelador: me parece que lo que quieres discutir no es tanto la tradición narrativa peruana, sino las líneas de fuerza en la prosa de ficción contemporánea. Para eso, no hay ninguna necesidad de negar que el realismo —sobre todo como poética y, también, como modo de representación— es crucial en nuestra narrativa: ¿sería la misma nuestra visión de la novela peruana moderna si no existieran El mundo es ancho y ajeno o La guerra del fin del mundo? Ambas ficciones son muy distintas entre sí, por supuesto, pero no sólo las acerca una palabra compartida en sus títulos: las dos se sostienen en la premisa de que el lenguaje artístico puede dar cuenta de la experiencia social e histórica de un modo que es, al mismo tiempo, crítico y creativo. En el caso peruano, el realismo es parte del código genético tanto de obras de molde decimonónico como de textos altomodernistas y dispuestos a la experimentación formal. Eso no quiere decir, en absoluto, que el estilo no importe (de paso, doy la definición de René Daumal, que es la que más me gusta: “El estilo es la huella de aquello que se es sobre aquello que se hace”). Estoy convencido de que, en el arte, la forma es el contenido que cuenta. Y aclaro, ya que estamos en esto, un reparo tuyo acerca del “régimen de verosimilitud”. Un cuento fantástico como “El milagro secreto”, de Borges, difiere en un punto radical de un relato mágico realista como Pedro Páramo. En el cuento de Borges, la irrupción de lo imposible en el ámbito del mundo representado hace zozobrar la noción de realidad moderna y racionalista al poner en suspenso la idea de un tiempo lineal y sucesivo. En Pedro Páramo, lo “imposible” proviene del repertorio de valores y creencias de una comunidad popular subalterna, históricamente determinada, que interviene en la sustancia misma del mundo representado y sirve para constituirlo: de ahí que entre el neorrealismo de los cuentos de El llano en llamas y el realismo mágico de Pedro Páramo haya, junto a diferencias radicales en la representación, una continuidad crucial.
Paso a otro punto. Si hablamos de la literatura peruana actual, ¿valdría la pena negar la vena realista en, por ejemplo, Miguel Gutiérrez, Oswaldo Reynoso, Alonso Cueto, Fernando Ampuero, Abelardo Sánchez León o Jorge Eduardo Benavides? Sería, creo, un error y un desperdicio. Dicho esto, paso a apuntar que para mí lo más interesante en el campo de la narrativa peruana de las dos últimas décadas es que ya la vertiente realista (y, con ella, la demanda ética de dar cuenta siempre de la realidad peruana) no domina hasta el punto de ejercer una especie de presión disuasiva sobre los escritores peruanos: ahora es una de las posiciones en un espectro de obras (y éste es el otro fenómeno que me parece importante) escritas por autores de varias generaciones. Entre otros, Mario Bellatin tuvo un papel importante en ese proceso (y, de hecho, es significativo que importe poco que sea mexicano y peruano, como tampoco pesa gran cosa que Alarcón escriba en inglés). Por cierto, no creo que prevalezca la “tácita exigencia crítica según la cual, si espera reclamar el centro del escenario, una novela peruana debe decir algo muy explícitamente acerca del Perú”. Pienso en un libro reciente, Alegoría y nación, de Juan Carlos Galdo, en tu prólogo para la antología Toda la sangre y en aquellos ensayos sobre libros peruanos que Miguel Gutiérrez incluye en El pacto con el diablo. Son textos críticos que reflexionan sobre obras en las que el mundo representado y el sentido de la escritura “dicen algo muy explícitamente acerca del Perú”, pero ni Galdo ni tú ni Gutiérrez juzgan los logros o las carencias de los relatos como si la obligación del crítico fuera oficiar de comisario nacionalista. Antonio Cornejo Polar, que influyó tanto a quienes hacían (o hacen) una crítica de orientación social o sociológica, claramente estaba muy lejos de ser un censor y un mero propagandista; estoy seguro de que no te referías a él, como tampoco podrías tener en mente a Julio Ortega, José Miguel Oviedo o a Mirko Lauer. ¿Quiénes son, entonces, los autores de esos artículos y libros que sí tienen “un emplazamiento preponderante en nuestra crítica”? No me parece que me cegara el optimismo cuando escribí que El sol de Lima es un libro clave en nuestra tradición, y tampoco creo que sea triunfalista no compartir la sensación de que “la forma de lectura predominante en el Perú muchas veces violenta las ficciones para buscar en ellas poco menos que representaciones documentales de nuestra realidad social, incluso cuando ese espíritu no habita en ellas”. El panorama es más plural y más complejo. Es, también, más polémico.

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Querido Peter,
Como diría el Borges de “El aleph”, de bruces en la escalera al sótano en casa de Carlos Argentino Daneri, “arribo, ahora, al inefable centro de mi relato”. No creo que todos los que se abstienen del realismo se sitúen en un mismo campo o lo hagan por una sola razón. Tampoco me parece subestimable, aunque sí insuficiente, la recusación del realismo como rasgo para localizar el fenómeno. Pero sí me parece que hay un tanto de malabarismo en la forma en que enuncias tu primera pregunta:
“Uno podría deducir que [autores como Calderón Fajardo, Adolph, Lauer, Thays, Prochazka, Higa, Castañeda, Alarcón] tienen en común su alejamiento del realismo, pero me imagino que algún otro criterio usarás tú. ¿Cómo podría ser esa la clave, si piensas que el realismo no marca a nuestra tradición literaria?"
Por supuesto, yo no he dicho que el realismo no marque la tradición narrativa peruana, sino que sería críticamente productivo dejar de percibir al realismo como la espina dorsal de esa tradición. De hecho, he señalado que la ideología que subyace al realismo (el historicismo, ciertas formas de materialismo, la mirada antropológica, la concepción del individuo como ser eminentemente social) marca en mayor o menor grado toda tradición narrativa de la modernidad, en especial desde el siglo diecinueve. Ahora bien, afirmar que la abundancia de autores peruanos que elaboran su obra al margen del realismo demuestra que el realismo es en virtud de esa negación la espina dorsal de nuestra narrativa me parece un argumento difícil de defender. Incluso si tu idea es afirmar que quienes no son realistas son meros disidentes inevitablemente marcados por aquello que rechazan, esa seguiría siendo una manera tendenciosa de enfrentar el tema: acusar al contrarreformista de reformista, al romántico de barroco. En la práctica, en nuestro tema, implicaría suponer que Prochazka es un mero objetor de Vargas Llosa, Colchado un discípulo discrepante de Arguedas o Castañeda un contrincante de Ribeyro. No lo creo. Pienso, más bien, que escritores como Colchado, por una parte, y Prochazka o Castañeda por otra, para mencionar a autores de tres generaciones distintas, son resultados naturales de nuestra tradición, con sus propias líneas y genealogías, que han crecido al margen del realismo estricto. Y los dos últimos son también productos de un nuevo fenómeno de búsqueda cosmopolita (el más notorio desde los sesentas), que les permite no encontrar un padre para el parricidio en Vargas Llosa, pero que tampoco lo ven como modelo u objeto de emulación (cosa que le fue más ardua a la generación de Cueto, o a la tuya, que también es la de otros escritores importante que mencionas, como Jorge Eduardo Benavides o Fernando Iwasaki).
Veo la narrativa peruana reciente como nucleada en torno a dos centros diferentes, dos centros principales. Primero, están quienes toman como objetivo central de su obra la comprensión de las realidades sociales y culturales andinas no atendiendo a la poética realista ni inscribiéndose en el realismo como discurso representacional, sino, más bien, inclinándose por la incorporación de discursos míticos, un tanto sobre la huella de Manuel Scorza —más que sobre la novelística de Arguedas, como bien señalaste tú al principio de esta discusión—. Esa tendencia, sin embargo, también estaba ya en la narrativa breve del propio Arguedas. La inclinación a la incorporación de lo mítico y lo mágico no es un descubrimiento del siglo pasado: tiene un antecedente suficientemente estudiado en las letras coloniales, reaparece como recurso romántico en ciertas tradiciones de Palma o Matto de Turner, subsiste como mirada exotizante en García Calderón, con valor de interpelación en López Albújar, atraviesa la obra de Scorza, se reelabora inteligentemente en la de Colchado Lucio, Rosas Paravicino, Félix Huamán, Julián Pérez, se filtra en los cuentos de Rivera Martínez, persiste, aunque me temo que con menos brillo, en las generaciones más recientes de los llamados autores “andinos”. Es una línea que ha asomado incluso, como dije, en la duda del realismo al final de La guerra del fin del mundo, duda que el mismo Vargas Llosa ha puesto en escena en esa compleja novela que es El hablador.
Luego, está la numerosa y cada vez más predominante secuela de la narrativa urbana que no ingresa en el círculo del realismo como poética, ni como paradigma representacional, ni como herramienta de conocimiento, y que se encamina, más bien, a la construcción de universos paralelos, enrarecidos, edificados a través de discursos a veces paranoides, a veces esquizoides, que no intentan comprender la ciudad como el producto necesario de un devenir histórico, sino reconstruirla sincrónicamente como un laberinto delirante y en gran medida incógnito, o incluso incognoscible: tus propias novelas se encaminan a ello crecientemente, pero también la obra de Enrique Prochazka, Luis Hernán Castañeda, Daniel Alarcón. Tú mencionas a Julio Ortega. Recordarás su polémico artículo sobre las novelas cruciales de Hispanoamérica en el siglo XX, en el que no incluía libro alguno de Vargas Llosa pero sí La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce. La omisión de Vargas Llosa me resulta, por supuesto, una decisión extrema e injusta; pero no así la inclusión de Bryce: en su novela se reúnen, en efecto, varios elementos considerables de cierta tradición narrativa peruana del siglo veinte: la noción del yo como piedra angular y casi excluyente de una narración en la que las trazas de la diacronía y de la historia parecen borrarse y desaparecer en la pura subjetividad. No es un asomo insólito: está insinuado en el inmediatismo de la percepción en Duque de Diez Canseco, en El cuerpo de Giulia-no de Eielson, en La casa de cartón de Martín Adán, y, de manera diferente, en Salón de belleza, de Mario Bellatin, novelas todas ellas a las que en el futuro sólo les puede esperar el rescate y la revaloración: los libros que hoy se escriben a su sombra, como quería Borges en “Kafka y sus precursores”, se encargarán de rehacerlas y redescubrirlas con un nuevo valor.
La vida exagerada de Martín Romaña también se inscribe en otra genealogía: la de las novelas construidas sobre la idea de tránsito, de viaje y de alienación con respecto al país y la nación: la trayectoria va desde Bryce hasta El viaje interior de Thays muy directamente, y ha ingresado en la obra de Vargas Llosa con Travesuras de la niña mala, que incluso parece tomar de Bryce una mirada más romántica que materialista de la historia, no la de los grandes movimientos sociales, sino la de sus casi imperceptibles repercusiones en la emotividad de uno o dos sujetos. No la “historia privada de las naciones” sino la memoria íntima del sujeto al que la historia apenas le sirve de marco o de gatillo para la alienación.
Diez Canseco, Eielson, Martín Adán, Calderón Fajardo, Bellatin, Lauer, el Reynoso de las últimas novelas breves (que, en efecto, están escritas al margen de la intención realista), Prochazka, Thays, Alarcón, Castañeda: sobre pocos de ellos se podrá decir que han olvidado la preocupación de entender las redes que unen al sujeto con su coyuntura social y el devenir, pero lo que los vincula unos a otros no es ni la escritura realista (que no comparten) ni el designio racionalista moderno (que la mayor parte de ellos deja de lado): los enlazan, más bien, la intuición del mundo (a veces el urbano, a veces el íntimo, el interior) como patología, delirio, máscara impenetrable o desvarío; los unen la tendencia a la irrealidad y la licencia de construir universos narrativos a través de discursos no representacionales. No veo la necesidad de entender sus obras como destilaciones laterales o subproductos del realismo; de hecho, pienso que un vicio no suficientemente discutido del oficio crítico en nuestro tiempo es el de suponer, aunque no siempre explícitamente, sí implícitamente, que el realismo es by default una suerte de grado cero de la narrativa, a partir del cual toda otra poética contemporánea se debe explicar como una recusación o una construcción levantada en tensión con esa otra, que sería siempre la viga mayor.
Pero, como dices, esto es una intuición y, como tal, es debatible y acaso desmontable.



22.5.09

La función de la literatura

Encuesta: unas cuantas preguntas abiertas

Hasta hace unas décadas, la pregunta "¿para qué sirve la literatura?" no parecía ni ociosa ni trivial ni mucho menos inútil. Era una pariente cercana de las preguntas "¿cuál es la función del escritor?" y "cuál es el compromiso del escritor?, por demás frecuentes en aquel tiempo".

De alguna manera, en años más recientes, sobre todo fuera del ámbito académico, y entre los más jóvenes, parece que la respuesta tuviera que darse siempre en términos pesimistas, o nihilistas, o solipsistas o abiertamente cínicos: me sirve a mí o sirve para divertir o sirve para entretener o no sirve para nada en absoluto.

Pero hay opciones, y no está de más ver si los lectores de Puente Aéreo se arriman a alguno de esos otros árboles. Aquí una muestra de respuestas alternativas:

Instruir.- Parte de la respuesta medieval: la literatura, en cierta forma, como forma estética, sí, pero también como vehículo y herramienta, conducto ancilar, hecho para llevar una verdad al lector y proponerle el camino hacia cierto tipo de saber.

Representar.- La aspiración básica del realismo clásico: encontrar en la literatura la posibilidad de un discurso que entienda la realidad y deje entrever sus estructuras, sobre todo partiendo de una concepción de la realidad como trama social y del individuo como tejido en esa misma trama.

Expresar.- La otra corriente mayor, la que da forma, por ejemplo, a las variantes del romanticismo más introspectivo: la literatura como campo de batalla para la construcción del yo y su (relativa) comunicabilidad. Escribo para decirme.

Reconstruir.- La literatura como una suerte de arqueología social y como reedificación del mundo a partir de la verificación de su naturaleza y sus errores. Digamos que las hipótesis novelísticas del primer Vargas Llosa van por esa ruta.

Reflexionar y problematizar.- Ese parece ser un motor detrás de ciertos autores clave de obras radicalmente disímiles: Sartre, Camus, Orwell, Borges, Sebald, Mulisch: la literatura como ficción y filosofía, como invento de un mundo imaginario que pretende exponer los conflictos que subyacen al mundo real: literatura que pregunta constantemente y se pone a sí misma entre la espada y la pared.

Transformar.- Por ejemplo, la de los revolucionarios sesenteros, los que veían su obra como un artefacto puesto a disposición de las grandes transformaciones sociales y quienes las estuvieran propiciando o promoviendo. Su encanto mayor suele ser el idealismo y su defecto más notorio la facilidad de convertirse en mero populismo o mera propaganda.

Instituir.- Rorty decía de Orwell que sus novelas tardías (Animal Farm y 1984) no habían sido tanto buenas descripciones del totalitarismo de mediados del siglo veinte como propuestas de un vocabulario radicalmente nuevo que superara la crítica social hecha en términos de derechas es izquierdas. Hay libros que presentan a sus lectores problemas que antes de ellos eran en cierta forma inexistentes, en tanto no había un léxico que diera cuenta de ellos; esos libros, dice Rorty reelaborando a Davidson, instituyen (no crean) el problema al tiempo de nombrarlo.

Entretener.- O divertir, proporcionar esparcimiento y la poibilidad de alejar la mente de problemas más reales. La literatura sería, así, poco más o menos que una forma glorificada de pasatiempo. Suena chato, pero es una opinión que se escucha constantemente, y, después de todo, tiene ilustres antepasados desde la edad media.

Moralizar.- Quizá la idea más desprestigiada: incluso los moralistas tratan de evitar ese membrete, que llevaban como una medalla en el pecho escritores notables desde la antigüedad hasta entrado el siglo pasado. La literatura como confrontación ética y como lección de moral y moralidad. El postmodernismo, en cierta forma, le clavó demasiadas estocadas, rescatando, a la vez, curiosamente, a los moralistas de signo controversial: Sade, Bataille, el gran Jean Genet.

Por supuesto que habría más opciones: empatizar, ampliar horizontes, posibilitar una catarsis, propiciar un diálogo terapéutico, dar voz a una generación, etc, etc. La encuesta está colocada a la derecha de esta página. Pueden marcar más de una opción. Pero sobre todo sería interesante leer sus comentarios aquí.


20.5.09

El ruido de las máquinas

Felisberto Hernández: la locura como bajo continuo

En uno de sus frecuentes raptos de emoción libresca, Mónica Belevan me recomendó hace unas semanas leer
Las hortensias, la nouvelle del uruguayo Felisberto Hernández que apareció por entregas en 1949, en la revista Escritura.

A Hernández lo he leído poco a poco, a lo largo de muchos años, siempre porque alguien me ha aconsejado hacerlo y me ha puesto en camino a uno de sus libros en particular. Uno diría: si quieren recomendar a alguien y no fallar, recomienden a Hernández. Pero no es tan fácil: se trata de un escritor raro. Uno de los
raros.

En mi caso, todo comenzó con Luis Jaime Cisneros. La tarde en que lo conocí, Luis Jaime me puso dos libros en la mano:
Extraterritorial de George Steiner, y una antología de cuentos de Felisberto Hernández, con la recomendación de empezar por Nadie encendía las lámparas. Años más tarde, en Ithaca, un comentario de otra amiga me lanzó en dirección a dos novelas cortas del uruguayo: Por los tiempos de Clemente Colling y La casa inundada.

Esta vez, le conté a Mónica que estaba preparando el sílabo para un curso del próximo semestre, sobre la locura, su representación, y las formas en que ciertas poéticas narrativas pueden leerse por analogía con el lenguaje de una neurosis o de una psicosis (textos esquizoides, textos paranoides; seguramente ustedes pueden pensar en algún ejemplo). Mónica me mandó a leer
Las hortensias.

La
nouvelle de Hernández es una joya. El argumento, aunque lleno de vericuetos, tiene la aparente simpleza del melodrama: amoríos conflictuados, amantes celosos, engaños. Los insólitos triángulos amorosos de la trama, sin embargo, rompen el cristal de la locura: involucran desde montajes teatrales y marionetas funerarias hasta romances entre humanos y muñecas temperadas con agua caliente.

Felisberto Hernández era pianista y ese es un asunto que inunda sus narraciones, donde no faltan lo músicos fantasmagóricos y los conciertos
gone wrong.

En
Las hortensias, la entrada del protagonista en la total alienación está representada con un rasgo que parece provenir del imaginario musical: Horacio escucha, cada vez que entra en casa, el ruido de unas "máquinas" o "maquinarias". Nunca se pregunta realmente de dónde viene el sonido, qué lo causa; nadie nunca le explica al lector qué cosas son las máquinas, qué función tienen, qué hacen allí, si en verdad están en algún lugar más allá de la cabeza del personaje.

Salvo por pasajes muy breves, el ruido de las máquinas es constante, sostenido, ubicuo, un rumor que corre por detrás de todo lo demás, un ronquido singular: un bajo continuo.

Echando mano a ese, que es un recurso musical y no tradicionalmente literario, o, más precisamente, encontrando la manera de introducir en la narración la metáfora de ese recurso musical --el bajo continuo--, Hernández descubre la manera de aludir a esa extraña forma de coherencia y caos que es la mente del alienado: la locura como una presencia eludida y acechante, agazapada pero, a la vez, sensible, notoria, sobrecogedora.

Más aun: el ruido de las máquinas, que es el signo de la locura misma (las voces que escucha el esquizofrénico, en la cabeza, o hablándole al oído), se convierte, paradójicamente, en el elemento que da coherencia al texto, que une sus partes disímiles, que da anchura y espesor a la historia y la unifica, y la convierte en un discurso sobre la enfermedad mental.

Calvino se refirió a Hernández como "un escritor que no se parece a nadie, a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos". En esa isla que sólo él habita, hecha de música y delirio, Felisberto Hernández sigue esperando a sus lectores.

17.5.09

Mal libro, buena historia

¿La mala literatura como una de las bellas artes?

Stellan Skarsgard es el actor sueco que hace el papel del jefe de la Guardia Suiza del Vaticano en la reciente adaptación que el director Ron Howard ha hecho de la novela de Dan Brown titulada
Angels & Demons.

Skarsgard es un lector frecuente y acucioso de literatura contemporánea y tuvo que vencer más de un resquemor para aceptar el rol. La razón es sencilla y ustedes ya la imaginan: Dan Brown le parece un escritor memorablemente malo.

Sin embargo, Skarsgard dice también que no pudo evitar leer la novela de Brown de cabo a rabo: los
cliffhangers (esos finales de episodio que dejan al lector con la vívida expectativa de una situación conflictiva que sólo se resolverá más adelante) eran demasiados, estaban muy bien puestos y lo impulsaban a continuar incluso a disgusto.

Los
cliffhangers, claro, son generadores de suspense, y por lo tanto, en la medida en que se convierten en dispositivos para organizar la acción y dosificarla, tienen un curioso valor estético: son recursos estructuradores y a la vez conativos, señales sembradas para capturar y mantener viva la atención del lector.

No suelen ser, sin embargo, elementos particularmente imaginativos u originales. Todos los
cliffhangers se parecen y pueden reducirse a una fórmula coloquial que cualquiera de nosotros ha usado alguna vez: "Y no te imaginas lo que pasó en ese momento. Por poco no me he muerto. Pero te lo cuento mañana en el almuerzo".

(El origen más probable del
cliffhanger está en las novelas publicadas por entregas, que necesitaban asegurar que el lector comprara el siguiente número de la revista, del diario o del fascículo donde se publicaba el texto a cuentagotas. Sir Arhtur Conan Doyle, por supuesto, fue el maestro del gancho para la ansiedad lectora).

Un escritor puede ser notoriamente malo en casi cualquier aspecto del arte literario, pero si alcanza la maestría en el oficio de crear suspenso y expectativa, su éxito puede ser masivo y, diría, casi inevitable. Satisface una necesidad que es más informativa que artística o de goce estético: promete una historia cautivante y posterga su conclusión paulatinamente, permitiendo en el camino la gratificación de las pequeñas y parciales revelaciones, en camino a la última.

De cierta manera, la fórmula del
best seller de intriga en perfecta en sí misma. Su pobreza de ideas, su escasez de recursos, la manera ciega y casi fanática en que se niega a pensar y reflexionar, su aniquilamiento de cualquier rasgo peligrosamente intelectual, su forma de esquivar las problematizaciones y negarse a la búsqueda artística, todos ellos no son rasgos a pesar de los cuales un best seller consigue el éxito: son las razones del éxito.

Es decir, la falta de recursos, buscada o no, voluntaria o no, fingida o no, la elisión de todos los caminos laterales y todos los ejercicios conflictivos, son los rasgos que permiten que toda la atención del lector se concentre específica y monomaniacamente en el desarrollo del argumento y la expectativa que la trama le proponga.

¿Cuál es, entonces, el problema con los
best sellers?

Si se proponen una finalidad narrativa particular y específica (el planteo de una intriga, la capturqa del lector y la resolución sorprendente) y adoptan una forma estética que es aparentemente la más funcional para conseguir ese objetivo, ¿no son, entonces, formas narrativas perfectas en sí mismas?

Quizás sí. El problema es lo que esas novelas hacen con su lector, con la mente de su lector y su manera de enfrentarse a un texto: lo transforman en una suerte de caballo de carreras, con las anteojeras apuntadas en una sola dirección, sin mayor libertad de acción, sin espacio para maniobrar, con una meta que no está al final de una red compleja de reflexiones, gustos y disgustos, placeres y shocks, hallazgos y confrontaciones, sino en la línea final de una carrera sin obstáculos ni retos.

Eso suele conllevar un problema adicional: el contenido ideológico está condenado, en virtud de su necesaria simplicidad, a mantenerse, también él, alejado de cualquier poder sublevante o problemático.

El
best seller es por naturaleza conservador. En uno de sus extremos, es poco audaz, confía en la repetición trivial, la seguridad del commonplace y las formas más aceptadas del sentido común.

En su otro extremo es desbocadamente paranoide y sigue la lógica de la teoría conspirativa (
El código Da Vinci) en su variante de menor interés: la de proponer una explicación del mundo que es a todas luces falsa, a todas luces desdeñable, mediante el expediente de identificar un chivo expiatorio para cada mal del universo, o para todos.

En ambos casos es simplificador y superficial, abandona el arte para devenir pasatiempo.

El problema mayor, claro está, radica en el hecho de que las formas del
best seller se han impuesto en gran medida en el mercado lector y en la producción literaria. Autores de buen nivel como, digamos, Chabon o Bolaño, Levrero o Taibo II, han recurrido a ellas para tomarlas poco menos que como a un caballo de Troya, camuflando tras la apariencia de simplicidad una complejidad preñada de contenidos.

Pero otros de menor inteligencia y mayor precariedad artística han asumido el
best seller como un modelo inobjetable, la superficialidad como una virtud bienvenida y la llanura estética como la cima más alta de la eficacia narrativa.

Lo que esos autores olvidan --además de la idea aún no del todo abatida, afortunadamente, de que el arte es un desafío reflexivo y una exploración valerosa-- es que la eficacia narrativa no es rasgo suficiente para que un texto literario tenga valor estético, artístico e intelectual.

Para decirlo estirando una vieja metáfora del lenguaje crítico: una novela solo puede ser sólida si tiene no una dimensión, sino muchas: no una línea ni un plano, sino un haz de líneas y planos.


11.5.09

La justicia caníbal

Y los métodos de la guerra sucia

Uno de los mejores cuentos del libro
El criador de gorilas, de Roberto Arlt, es una historia de caníbales ambientada en Costa del Marfil.

Su titulo es un resumen de su argumento: "Los hombres fieras" es el relato de una serie de actos de antropofagia llevados a cabo por nativos que, presas de algún tipo de trance, se transforman en animales salvajes, panteras predadoras que se alimentan de otros nativos.

Arlt lo escribió poco después de un viaje al norte de África. La fuente de su historia podría haberla recogido en esa jornada, que duró casi un año, o podría haberla conocido desde antes: las historias del canibalismo africano, populares desde siglos antes, habían reaparecido notoriamente en el trabajo de antropologos a principios del novecientos.

En 1901, T.J. Alldridge había publicado testimonios sobre esa particular variante de los relatos: hombres que se convertían en bestias y se tragaban al primer incauto.

El antropólogo situaba los alegatos en Sierra Leona, país que está muy cerca de la zona del noroeste africano que recibió a Arlt, y a un paso de Costa del Marfil: de hecho, hasta la fundación de Liberia, Sierra Leona y Costa del Marfil eran colindantes y su conformación étnica ha sido siempre muy similar.

En 1962, otro antropólogo, Christopher Fyfe, refirió una serie de relatos orales que testificaban sobre la veracidad del canibalismo como una realidad en la región. Apenas en 1979, su célebre y polémico colega W. Arens, en The Man-Eating Myth, puso en entredicho la verosimilitud de esas versiones. (En verdad, Arens puso en entredicho
todos los supuestos testimonios occidentales sobre la antropofagia en África).

Leyendo al mismo Alldridge, Arens mostró que, tradicionalmente, la investigación de los casos de canibalismo en Sierra Leona era puesta en manos de un grupo peculiar de autoridades, los Mande Tongo Mo, una sociedad secreta que los antropólogos del mundo anglosajón llaman Tongo Players, cuya especialidad era detectar todas las formas del mal encarnado.

Los Tongo Mo tenían un puñado de métodos diversos para decubrir la culpabilidad de quienes eran acusados de mutar en animales y devorar vecinos. El más directo era pedirle al sospechoso que usara sus manos para sacar un fierro al rojo vivo del fondo de un recipiente colmado de aceite hirviente. Si el posible caníbal se quemaba, era condenado a la hoguera.

El más trabajoso de los métodos era la confesión extraída bajo tortura. Ni Arens ni Alldridge detallan los tormentos, pero ambos aseguran que los torturados invariablemente terminaban admitiendo no sólo los crímenes y el canibalismo, sino incluso el poder de metaforfosearse. (No haría mal Dick Cheney en leer a Arens e informarse acerca de la fiabilidad de una confesión extraída mediante torturas).

Otro procedimiento común de los Tongo Mo, especialmente interesante, parece un insólito y sistemático precedente de los métodos de la guerra sucia. Pero con un twist que da mucho que pensar:

Si las autoridades de un pueblo sospechaban el canibalismo de ciertas personas pero eran incapaces de decidirlo con certeza, podían mandar a llamar a los Tongo Mo. Estos, a su vez, elegirían a ochenta sospechosos, y los matarían a todos, pero también matarían a una de las autoridades que los convocaron.

Es decir, los Tongo Mo reconocían que, para matar al culpable, estaban matando un número insoportable de inocentes, y que, por ello, quienes habían promovido la matanza --las autoridades que la habían solicitado-- merecían también poner su cabeza en la picota. Más sorprendente aun: las autoridades mismas reconocían, prospectivamente, que la solución que ellas mismas estaban adoptando era excesiva y merecía ser castigada.

Los relatos sobre los caníbales del noreste africano y los Tongo Mo de Sierra Leona tienen algo de cacería de brujas y algo de guerra sucia. Me intriga sobre todo la figura de esos líderes comunales dispuestos a ser ejecutados junto a las decenas de inocentes cuya muerte ellos mismos estaban propiciando.

En el infierno del fanatismo y la ceguera supersticiosa, algo de extraña y dudosa grandeza queda en esa imagen de indeseable consecuencia. Me pregunto cuántos promotores, auspiciadores o publicistas de la guerra sucia estarían dispuestos hoy a imitar el modelo.

8.5.09

Green Porno

Isabella Rossellini: hardcore entomologist

No se trata de un intento desesperado de mi parte por multiplicar la lectoría de Puente Aéreo: en verdad esto no tiene nada que ver, o al menos no mucho que ver, con pornografía.

La actriz Isabella Rossellini, que le produjo más de un trauma erótico a mi generación de la mano de David Lynch, quiere dejar huella en el aprendizaje sexual de otra generación. Pero no se trata de lo que están pensando; son lecciones sobre la vida sexual de las abejas, las arañas, las moscas, etc.

Isabella, hija de Ingrid Bergman y Roberto Rossellini, y ex-esposa de Martin Scorsese, ha dirigido los primeros varios microepisodios de una serie suya llamada Green Porno. Y créanme: son estupendos, inteligentes, estéticamente originales y con un punto divertidísimo de malicia.

No puedo resistir la tentación de colgar aquí los seis capítulos disponibles en YouTube, que, por cierto, también son escritos y protagonizados por la estrella italiana. Los otros dos (sobre libélulas y luciérnagas, los pueden ver, respectivamente, aquí y aquí.

LAS ABEJAS



LAS MOSCAS



LAS MANTIS RELIGIOSAS



LOS CARACOLES



LOS GUSANOS DE TIERRA



LAS ARAÑAS



EL ANUNCIO DE LA SEGUNDA TEMPORADA




6.5.09

Iluso calendario

A quiénes llevaría a Lima si dependiera de mí

Ahora que Lima se ha convertido en la nueva aduana para las giras rockeras en Sudamérica, la pregunta sobre qué artistas querría ver uno presentarse en el Perú deja de ser wishful thinking y se convierte en expectativa razonable.

La única duda que me queda rondando es esta: ¿se estará utilizando alguna parte de las ganancias en asegurar que locales como el Estadio Nacional (estructura muy vieja, que en algún momento podría dar una sorpresa desagradable) estén en capacidad de soportar el trajín de los conciertos que está alojando?

1. The Flaming Lips. Con veinticinco años de carrera y veintitrés desde el lanzamiento de su primer largo, la banda de Oklahoma ha pasado de una suerte de garage rock, post-punk, a una versión pop al cuadrado del viejo rock progresivo, pero con todo el aliento vital que el avatar setentero del género nunca tuvo. Los conciertos de los Flaming Lips son habitualmente reconocidos como los shows más espectaculares de Estados Unidos. No deben de ser muy baratos, pero el espíritu indie puede mucho, y la mancha de Wayne Coyne es un grupo impredecible. (Aquí les dejo a los FL haciendo un cover de The White Stripes).



2. The White Stripes. Una cosa es atraer tonterías de moda como los Jonas Brothers o medianos vestigios de un pasado no menos mediano, como Oasis, y otra cosa completamente distinta es volverse un imán para bandas en pleno esplendor, las que van quebrando la ola de la nueva música en cada disco que lanzan. The White Stripes es hoy ese tipo de grupo: consolidado con media docena de discos, pero joven e innovador todavía. Jack White anda metido en otras dos bandas que no serían mala alternativa para públicos más reducidos: The Raconteurs y The Dead Weather.



3. Cat Power. Ya iría siendo hora de que personajes como Cat Power, reina indiscutible entre las cantantes-compositoras de la escena indie americana, empezaran a ganarse un espacio fuera del circuito anglosajón. ¿Por qué no un pequeño concierto en algún espacio lo suficientemente acogedor para su tipo de música y suficientemente grande para que los réditos sean interesantes? De hecho, fuera de presentaciones en festivales multitudinarios, Chan Marshall (su nombre real) suele ofrecer, sobre todo, conciertos en teatros, como el que tuve la suerte de ver en Boston el año pasado.



4. Morrissey. Confieso que los discos de su carrera solista, sin la mano de Johnny Marr para calzar las melodías y encontrar los arreglos precisos, no me llama tanto la atención como los que hicieron The Smiths en su momento, pero creo que un concierto de Morrissey en Lima sería el sueño hecho realidad no de una sino de dos generaciones de amantes de la música. Además, el hombre anda en gira ahora mismo.



5. Paul McCartney. El concierto más alucinante que he visto en mi vida fue uno de Macca en el Madison Square Garden, hace unos seis años. Tres horas con un pequeño break, decenas de pantallas, coreografías a lo Cirque de Soleil al inicio, una banda perfectamente afiatada, un viaje de cuatro décadas con una cantidad inuitada de momentos especialmente emocionantes. Se dice que ya han hablado con él para llevarlo a Lima. Se dice que el Estadio Nacional es el único lugar que podría recibirlo, por sus dimensiones. Yo creo que McCartney podría llenar el Nacional dos noches seguidas y si un empresario se atreve a planearlo así podría hacer el negocio de su vida coronar un sueño para 90 mil personas.



6. Nick Cave and the Bad Seeds. La banda australiana había sido parejamente creativa por muchos años, pero en los últimos ha tenido más que eso: una explosión de originalidad que la ha conducido a un nuevo pico en su carrera. De alguna manera, se ha dado maña para conservar el status de culto y alcanzar a un público cada vez más masivo. ¿Cuánta gente iría a corear "Dig yourself, Lazarus, dig yourself, Lazarus, dig yourself back in that hole"? No tengo idea. Pero si se diera sería una gran cosa.



7. Este es un comodín: aunque la atención de los peruanos para el rock latinoamericano está obsesivamente fijada en los grupos argentinos, lo cierto es que el mejor rock de Sudamérica desde hace muchos años (cuatro décadas, si pensamos en Os Mutantes) se hace en Brasil. Hay una cantidad enorme de grupos brasileños que podrían llegar al Perú por sumas manejables, y si se monta la espera con inteligencia, se puede crear una veta nueva a la vez que se le presenta a la gente un mundo musical nuevo. Hay para elegir: el pop melódico pero también moderadamente experimental de Pato Fu, las formas de fusión complejas pero sumamente atractivas de grupos como el semirrapero Charlie Brown Jr. o la banda líder del famoso manguebeat, Nação Zumbi (video aquí abajo). No todo lo que viene de Brasil tiene que ser Roberto Carlos o Caetano Veloso.



8. Wilco. Con sus dos miembros sobrevivientes, que a su vez sobrevivieron también a Uncle Tupelo, Wilco es una de las bandas más sólidas en el mundo del rock americano desde hace ya largos años, lo que la puede hacer atractiva para más de una generación. Aun mejor si cayeran por Lima con su colaborador más frecuente, el notable Billy Bragg. Eso me lleva a una pregunta: ¿nuestros empresarios harán estudios de mercado antes de contratar a un artista, o se guiarán por el viejo método de la corazonada?



9. Portishead. Este es un long shot, pero es cuestión de desear, ¿no? Portishead salió del largo hiato hace ya varios años, puso un disco notable en el mercado durante el 2008, hizo más de una gira, aunque no muy extensa ninguna, y se dejó ver en festivales. Beth Gibbons está mejor que nunca, Adrian Utley parece renovado y Geoff Barrow dice que quiere grabar de nuevo lo antes posible, así que ninguna nueva desaparición parece a la vista.



10. Para la décima casilla dejo una pregunta: ¿Radiohead o los Rolling Stones? Para mí, en verdad, no hay duda posible: los Rolling Stones, el circo-vaudeville-crime scene más exaltado del planeta. Pero sería interesante saber si Radiohead, hoy en su mejor periodo, resulta una elección más afín al aire de los tiempos. Who comes in rainbows? (Ojo: no pongo en duda ni por un segundo que los Rolling Stones son infinitamente superiores).




4.5.09

Stand by Me

Un cover transnacional




El video ya viene dando vueltas por internet desde hace medio año, con diez millones de reproducciones en YouTube, pero yo apenas me entero de él esta noche, cuando Erica Hill y Anderson Cooper lo compartieron con los telvidentes de AC360, en CNN.

Es un cover del clásico Stand by Me, de King, Leiber y Stoller (1961). Esta vez, la versión tiene un rasgo muy especial: ha sido grabada sobre la base de pistas hechas por músicos callejeros, sin fama alguna pero con mucho talento, los dos primeros de ellos Roger Ridley, de Santa Monica, California, y Grandpa Elliott, de una de las grandes capitales musicales del planeta, New Orleans.

Notarán en el video que la canción crece de un rythm and blues sencillo y solitario hasta volverse un tejido de ritmos y aires diversos, según se van sumando a la combinación músicos sudamericanos, africanos y europeos.

(A propósito: el experimento aquel de Jorge Eduardo Eielson, de una pieza musical interpretada simultánea y complementariamente por músicos distribuidos en diversos puntos del planeta, ¿fue sólo proyecto o se hizo realidad? ¿O es una leyenda urbana?).

Hace ya varios años Stand by Me había sido considerada por Broadcast Music Incorporated en el cuarto puesto del chart de las piezas musicales más veces interpretadas y reproducidas a lo largo del siglo veinte. Sin duda este es otro gran empujón. (En el primer lugar, como siempre, Yesterday, de Paul McCartney, que debe de andar más allá de los cuarenta millones de reproducciones sólo en You Tube, sumando versiones).

3.5.09

La nueva revolución

Stephen Wolfram y la biblioteca Wolfram Alpha

Imaginen este argumento para una novela. Un grupo numeroso de judíos sale de Alemania en 1933, huyendo de las ominosas señales del creciente antisemitismo.

Se refugian en Inglaterra. Pasa el tiempo. Dos de ellos, hombre y mujer, se enamoran y se casan. Él es un novelista que construye historias políticas y romances y adopta el inglés como idioma literario. Ella es filósofa, estrella de su departamento en Oxford University, y su tema es la lógica filosófica.

En 1959 tienen un hijo que crece escuchando las más divertidas discusiones sobre una infinidad de temas, brincando entre libros de ficción y ensayos sobre el rigor del racionamiento científico. El resto de su vida parecerá balancearse entre esos dos polos: la creación de mundos imaginarios y la vanguardia de la ciencia contemporánea.

El niño estudia en Eton, es mucho menor que sus compañeros. A los dieciséis años publica ensayos de física en revistas académicas, a los diecisiete pasa a Oxford y un artículo suyo sobre la producción de
quarks pesados lo convierte en una autoridad. A los dieciocho entra en Caltech, a los veinte consigue el PhD.

En las siguientes dos décadas, su fama crece y sus hallazgos también. Pero él tiene un as adicional bajo la manga: quiere construir una casi infinita biblioteca inteligente, una a la que los lectores puedan formularle preguntas y que sabrá entenderlas y ofrecer una o varias respuestas. Una especie de oráculo.

Poco después de cumplir cuarenta y nueve años de edad, lo consigue.


Y dentro de pocas semanas, abrirá esa biblioteca al mundo. El hombre se llama Stephen Wolfram. No es una sorpresa que su biblioteca inteligente sea un mecanismo digital, porque Wolfram cree que la naturaleza del mundo mismo lo es: eso lo escribió hace siete años en un libro que ocasionó un escándalo en la academia: A New Kind of Science.

La biblioteca, un buscador online un millón de veces más sofisticado que Google, se llamará Wolfram Alpha, y se anuncia como la más radical revolución en internet en la última generación. Una novela de ciencia ficción, como las que escribía su padre. Un fruto de la lógica estricta y la razón rigurosa, como el trabajo de su madre. Wolfram nos deja a un paso de HAL 9000. Ojalá Wolfram Alpha no aprenda a leernos los labios.

PD: Este artículo de The Independent explica la utilidad de Wolfram Alpha y las expectativas que viene despertando.